Filosofía en español 
Filosofía en español

Corrupciones no delictivas de la democracia española

[ 796 ]

Europeísmo como corrupción (ideológico-tecnológica) específica de la democracia
que afecta a la soberanía de España

[Ejemplo de corrupción (específica) [765] de la democracia parlamentaria [795] de tipo no delictivo (ideológico-tecnológica) [774] que afecta a la capa cortical de la Nación política española]. [775]

[1] La democracia española de 1978 manifestó desde su mismo principio su “vocación europeísta”. En esto, como en otras muchas cosas, continuó las orientaciones del régimen de Franco, que intentó a toda costa ingresar en la CEE. Pero el propio régimen de Franco, como es bien sabido, y mucho antes de finalizar en 1945 la Segunda Guerra Mundial, se había inclinado, sin perjuicio de la División Azul, hacia los aliados (ya en 1942 Franco vio muy incierta la victoria de Alemania y muy poco después comenzó a establecer contactos con los aliados que, a fin de cuentas, le habían amparado durante la Guerra Civil española como instrumento imprescindible para frenar en España al imperialismo soviético) [580].

Sin embargo, la entrada en el Mercado Común Europeo no era fácil; hubo muchas dilaciones por parte de los aliados, que pretextaban la condición no democrática del régimen, aun cuando muerto ya Franco y promulgada la Constitución de 1978, hubieron de pasar casi diez años antes de que en 1986 España ingresara en la OTAN y en la Comunidad Económica Europea. […]

No es fácil discernir los motivos que impulsaban a España a ingresar en el Mercado Común y, luego, en la Unión Europea. Las razones que se daban, tanto en la época de Franco como en la época anterior a 1986 (ya en “democracia homologada”) [855], se tomaban, no solamente del terreno ideológico (el de la Europa sublime: la Hispania romana ya era una parte de Europa, como lo era la España del Imperio de Carlos V [726]; España desde siempre había formado parte de la civilización occidental, fundida en el crisol del territorio europeo), sino también del terreno económico (España no puede desvincularse de los mercados europeos, con los que mantiene la mayor parte de sus transacciones) y, sobre todo, del terreno político, y más concretamente del terreno partidista. […]

El europeísmo de todos encubría las diferencias y la diversidad de motivos que impulsaban a cada cual. Y esa confusión y oscuridad quedaba disimulada por la claridad que parecía emanar del terreno ideológico, por la luz que proyectaba la idea de la “Europa sublime”.

La oscuridad más tenebrosa se producía en el momento de la identificación entre el “ingreso en el Mercado Común Europeo” y el “ingreso en Europa”. El ingreso en el MCE (o luego en la UE) tenía un sentido operatorio claro, cuando España no formaba parte de ese Mercado (o de esa Unión), pero el ingreso de España en Europa carecía de todo sentido operatorio, porque España, y así se decía (contra aquellos afrancesados que decían que África empezaba en los Pirineos), estaba ya desde siempre dentro de Europa.

El europeísmo español fue siempre una idea oscura y confusa [791], producto de una prácticamente irremediable confusión de la maquinaria lógica cuando se enfrentaba con la necesidad de tener que hacer confluir las diferentes corrientes del europeísmo. Porque todas ellas coincidían en su europeísmo tanto más cuanto más discrepaban entre sí. La confusión se hizo ya irreversible cuando la propia Unión Europea consumó en el Proyecto para un Tratado del año 2005 la identificación intencional entre la Europa sublime y la Europa económico-política. […]

[2] [Es muy] difícil, por no decir imposible, el análisis de los efectos que en la soberanía democrática española puede tener el europeísmo de sus promotores. Hay que deslindar en cada caso los efectos económicos, los políticos o los científicos; hay que separar cuidadosamente las alternativas que se toman como criterio de comparación.

