Materialismo / Idealismo político y democrático
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Idealismo democrático como Formalismo: Fundamentalismo / Materialismo filosófico
Democracia sustantivada / Democracia determinada
1. Llamamos concepciones formalistas de la democracia, como caso particular de las concepciones formalistas de la sociedad política, a aquellas concepciones que, en el terreno ideológico y en la medida de lo posible en el terreno tecnológico [876-895], tratan de establecer su estructura en la capa conjuntiva de la sociedad política en general, y de la democracia en particular [828], ya sea de un modo exclusivo, ya sea de un modo preferencial, dejando de lado a la capa basal y a la capa cortical, o bien tomándolas en cuenta a través de la capa conjuntiva [597]. […]
El fundamentalismo democrático supone organizada la sociedad desde su capa conjuntiva, entendida como una totalización de esa misma sociedad política, una totalización capaz de envolverla y transformarla (ideológicamente, al menos) en una realidad autosostenida y soberana, “el Pueblo”. Suponemos que la decisión del fundamentalismo democrático equivale a la concepción del Pueblo como principio de decisiones políticas (relativas a la capa basal o a la cortical) que sus representantes parlamentarios establecen ateniéndose a la ley de las mayorías [891] (cualquiera que sean los criterios técnicos para calcularlas). Lo verdaderamente significativo sería esto: que, sin perjuicio de la fase de debate y de la argumentación de las propuestas durante la campaña electoral, o de los debates y argumentaciones parlamentarias en torno a las diferentes propuestas de las partes (o partidos) de los representantes, lo que transforma a un candidato en representante del pueblo o a una propuesta parlamentaria en ley no es formalmente su condición de conclusión lógica de una argumentación, sino su condición formal de haber obtenido la mayoría en las votaciones. […]
Nos parece evidente que este criterio formal (el principio de la democracia procedimental [880], que preside en democracia la capa conjuntiva) utiliza el argumento de autoridad, invocando al Pueblo (representado en el Parlamento) de modo análogo a como en el Antiguo Régimen se invocaba a la autoridad divina (representada por la jerarquía eclesiástica) como fundamento de las decisiones políticas. […]
Lo decisivo de las concepciones formalistas de la democracia sería su referencia directa y propia a las materias basales o corticales desde la capa conjuntiva de la sociedad política. Se diría que las concepciones formalistas de la democracia no logran, o no saben establecer, un esquema de conexión en la sociedad política entre la capa basal y la capa conjuntiva, ni entre esta y la capa cortical. Parece como si considerasen a estas capas como realidades ya dadas, que suponen “obviamente” yuxtapuestas o involucradas, pero sin que se ofrezca una representación de esta “involucración factual obvia”.
El formalismo democrático se hace presente en muchas concepciones que aparentemente tienen muy poco que ver con él. Por ejemplo, la Idea de un “Estado de bienestar” incorpora al Estado responsabilidades de orden económico “basal”, tales como la seguridad social, educación, atención a las viviendas, jardines o parques abiertos a los trabajadores, a los jubilados o a los impedidos… Pero la Idea del Estado de bienestar (tal como se prefigura, por ejemplo, en el Plan Beveridge en plena Segunda Guerra Mundial) incorpora la política del bienestar a los fines del Estado, a través de su capa conjuntiva, o desde ella. Los trabajadores o jubilados, en efecto, comienzan a constituirse en objetivos de la acción política, pero en cuanto ciudadanos y electores de la sociedad política; la Idea de Estado de bienestar [832] no alude, sin embargo, al menos directamente, a toda aquella parte de la esfera económica basal que tiene que ver con la creación y dirección de las grandes industrias “estratégicas”, o al desarrollo del comercio nacional o internacional.
