Materialismo / Idealismo político y democrático
[ 844 ]
Idealismo-espiritualismo democrático / Teoría del Estado del Materialismo filosófico
1. Cuando, desde la plataforma de la Teoría del Estado del Materialismo filosófico [553-608] (concepción que atribuye a la capa basal del Estado el papel de componente formal interno de la “máquina política”), analizamos los componentes idealistas (o espiritualistas) que podamos determinar en las diversas concepciones de la democracia [843], concluimos que la raíz de este idealismo (al menos la raíz que es atravesada por el “plano tangente preferencial”, en el que se contiene la figura del Estado) se encuentra en las pretensiones de derivar la idea de sociedad política, en general, y de democracia, en especial, de la capa conjuntiva del Estado.
Tal es el caso de la concepción “idealista” de la democracia que inspira la definición del Diccionario de la Academia: “Doctrina favorable a la intervención del pueblo en el gobierno”. Definición referida, por lo demás, a una doctrina, y no a una realidad política efectiva, que expresa, sin duda muy aproximadamente, el concepto común de democracia en el español de comienzos del siglo XXI. […] La definición léxica que consideramos circunscribe la democracia al marco de las relaciones o interacciones entre el pueblo y el gobierno. Incluso cabría concluir (puesto que no se dice lo contrario) que presupone al pueblo como soberano […]
Si consideramos idealista, o incluso espiritualista, [esta] definición de democracia […] es […] porque ella se atiene al marco de la “capa conjuntiva” y de la “capa cortical”, en donde se inscriben las relaciones o interacciones entre el “Pueblo” y el “Gobierno”, concibiéndolos precisamente […] como figuras de la capa conjuntiva del Estado (de la “República”), sin mencionar, en modo alguno, a las figuras de la capa basal o de la capa cortical. Dentro de este mismo marco “conjuntivo” se mueven las concepciones (idealistas) de la democracia que ponen su esencia en la “separación de poderes conjuntivos”, unas veces subrayando la separación del ejecutivo y del legislativo (separación mediante la cual se define la verdadera democracia como “democracia presidencialista”) [840], o bien la separación del ejecutivo y el judicial, o la del legislativo y el judicial [609-638]. En cualquier caso, las concepciones idealistas de la democracia se conforman con “elementos” tomados de la capa conjuntiva: poder legislativo, poder ejecutivo, poder judicial, pueblo, gobierno.
De este modo, podemos decir, la concepción de la democracia del Diccionario español se mantiene lo más cerca posible de la concepción que consideramos como prototipo clásico de concepción idealista, no solo de la democracia, en especial, sino de la misma sociedad política o república, en general, tal como lo expresó Rousseau en su Contrato Social [845]. […]
La objeción fundamental que cabe hacer a la concepción idealista de una sociedad democrática en la cual el “Pueblo” es el titular de la soberanía, es que el Pueblo, circunscrito a la capa conjuntiva de tal sociedad, no puede considerarse como sujeto de la soberanía, porque carece de unidad, salvo por ficción jurídico política [883]. En cada pueblo hay diversos “pueblos” en conflicto permanente[…]. El único fundamento que cabe dar a la unidad del pueblo o de la sociedad civil [836], en la sociedad política (ya sea esta democrática, ya sea aristocrática, ya sea monárquica, pero sobre todo si es democrática), deriva no de la capa conjuntiva de esta sociedad política, sino de su capa basal, y este es el núcleo de la concepción materialista de la sociedad política [828], del Estado. […]
Desde un punto de vista lógico, podríamos redefinir el idealismo democrático como el formalismo [846].
2. No es necesario que la concepción idealista del Estado, o de la democracia, niegue la importancia de la capa basal; es suficiente “que la ponga entre paréntesis”, lo que es equivalente a la práctica o reconocimiento de la “incomunicación de los géneros”.
Por esto decimos que el idealismo político, en el momento de entender la democracia, en especial, y la sociedad política, en general, tiende a formular sus planteamientos en la capa conjuntiva o cortical, incluso en el caso de reconocer el derecho a la propiedad privada como un derecho fundamental de los ciudadanos, porque este derecho, aunque “repercute” por su materia en la capa basal, sigue siendo, por su forma, un derecho definido en la capa conjuntiva, y la mejor prueba es que el derecho de propiedad a los bienes raíces puede ser convertido en el equivalente económico que tales bienes pudieran tener en el mercado.
