Filosofía en español 
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Democracia y Corrupción

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Crítica a los remedios tecnológico-ideológicos fundamentalistas para evitar los déficits democráticos

(1) Supongamos que una reforma constitucional logra que las “democracias no presidencialistas” alcancen su “Libertad política” transformándose en democracias presidencialistas [840], en las cuales el pueblo elige directamente al presidente del Gobierno, o incluso al Jefe del Estado.

¿Qué garantías existen para suponer que esta elección será más acertada que la elección a través de las Cámaras? Se dirá que la libertad de acción del presidente respecto del Parlamento será mucho mayor y, por tanto, la libertad del pueblo que lo ha elegido. Pero, ¿qué quiere decir esa libertad? ¿Una capacidad para tomar decisiones al margen del Parlamento y aun en oposición a él? ¿Acaso puede asegurarse que el presidente representa la voluntad de un pueblo cuya supuesta unidad [844-845] le es meramente atribuida y en realidad metafísica? ¿Cómo conoce un presidente elegido por el pueblo la voluntad de quien le ha elegido? ¿Y acaso la libertad que el presidente recibe de su pueblo no puede ser más peligrosa para la república que la acción sometida y moderada por la mayoría parlamentaria? Podríamos citar otra vez el caso de las elecciones alemanas de 1933, en las que salió elegido Adolfo Hitler, que muy pronto se emancipó del Parlamento. Y lo peor de este caso no es que el presidente elegido por el pueblo tomase su rumbo propio, sino que tomó precisamente el rumbo del mismo pueblo que lo eligió y que por ello siguió fielmente sus directrices. Todavía en el setenta aniversario del inicio de la Segunda Guerra Mundial, la mayor parte de los intérpretes intentan ideológicamente descargar de toda culpa al pueblo alemán, haciendo responsable de la guerra al Führer y a su grupo. Aquellos a quienes los vencedores ahorcaron en Núremberg, como si con esto hubieran lavado las culpas de todos.

En todo caso, ¿cómo podría actuar un presidente del Gobierno que tuviese enfrente constantemente al Parlamento? Y si actuase en armonía con él, al menos en lo fundamental, ¿qué diferencias reales y no solo formales existirían entre un presidente elegido directamente por el pueblo y un presidente elegido por las Cámaras?

Si hay diferencias reales, que las hay, entre ambos modelos o versiones de la elección democrática del presidente de un Gobierno, estas no derivan de la metafísica confianza en el pueblo que elige a un presidente que lo representa [895] como tal, sino a la efectiva división de este pueblo en partidos políticos que precisamente rompen su unidad [891], y que permiten al presidente elegido inclinarse por un partido parlamentario antes que por otro, pero sin que esto signifique seguir los mandatos del “pueblo que lo ha elegido”.

(2) Supongamos también que la Constitución ha logrado superar el déficit de las listas cerradas y bloqueadas. ¿Acaso por ello podría decirse que “el Pueblo” elige a sus representantes con más acierto? ¿Cómo podría elegirlos atendiendo a criterios políticos? Aunque la ley electoral [869] contemplara como unidades de elección a las comarcas, vegadas, distritos, ciudades o barrios (a fin de que los diputados fueran conocidos por los electores), ¿qué garantías hay, puesto que en cada comarca, vegada, distrito, ciudad o barrio se presentan varios candidatos, para asegurar que sea elegido el más idóneo y no el más amigo de la mayoría, el más simpático?

Sobre todo, lo que enturbia desde el fondo la propia idea de elección libre de los representantes es la misma idea de representación. ¿Qué quiere decir re-presentar? [893] Partimos del supuesto de que los programas y planes de un candidato político solvente, en una democracia avanzada, no puede nunca haberlos redactado él personalmente, sino un amplio grupo de expertos. Por ello, la distancia entre un candidato que asume los planes y programas de su partido y el candidato personalmente elegido es muy grande. Presuponemos, además, que el elector ordinario no tiene capacidad para juzgar sobre planes y programas de naturaleza técnica, sino solo sobre los aspectos más genéricos y groseros que lo trivializan, y cuya conexión con los programas es enteramente borrosa e indeterminada (por ejemplo, cuando los electores del pueblo diferencian los programas en aquellos que “favorecen a los ricos” y aquellos que “favorecen a los pobres”). [...]

Pero estos aspectos triviales son los que inspiran los criterios del elector. Y entonces no puede decirse que el diputado represente en el parlamento a sus electores, aunque recoja una parte genérica, al menos retóricamente, de los deseos de los ciudadanos que le votan (precisamente aquellas partes genéricas en las que el pueblo puede percibir las oposiciones disyuntivas y maniqueas más groseras). Pero el diputado tendrá que incorporar estas partes genéricas a otras exigencias del programa legislativo; la labor de interpretación, coordinación y selección no tiene ya nada que ver con la representación del pueblo, sino con la conformación de un sistema operativo que casi siempre tergiversa y confiere un sentido distinto a los “mensajes genéricos” que con su voto el elector envió desde las urnas al candidato.

(3) Supongamos, por último, que se han reformado las instituciones democráticas en el sentido de lograr una separación efectiva de los tres poderes consabidos. ¿Acaso garantizará esta separación efectiva la moderación mutua de los poderes de la república, aquella moderación que Polibio (VI, 14) o Cicerón (República, I, 29, 45) creían poder conseguir con el nombre de quartum quoddam genus rei publicae, y que es la que inspiró probablemente a Montesquieu? [859]

Una separación efectiva de los tres poderes, ¿no daría lugar en múltiples casos a perturbaciones mucho más graves de la sociedad política, a su desgarramiento, a la anarquía de hecho? (Me remito aquí a lo que escribí en Panfleto contra la democracia, pág. 116 y ss.).

{FD 173-177 /
FD 159-188 / → EC73 / → EC77 / → PCDRE: OC2}

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