También la llamada “doctrina social de la Iglesia” (católica), desde la Rerum novarum, puede ilustrar el concepto de formalismo político ejercido del que estamos hablando, y esto por su “principio de subsidiariedad”. El Estado, según esta doctrina, no tiene como misión atender a la esfera económica, en la que se asienta la sociedad civil (sobre todo en el llamado segundo sector [836], que engloba a las sociedades civiles no gubernamentales y no lucrativas), sino únicamente en los casos en los cuales la marcha de la esfera económica (basal) plantea los problemas que se engloban bajo el rótulo de la “cuestión social”.
Por último, el formalismo tampoco da cuenta de los “compromisos corticales” que de hecho tiene toda sociedad política. El formalismo, utilizado desde una óptica pacifista, no puede explicar las razones por las cuales el Estado sostiene a un ejército y lo hace intervenir en acciones bélicas, que en vano trata de disimular cambiando el nombre de Ministerio de la Guerra por el de Ministerio de Defensa, y acudiendo a la ideología (mejor aún, a la nematología) según el cual el ejército solamente va en “misión de paz”, aunque vaya equipado con misiles, ametralladoras, carros de combate (“hay que alcanzar la paz, no la victoria”, proclaman muchos demócratas fundamentalistas, creyendo expresar pensamientos profundos, como si la paz, como objetivo político, fuera algo independiente de la victoria, como si la paz no fuera siempre la paz de la victoria, la paz que busca imponer el orden del vencedor). [Vid. Gustavo Bueno, “La Idea fuerza de la Paz” (El Catoblepas, núm. 148); “SPF, Síndrome del pacifismo fundamentalista” (El Catoblepas, núm. 14)].
El formalismo, en la conceptuación de las sociedades políticas en general, y de las democráticas en particular, no afecta únicamente al momento nematológico de estas sociedades, sino también a su momento tecnológico. Dicho en términos comunes, el formalismo no es solo una teoría del Estado, o de la democracia, sino también una tecnología más o menos vergonzante, en la medida en la cual sus prácticas basales o corticales procuran atenuarse o disimularse para tratar de ajustarse a su concepción reductora de la política a la capa conjuntiva (al poder legislativo y al poder judicial, a los cuales subordina enteramente el poder ejecutivo).
Este proceder “vergonzante”, o, si se prefiere, de enmascaramiento del significado de la actividad política, se advierte claramente en las políticas del Antiguo Régimen, en el cual, por ejemplo, las acciones bélicas (de conquista o de reconquista) se justificaban en nombre de la caridad o de fraternidad que giraba en torno a los individuos, y se explicaban en función de la evangelización (o de la coranización) de los individuos humanos que iban a ser conquistados o reconquistados. En cualquier caso, el Antiguo Régimen (y herederos suyos son los Estados modernos) mantenía sus obligadas técnicas (o prácticas) de beneficencia no directamente en cuanto tal Estado (como pudiera haberlo hecho el Estado romano repartiendo trigo a la plebe frumentaria), sino a través de la Iglesia, como sociedad civil (la Ciudad de Dios), que se suponía impulsada por la caridad antes que por la justicia, y actuaba a través de instituciones específicas tales como hospitales, comedores, leproserías, etc. Las instituciones caritativas del Antiguo Régimen se transforman hoy en las llamadas ONG, encargadas de actividades de fraternidad y de solidaridad que el Estado no asume directamente por sí mismo, pero sí a través de ellas, a las cuales protege y aun financia.