¿Qué ocurriría si la España democrática saliera de la Unión [746], o, por lo menos, de alguna de las instituciones tan particulares como pueda serlo el euro o la aceptación de los tribunales de justicia de Estrasburgo? ¿Quedaría aislada o desarrollaría conexiones diferentes bilaterales y no por ello menos fluidas e intensas?

El camino recorrido desde Maastricht hasta el presente es, desde luego, irreversible; pero no puede confundirse la irreversibilidad de esta evolución con un “destino manifiesto”. Habría que tener en cuenta las alternativas que quedan encubiertas precisamente por una ideología corrompida.

Acaso sea en el terreno de la política estricta, y no ya en el terreno de los beneficios económicos que España haya podido obtener de Europa (autopistas, puertos, trenes de alta velocidad –aunque tampoco podrán olvidarse sus catastróficos perjuicios: hundimiento de la siderurgia, de las industrias lácteas, de los productos pesqueros, de la minería del carbón…–), en donde podremos constatar los efectos de merma que la democracia española, es decir, su soberanía, ha experimentado como consecuencia de su ingreso en la Unión Europea. Por ejemplo, Europa estableció una directiva para el año 2000 según la cual todos los socios de la Unión debían tener un 30 por ciento como mínimo de su mercado liberalizado.

Esta directiva impediría que un Estado como España tuviese las manos libres para su política de nacionalizaciones o desnacionalizaciones de las grandes empresas, o, en todo caso, para abrir posibilidades para que un Estado como España alegase como pretexto de esta directiva para hacer en un momento dado lo que al Gobierno de turno le interesase, según sus fines partidistas: tal fue el caso de Endesa. Hay que profundizar, desde luego, en estos análisis, y no solo desde la óptica de los efectos genéricos que una unión que tiende a ser confederada implica de merma de la soberanía de cada socio, y por tanto a su democracia, sino desde la órbita de los efectos específicos que sobre la democracia española, cuyo Estado se encuentra en pleno proceso de desintegración por el traspaso masivo de sus competencias no solo a las Comunidades Autónomas [782], sino también a la Unión Europea.

[3] Si el europeísmo está corrompiendo a la democracia española es porque está mermando poco a poco su soberanía, no solo en la teoría, sino en la práctica. Porque los ciudadanos españoles cada vez tienen menos intervención en las normativas que les llegan impuestas desde Europa (desde una Europa en la cual “el pueblo” solo puede participar a través de sus representantes interpuestos de segundo, tercer o cuarto orden). Directivas que se aceptan a veces sin rechistar (acuerdos pesqueros, cuotas lácteas, siderurgia, educación, política financiera, política militar, incluso política de contratación laboral). Y la dialéctica de los intereses es tal que a veces alguna comunidad autónoma o algún municipio adscrito a ella, en pleito con algún otro vecino, acude al Tribunal Europeo de Estrasburgo antes de acudir al Tribunal Supremo de España.

Cuando las competencias básicas del Estado están de hecho transferidas a unos lejanos organismos que son los que imponen a una democracia como la española las decisiones más importantes, entonces, podrá decirse que estas competencias no están ya controladas, al menos en muchas de sus líneas generales, por los partidos políticos que canalizan al electorado, al “pueblo soberano”. Habrá que decir que este pueblo soberano solo puede decidir ya sobre cuestiones menores; habrá que decir sencillamente que se ha corrompido la estructura básica formada por las competencias que definen al Estado.

Cualquiera que sea quien es elegido en los comicios tendrá que seguir cumpliendo las instrucciones que le marca una autoridad que, como es lógico, está controlada por el juego de fuerzas de los representantes de tercer o cuarto grado. Juego en el cual tienen todas las de ganar las grandes potencias, como Francia, Inglaterra y Alemania (que son, por cierto, las que disponen de la bomba atómica, o pueden fabricarla cuando la necesiten), pero no España.

{FD 345-350 /
FD 341-350 / → EFE:OC1 385-437 / → ENM 205-240 / → ZPA / → EC36}

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