Idea pura de democracia: Fundamentalismo, Funcionalismo y Contrafundamentalismo
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Cánones fundamentalistas prácticos: Déficits coyunturales / Limitaciones estructurales de la Democracia
El fundamentalismo democrático reinante […] va acompañado de la intención de perfeccionar la democracia corrigiendo sus déficits más escandalosos, que en el fondo se consideran como “déficits coyunturales”. Pero estos propósitos son vanos, porque los déficits democráticos de los que se habla no son siempre coyunturales, sino que se derivan de déficits estructurales, por tanto, de déficits que no son tales déficits, sino limitaciones estructurales. Porque estos límites ya no pueden corregirse, dado que su rectificación equivaldría a destruir la propia democracia realmente existente. Porque un “déficit estructural” sencillamente no es un déficit, sino un hierro de madera.
En efecto, la diferencia entre un déficit (coyuntural) y una limitación (estructural) es la diferencia que media entre la privación y la negación: un ciego por accidente tiene un déficit coyuntural (no genético), después de que el accidente le privó de la vista; pero una piedra no tiene ningún déficit ocular, porque nadie le ha privado de una visión que tenía negada por estructura. Yo no puedo considerar a un pentágono regular como deficitario de un lado menos del que posee el hexágono regular: si intento corregir ese déficit tendré que descomponer el pentágono y transformarlo en hexágono. Ni tampoco puedo decir que un piano o un clavicordio conlleve, en el mundo del arte, el déficit de la vista, del olfato o del gusto, y en consecuencia que las obras del Clavecín bien temperado puedan llamarse incoloras, inodoras e insípidas, como si fuesen defectos o déficits suyos. Por tanto, la corrección de estos supuestos déficits del clavecín, y los intentos en esta dirección, se reducen a un proceso de disimulo similar a los que procuraba aquel clavicordio ocular inventado por el padre Castel, un sabio jesuita que lo describió en 1725, y más ampliamente en 1735.
Las correcciones a los déficits de la democracia española, denunciados, [por ejemplo], tras las elecciones generales del 9 de marzo [de 2008], no tienen acaso más entidad de la que pudieran tener las correcciones a los “defectos en color” del clavecín implicados en el proyecto de clavicordio ocular del padre Castel.
Brevemente:
(1) Constituye una petición de principio (del principio de la democracia como resultante de un pacífico y armónico contrato social) interpretar a la tasa de abstención como un déficit coyuntural, como una desviación, acaso como una enfermedad transitoria de la sociedad democrática. Porque esto equivaldría a dar por evidente que el deber de votar procede de un contrato social originario [845]. En realidad, la interpretación de la abstención como una desviación solo tiene sentido en función del canon fundamentalista que se presupone a priori, y según el cual todos los individuos que constituyen un cuerpo electoral están obligados, por la ética sublime del contrato social, a votar, en nombre de su solidaridad democrática, en las elecciones parlamentarias.
Pero desde el momento en el que suponemos que la constitución democrática no es una resultante de una forma de organización política prístina, sino el resultado de profundas revoluciones políticas derivadas de los conflictos entre grupos, clases y estamentos sociales, entonces habrá que concluir que es la propia forma democrática la que también encierra una desviación de otras situaciones sociales y políticas previas o prístinas, no democráticas [890]. Por tanto, que el deber de votar es en realidad el resultado de una obligación impuesta por los vencedores a los vencidos (de hecho, la obligación de votar fue siempre vista por el anarquismo como una imposición al supuesto fondo libertario originario de la sociedad. Por ejemplo, en las elecciones de febrero de 1936 –antesala del 18 de julio–, el órgano de la CNT, Solidaridad Obrera de Barcelona, en su número del 12 de febrero, decía: “La suerte del pueblo español no se decide en las urnas, sino en la calle.”).
Desde la perspectiva de una idea no fundamentalista de democracia, la abstención no constituye necesariamente una negligencia cívica, una enfermedad social, un vicio o una anomalía, porque también puede considerarse como una virtud, el poder de rebelión que procede del fondo libertario del pueblo (o del fondo aristocrático de la sociedad) que se agita en la sociedad como una rebelión contra las superestructuras impuestas por quienes quieren ejercer el control social de los individuos.
