Materialismo / Idealismo político y democrático
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Crítica al Idealismo pacifista: Materialismo filosófico / Guerra / Historia Universal
1. El idealismo (lo que entendemos desde la filosofía materialista como idealismo [843]) impregna enteramente la concepción actual de las democracias pacifistas, sobre todo cuando estas concepciones se exponen desde sus fundamentos (fundamentalismo democrático) [854-875]: J. Maritain decía, en los tiempos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (asumida por todas las democracias homologadas [855], en cuanto contradistintas, por ejemplo, a las democracias vinculadas a la Conferencia de El Cairo de 1990): “Estamos todos de acuerdo [con los 30 artículos de la Declaración Universal] con tal de que no se nos pregunte por sus fundamentos”.
Ahora bien, el desarrollo de la doctrina democrática pacifista, sobre todo a partir del final de la Guerra Fría, se ha llevado a cabo en un sentido fundamentalista: la democracia se considera como el único sistema aceptable (compatible con los Derechos humanos) para implantar la paz, aun cuando no se duda, por parte de algunos Estados, en intervenir de hecho, incluso mediante acciones bélicas (y no sin protesta de algunos Estados, como pueda serlo Rusia), en determinadas circunstancias en las cuales, como es el caso de la guerra de Libia a partir de abril del año 2011, consideran los intervinientes (principalmente Francia e Italia, a los cuales hay que agregar a España) que un gobierno despótico, el de Gadafi, mantiene a la “sociedad civil” [836] sometida a un régimen indigno dada su condición antidemocrática. Se reconoce que las democracias suelen adolecer de déficits [854-855] más o menos graves (en cuanto a la forma de representación, en cuanto al incremento de la corrupción de políticos o de funcionarios, en cuanto a los niveles de educación democrática), pero se añade que todos estos déficits podrán ser corregidos “con más democracia”, puesto que el fundamentalismo ve en la democracia la fuente de todos los valores.
2. La crítica que la concepción materialista de la democracia formula a los corolarios pacifistas de la concepción idealista de la democracia [852] podríamos resumirla en los siguientes puntos:
(a) El postulado de inexistencia de las guerras solo tiene un respaldo jurídico positivo en el Derecho Internacional, pero no lo tiene en la realidad de los hechos históricos. Después de la Carta de las Naciones Unidas las guerras han continuado (guerras de Corea, de Vietnam, de los Balcanes, de Irak, de Afganistán, de Libia…). La denominación “misiones de paz” no es solo eufemística, sino sobre todo redundante, puesto que todas las guerras se emprenden como “misiones de paz” cuando se tiene en cuenta que el fin de la guerra, tal como ya lo definió Aristóteles, es la paz, pero la paz de la victoria.
(b) El postulado de inexistencia política de la guerra, en el terreno del Derecho Internacional Público, es solo un postulado normativo, idealista o pedagógico, que encubre la realidad efectiva de las relaciones internacionales. El estatus del postulado de inexistencia de la guerra podría compararse con el postulado de inexistencia de las razas en el Género humano, formulado en foros internacionales después de la Segunda Guerra, en diversas ocasiones. Por ejemplo, en la Declaración sobre la raza y diferencias raciales, suscrita en París el 8 de junio de 1951 por un grupo de catorce prestigiosos hombres de ciencia, bajo el patrocinio de la UNESCO; o en la Declaración suscrita en Moscú el 18 de agosto de 1964. De hecho, el término “raza” fue poco a poco siendo sustituido en Antropología por el término “etnia” o “grupo étnico” (expuesto por Ashley Montagu, “The concept of Race”, American Anthropologist, vol. 64, 1962). No es difícil relacionar estas sustituciones de los términos raza por etnia, o guerra por misión de paz, como resultantes de la crítica retrospectiva a las guerras mundiales de 1914-18 y de 1939-45, y al “racismo ario” en nombre del cual se llevaron a cabo las masacres de los campos de exterminio de los nazis.
Pero las razas humanas [260] –negras, blancas, amarillas (o, en taxonomías más refinadas: negroides, caucásicas o mongólidas, con las subrazas correspondientes)– existen en el terreno de los fenómenos (de los fenotipos), que es precisamente donde alcanzan su significado práctico social y político de primer orden. Y existen como “conceptos étnicos estables”, porque de los cruces entre individuos de raza negra resultan descendientes negros, como de los cruces entre blancos resultan individuos blancos, sin perjuicio de que también sean fértiles, en general, los cruces entre individuos de razas diferentes de una misma especie mendeliana. Y si estas “razas fenotípicas” no están representadas en el genoma, cuando se analiza a cierto nivel, “peor para el genoma” (en cuanto a su capacidad predictiva).
