Democracia como Institución: Nematología y Tecnología
[ 897 ]
Democracia representativa partidista / Voluntad amorfa del Pueblo
Democracia Asamblearia / Partitocracia / Democracia uninominal
[Del análisis sobre la Idea de representación en las democracias representativas [895-896] podemos concluir]:
Ante todo, que cuando se habla, aunque sea con indignación, de la falta de representación de una democracia dada, no se sabe lo que se dice dada la polisemia de la expresión. Menos aún sabe lo que quiere decir quien “exige una representación plena” a la democracia, dado el carácter amorfo que presuponemos en la voluntad general del pueblo o de sus partes. La voluntad del pueblo es una idea tan metafísica como pueda serlo la voluntad de Dios o la voluntad de la naturaleza. La llamada voluntad del pueblo solo puede elegir entre los materiales objetivos que le son ofrecidos por quienes de hecho conforman sus voluntades amorfas y no por quienes supuestamente representan a sus presuntas voluntades ya determinadas.
Pero tampoco cabe acogerse a una democracia de grupos o de asambleas (sustitutivas de los grandes partidos), porque estos “pequeños grupos de ciudadanos” deberían ser muy numerosos, y sus propuestas, sin duda heterogéneas, caóticas y contradictorias, deberían coordinarse en el Parlamento, lo que implicaría que ningún representante con mandato imperativo podría garantizar que sus propuestas de representación pudiesen mantenerse, y no debieran más bien ser transformadas al entrar en confluencia objetiva con las propuestas de otros grupos.
Según esto, carece de sentido atribuir una mayor representatividad a los “partidos pequeños” (de relativamente escasos electores) y una representatividad menor o nula a los grandes partidos (generalmente polarizados en los dos de los bipartidismos resultantes, en diferentes democracias, por la fuerza de las cosas, es decir, no debidos a algún pacto preestablecido de algunas misteriosas potencias). Y como test excelente para descubrir los componentes idealistas [842-853] implicados en muchas concepciones de la democracia, podríamos considerar las exigencias de democracia interna a los partidos democráticos [vid., Gustavo Bueno, Tesela 69]. Porque si la democracia es una característica de una sociedad política, en su conjunto, resultante del juego (no teleológico) de sus partidos políticos, no tendrá fundamento alguno exigir democracia a cada partido, que implica siempre fractura de la presunta “voluntad general” [891]: si el hexaedro regular es un sólido tridimensional de seis caras cuadradas iguales, no por ello cada una de sus caras ha de ser un hexaedro. En ningún caso, un partido político –una parte del todo– tiene por qué ser democrático en su parcialidad, si precisamente su condición democrática la adquiere en el momento de la interacción polémica, sobre todo en el parlamento, con los otros partidos, y no cuando se le considera en sí mismo, separado de los demás, aproximándose a una asociación privada.
No es que los pequeños partidos tengan una mayor representatividad, mientras que en el sistema bipartidista ningún elector pueda considerar como representante suyo a cualquiera de los diputados de las listas cerradas y bloqueadas a quienes, además, desconocen, salvo a los dos o tres cabezas de lista; tan exacto sería decir, con Sieyès, que el diputado electo de una lista es representante, no solo de los electores de su partido, sino de todos los electores que han participado en las elecciones, o, como se prefería decir, “representantes de la voluntad general” y no solo de un partido. Lo único que ocurre es que el diputado representante de un distrito pequeño, o de un condado, o de una corporación, podrá acoger las propuestas o materias muy determinadas (tales como hacer un puente, un parque o una sala de reuniones), pero es inepta para fijar un programa político generalista.
En cualquier caso, lo importante es tener en cuenta las consecuencias de la disolución de los dos o tres grandes partidos de una democracia parlamentaria en una polvareda de partidos pequeños (seiscientas o dos mil siglas) o, en el límite, de partidos compuestos de un único ciudadano (Unamuno: “El partido al que yo pertenezco es el mío, y si alguno se apunta en él me borro”), como pretenden los fundamentalistas de la representación democrática uninominal, que llegan a considerar como una corrupción de la democracia de partidos (que es la democracia realmente existente) tanto cuando los partidos están formalizados (como ocurre en Europa continental) como cuando los partidos son virtuales o informales (como ocurre en otras democracias que se autoconsideran como las verdaderas democracias representativas). Lo que nos parece simplemente ilusorio y utópico es la evidencia, por no decir el talibanismo, de los fundamentalistas de la “auténtica democracia representativa”, cuando descartan absolutamente la condición democrática de todo partido político (es decir, la democracia de los ciudadanos canalizados por un partido) y consideran la posibilidad de que sean los individuos capitativos (todos los ciudadanos) quienes sean representados por sus diputados uninominales con “mandato imperativo”.
Y la razón es que los ciudadanos capitativos, en el sufragio universal, no pueden ser representados políticamente en cuanto individuos por nadie, y no por incapacidad de sus representantes, o del sistema electoral, sino por el contenido mismo de la materia representada. Porque los contenidos o materias representadas por los individuos, en cuanto tales, carecen de significado político; y estaríamos en el caso de la extensión rígida del concepto de representación privada del derecho civil [894] a la representación política. En efecto, para que la materia (contenido de las propuestas) que un ciudadano pueda trasladar a su representante tenga significado político, deberá ser “materia compartida” por otros ciudadanos. Una materia o propuesta estrictamente individual sería extravagante, o, lo que es lo mismo, una materia o propuesta personal, al ser compartida, se transforma necesariamente en una materia no extravagante, sino común, y con significado político.
Pero cuando la materia que se traslada a la representación es común a muchos ciudadanos, este “colectivo” o “clase” de ciudadanos (definidos por compartir propuestas comunes) forman una corriente particular, o partidista, en la sociedad política, es decir, un partido, tanto si este es formal o de derecho, como si es virtual o de hecho. La “deriva partitocrática” formal de la representación política es, en lo esencial, análoga a la que postulan los fundamentalistas de la representación uninominal, siempre que la materia de la representación tenga significado político. Con la diferencia de que la representación democrática a través de los partidos, formales o virtuales, es un sistema democrático “realmente existente”, el que representa a los millones de ciudadanos de una democracia, con todos sus déficits, mientras que la representación democrática uninominal es solo una ilusión que deriva de la misma ilusión [883] por la que el ciudadano individual se concibe como un sujeto libre y responsable por sí mismo, y no como un producto de la holización ideológica más radical.
Sería gratuito suponer que esta pulverización garantizase la representación del pueblo, porque un pueblo fraccionado en su “voluntad general y objetiva” no podría garantizar que la confluencia de esas voluntades particulares o individuales no condujera a un caos autodestructivo de la propia democracia, y no, como hemos dicho, por déficits coyunturales de la representación, sino por déficits constitutivos [870] de la misma voluntad general diversificada en indefinidas voluntades particulares o individuales.
{EC112 / PCDRE 227 /
→ EC109-113 / → EC95 / → PCDRE}