¿Cómo corregir entonces ese “déficit de la abstención”? Los fundamentalistas dirán: solo mediante una ley coactiva, o también mediante la educación para la ciudadanía [Vid., Gustavo Bueno, “Rasguños”, El Catoblepas, núm. 62, 66, y 85; La fe del ateo, cap. 5, págs., 133-192]. Pero, sobre todo, retirando la institución misma de las elecciones parlamentarias, y buscando otros procedimientos de elección de los diputados. Muchas veces se ha considerado al sorteo como el procedimiento de elección más connatural a la axiomática de la sociedad democrática. Si todos los ciudadanos son políticamente iguales, ¿por qué elegir a algunos de ellos como delegados? ¿No equivaldría esta elección a reconocer que los ciudadanos no son iguales? Montesquieu (Espíritu de las leyes, II, 2) lo vio así: “El sufragio por sorteo es natural a la democracia. El sorteo es una forma de elegir que no aflige a nadie; deja a cada individuo una esperanza razonable de servir a las leyes”. […] Sin embargo, Rousseau (Contrato Social, IV, 3) no suscribía el corolario de Montesquieu, aunque contradiciendo una vez más a sus propios principios: no se ve, viene a decir, una contradicción con el principio de igualdad, sino con el supuesto de que una magistratura no sea una carga gravosa. […]
Mediante el proceso del sorteo, además, quedaría neutralizada la “ilusión democrática” del elector que llega a creer que con su voto personal está participando activa y personalmente en el proceso de elección, como si su voto fuera estadísticamente determinante y como si la razón por la cual vota fuera su propia persona que elige libremente y no su condición de parte de un partido o de una circunscripción, mejor aún, de parte de ambas cosas a la vez.
Y, sin embargo, el proceso del sorteo es imprudente [838], porque la responsabilidad de una magistratura sorteada podría recaer sobre un ciudadano incompetente, pero capaz de poner en peligro la república; pero si se admitiese la mera probabilidad de este peligro de imprudencia, habría que admitir también que el axioma de la igualdad política (y no ya económica, o intelectual, o fisiológica) de los ciudadanos es una pura ficción [883], y que no todos los ciudadanos que eligen tienen capacidad para ser elegidos. Es decir, que habría que retirar el axioma de la igualdad política, o, para decirlo con palabras del propio Rousseau: “Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernarían democráticamente, pero no conviene a los hombres un gobierno tan perfecto [859]” (III, 4).
(2) ¿Puede hablarse de déficits coyunturales en todo lo que se refiere a la libertad de elegir, por parte de los electores, a los ciudadanos que a cada cual le parezcan más capacitados? Es decir: ¿cabe interpretar como un déficit (coyuntural) a las listas cerradas y bloqueadas? […]
Si todos los electores se presentasen como candidatos, el caos producido por la dispersión de votos [897] sería inevitable. Pero aunque solo se computen los ciudadanos que efectivamente se presentan como candidatos (y la educación para la ciudadanía debiera atender a que cada individuo pudiera ser capaz de convertirse en diputado del pueblo y de desear serlo) el caos amenazaría de nuevo, sería necesario hacer varias vueltas en las elecciones, para ir seleccionando a los más votados, y en todo caso, la selección obtenida, si no se ajustaba con la propia de los electores, equivaldría siempre a una imposición a su libertad de elección de estos electores como tales.
(3) En cuanto a los déficits que afectan a la igualdad democrática:
(3a) Ante todo, ¿pueden considerarse como déficits coyunturales las limitaciones que afectan a la igualdad de comunicación (de sus planes y programas) de los candidatos, es decir, las limitaciones a su isegoría? No, porque estamos ante limitaciones estructurales.
