La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Seminario de Symploké sobre la Cultura (1997)

Gustavo Bueno
Cultura asturiana en los años noventa
La Nueva España, Oviedo, domingo 1° de abril de 1990


Son tan variadas y, sin duda, fundadas las acepciones que va tomando cada día el término «cultura» --últimamente: «cultura de las tarjetas de crédito», «cultura de la TV nocturna»-- que sería prácticamente imposible pasar revista siquiera a las diferentes rúbricas de formas culturales aplicables a la «cultura asturiana» que pudieran ser materia de pronóstico para esta última década del siglo. Pero seleccionar alguna de ellas --a fin de cumplir el amable encargo de La Nueva España-- constituiría para nosotros una operación tan arbitraria y puramente subjetiva como le resultaba a Eddington la operación de escoger una entre las innumerables definiciones de «Física» que encontraba en su entorno en el momento de escribir su manual («ciencia de la materia», «ciencia de los observables medibles», «ciencia de las magnitudes espacio temporales»...). Lo que el ilustre físico decidió hacer, puesto en la necesidad de definir, y para evitar la arbitrariedad y el subjetivismo, fue definir la Física según la conocida «definición operacional» (aunque algunos la consideran humorística): «Física es aquello de lo que trata el Manual de Física». Mutatis mutandis diremos, por nuestra parte: «Cultura es todo aquello de lo que se ocupan los ministerios, consejerías o concejalías de Cultura.»

Sin duda, ésta es una selección mínima del «todo complejo» al que se refiere la definición clásica de Cultura debida a E.B. Tylor («La Cultura o civilización, en sentido etnográfico amplio, es aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte [incluyendo la tecnología], la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridas por el hombre en cuanto miembro de la sociedad). Pero no tenemos por qué afirmar que esta selección mínima sea enteramente aleatoria. Algún motivo objetivo existirá para que el Ministerio de Cultura o las Consejerías de Cultura se encarguen de los museos de pintura, y no de los laboratorios de electrónica (a pesar de que estos laboratorios sean una parte del «todo complejo» tan importante, por lo menos, por no decir más, como los museos de pintura). Además, aproximadamente, nuestra definición se ajusta bastante en extensión a eso que Snow, en su famosa conferencia (Las dos culturas) llamó «primera cultura» --poesía, música, pintura, teatro, folclore...-- por oposición a lo que él mismo designó como «segunda cultura» --electrónica, astronomía, termodinámica... Ahora bien: «Cultura asturiana» es un concepto promovido principalmente por el «Estado de las autonomías». El Estado de las autonomías supone naturalmente la «política autonómica» y la política autonómica implica evidentemente una política cultural autonómica. Y es aquí donde puede cobrar importancia la definición «operacional» de cultura que he dado anteriormente, inspirándome en Eddington. Las dificultades comienzan en el momento de definir la significación de esa política cultural autonómica. ¿Hay que dar por descontado que esa política cultural autonómica equivale o implica la autonomía cultural? Tal sería el caso si la «cultura asturiana» fuese una cultura autónoma, y no una parte orgánica (o subsistema), con todas sus modalidades características, de una cultura (o sistema) envolvente, fuera del cual está llamada a extinguirse o, al menos, a hacerse raquítica, como se extingue o se vuelve raquítica una víscera aislada del cuerpo natural al que pertenece (aunque, eso sí, se la pueda mantener con vida artificial en una probeta de laboratorio). En cualquier caso, el formar parte o no de esa cultura envolvente no es sólo cuestión de sentimiento o de «conciencia íntima»: la conciencia íntima puede padecer alucinaciones o «crisis de identidad» como las padece el paranoico que «se siente íntimamente» Napoleón... o Asterix.