Ante todo, la doctrina democrática (su nematología) [876-895], adoptará una perspectiva metamérica […]. [Ahora bien]: la perspectiva metamérica lo es, ante todo, en sentido gnoseológico más que ontológico [886]. […]
3. La concepción idealista de la democracia representativa, al circunscribirse a la capa conjuntiva, desconecta los problemas políticos conjuntivos de los problemas políticos basales. No es que los ignore; lo que ocurre es que establece una “incomunicación o desconexión de géneros”.
Esto significa que los problemas políticos se considerarán derivados, no ya de la capa basal, sino de la falta de democracia representativa: la violencia, la guerra, los conflictos sociales, de clase, etc., se interpretarán como derivados de conflictos, en el fondo, espirituales (religiosos, culturales), por ejemplo, conflictos que se atribuyen a las diferencias de cultura, de lengua, de historia, o incluso a diferencias de “sensibilidad”. Los conflictos entre Oriente y Occidente se derivarán de la incompatibilidad teológico metafísica entre Mahoma y Cristo, entre Alá unitario y Dios trinitario. Pero en modo alguno se pensará en conflictos derivados de la capa basal, por ejemplo, en el conflicto entre criar cerdos, como fuentes de jamón comestible, o proscribirlos. El idealismo acudirá, como “método de resolución de conflictos”, al diálogo, a la educación, a la danza, a las fiestas, a los juegos, a la comunicación social mediante las redes de internet, a la tolerancia, es decir, a remedios “espirituales”. [843]
No es que se descuiden los problemas energético basales. Es que estos problemas ya no se concebirán como políticos, sino como tecnológicos o científicos (físicos, químicos, biológicos, matemáticos). Por ello, el fundamentalismo democrático va ligado al fundamentalismo científico [véase, Gustavo Bueno, “Fundamentalismo científico y Bioética” (El Catoblepas, núm. 97, marzo 2010) y “Ensayo sobre el fundamentalismo y los fundamentalismos” (El Basilisco, 2ª época, núm. 44, págs. 5-60)].
La ciencia resolverá, se supone, los problemas energéticos, y lo único que tienen que hacer los políticos es aportar las cantidades suficientes del presupuesto (el 3%, el 5%, el 10% del PIB) para que los científicos resuelvan los problemas energéticos que se vayan planteando. Pero la provisión de energía, aunque es condición necesaria para la subsistencia de la sociedad política, sin embargo, se considera (como si estuviéramos en el Antiguo Régimen) [847] desconectada de los problemas políticos. […]
Solo desde una concepción idealista y fundamentalista de la democracia representativa puede creerse que los déficits de la representación [869-870] se corrigen con más democracia para el pueblo, como si pudiera esperarse algo de un incremento de los representantes de la presunta voluntad soberana del pueblo, siendo así que tal voluntad soberana [839] carece de objetivos o materias previamente definidas. Porque estos objetivos o materias de su voluntad han de ser conformadas desde el exterior de esa voluntad propia, desde la historia de la tecnología, de la ciencia o de las costumbres, desde el mercado, etc. Es puro idealismo confiar en que los déficits de representación asociados a los partidos políticos puedan corregirse mediante formas de representación democrática no partidista. Es un idealismo que se resiste a reconocer que existen conflictos objetivos que no son resolubles mediante los procedimientos de la representación.
El proyecto de unificación del pueblo en una voluntad general [891] (“el pueblo unido jamás será vencido”) no garantiza siquiera la producción y distribución de bienes de primera necesidad (tales como alimentos, medicamentos o viviendas), porque esta producción y distribución no tiene como causa eficiente a la voluntad general del pueblo, sino a las voluntades particulares institucionalizadas (tales como la investigación agrícola, farmacéutica, ingenieril o arquitectónica, etc.), por otra parte, en competencia objetiva mutua. […] No es la democracia representativa la que decide, sino el poder amorfo de la voluntad que se abre camino a través de los procesos democráticos (si se prefiere, de la democracia procedimental) [880] que se guía por las reglas de las mayorías.