El formalismo prevaleció, en general, en la nematología y en la tecnología de las revoluciones modernas que derrocaron al Antiguo Régimen e instauraron la sociedad democrática, al menos en sus líneas embrionarias. El Nuevo Régimen [847], el de 1789, fue ante todo una revolución que tuvo lugar en la capa conjuntiva, mediante la sustitución del rey y de los Estados generales, estamentales, por una Asamblea que representaba “teóricamente” a todos los ciudadanos del pueblo francés. Por supuesto, el nuevo Estado tenía que acudir urgentemente a las tareas de abastos, a las de organización de la producción agrícola o industrial, a regular el comercio, es decir, a ocuparse en serio de la capa basal. Pero esto lo hacía ante todo para lograr la subsistencia de los ciudadanos republicanos, en cuanto miembros de la capa conjuntiva. Y si tenía que atender urgentemente a la movilización y organización del ejército (a la capa cortical), era precisamente para defender a estos mismos ciudadanos de las agresiones de los imperios que rodeaban a la nueva Nación francesa. El “giro agresivo” o expansivo, no solo defensivo, que tomó la revolución con Napoleón no era fácil de explicar, ni en la teoría, ni en la práctica de la revolución político-conjuntiva. Por ello, no tiene nada de extraño que muchos intérpretes de la Revolución considerasen a Napoleón [736] como la mejor expresión del fracaso de la Revolución misma. […]
La revolución se levantó contra [la] jerarquía conjuntiva [del Antiguo Régimen] en nombre, sobre todo, de la igualdad [848].
2. Queremos subrayar un aspecto que […] tiene a nuestro juicio una importancia decisiva en la vida de la democracia española realmente existente [855]. Es el aspecto desde el cual el fundamentalismo democrático, en sentido primario [867], puede decirse que va asociado al formalismo democrático. […] El fundamentalismo democrático pondrá entre paréntesis el patriotismo, que se nutre de la capa basal, “de la tierra”, y pretenderá sustituirlo por un “patriotismo constitucional” [850]. […] El fundamentalismo democrático primario se nos manifiesta, según esto, como un puro idealismo político [844].
3. La democracia no es una forma específica, entre otras formas del género “sociedades políticas” [838], que pueda ser sustantivada (sustantivación que gramaticalmente está implícita en la expresión: “la democracia”) como resultado de una abstracción total (porfiriana), como si fuera una forma jorismática separable de las democracias idiográficas, “realmente existentes” [854], las que constituyen el conjunto atributivo de las democracias efectivas que actúan en el Globo, en la esfera terrestre. Una tal separación no es posible, no ya ontológicamente (por las razones generales que podemos acumular contra la sustantivación [4] de los universales ante rem), sino tampoco lógicamente (precisamente por la imposibilidad de predicar distributivamente la forma específica en una sociedad política separada de las demás). Y si, de hecho, podemos forjar el concepto de democracia como forma separada, al menos “conceptualmente”, es porque hemos comenzado por concebirla por abstracción formal en las democracias reales, de su capa conjuntiva, separándola de las otras capas constitutivas de la sociedad política, de la capa basal y de la capa cortical. Principalmente porque la capa basal de una sociedad política envuelve ya, en primer lugar, el re-parto de la totalidad de la esfera terrestre en territorios apropiados por cada sociedad política (con el único derecho natural que asiste a quien puede resistir la entrada de otras sociedades políticas o grupos humanos); y, en segundo lugar, la capa cortical implica el enfrentamiento de cada sociedad política con otras sociedades políticas vecinas y, en el límite, con todas las demás.
Desde un punto de vista lógico, podríamos redefinir el idealismo democrático [844] como el formalismo que consiste en tratar a la capa conjuntiva de una sociedad política (capa en la cual suelen determinarse las diferencias que la democracia procedimental [880] presenta respecto de las aristocracias o de las autocracias) como si fuese una forma separable [84], es decir, sustituible por otras formas específicas del sistema taxonómico [837] (democracias-demagogias, aristocracias-oligarquías, monarquías-tiranías).
Este idealismo democrático, en su versión formalista, es ejercitado habitualmente por los historiadores de la “democracia americana” del siglo XVIII, cuando la presentan como una forma de organización que, tras haberse probado en Europa frente a las iglesias presbiterianas, y aun a las anglicanas, habría sido “transportada” por el Mayflower en 1620 a las colonias inglesas de la Costa Este norteamericana que ulteriormente, y a través de la secesión respecto de la autoridad del rey Jorge III, se reunieron en Filadelfia en septiembre de 1774 y acordaron, a iniciativa de Washington (secundado por su antiguo ayudante Hamilton, a la sazón diputado en Nueva York, y por Madison, Joy, Franklin o Jefferson), en el Congreso de 1787, una Constitución por la que la confederación de las colonias norteamericanas se transformaba en un Estado federal [742], en una “república democrática” (como Jackson pudo llamar a su partido antes de que él se escindiera en dos grandes partidos que aún actúan, el partido democrático y el partido republicano).
