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Imperio hispánico: Imperio de Alfonso X el Sabio desde la Idea filosófica de Imperio
En el siglo XIII, con Alfonso X (en el que confluían las tres estirpes imperiales), tuvo lugar un importantísimo hecho político: el “fecho del Imperio”. Este “fecho” (es decir, empresa, batalla fría…, faciendum) no fue un episodio accidental o externo al curso de la historia del Imperio hispánico [739], como si la voluntad imperial de los reyes astur-leoneses-castellanos hubiese querido encontrar un cauce aún más amplio confluyendo con la corriente en la que venía desarrollándose el “Imperio oficial”, el Imperio Sacro Romano Germánico. Y no fue accidental, determinado por una confluencia dinástica, porque constituyó un episodio que solo podía tener lugar en el seno de una estructura política, la de la cristiandad medieval, de una estructura “universal”, católica, en la que el Reino de Castilla (y no cualquier otro Reino) estaba formalmente implicado (como lo seguiría estando tres siglos después, en otro “fecho” similar, el de Carlos I, Carlos V) [726]. Alfonso X veía en el Sacro Romano Imperio una plataforma para reforzar su autoridad sobre los nobles feudales de su Reino y sobre los otros reyes o condes hispánicos, la dignidad y superioridad que debía tener como Emperador hispánico (como sucesor de Alfonso III, Alfonso VI, Alfonso VII, Alfonso VIII). Pero sus pretensiones también se canalizaban en confrontación con el papado, en la medida en que encabezaba al partido gibelino.
Ahora bien, el fracaso de Alfonso X al Imperio fantasma (el imperio oficial emic) no puede confundirse con la renuncia a la Idea de Imperio Hispánico, que seguirá su curso, sin duda muy influido por la “turbulenta experiencia”. Esta influencia la encontramos expuesta en las mismas Partidas (especialmente en la Partida II) en la que Alfonso el Sabio expone la teoría general del Imperio, y en la que destacamos la confrontación implícita con la Idea oficial del Imperio y con la Idea del Pontificado, como máximo poder espiritual.
El Imperio es utilizado, con toda claridad, en su acepción diapolítica [718], pero manteniéndose alejado de las versiones que incorporan las relaciones de depredación, así como de las que incorporan la mera relación de hegemonía como mera relación de poder. El Emperador comienza su papel solamente cuando las repúblicas (los reinos, las ciudades, etc.) ya están establecidas como sociedad soberanas, porque su función (de “segundo grado”, decimos nosotros) no consiste en suplantar esas soberanías, sino, precisamente, una vez supuestas éstas, coordinarlas con otras, en justicia y frente al exterior (por ejemplo, a través de los adelantados, una institución “centralista” creada por su padre, Fernando III, que pasaba por encima de los poderes feudales, y que las Partidas II, IX, XII, ponen en comparación los praeses provintiae), pero “sin que pueda tomar a ninguno lo suyo sin su placer”. Y si se la hubiera de tomar habrá que darle antes un buen camino. El Imperio del que habla Alfonso X tiene que ver, por tanto, con la Idea filosófica de Imperio [720].
En cualquier caso, cabe subrayar que Alfonso X, en su tratado sobre el Imperio, se refiere más al Imperio en su relación con los reinos, condados, etc., que él pudiera englobar, que en su relación con los demás Imperios (Sacro Imperio, Bizantino), es decir, parece poner entre paréntesis con gran cautela la cuestión de la unicidad fáctica del Imperio Universal. Lo que no significa, en principio, eliminar este componente esencial (la unicidad) de la Idea Católica de Imperio; podía significar que Alfonso X se encontraba inmerso en una cuestión práctica; sólo podía hablarse de un Imperio único cuando éste existiera realmente (aplicando, acaso, el principio escolástico de posse ad factum non valet illatio). Pero, ¿acaso el “fecho del Imperio” no fue acometido con el propósito de aproximarse a la condición de unicidad? Las razones que la Partida II ofrece para justificar el Imperio son abstractas: valdrían tanto para el posible Imperio Universal, como para los Imperios particulares “realmente existentes”. Conviene que exista un único Emperador para quitar el desacuerdo entre las gentes, lo que no se podría hacer si fuesen muchos los emperadores “porque segund natura el Señorío non quiere compañero ni lo ha menester”. ¿No está, Alfonso X, justificando, con esto, sus pretensiones al Sacro Romano Imperio, refundiendo a los emperadores existentes en un Imperio único y universal? ¿No está diciendo, también, que si hay desacuerdo entre las gentes es precisamente porque hay muchos emperadores? No habría, por tanto, contradicción lógica, sino, a lo sumo, contradicción real, o dialéctica, entre la Idea de Imperio Universal y único, y la realidad de los Imperios múltiples que, en cuanto Imperios, no podrían renunciar a la universalidad.
El “experimento” que el Rey Sabio habría querido llevar a cabo con el “fecho del Imperio”, habría tendido a lograr la confluencia en su persona de al menos dos Imperios fronterizos de Europa: el del Oriente (el Sacro Romano Imperio) y el de Occidente (el Imperio Hispánico). Del fracaso de este experimento no podía deducirse ninguna ventaja a favor de uno y otro Imperio: solo cabría deducir que “las espadas continuaban en lo alto”, para decidir cuál de ambos Imperios podía considerarse más próximo a la Idea de Imperio Universal.