[El materialismo filosófico ofrece los criterios pertinentes para] discriminar [a partir de la Idea generalísima de representación] los conceptos de representación propios de las tecnologías, de las ciencias o de la filosofía materialista, y los conceptos o ideas de representación [893-897] propios de la filosofía idealista o de la psicología mentalista.
4. La condición idealista de la sociedad política en general, y de la democracia, en especial, como venimos diciendo, parte de la capa conjuntiva del Estado para “deducir”, mediante una combinatoria de sus ramas (ejecutiva, legislativa y judicial) [597], sus especies. Montesquieu y luego Kant, por ejemplo, así procedieron. Así, la clasificación binaria de las sociedades políticas, según su forma de gobierno, en dos tipos, el de las sociedades políticas republicanas y el de las sociedades despóticas, recibe, por parte de Kant, el siguiente fundamento: “El republicanismo es el principio político de la separación del poder ejecutivo (gobierno) y del poder legislativo; el despotismo es el propio gobierno del Estado por leyes que este mismo gobierno se ha dado”. […]
La clasificación ternaria de las sociedades políticas, de estirpe aristotélica, se deduce también de la capa conjuntiva, aunque sin tener en cuenta criterios que el propio Aristóteles tomó ya de la capa basal [838]. Las tres formas de Estado distinguidas por Kant se corresponden, al menos en extensión, con las formas de Aristóteles, aun cuando utilizan el criterio de la soberanía: si la soberanía la posee uno, la sociedad político será una autocracia, si varios una aristocracia y si todos una democracia. […]
5. Pero cuando la capa conjuntiva, en sus diversas ramas, y junto con la capa cortical (en cuanto vinculada a la capa conjuntiva), manifiesta más claramente su papel de fundamento de la concepción idealista de la democracia, es cuando los sujetos involucrados en ella (y no solo los sujetos que forman parte de las ramas de la capa conjuntiva, es decir, de los parlamentarios, de los jueces, de los ministros del gobierno, sino también los sujetos que forman parte del pueblo, y luego de los demás pueblos o naciones) apelan a los principios de la Libertad, de la Igualdad y de la Fraternidad [887], interpretados precisamente como los principios más genéricos de la democracia, considerada en su capa conjuntiva y cortical. Y esto sin perjuicio de que estos principios puedan también aplicarse al sistema de las sociedades políticas en general.
El fundamentalismo democrático [854-875], que consideramos como la expresión más depurada del idealismo democrático, apela desde luego a “los tres principios revolucionarios”, y en ellos funda la consideración de la democracia como la mejor forma posible de la sociedad política. Incluso como la forma única aceptable del porvenir, y, para decirlo con las palabras de Fukuyama [888], como el fin efectivo de la historia política de la humanidad: la democracia es el destino de las transformaciones de todas las sociedades políticas históricas, y todas las formas políticas han de terminar transformándose en democracias [889].
6. El idealismo político, en general, y el idealismo democrático, en especial, no es capaz de establecer la conexión interna que la experiencia histórica nos notifica entre las sociedades políticas en general y la violencia interna presente en cada sociedad política, o externa (principalmente la violencia que termina con la guerra). […] En cualquier caso, no hay que perder de vista la afinidad entre el idealismo político, en general, y el espiritualismo político, afinidad que fundamos en la interpretación de la violencia y de la guerra como resultados de la “confrontación de las conciencias”, de los espíritus [851] antes que de los cuerpos.
El fundamentalismo democrático primario [867] se nos manifiesta como un puro idealismo político, que pretende fundar la paz perpetua en la armonía entre las diferentes democracias formales [827], olvidando que los conflictos entre ellas brotan de las dimensiones materiales, basales y corticales que se alimentan del suelo basal respectivo [849-850].
