Pelayo García Sierra
Al lector
A todos aquellos que pretendan hacer filosofía en serio
(filosofía crítico-sistemática, verdadera filosofía), y no la reduzcan
a una práctica puramente ideológica o adjetiva.
El presente Diccionario recoge, de un modo compacto, global y unitario, el conjunto de Ideas que constituyen lo que, desde hace casi tres décadas, se conoce como Materialismo filosófico (una modulación que no debe ser confundida con el Materialismo dialéctico del Diamat, frente al cual se configura en muchos puntos). Por tal entendemos, en efecto, el sistema filosófico que Gustavo Bueno viene desarrollando de forma sistemática, sobre todo, a partir de la publicación, en 1972, de Ensayos materialistas.
En la configuración y desarrollo de este “sistema” ha jugado, sin duda, un papel fundamental las aportaciones de la llamada “Escuela de Oviedo”, a cuyos miembros –que, desde luego, no se reducen a quienes viven físicamente en Oviedo– agradezco las oportunas indicaciones que me han hecho. La mayor parte de estas aportaciones (tesis doctorales, trabajos de investigación, grupos y seminarios de discusión, conferencias, congresos, etc.) han visto la luz a través de la editorial Pentalfa y de la revista El Basilisco, y su denominador común es la aplicación y desarrollo de la “metodología crítica” proporcionada por el materialismo filosófico, siendo sucesivamente utilizada en múltiples campos (desde la ontología, la historia de la filosofía, la historia de la antropología y la lógica, hasta la etología y filosofía de la religión, la historia y filosofía de la ciencia, pasando por la historia de las ideologías, la epistemología, la psicología, las “ciencias de la organización y administración”, la filosofía de la historia, las “ciencias de la información” o las “ciencias jurídicas”). Un desarrollo que, a partir de 1997, adquirió un impulso aún más efectivo, tras la constitución de la Fundación Gustavo Bueno, cuya sede –desde que el Ayuntamiento de Oviedo, por iniciativa de su Alcalde D. Gabino de Lorenzo, aprobase por unanimidad la cesión de un edificio emblemático– se encuentra en la ciudad que, a principios del siglo XVIII, acogiera al Feijoo que en ella escribió su Teatro Crítico Universal.
La necesidad de este Diccionario surgió a raíz de una serie de reuniones mantenidas por la “Agrupación de Estudiantes de Filosofía” de la Universidad de Oviedo quienes, en 1995, vislumbramos –entonces yo mismo formaba parte de dicha Agrupación– la necesidad de organizar una serie de grupos de trabajo en los que se estudiase, discutiese y analizase críticamente, en forma de seminarios, muchas cuestiones que la rigidez administrativa de los planes de estudio –concebidos e impartidos, salvo honrosas excepciones, desde una perspectiva histórico-filológica y, por tanto, acrítica– no permite abordar a lo largo del curso lectivo ordinario. En aquellas reuniones, en las que participaron no sólo los miembros de la Agrupación, sino la mayor parte de los estudiantes de la Facultad de Filosofía, pudo observarse enseguida que los objetivos propuestos por la Agrupación de Estudiantes, en la medida en la que se pretendía abordar críticamente, no sólo la Historia de los sistemas filosóficos, sino también la necesidad de estar en contacto permanente con las ciencias categoriales, sólo podría llevarse adelante si se partía de un determinado sistema filosófico con la virtualidad suficiente para reabsorber los sistemas históricamente dados y que estuviese lo más próximo posible, en cuanto a su concepción y génesis, a la realidad presente –no sólo científica, sino social, política y tecnológica.
Lo cierto es que no tuvimos que ir demasiado lejos, puesto que, como alumnos, sabíamos que, sin necesidad de ir buscar a Alemania, Francia, Inglaterra o EEUU, en Oviedo disponíamos de las herramientas conceptuales necesarias para llevar adelante nuestros objetivos. El caso es que, fruto de aquellas reuniones, se observó la pertinencia de ofrecer –dada la abundancia, dispersión y complejidad de la obra de Gustavo Bueno (complejidad, íntimamente vinculada, por otro lado, a la complejidad misma del propio “estado del Mundo conceptualizado” a finales del siglo XX– a todos aquellos que estuviesen interesados, una aproximación, en forma de Ideas, al materialismo filosófico, para, de este modo, tener un manual de consulta manejable y proporcionado a aquellos propósitos iniciales. Las referencias inmediatas que teníamos eran, por ejemplo, las “voces” que miembros de la “Escuela de Oviedo” habían escrito para diversos diccionarios: el Diccionario de filosofía contemporánea (1976), dirigido por Miguel Angel Quintanilla; el dirigido por Román Reyes, Terminología científico-social (1988); pero también el Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora, en cuya 6ª edición (Alianza 1979), puede encontrarse la voz “Cierre Categorial”. No obstante, el modelo nos lo proporcionó el Tomo 5 de la Teoría del cierre categorial (Pentalfa, Oviedo 1993), al final del cual puede encontrarse un amplio Glosario de términos, aunque pensado, sobre todo, a escala de la teoría de la ciencia.