Ante todo, porque la presentación y defensa de los proyectos, planes y programas en una sociedad determinada desarrollada requieren mucho más tiempo del que conviene a un mitin, o a un debate “cara a cara” televisado. Estos debates no tienen más remedio, por un lado, que ajustarse al formato de un debate académico: de hecho los contendientes exhiben curvas, tablas, estadísticas, como si de una discusión científica se tratase. Pero sería preciso que explicasen al pueblo el significado de estas tablas o curvas, y su veracidad, confrontándolas con otras. Pero esto es imposible, aunque solo haya dos candidatos en el debate. El público, en general, en su inmensa mayoría, no puede enterarse del fondo de las cuestiones económicas, demográficas, de política exterior, de emigración, etc., debatidas. Los candidatos deberían convertir sus debates en cursos académicos y además pedagógicos. Pero si esto es prácticamente imposible para dos candidatos contendientes, es absurdo para seis, doce o doscientos cuarenta candidatos. Luego la limitación de la igualdad en lo tocante a la isegoría de los candidatos es estructural, no es un déficit coyuntural. Como es un déficit estructural, aunque derive de los parámetros, y no coyuntural, el proyecto de hacer una zanja de 13 por 3 por 2 metros en dos minutos empleando a 250.000 trabajadores a la vez. El proyecto es aritméticamente posible, pero es físicamente ridículo.
En consecuencia, no cabe hablar de un debate o de un diálogo efectivo entre los candidatos que haya sido sometido al juicio de los electores. Ningún candidato reconocerá jamás que las objeciones del adversario son válidas, recurrirá a la retórica, a la sofística, y el elector no podrá distinguir casi nunca si el candidato actúa como experto que domina la materia o como sicofante redomado. Luego el pueblo, los electores [839], no eligen a los candidatos que logran exponer en público sus proyectos en función de un juicio fundado sobre sus argumentaciones, sino solo en función de criterios diferentes, de carácter etológico, psicológico o ideológico, que juzgan en función de dicotomías groseras y míticas, tales como por ejemplo la dicotomía izquierda/derecha, o la dicotomía progresistas/conservadores, o la dicotomía proletarios/burgueses, o la dicotomía pobres/ricos. Tales dicotomías, en función de las cuales de hecho se elige, son hoy por hoy metafísicas. Quien vota a un candidato “porque es de izquierdas”, frente al adversario considerado de la derecha, supone que sabe qué es la izquierda o qué es la derecha [732] (una distinción, dicho sea de paso, que no figura en la Constitución de 1978, a pesar de que se emplea masivamente por analistas, tertulianos, periodistas y políticos en las campañas electorales). Pero también es hoy excesivamente burdo equiparar a la izquierda con el progresismo y a la derecha con el reaccionarismo, porque los candidatos considerados como de derechas pueden ser tan progresistas o más (en política tecnológica, en política social, en política científica) que los candidatos considerados de izquierdas, sobre todo si al mismo tiempo estos son incapaces, ignorantes o utópicos (por no decir ladrones). Ni cabe decir que la llamada derecha de hoy sea diferencialmente “carca”, clerical o apegada a tradiciones arcaicas cuando la gran masa de quienes asisten a las procesiones de Semana Santa está constituida en Andalucía y en otras Autonomías por sindicalistas o votantes del Partido Socialista o de Izquierda Unida (porque la gran mayoría de las derechas prefieren ir a la playa). Sin embargo, es evidente que estas críticas a las dicotomías referidas (derecha/izquierda, progresistas/conservadores…) serán rechazadas de plano por todos aquellos que las utilizan ordinariamente; el “diálogo” en este punto es prácticamente imposible.
(3b) En cuanto a los déficits que afectan a la igualdad de proporcionalidad entre el peso que un candidato obtiene (medido en número de votos) y el peso que obtiene en el parlamento, hay que decir que tampoco son coyunturales; derivan de limitaciones estructurales.