La concepción materialista de la democracia política asume […] el postulado de la existencia política de la guerra [852-853], es decir […], el principio de Clausewitz […]. Un principio que, por lo demás, no es específico de la democracia, puesto que también afecta a las otras formas de organización política; simplemente no excluye a las democracias. […]
7. La concepción idealista voluntarista de la democracia representativa es incapaz de determinar el bien. Aunque las democracias parlamentarias, que suelen rodearse de científicos o de “expertos”, necesitan presuponer en la representación de sus planes y programas [238] algunas verdades científicas firmes (por ejemplo, cálculos verdaderos sobre reservas de combustibles fósiles), sin embargo, las urnas no son los lugares en los cuales pueda ser demostrada, aplicando la regla de la mayoría, ni una sola verdad científica. […]
La impotencia de la democracia representativa, tal como el idealismo voluntarista la concibe, no la ponemos en su incapacidad para determinar la verdad, sino (si nos acogemos a la terminología tradicional) en su incapacidad o impotencia para determinar el bien. Y ello, aun definiendo aquí el bien como el objetivo de la voluntad política del pueblo, es decir, definiendo al bien, como lo hacía Kant, por la buena voluntad.
Sin embargo, el idealismo democrático da por supuesto que el mejor criterio que existe, por no decir el único, para determinar el bien del pueblo, es dejarle expresar su voluntad representada democráticamente. Por ello, la democracia es la mejor forma de sociedad política posible [864]. Un pueblo que estaría ejerciendo el papel del Dios voluntarista libre y omnipotente, precisamente porque es omnisciente, y a quien nada le está prohibido. El idealismo democrático representativo tiene que confiar en las decisiones del pueblo, cuando estas hayan sido tomadas democráticamente, a la manera como el creyente confía en la buena voluntad de Dios en medio de un terremoto. “Hágase la voluntad del pueblo”: esta podría ser la divisa del idealismo democrático representativo.
Pero la voluntad general del pueblo no es omnipotente porque no es omnisciente, y no es omnisciente porque la unidad del pueblo es una unidad polémica de diversas facciones, clases, corrientes, profesiones, sectas, iglesias, cada una de las cuales fija “sus propios conocimientos”, que están también en conflicto mutuo. […]
¿Por qué todo lo que la democracia haya hecho cumpliendo con los más estrictos requerimientos de la representación popular, habría que asumirlo como bueno, o, por lo menos, como un mal menor? Esto equivale a ignorar que la voluntad del pueblo puede guiarse, en muchas ocasiones, y por periodos más o menos largos, por un “pensamiento Alicia” [712-715] muy lejos de la omnisciencia. Lo que es tanto como reconocer que, en este caso, el pueblo habría perdido el control de cualquier criterio normativo que le permitiera establecer su puesto en el Mundo y en la Historia.
Todos los valores que tienen que ver con la voluntad (los valores éticos o morales, los valores estéticos, los valores vitales…) quedarán disueltos en un caos relativista. Si la voluntad general del pueblo encuentra, en el curso de su historia, dificultades derivadas de la escasez de alimentos, a causa de la superpoblación, nada le impedirá la decisión (siempre que haya sido obtenida como resultado de un escrupuloso procedimiento democrático) de acogerse a la norma de sacrificar a los niños o adultos “comestibles” para obtener la materia prima suficiente para la fabricación de pasteles alimenticios. A fin de cuentas, los fetos abortados ya se han utilizado como reservas para las operaciones de transplantes de órganos. ¿Por qué no extender la “comunión del trasplante” a la comunión antropófaga? No es la primera vez que estas comuniones caníbales han sido practicadas, como es de conocimiento común entre los antropólogos. El padre Hervás y Panduro, precursor de la Antropología posterior, nos transmite la información que le daba otro padre jesuita acerca de los procedimientos de los indios canisianás para servirse de los indios mopecianá: “Al mudarse los mopecianás a la referida misión de San Javier, llegó un mopecianá fugitivo, que habiéndose escapado de la red en que le tenían los canisianás, había vuelto a las tierras de su nación, y no hallándola, llegó a la misión para encontrarla. Este fugitivo dijo que entre los cainás dejaba trece mopecianás en la red o jaula del engordadero, en que ellos ponían los prisioneros, para comérselos después que hubieran engordado bien” (Catálogo de las lenguas, tomo I, pág. 252; apud Sergio Méndez Ramos, Lorenzo Hervás y Panduro como filósofo, Oviedo 2011).