Se trataba, en consecuencia, de ofrecer, a partir de un elenco de Ideas lo más sucinto posible pero, al mismo tiempo, lo suficientemente amplio para ser operativo, una visión global del materialismo filosófico, cuyas líneas fundamentales, determinadas en función de las tareas que nos habíamos propuesto, se englobarían en torno a cinco núcleos principales, a saber, Ontología, Antropología y Filosofía de la Religión, Etica y Moral, Filosofía de la Ciencia, y Filosofía Política. Me ofrecí voluntario para realizar dicha tarea y, después de varias reuniones con el profesor Gustavo Bueno en las que le pude exponer nuestras intenciones, surgió la iniciativa de llevar adelante esa misma tarea pero de un modo más amplio y comprensivo, de manera que el finis operantis inicial se tradujo, al cabo de estos años, en el finis operis que el lector tiene ahora en sus manos. Una obra que rebasa ampliamente no sólo los límites de la idea primitiva, sino también de las posteriores, pues la abundancia de escritos publicados por Gustavo Bueno después de las primeras versiones de este Diccionario han sido paulatinamente incorporados al mismo, hasta alcanzar su exposición “final”. (La parte dedicada al Estado de Derecho, a la Bioética, o a la Idea de Cultura, por citar tres referencias, son una buena muestra de ello).
Un Diccionario cuya principal virtud, por así decir, radica, creo yo, en la “forma” misma de su organización. Una organización que no fue concebida –un ejemplo más de cómo el finis operis, no suele ajustarse al finis operantis– de antemano, sino que vino dada por “las cosas mismas” (es decir, por su “materia”).
Me refiero, sobre todo, al orden de las Ideas; un orden u organización sistemática, y no alfabética, por ejemplo. En donde “las cosas mismas” (la materia) son las propias Ideas organizadas no “por mí”, sino por “sí mismas”. Son las propias Ideas –sin perjuicio de la intervención del sujeto operatorio que las aproxima y separa– las que han determinado, en el curso mismo de su aparición y conexión, su propia organización interna (su propia symploké). Quizá sea éste uno de los aspectos más interesantes e impresionantes de una filosofía sistemática en sentido estricto; una filosofía que (en continuidad histórica con Platón, Aristóteles, la escolástica española, Espinosa, Kant, Hegel, Husserl o Marx), de ningún modo, puede cimentarse –como pretendió Ortega– en la mera “voluntad de sistema”, y que, mucho menos aún –cómo él mismo confesó, al parecer, a un discípulo suyo–, puede localizarse en la “cabeza” de su autor, sino precisamente en los soportes corpóreos objetivos –en el papel, en un soporte informático–, y que, desde luego, está configurada a la escala que le es propia, a saber, la científico-trascendental.
En consecuencia, es el propio sistema y sus partes (en una peculiar symploké, que implica un incesante movimiento de regressus- progressus, y que lo aproxima a una “Geometría de las Ideas”) el que determina su organización interna. Y, lo que no es menos importante, a través de ella, puede apreciarse cómo, en filosofía, no cabe la posibilidad –y no porque ella sea la “ciencia primera”, o la “ciencia sin supuestos”, o la “ciencia del Todo”–, de ser “especialistas en ontología” (en “ética y moral”, en “lógica”, en “filosofía de la religión”, en “filosofía de la ciencia”, etc.), como si de disciplinas exentas (jorismáticas) se tratase.
La dificultad estriba, no obstante, en determinar qué sea un sistema filosófico. Aquí, como en otros muchos contextos, podría apelarse a aquella definición “deíctica” que A.S. Eddington propuso para la Física (“la Física es lo que se contiene en el Tratado de Física”), sólo que aplicada a la filosofía sistemática: “He aquí una filosofía sistemática”; o incluso, también, podría apelarse, parafraseando a Tomás de Kempis, a una definición “segundogenérica”: “Más vale sentir el sistema que saber definirlo”. Sin embargo, no hace falta acudir a estas fórmulas, por muy socorridas que ellas puedan parecer; basta, me parece a mí, tener presente cómo no es posible ofrecer una determinada filosofía de la ciencia, sin tener presente una determinada ontología (y recíprocamente); cómo no es posible disponer de una determinada concepción sobre el origen de la sociedad política y del Estado, sin una determinada Idea de Hombre; cómo ésta, a su vez, es imposible al margen de una concepción sobre la Persona, e incluso, al margen de una determinada Idea sobre el origen de las religiones; y cómo ésta, a su vez, es inconcebible desconectada de una determinada Idea de ciencia; del mismo modo a como tampoco se puede establecer una teoría (filosófica) sobre la libertad, al margen de una teoría de la causalidad, de la conciencia, de la alienación, y, por supuesto, de la persona, etc., (sin que por ello se postule un regressus ad infinitum, que bloquearía el movimiento de vuelta o progressus, porque, de lo contrario, “nada podría conocerse”).
