Filosofía en español 
Filosofía en español


Discurso vigésimo

…Nec longe… exempla petantur.
Lucan. Lib. I. v. 94.

Ni hay que buscar muy lejos los ejemplos.

En muchas Leyes de nuestras Partidas se descubren rasgos de la más sublime filosofía. Leyendo el otro día el título que trata de los desesperados, hallé una en que a mi juicio se deja ver una prudencia, y una sabiduría, que no cede a la de los más celebrados Legisladores.

Cualquiera creerá empezando a leer aquel título, que se van a imponer a los que por desesperación se matan a sí mismos, las más terribles penas que han podido imaginar los hombres. Tanta es la fuerza con que pinta aquel Príncipe la gravedad de este delito. Hace un paralelo de él con todos los demás de que trata; y no duda afirmar que es el único que nunca Dios perdona. No obstante, solo en un caso le juzga digno de tener pena en los bienes; y este es justamente aquel en que parece ser menor su gravedad.

Sabía muy bien que la gravedad intrínseca de un delito no es la verdadera medida de las penas que le pueden imponer los hombres. Sabía que estos no tienen más derecho sobre las acciones unos de otros, que para reparar los daños que les hayan injustamente causado; y que no siendo mayores las facultades de la República, que las que resultarían reunidas todas las que antes de entrar en una Sociedad Civil, compitiesen a cada uno de sus individuos, ya sobre sus acciones, ya sobre las ajenas, hecho por esta reunión más perfecto, más fácil, y más expedito su uso; no puede ser jamás otro el objeto de las penas civiles, que la reparación de los perjuicios que causa un delito a los demás hombres. Porque como al entrar en la Sociedad ninguno de sus individuos quiso gravarse sino por su utilidad propia, no pudo haber sujetado aquellas acciones suyas que no fuesen perjudiciales a los demás, por obtener una cosa inútil, cual lo sería un derecho sobre las acciones ajenas, que a él le fuesen indiferentes.

Sabía todo esto, y de aquí infirió que jamás deben las Leyes imponer pena que se extienda más allá de lo que se necesite para esta reparación, o que sea inútil para conseguirla. De manera, que si pudiera darse un delito, por grave que fuese a los ojos de Dios, que no trajese daño alguno a la Sociedad, (como son todos los pecados puramente internos,) o los trajese absolutamente irreparables; no debería tener otra pena que la impuesta por la Divina Justicia.

Pero los daños que a la Sociedad causa un delito no se reducen precisamente a aquel que inmediatamente se le sigue de él. El que quita a otro la vida, no solo perjudica a la Sociedad privándola de un Ciudadano, sino que también priva a todos sus individuos de la seguridad que debían tener de sus propias vidas; porque ¿quién puede estar seguro de un hombre que no halla tropiezo en matar a otro? Y no tan solamente de la seguridad les priva, que de su parte debían tener, sino también por lo que influye el ejemplo en las acciones humanas, de la que debían gozar de parte de los demás hombres.

Todos estos perjuicios deben tener presentes las Leyes, y por esta razón, aunque la pérdida de un Ciudadano a quien se quitó la vida, es un daño absolutamente irreparable, no por eso dejan de imponer al homicida una pena, una aflicción, que o imposibilitándole, o retrayéndole a él, y a todos aquellos, a quienes pudiera pervertir su ejemplo, con el miedo de padecer otra igual, de cometer semejantes excesos; restablezca a todos los Ciudadanos en la seguridad que les quitó el delincuente, así de su parte, como de la de todos los demás.

Ya se ve que el recelo que debe tenerse de que un delincuente cometa otros delitos semejantes, es tanto mayor, cuanto es mayor la facilidad que hay de cometerlos, más difícil averiguar el agresor, y más poderosos los incentivos que hay para ellos. Y en la misma proporción debe también crecer el recelo del efecto que puede causar su ejemplo respecto a los demás hombres. Con que suponiendo que los perjuicios que causan dos delitos sean por otra parte iguales (como lo son, por ejemplo, los que hacen un suicida y un homicida, que ambos privan a la Sociedad de un Ciudadano) según la desigual propensión que tienen generalmente los hombres a cometerlos, la desigual facilidad de ejecutarlos, y el desigual riesgo de ser descubiertos sus autores, deben también ser desiguales los castigos que deben dárseles. O por decirlo más exactamente, las penas deben ser en razón compuesta de los incentivos que hay para delinquir, de la facilidad que hay de ejecutar el delito, de la dificultad de averiguar el reo, y de la importancia del objeto sobre que recae la acción delincuente.

Admirablemente aplicados están estos principios en la Ley, que me ha dado motivo a hacer estas reflexiones. A la verdad es un delito el suicidio para el que tenemos tan pocos, tan débiles incentivos, o por mejor decir, a que la naturaleza misma puso dentro de nosotros tan fuertes estorbos, que es ciertamente muy poco lo que se necesita para contenerlo. El tedio de la vida, a no causar un desorden en el cerebro tal, que quite enteramente la imputabilidad a las acciones, no puedo persuadirme a que induzca a nadie a matarse, si no le ayuda la esperanza de una cierta especie de falsa gloria, tal vez aunque rarísima más apetecida que una vida infeliz. De hecho, si examinamos con atención todos los suicidios que leemos en las historias, y aun también los mismos que hemos visto en nuestros días, y que no pueden atribuirse a una demencia formal, o a la creencia de algún falso dogma, que haga mirarle como un medio seguro de conseguir una mayor felicidad; hallaremos en esta ambición de gloria póstuma su principal causa.

Así si la infamia no basta a contenerle, en vano serán todas las demás penas. Por eso dice un Jurisconsulto muy célebre, que es esta la única de que por su naturaleza es capaz este delito. Opinión bien apoyada en la práctica casi universal de las Naciones más ilustradas de todos los siglos. ¿Y de qué servirá privar de la sucesión de los bienes del delincuente a sus hijos? Son bien pocos aquellos con quienes el amor de estos puede más que el de la vida; pero aun cuando fueran más, ¿el que tiene por tan poco considerable la pérdida de esta, juzgará un mal digno de ser evitado una miseria mucho menor, y siempre remediable, en que hayan de quedar aquellos?

No obstante, un caso hay en que puede un hombre tener un poderosísimo incentivo para matarse. Se halla acusado de un delito por el cual debe perder no solamente todos sus bienes, sino también la vida: sus hijos van a quedar en una miseria, que él les puede evitar dándose a sí mismo una muerte, que por otra parte considera inevitable. El amor entonces de la vida no puede contrarrestar al de los hijos; porque una vida que no hay la menor esperanza de conservar largo tiempo, pierde infinito de su estimación; y aunque siempre un bien, y siempre amable, es con todo un bien, a cuyo amor es muy natural que exceda el de la felicidad de los hijos.

Aquí es pues en donde resplandece más la prudencia, y la sabiduría de nuestro Legislador. Con ser en este caso, como lo es ciertamente mucho más disculpable que en cualquiera otro un tal delito, le impone no obstante mucho mayor pena. ¿Pero qué pena? aquella precisamente, que sola puede contenerle. Priva a los hijos de suceder al delincuente, y aplica al Fisco todos sus bienes. Así haciendo inútil el delito, quita todo el motivo que podía haber de cometerlo; y de este modo destruye todo el recelo de que otros quisiesen imitar su ejemplo, que es el único daño que a la Sociedad causa el suicida capaz de ser reparado. Ley ciertamente admirable, y que ojalá se hubieran propuesto por modelo todos los Legisladores, que han establecido Leyes penales.