Pero la supuesta decisión democrática futura de permitir e impulsar la programación industrial de pasteles de carne humana (fabricación imaginada ya en la novela de Harry Harrison, Make Room! Make Room!, de 1966, llevada al cine en 1973 por Richard Fleischer, Cuando el destino nos alcance: en 2022 la compañía Soylent introduce un nuevo producto alimenticio para la población de un Nueva York de cuarenta millones de habitantes, que se ofrece como fabricado a partir de plancton, pero que no es sino transformación de cadáveres humanos fallecidos eutanásicamente) será buena, no solo porque resuelve, al menos en parte, los déficits alimenticios tradicionales, sino también, y sobre todo, porque resuelve los problemas derivados de la sobrepoblación, que de amenaza o de problema se convierte en esperanza o en solución. Cualquier materia, objetivo o bien que la voluntad general hubiera “consagrado” debidamente por procedimientos democráticos (sin embargo, en la novela citada de Harrison estas macabras decisiones corresponden a la élite que controla la población) debería considerarse como poseedora de una bondad indiscutible y su “dignificación democrática” impediría cualquier valoración de la nueva práctica como una monstruosa aberración moral. Todo aquello que la voluntad general hubiera aprobado democráticamente sería bueno, en cuanto determinación inmanente de la propia voluntad democrática. ¿Acaso no podría la omnipotencia divina hacer que la relación de semejanza entre dos hombres, Pedro y Pablo, fundada en la blancura, dejase de ser simétrica, sin alterar su fundamento?
8. El idealismo y el espiritualismo tienden hacia una concepción monista continua, y sobre todo al monismo jerárquico del orden, tanto o más que al monismo de la sustancia, mientras que la concepción materialista tiende hacia el pluralismo discontinuista. Pero no ya tanto en el sentido del atomismo, sino en el sentido indicado por la symploké [54], el de la desconexión de determinadas concatenaciones de unos elementos respecto de otros. El idealismo antropológico e histórico [872] toma la forma de un humanismo del Género humano, y de una concepción lineal de su desarrollo en la forma de un progreso indefinido. Estos esquemas monistas favorecen la concepción de la democracia como la única forma, por su excelencia, entre las formas políticas del futuro, como la forma definitiva en el curso del progreso histórico político […]. Cabría sostener que la mejor definición del fundamentalismo democrático es la que identifica a la democracia representativa como la verdadera sociedad política y como la sociedad política verdadera, que permite descalificar a cualquier otra forma de sociedad política, como “cosa del pasado más reaccionario”. […]
[Pero] la concepción materialista de la democracia, en virtud de la tesis de la inseparabilidad de la forma conjuntiva democrática respecto de su materia basal o cortical [831], es incompatible con la evaluación, a peor o a mejor, de la democracia en abstracto [857]. La evaluación de la democracia no puede ir referida a su “forma sincategoremática”, sino […] a su funcionalismo [855]. […]
Tampoco cabe hablar, desde un punto de vista materialista, de un progreso del Género humano considerado como una unidad en desarrollo o “despliegue”. El Género humano, la Humanidad [720-722], no existe ni ha existido jamás como entidad sustantivada y separada de los grupos o sociedades políticas que pudiesen ser tomados como sujetos de la historia (unas veces la forma del despotismo, otras veces la forma de la aristocracia y otras veces la forma de la democracia). Lo que ha existido realmente han sido las bandas, grupos y sociedades humanas institucionalizadas que unas veces se han organizado como monarquías despóticas, otras veces como aristocracias y otras veces como democracias [837], sin que tenga sentido considerarlas en abstracto como mejores o peores unas que otras. Y esto ni siquiera cuando tomamos como criterios la igualdad, la libertad o la fraternidad entre los hombres.
9. [Por último]: habría que considerar como idealistas a quienes interpreten el lenguaje como instrumento de comunicación no violenta, y no solo en sentido asertivo. En cambio, estarían más cerca del materialismo quienes interpretan el lenguaje fonético como instrumento de interacción intersubjetiva cuya no-violencia es una característica meramente asertiva, puesto que también podría envolver la violencia (una violencia análoga a la que puede estar representada por una enérgica intervención física con las manos).