Quien disponga, por tanto, no en la cabeza –como pretendía Ortega–, sino en el papel, o en el soporte informático oportuno, de un conjunto de Ideas (categoriales, por su génesis, y trascendentales, por estructura) sobre el Hombre, la Ciencia, la Cultura, la Religión, la Libertad, la Persona, el Estado, el Individuo, el Ser, la Materia, la Causalidad, el Arte, la Democracia, los Derechos Humanos, la Tolerancia, la Etica, la Lógica, etc., y su organización adquiera una disposición parecida a la que se contiene en este Diccionario, podrá decir que dispone de un “sistema filosófico” y que tiene –no sólo él como autor, por ejemplo, sino cualquiera que lo asuma en todo o en parte– de unos elementos, herramientas, o Ideas objetivas, proporcionadas y adecuadas –y no por ello indiscutibles y eternas– para la organización de su propia existencia en el mundo entorno práctico que se avecina en el ya cercano próximo milenio.
Sólo me resta ofrecer unas breves indicaciones para orientar la lectura de este Diccionario. Las “voces”, en forma de Ideas, recogidas en él están tomadas de los distintos libros, artículos de revista, etc., en los que Gustavo Bueno ha ido exponiendo su sistema y, al final de las mismas, puede encontrarse, entre llaves { }, la referencia (del título abreviado de la obra, o el lugar de localización del artículo, seguido de las páginas) en la que el lector podrá encontrar los párrafos citados y, mediante flechas →, se indica, al mismo tiempo, aquellos otros lugares (obras o artículos de revista), al margen de los incorporados en el texto, a los que el lector puede acudir para ampliar la consulta de determinadas Ideas. Además, se encontrará la letra E, significando “Entrevista a Gustavo Bueno”. Este símbolo hace referencia a aquellas partes de la obra de Gustavo Bueno no publicada, pero incorporada al Diccionario, como ocurre, por ejemplo, con la parte dedicada al “Agnosticismo” –en la que se ofrece una clasificación de sus modulaciones (en contraposición al “gnosticismo” y al “antignosticismo”) que pone de manifiesto la oscuridad y confusión en la que se mueven muchas personalidades de la vida pública, académica, política, “cultural” o “intelectual”, cuando hablan del “agnosticismo”, en general–, o con la “Estética y Filosofía del Arte”; pero también con otras Ideas incorporadas para ampliar, matizar o ejemplificar, algunas otras partes del sistema, o que han sido incorporadas, sencillamente, para ofrecer una versión lo más amplia, cerrada y aproximada posible del mismo: entre éstas, por mencionar algunas, citaríamos: las Ideas de Cuerpo, Evolución, Influencia, Disociación y Separación esencial de los Géneros, Ontología especial abstracta y Ontología especial morfológica, etc. Cada entrada, por otra parte, tiene asignado un número, lo que permite establecer llamadas cruzadas internas, remitiendo –entre corchetes [ ]– a aquellas voces, dentro del mismo Diccionario, que el lector puede localizar con rapidez, y que le servirán para aclarar el sentido de algún término particular, que se encuentre utilizado en un lugar distinto a aquél en el que está definido; en este sentido, también resultará muy útil el índice alfabético de términos que el lector puede consultar al principio de este libro.
Por último, este Diccionario no pretende erigirse en sustituto de las obras de Gustavo Bueno; el lector que considere oportuno profundizar en alguna o algunas de sus partes deberá acudir a sus escritos. En todo caso, sí ofrece una aproximación global a su sistema, una aproximación exhaustiva y “en primer grado”, de manera que las referencias podrán ser aprovechadas, pues los textos están literalmente tomados (salvo las necesarias modificaciones para mantener la coherencia sintáctica interna) de sus escritos.
He preferido el “estilo directo”, antes que el mero resumen o la redacción expositiva, quizá porque la obra de Gustavo Bueno forma parte del género de obras llamadas “maestras”, y quepa decir de ella lo que Oscar Wilde dijo al director de escena de una obra suya que pretendía modificar: “¿Quién soy yo para corregir una obra maestra?”
Pelayo García Sierra
Gijón, enero de 1999