Frente a este idealismo democrático formalista, el materialismo rechaza la posibilidad de definir la democracia como una organización de su capa conjuntiva, como si esta fuese una forma transportable, en principio (según el proyecto vigente de “globalización” o universalización de la democracia sostenido por la élite de las democracias homologadas [855] del presente), a las más diversas sociedades políticas, sean animistas africanas, sean extremo-asiáticas, sean las islámicas que se revuelven en estos días en Túnez, Egipto, Yemen, Libia, Siria…
La concepción materialista de la democracia (o, en general, la concepción materialista de las sociedades políticas organizadas como Estados) [553-608], distanciándose de todo formalismo, vincula la capa conjuntiva de cualquier sociedad política (y, en particular, de la sociedad democrática, entendiéndola como sociedad de mercado pletórico) [831], a su capa basal y a su capa cortical. Y esto significa que desiste de hablar de democracia en sentido sustantivado, aunque sea solo “conceptualmente”, y propugna entender siempre el término democracia como un término predicado adjetivamente (sincategoremáticamente) de alguna sociedad que, por estar “dotada” de una capa basal, ocupa un territorio de extensión variable (10.000 km2, 100.000 km2… 10.000.000 km2) pero definido idiográficamente (democracia letona, democracia noruega, democracia rusa); un territorio definido y delimitado por fronteras a través de las cuales actúa la capa cortical.
Según esto, la democracia utilizada formalmente, sobre todo a través de su capa conjuntiva, solo puede entenderse como una suerte de término sincategoremático, que únicamente significa en composición con otros términos que impliquen su capa basal o su capa cortical; por ejemplo, en lugar de democracia nos obligaremos a decir “democracia suiza”, “democracia francesa” o “democracia española”. Con ello nos abstendremos de hablar de “enemigos de la democracia”, en general, sustituyendo la expresión por la de “enemigos de la democracia española”, por ejemplo (un proyecto secesionista que, como el del PNV, que se dice amigo de la democracia, habrá de ser considerado en realidad como enemigo de la democracia española) [745]. Es obvio que la concepción materialista de la democracia, sobreentendida siempre, no ya como una democracia real y concreta (distributiva), sino como una democracia determinada idiográficamente, no meramente por su “individualidad porfiriana” sino por su posición (basal y cortical) en el conjunto de las otras democracias (o aristocracias, o autocracias), y en general, en el sistemas de las sociedades políticas del planeta en una fase histórica dada. Las democracias reales, como cualquier otra forma de sociedad política, no son organizaciones fijas sino variables, en transformación constante. Y, por ello, requieren siempre su determinación histórica.
Desde la perspectiva del materialismo, la democracia determinada no ha de confundirse, por tanto, con lo que algunos llaman “democracia individual y concreta” (cuya materia solo fuera accesible a la percepción sensorial). Se identifica con la democracia idiográfica, inmersa en una red de relaciones dada en el sistema de las sociedades políticas; una red que tampoco es accesible a la mera “percepción empírica”. Con esto queda dicho que la diferencia entre las concepciones idealistas y las materialistas de la democracia no consiste únicamente en diferencias nematológicas (doctrinales, ideológicas, jurídicas) sino, ante todo, en diferencias lógicas, que tienen que ver con su estructura material (holótica) y con los conceptos o ideas correspondientes.
{FD 125-131 / EC95 / EC113 /
→ EC109-113 / → FD 115-153 / → PCDRE 15-48 / → PEP 271-399}