Limitaciones que proceden de la necesidad de partición del cuerpo electoral en partidos políticos y en circunscripciones: la ley d’Hondt combina ambas particiones (la clave del sistema electoral, tal como se aplica en España, no consiste solo […] en establecer circunscripciones, sino en intersectar estas circunscripciones con la partición en partidos). Estas particiones fracturan realmente la unidad atribuida, en el canon democrático, al cuerpo electoral; constituyen una desviación o fractura irreversible de su unidad. Si por ejemplo hubiera una circunscripción única para España, cada elector votaría como español, y cada elegido sería votado por su programa que él hubiera elegido (si hubiera tenido ocasión de hacerlo en condiciones de isegoría, y de proponerlo como proyecto personal y no como elemento de un partido). Pero las circunscripciones y las particiones de partidos borran por completo la individualidad del elector y del elegido, que la holización les había atribuido, y la transforman en un elemento estadístico del colectivo al que pertenecen: se votará como soriano o como malagueño, por ejemplo, en las elecciones al Senado.
Además, aunque la unidad de circunscripción sea la provincia, suelen ser consideradas como verdaderas unidades las Autonomías, en la interpretación de los hechos; al menos éstas se consideran más significativas por los medios y por los analistas. Se supone, por ejemplo, que el Senado debe llegar a convertirse en cámara de representación territorial, según la constitución. Pero, ¿por qué esta representación territorial ha de ser precisamente la autonómica? ¿Por qué no podría ser provincial, cuando la provincia es la unidad básica de las circunscripciones territoriales, y por qué no municipal? Sin duda, porque planea el proyecto de un Estado federal, el proyecto de transformación de la España de las autonomías en la España de 17 estados federales. Pero, en todo caso, el análisis de los resultados electorales en términos de Autonomías es engañoso. Por ejemplo, en los mapas electorales en los que aparecen las dos Españas, coloreadas en azul o en rojo. […] Apariencia engañosa [681], porque los colores rojos no corresponden a autonomías rojas, puesto que casi siempre en las autonomías están empatados rojos y azules, y a veces incluso hay provincias incluidas en una autonomía coloreada que deberían tener diferente color. En todo caso, los candidatos elegidos tampoco son elegidos en virtud de sus planes y programas, sino en virtud del partido o marca que los presenta.
Parece evidente que estas distorsiones estructurales poco tienen que ver con el sistema de d’Hondt o con el cociente de Droop. Por mucho que los expertos afinen los sistemas de asignación y distribución, y la neutralización de los déficits, las divergencias respecto del canon fundamental proceden de fuentes más profundas, a saber, de la fractura misma del cuerpo de los electores y de los elegibles.
¿Cabe extraer alguna consecuencia práctica de los análisis precedentes?
Sin duda […] muchas. Constriñéndonos a las que consideramos más importantes diremos:
Ante todo, que no cabe confiar en que los argumentos sólidos utilizados en una campaña electoral (o en los mítines, o en el propio curso inter electoral), garantizarán el éxito al partido que las utilice. Constatamos ahora, como siempre, que la retórica y la sofística son tan efectivas, por no decir que lo son mucho más, que las argumentaciones verdaderamente dialécticas y aun científicas. Pero, en cualquier caso, la eficacia de una argumentación dialéctica dada, o la de una argumentación sofística, dependen de las realidades mismas que ellas pueden remover, es decir, del estado de las diferentes capas sociales a las cuales los candidatos se dirigen, y no sólo a la “fuerza mágica” de las palabras de los dialécticos o de los sofistas.
Ni siquiera una crisis económica fuerte pondría en peligro la fidelidad de un electorado a un partido dado, porque la aversión arraigada a otros prevalecerá sobre el temor a la crisis, que siempre es problemática. Lo que sí puede tener valor de movilización a más largo plazo es el adoctrinamiento, tenaz y continuo, más que el marketing propio de una campaña electoral. Porque este adoctrinamiento prepara a los electores para interpretar los argumentos, sean retóricos, sean dialécticos, que se le ofrezcan, en un sentido o en otro. Y en este punto el partido en el poder dispone de recursos mucho más potentes. Un ejemplo evidente, la catarata de películas y programas de televisión, encomendados a “artistas e intelectuales”, sobre temas de memoria histórica, orientadas como crítica continuada, subliminal o explícita, al partido de la oposición. [Sobre el concepto de memoria histórica, véase: Gustavo Bueno, El Catoblepas, núm. 11, 38 y 39. Zapatero y el Pensamiento Alicia, cap.7, págs., 207-236]
Me arriesgaría a decir que no son en ningún caso las palabras las que mueven por su verdad o por su poder embaucador a los electores. Es la disposición de las diferentes capas del pueblo a dejarse convencer, o engañar (ya sea esta disposición fruto de la biografía personal, ya sea fruto de un adoctrinamiento eficaz). Los candidatos derrotados suelen decir que no han sabido explicarse bien, “que se necesita más pedagogía”. Pero este balance tiene mucho de recurso de adulación al pueblo, acusándose ante él del fracaso con falsa humildad. En realidad el pueblo se ha enterado perfectamente de lo que quería enterarse y ha interpretado y seleccionado lo que escucha según su disposición. No es el candidato, o el grupo de sus asesores, el responsable de una derrota o de una victoria. Es la facción ya preparada del pueblo [878] que le vota, del mismo modo que es el público el que alimenta un programa de telebasura, y no los programadores, el responsable de su éxito.
