Democracia: Estructura y Ontología
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Sociedades políticas democráticas / Sociedades políticas no democráticas
Reclasificación de los Sistemas políticos: Monoarquías, Paurarquías, Poliarquías
Ateniéndonos [de acuerdo con del modelo canónico genérico de la sociedad política [597] propuesto por el materialismo filosófico], al momento reticular estricto de las sociedades políticas (a la reunión de las capas conjuntivas y corticales), la clasificación fundamental de estas sociedades, desde el punto de vista estrictamente político, como clasificación principal de las mismas podría ser, no ya la clasificación trimembre de Aristóteles, sino la clasificación bimembre, obtenida por agrupación de las monarquías y las aristocracias frente a las democracias. La clasificación podría tomar esta forma dicotómica: sociedades políticas no democráticas y sociedades políticas democráticas.
El modelo canónico genérico de sociedad política no es unívoco, sino que necesita ser desarrollado en especies internas, es decir, resultantes de las mismas alternativas o distinciones según las cuales, necesariamente, han de tener lugar las composiciones entre las partes determinantes o integrantes del modelo [838]. No se trata de desarrollar el modelo según diferencias que por sí mismas no tengan significación política directa (como pudieran ser: el color de la piel, la talla o la agilidad de los ciudadanos).
“Democracia”, como sociedad política, es un concepto que solo puede constituirse como tal en cuanto especie definida en el ámbito de una taxonomía de sociedades políticas que haga posible enfrentarlo a otras especies de sociedades políticas, tales como “tiranías”, u “oligarquías”. “Democracia” es un concepto político constituido, tradicionalmente, en un contexto taxonómico ternario (uno, algunos, todos o la mayoría) a la manera como “triángulo equilátero” es un concepto geométrico constituido en un contexto taxonómico también ternario: tres lados iguales, dos lados iguales o ningún lado igual.
Ahora bien, la mayor parte de las clasificaciones del género “sociedades políticas” no pueden considerarse como clasificaciones internas porque los criterios diferenciales que se utilizan no suelen ser intrínsecamente políticos. Tal ocurre con la primera gran clasificación de la sociedad política, la que acaso estaba presupuesta por Pericles [829] cuando, en el discurso funeral transmitido por Tucídides se refiere a los dos grandes tipos consabidos: las oligarquías (regidas, gobernadas o administradas por unos pocos –es oligous) y las democracias (regidas, gobernadas o administradas por la mayoría –es pleious).
La clasificación de Aristóteles es, sin duda, mejor que la de Pericles; pero sigue dependiendo de un criterio lógico proposicional cuantificado (uno, alguno, todos) muy inadecuado y absolutamente inservible, por utópico, en teoría política: si manda uno (es decir, si los poderes del mando están concentrados en una persona), estaremos ante la especie sociedades políticas que llama monarquías; si ese poder se concentra en unos pocos, tendremos la especie de las aristocracias; y si se reparte entre todos, estaremos ante las democracias. Pero jamás puede decirse que en una sociedad política “sea uno el que manda”, porque el uno siempre ha de estar formando parte de un grupo, por lo que las uniarquías (monarquías o tiranías) no se diferenciarán por la cantidad de las aristocracias o de las oligarquías. Sin duda hay diferencias, pero estas habrá que ponerlas en otro lado que tenga pertinencia política.
Por nuestra parte, y con el deseo de mantenernos lo más cerca posible de la clasificación aristotélica (utilizando sus distinciones, aunque interpretándolas, como si fueran fenómenos, en otro sentido esencial), reinterpretamos la clasificación de Aristóteles estableciendo estos tres tipos de sistemas políticos:
- Monoarquías (monarquías y tiranías).
- Paurarquías (aristocracias y oligarquías).
- Poliarquías (democráticas o demagógicas).
La diferencia política “estructural” entre las monoarquías y las paurarquías la pondremos en que, aunque en ambos casos son los grupos y no los individuos quienes gobiernan, en las monoarquías el grupo estará necesariamente dotado de unicidad, debido a la estructura jerárquica que le asignamos. La monoarquía puede también realizarse bajo la forma de una diarquía, cuando en el gobierno actúan dos grupos jerarquizados que en realidad constituyen una sola unidad (como si fueran dos focos de una elipse cuyos centros se aproximan hasta la distancia cero), si es que cada uno (como si fuera un hemisferio cerebral) depende siempre del otro.
En cambio, las paurarquías no implicarían unicidad, debido a que su estructura no jerarquizada conduce por lo menos a la coexistencia de tres grupos (a, b, c) o coaliciones (oligárquicas o aristocráticas) que abren, por tanto, la posibilidad de siete versiones diferentes: tres se basan en la solidaridad doble [(a, b) / c], [(b, c) / a] y [(a, c) / b]; otras tres en las acciones independientes [(a)], [(b)] y [(c)]; y una séptima, en solidaridad global de un triunvirato [(a, b, c)] contra terceros.
En cuanto al gobierno, no de pocos, pero tampoco de todos, sino de muchos, es decir, de las mayorías (o bien de minorías capaces de convertirse en mayorías por coalición con terceras), hablaremos de poliarquías (poliarchia, gobierno de muchos) antes que de democracias. Y esto tanto porque las poliarquías pueden ser demagógicas (hoy decimos: gobiernos populistas, que gobiernan “adulando al pueblo”, tratando de satisfacer sus caprichos relativos, por ejemplo, el consumo de drogas, de juegos, de deportes o de músicas entontecedoras) como porque las democracias nunca lo son en el sentido del fundamentalismo (oloarquías) [865], sino a lo sumo a título de democracias materiales. Y así como las oligarquías o las aristocracias podían serlo de grupos múltiples (tres, cuatro, etc.), así también las poliarquías (por ejemplo, en las democracias de partidos políticos, y sobre todo con partitocracias) pueden ser múltiples.