La razón es bien clara: es frecuente tomar como criterio de interacción democrática la ausencia de violencia física, es decir, la ausencia de violencia ejercitada por “operaciones quirúrgicas” (manuales), suponiendo que la interacción meramente “vocal” se considera como no violenta. De este modo, se permitirá que un partido político pueda, acogiéndose al derecho constitucional de la “libertad de expresión”, decir o publicar proposiciones dirigidas a lograr la secesión de alguna región del Estado, y no ya a título individual sino a título de “partido”, siempre que estas acciones sean “no violentas” (es decir, meramente vocales). Ahora bien, desde el momento en el que sabemos que un discurso verbal está involucrado con las acciones manuales, y que puede ejercer tanto o más causalidad eficiente externa (es decir, violencia física) sobre los demás ciudadanos (y no ya sobre sus conciencias) que la que puede ejercer la “violencia manual”, tendremos que considerar esta distinción como afín al más puro idealismo dualista de estirpe cartesiana (el dualismo mente/cuerpo). La sentencia de Ortega (“gobernar no es empujar”) podría considerarse como una reliquia idealista, porque sugiere que gobernar es, ante todo, hablar (entendiendo por “hablar” la comunicación de las conciencias mediante el diálogo, mediante la política verbal, pero “sin llegar nunca a las manos”). […] Dicho de otro modo: la razón reside en el diálogo y “hablando se entiende la gente” (remitimos a nuestro rasguño en El Catoblepas, núm. 24, febrero 2004). […]
En cualquier caso, cuando se examina el significado del lenguaje como diferencia específica de una sociedad política, que permite oponer los políticos a los pastores de rebaño (Platón, El Político) […], habría que esperar a la aparición y consolidación del lenguaje escrito (y no ya del lenguaje gestual o fonético, en general) […], puesto que solo así cabe hablar de una sociedad política como Estado de derecho, es decir, como dotada de una constitución o código [834], como pudo serlo, hace ya casi cuatro mil años, el Código de Hammurabi.
Mediante el lenguaje escrito el político puede transformar a su grey en un “Estado de derecho”, con normas escritas que ya no están vinculadas al habla o al gesto del pastor de rebaños con cuernos, sino a una lengua que desborda las efímeras duraciones de las hablas de las sucesivas generaciones de hombres y que, en consecuencia, puede alcanzar la escala propia del tiempo político, de la Leyenda y de la Historia. Y tampoco hay que subestimar las virtualidades que tiene el lenguaje fonético o escrito sobre el lenguaje gestual (que tampoco carece enteramente de esas virtualidades: sabemos que, mediante el gesto, los gorilas amenazan o amagan a sus compañeros). Y especialmente la virtualidad para engañar o para mentir. Es muy frecuente, entre los fundamentalistas demócratas, exaltar la verdad como norma inexcusable del gobierno democrático genuino: “Los gobiernos tienen siempre que decir la verdad a su pueblo y, en cualquier caso, no pueden mentir”. Pero esta exaltación se alimenta otra vez del más puro “idealismo de las conciencias” (Kant: “Jamás debe mentirse, pero no siempre es necesario decir la verdad”). Exaltación que presupone la confianza armonista o panfilista en que “las conciencias que conviven en la verdad tienen garantizada la paz”.
Esta exaltación idealista y metafísica de la verdad y del rechazo de la mentira en política no es compatible con el materialismo. Y no solo porque el materialismo “recomiende” la mentira política; se limita a constatarla, a la vez que trata de determinar su razón de ser y los fundamentos extrapolíticos (religiosos, morales, místicos) del rechazo incondicional de la mentira política. [Sobre la mentira en general, y sobre la mentira política en especial, vid. Gustavo Bueno, Teselas 76, 106 y 107].
Lo que sí se hace necesario es distinguir los tipos de mentiras, cuáles puedan ser deseadas por el pueblo, cuáles puedan ser odiosas y, sobre todo, fácilmente descubribles como tales mentiras. De hecho, en todas las sociedades políticas, gobernantes y gobernados cuentan con la mentira política, aunque esta tenga la forma de una revelación, de una tradición, de una ideología o de una ficción jurídica.
{EC112 / EC113 / EC110 / EC95 /
→ EC109-113 / → PEP / → PCDRE / → FD 115-158 / → ZPA /
→ LVC / → EC105 / → EC14 / → EC148 / → EC43-44 / → Tesela 75}