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Estética
Los “valores estéticos” –bello, feo (K. Rosekranz publicó en 1853 una Estética de lo feo), sombrío, fúnebre, elegante, cursi, hermoso, claro, horrendo, sucio, asqueroso, armonioso, destemplado, esbelto, gracioso, fino, grosero, desmañado, sublime, vulgar, guapo, etc.– y los juicios de valor correspondientes están presentes prácticamente en la totalidad de la vida humana, no sólo en los momentos en los que ésta se enfrenta con las que llamamos “obras de Arte”, sino también en los momentos en los que ésta se enfrenta con la “prosa de la vida” y con la “Naturaleza”. Es cierto que ni las obras artísticas sustantivas o adjetivas o, en general, las obras culturales y, menos aún, los procesos o estados naturales se agotan en su condición de soportes de sus valores estéticos. Un reloj de porcelana barroco puede ser, además de una obra sustantiva de arte, un instrumento tecnológico y funcional; ni siquiera la obra sustantiva o exenta que parece haber sido concebida únicamente para brillar por sí misma expuesta en el museo o en el teatro (independiente de los efectos que pueda tener luego en la “prosa de la vida”) se agota en su condición de soporte de valores estéticos; ella tiene siempre, al margen de las funciones psicológicas sociales, políticas o económicas que potencia, un trasfondo situado “más allá de lo bello y de lo feo”. Incluso cabe afirmar que la “finalidad” de la obra de arte (y por supuesto la finalidad de la “Naturaleza”) no puede hacerse consistir en la producción de valores estéticos positivos (o acaso negativos: el feísmo). La Naturaleza o el Arte tienen otras fuentes; los valores estéticos intervienen en la producción, o en el uso y en el producto, más como reglas o cánones que como fines.
Sin embargo, parece indudable que, supuesto que sea ello posible, si desconectamos una “producción cultural” de toda referencia a los valores estéticos ella perdería también su condición de obra de arte sustantivo o poético, y se convertiría en un producto tecnológico o científico estéticamente neutro. En cualquier caso, el análisis de los valores estéticos en el plano abstracto (respecto de sus referencias naturales o culturales), salvo que determinemos reglas y proporciones objetivas empíricas, encierra el peligro de su vaguedad y de su trivialidad, a la manera de la fórmula tomista: pulchra sunt quae visa placent. Parece preferible el método que comienza el análisis estético por la consideración de las producciones culturales humanas, “las obras de arte sustantivo” (proporciones aúreas, contrapuntos) y pasando, como intermedio, por las producciones culturales animales (panales, nidos, telas de araña, cantos de pájaro, rituales…), continúa por las situaciones o escenarios “naturales” (puestas de sol, grandes cataratas, bosques umbríos, cielo estrellado…) que tengan conexión con los valores estéticos. La determinación de características generales no triviales de los valores estéticos podrá llevarse a cabo eventualmente con algún mayor rigor a partir de los resultados de los análisis particulares previos. En cualquier caso, el materialismo filosófico distingue también entre la estética filosófica (más vinculada a la filosofía de los valores estéticos) de la filosofía del arte; entre ambas perspectivas media una relación que recuerda a la que se establece entre la Teología natural y la Filosofía de las religiones positivas (se comprende que Hegel, desde el idealismo, postulase la reducción de la estética a la Filosofía del arte).
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