Escudriñando en lo más íntimo de mi conciencia puede darse el caso de que yo no me sienta europeo sino chino o bantú: peor para mi conciencia subjetiva, porque yo soy europeo aunque mi conciencia subjetiva se resista a admitirlo, lo soy «por encima de mi voluntad». Sin embargo, lo más grave no reside en este punto: algunos franceses decían sentirse romanos cuando llevaban algo tan francés como lo fue la revolución de 1789 («los franceses se disfrazaron de romanos para hacer su revolución» --decía Marx). Lo grave es cuando, movidos por sentimientos subjetivos, que se ampararan en el metafísico criterio mentalista de la «conciencia», lo que buscan sea en realidad separarse, diferenciarse, promover lo distintivo, en cuanto tal, como si en esto residiese la «propia identidad constitutiva».

Porque los rasgos distintivos, los «hechos diferenciales» no son, por sí mismos, ni lo más valiosos, ni los más genuinos, aunque puedan ser los más notorios. Lo que constituye y es esencial a un gran músico tartamudo no es la tartamudez, sino su genio musical; sin embargo, sus paisanos, que acaso no entienden mucho de música, lo conocerán como «el tartamudo» y él mismo podrá sufrir una crisis de identidad tal que le haga olvidar que es en realidad un gran músico.

El peligro de las políticas culturales autonómicas es que se orienten sistemáticamente a favorecer la tartamudez, a lograr obtener, por «selección artificial» (mediante generosa alimentación presupuestaria, aportada por todos los contribuyentes) una «cultura asturiana tartamuda» en los años venideros. Es cierto que cuando las «formas tartamudas» de una cultura nos vienen dadas a través de una tradición venerable, deben ser protegidas, conservadas, cultivadas exquisitamente. Hay instrumentos musicales que pueden llamarse tartamudos por la pobreza de sus recursos, por los sonidos desafinados producidos con el cuerno o con la caracola.

No hay duda de que estos instrumentos pueden ser características diferenciales de una región autonómica, pero sería ridículo decir que son «señas de identidad» auténtica. Sin duda, yo apoyaría la creación de una, o de incluso varias plazas, a cargo del erario público, de «tocadores del cuerno» o «tocadores de la caracola»; pero estos funcionarios deberían trabajar, por ejemplo, en un museo prehistórico de la edad del bronce y no en el escenario de una Sociedad Filarmónica. La «cultura asturiana» de los años noventa no será más asturiana cultivando lo diferencial en cuanto tal (con el peligro de convertirse en una «reserva» para ser visitada por los «amigos de la prehistoria») sino lo esencial dentro del ámbito de la cultura real de la que forma parte indisoluble y en donde únicamente puede ser universal. La televisión asturiana o el cine asturiano de los noventa serán mucho más asturianos si logran un reconocimiento internacional sin necesidad de ser doblados que si sólo pueden servir para ser contemplados por un club de aficionados, dotados de la mejor «voluntad creadora» --pero olvidados de que no pinta el que quiere sino el que puede. Incluso la «cultura de las tarjetas de crédito» recibirá un ímpetu verdaderamente asturiano si, en los próximos años, nuestros banqueros inventasen un nuevo tipo de tarjetas de crédito, internacionalizado acaso bajo el emblema de la pirámides de Egipto o de la Victoria de Samotracia, que si sólo se limitan a inscribir una gaita o un hórreo en la tarjeta del International Bank of Bussiness.

Quedan muchas Regentas por escribir en Asturias, quedan muchas Reformas agrarias que plantear en Asturias, quedan muchos Teatros Críticos Universales que representar en Asturias. Los que se escriban podrán ser auténtica cultura asturiana. Pero ¿cuáles y cómo serán las grandes obras de los noventa? Si lo supiera, las escribiría yo.


(La Nueva España, Oviedo, domingo 1° de abril de 1990, suplemento «Asturias ante los 90» [con ocasión del cambio de formato y diseño del periódico] pág. 45.) {Tomado de Gustavo Bueno, Sobre Asturias, Pentalfa, Oviedo 1991, págs. 129-132.}


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