Y sin embargo, de aquí no cabe concluir exclusivamente algo así como la “miseria de la democracia” [891]. Aunque en unas elecciones salga victorioso un electorado que se deja convencer por un “pensamiento Alicia” [712-715] y por la aversión visceral “a una derecha” (que es un fantasma ad hoc construido por el adversario), sin embargo, la “grandeza de la democracia” se dejará también ver en el simple hecho de la recurrencia de los procedimientos [883] […] y preparar la victoria para las elecciones en la próxima legislatura. Para decirlo con Mirabeau: cada pueblo tiene el gobierno que se merece.
Si, por ejemplo, el partido victorioso, en coalición con partidos nacionalistas, logra avanzar pasos significativos en el proyecto del mantenimiento de la unidad de España entendida como unidad propia de un estado federal, compuesto de 17, 12 o 7 Estados; si estos pasos nos llevan a una situación tal en la que algunos de los Estados federados, como puedan serlo Cataluña o el País Vasco, deciden, en virtud de su derecho de autodeterminación, confederarse con Francia o con Inglaterra y consumar la fractura real de la unidad de España, no podrá decirse que ellos habrán atentado contra la democracia, puesto que tan demócratas serán los futuros Estado vasco confederado con Irlanda, como lo será el Estado catalán confederado con Francia. Atentarán no contra la democracia, sino contra España y contra la democracia española (como también atentarían contra la aristocracia española). Y si la situación se consolida, ella se hará irreversible durante décadas o siglos.
No será, por tanto, defendiendo la democracia en abstracto [846], sino a sus “parámetros”, como podrá hacerse eficazmente la oposición a los partidos nacionalistas o federalistas, porque todos ellos proyectan, en el contexto actual de la sociedad europea y de la sociedad de los Estados democráticos homologados, es decir, en el contexto de la sociedad de mercado pletórico [832], la formación de sociedades democráticas. Desde la perspectiva de los “parámetros” lo primero que los demócratas españoles (mejor aún: los españoles demócratas) habrán de determinar es cuál es el enemigo exterior de la democracia española en cada momento, el enemigo que se opone no ya a la democracia en general, sino a España en particular. Enemigo que ya no es Europa, que es un puro fantasma político, pero sí acaso ciertos Estados que son capaces de confederarse [742] con los futuros Estados que se hayan emancipado del Estado español, en la segunda fase de la evolución del Estado federal [743] (que acaso está perfectamente planeada por los secesionistas) [745]. Y si al “pueblo español” actual le tiene sin cuidado ahora que esto ocurra en un futuro más o menos próximo, es porque la unidad real de España está ya en trance de disolución, y ha sido reducida a la mera situación de reivindicar las libertades individuales, en realidad, a los ideales que buscan la felicidad del consumidor satisfecho. Este es el peligro de orientar la política de un partido español que se oponga al federalismo hacia la defensa de las libertades individuales y de la igualdad de los ciudadanos en una sociedad democrática, porque estas libertades individuales o esta igualdad democrática, o un nivel de bienestar determinado, pueden ser vistos como objetivos más fáciles de conseguir por un elector de una autonomía aspirante a un Estado emancipado que a un elector que se considera ante todo parte de la democracia española [737-746].
{EC73 /
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