Desde el nivel que hemos alcanzado, podríamos decir que el principal sofisma de Pericles y de sus sucesores fundamentalistas estriba en la ambigüedad de los conceptos de esas mayorías que gobiernan, y de ese todo que es tutelado por las mayorías (o por el propio todo). Pues si tenemos en cuenta (como los tuvo Montesquieu) los criterios aristotélicos, que distinguen las especies genuinas [monarquías, aristocracias y democracias –otras veces, llamadas demagogias] y las especies degeneradas [tiranías, oligarquías y demagogias –a veces llamadas democracias], ya no podremos mantenernos en el sofisma pericleteo [858] que atribuye en exclusiva a la democracia la tutela del demos total (atributivo) y aun la isonomía como criterio para hacer a todos (distributivo) iguales ante la ley. También las aristocracias y aun las monarquías no tiránicas pueden tutelar al todo (atributivo y distributivo), y tal fue el proyecto del “despotismo ilustrado” del siglo XVIII. Fórmula destinada, acaso, a rectificar o moderar el propio concepto que Montesquieu presentó de despotismo [859], como sinónimo de degeneración de la monarquía por acumulación o concentración de poderes. Todo procede de la ambigüedad de la Idea de poder político [564-565]: pues el poder político no se reduce simplemente al plano del finis operantis del príncipe orientado al dominio global, indiferenciado, sobre el pueblo. El poder político no se resuelve en el poder de los sujetos que lo detentan, considerados desde los fines operantium; tal era la idea políticamente vacía (psicologistas) que Critias, y luego Maquiavelo (y después Foucault) contribuyeron a propagar. El poder político, según su finis operis es la eutaxia. [563]
Por consiguiente, habrá que concluir que carece de sentido diferenciar la democracia material [827] de las aristocracias o de las monarquías por razón de la eutaxia como finis operis de sus gobiernos respectivos. Las diferencias habrá que ponerlas en el modo según el cual el demos católico actúa en el control del poder (de los poderes específicos).
Y según esto, la clasificación esencial de las sociedades políticas vuelve a tomar la forma de una clasificación dicotómica, la que separa las sociedades democráticas de las sociedades no democráticas. Pero sin que esta dicotomía haya de interpretarse en el sentido del fundamentalismo, según el cual, en las democracias el pueblo mantiene el poder en beneficio del todo [891], que es a la vez la fuente del poder, mientras que en las sociedades no democráticas, la fuente del poder brotaría de los pocos que mantienen el poder con el finis operis de su beneficio y no del todo.
La dicotomía se interpretará de otro modo: en las democracias [646] hay que someter a crítica periódicamente (cada cuatro, cinco, seis o siete años, pero no cada cincuenta o cien años), los poderes detentados por las poliarquías “al control de las urnas”, de forma que la función de esa confluencia de partes opuestas entre sí, pero totalizadas en las urnas, que llamamos “pueblo” (atendiendo al significado de las misma “voluntad a confluir”), puede definirse más bien como la que es propia de un criterio simbólico impersonal (la confluencia de una multitud de personas no es una persona) o piedra de toque a la que han de someterse las personas que pretenden gobernar el Estado, que como la que es propia de una fuente de poder específico (del poder político eutáxico), que el “pueblo católico” no puede, como si fuese una persona, poseer jamás. Por ejemplo, la “voluntad popular” casi unánime (según las encuestas) del pueblo argentino en el año 2002 de retirar todos los fondos personales depositados en los bancos (lo que provocó el corralito) habría que considerarla como una “voluntad necia”, aunque fuese “cat-ólica”, porque un pueblo que quiere seguir viviendo en un orden monetario mediado por los bancos debe saber que si decide sacar simultáneamente del banco sus depósitos hundirá el sistema financiero íntegro.
¿Qué son las sociedades no democráticas las uniarquías o las paurarquías? Lógicamente no serán otra cosa que sociedades políticas cuyos grupos dirigentes, especificados por sus planes y programas, aunque sean eutáxicos, no se someten a ese control impersonal de las urnas que llamamos simbólicamente “control del pueblo” [839], porque solo “se someten” a otros grupos o a coaliciones de grupos que logran “controlarlos” y solo responden, en su ideología, no menos metafísica, ante Dios o ante la Historia.
¿Y cómo es posible que en esas sociedades el pueblo cat-ólico no pida cuentas a quienes detentan el poder? Sin duda porque en esas sociedades se habrá llegado a un estado de equilibrio que puede ser debido, por lo demás, a muchas causas: desde la inhibición espontánea del pueblo o de las aristocracias (que si pueden seguir viviendo encuentran más cómodo abstenerse de cualquier oposición y dejar que los que “se interesan por el poder” lo sigan manteniendo o disputando entre ellos) hasta la inhibición resultante de la represión por parte del poder, o por ambas cosas a la vez.
Pero esto no significa que las monarquías o las oligarquías puedan sostenerse sin tener en cuenta la eutaxia como su finis operis. Otra cosa es que tiendan, en sus finis operantis, a gobernar en beneficio propio. Pero esto es ya psicología maquiavélica, más que teoría política estricta.
{PCDRE 154, 140-141, 144-149 /
→ PCDRE / → PEP / → DCI}