De la misma manera, si la guerra no existe como figura del Derecho político internacional público vigente, “peor para este derecho internacional”, en lo que se refiere a su capacidad predictiva y explicativa de los procesos políticos efectivos, tal como se dan precisamente y exclusivamente en la experiencia fenoménica. (No estaría fuera de lugar recordar aquí que tampoco para el creador del neoplatonismo –una filosofía precursora del idealismo–, para Plotino, las guerras no existían para el sabio, Enneada II, 2, 9: “Los asesinatos, las matanzas, el asalto y el saqueo de las ciudades… todo ello debemos considerarlo con los mismos ojos con que en el teatro vemos los cambios de escena, las mudanzas de los personajes, los llantos y gritos de los actores”).
(c) En cualquier caso, el “postulado de inexistencia política de la guerra”, asumido por las concepciones idealistas de la democracia, se opone al postulado de existencia política de la guerra, asumido por la concepción materialista de las sociedades políticas en general y de las sociedades democráticas en particular.
Este postulado de existencia política de la guerra no es, sin embargo, un postulado desiderativo, referido al futuro, ya que nadie se atrevería a impugnarlo en este terreno sin peligro de ser considerado como genocida o como terrorista; es, sobre todo, un postulado reinterpretativo de la Historia Universal (en la medida en que esta también comprende su futuro), en el sentido de una historia del salvajismo y de la barbarie [242] orientada por tanto a eliminar en lo posible de la historia política tecnológica [785], científica o política, a la historia de las batallas, relegándolas a la letra pequeña, como si fueran accidentes o fluctuaciones reabsorbibles en el proceso universal de la historia política, social, institucional o cultural que podría mantenerse en el terreno de la política pacifista.
Pero esta metodología implica una concepción idealista, por no decir espiritualista, de la historia universal, de cuño claramente metafísico y, en todo caso, incompatible con la interpretación materialista de la historia del hombre y de su génesis zoológica. ¿Cómo ignorar la inserción de las guerras de Alejandro Magno en su política? Las guerras y las batallas de Alejandro (desde Queronea, en la que participó como jefe de la caballería del ejército de su padre, hasta Gaugamela, Issos, Tiro, etc.) no fueron solo “continuación de la política por otros medios”, sino medios no alternativos sino imprescindibles para la realización de sus planes y proyectos políticos; la guerra de las Galias de Julio César fueron también medios imprescindibles de su política (“si César no hubiera pasado el Rubicón no hubiera sido César”). Y otro tanto habrá que decir de las guerras de Hernán Cortés y de los conquistadores españoles, que Vitoria, considerado confusamente como creador del Derecho Internacional pacifista, aprobó y justificó desde el título de Civilización, y no ya desde el título de Gracia, que sólo autorizaba a “entrar en América” acogiéndose al ius gentium romano, para comerciar y para predicar la doctrina cristiana.
Dicho de otro modo: el dibujo de la historia universal [722] no puede explicarse poniendo entre paréntesis las guerras y las batallas, es decir, tratando de “purificar” la historia real eliminando sus llamados “componentes zoológicos”, lo que equivale a profesar un espiritualismo histórico que da por supuesto que los hombres, como espíritus cartesianos, pueden entenderse segregando enteramente sus organismos vivientes zoológicos, y asentándose en su cogito. En cualquier caso, no se trata de “justificar” las guerras, distinguiendo por ejemplo las guerras justas y las guerras injustas; se trata de constatarlas y, aun no deseándolas, reconocer la posibilidad de esperarlas con mayor o menor probabilidad, tanto en el pretérito histórico como en el presente o en el futuro. Las “curvas de resolución no violenta de conflictos” en un intervalo histórico definido (por ejemplo entre 1870 y 2011) no prueban que la guerra haya desaparecido de la Tierra o esté a punto de desaparecer, y que la “globalización democrática” [832], con la que se opera aureolarmente, como si ya estuviera realizada, puede “garantizar” una paz duradera, si no perpetua. Nada autoriza a ver ya cerca “el fin de la historia”. Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, y aún de la Guerra Fría, apenas podríamos prever la emergencia, en el presente, de las potencias asiáticas (China y la India) y de las potencias petrolíferas islámicas.
Y, en cualquier caso, y argumentando ad hominem (en este caso, concediendo a título de hipótesis a quienes defienden la tesis de que una globalización pacifista integral equivaldría a la extinción de los Estados que aún subsisten como unidades de gestión y de relaciones internacionales), es decir, suponiendo que los Estados habrían involucrado de tal modo sus respectivas capas basales que ya no podríamos hablar propiamente de capas basales de cada Estado, sino, más bien, de una única capa basal común, capaz de neutralizar las tensiones emanadas de los conflictos entre las diversas capas basales. En todo caso podemos advertir que ese supuesto “estado final” de la humanidad se parece muy poco al estado final, más o menos idílico, contemplado por las ideologías anarquistas o comunistas, a las que se refería Marx, como si fueran anticipaciones científicas del futuro, en su Crítica al Programa de Gotha.
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