Filosofía en español 
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Tomás García Luna

Poesía de las costumbres de la Edad Media

Romanticismo

A pesar del desorden que reinaba en la sociedad durante la época del feudalismo, no puede negarse que hubo virtudes en los hombres de entonces: entre estas se cuentan el valor, la hospitalidad, el honor, la frugalidad, la sencillez y la fidelidad: también es evidente que los azares a que en aquel tiempo estaba sujeta la vida, son más adecuados para la poesía que la uniformidad y la regla de las costumbres presentes; y aunque esta ventaja no compense los males que afligieron a la humanidad, siempre debe tenerse presente cuando se intente apreciar con acierto el mal y el bien, que nos refiere la historia de siglos que, con tanto afán, se han estudiado de algunos años a esta parte.

Las virtudes mismas a la luz de la razón, pierden en parte el brillo que les dio el entusiasmo de los poetas.

La hospitalidad tan decantada de los señores feudales, si se considera como remedio ineficaz para suplir escasamente la falta de seguridad en que se hallaban los caminantes, por razón de las tropelías y despojos que solían practicar los mismos que les daban albergue, en vez de ofrecerse a los ojos del observador cual acción pura y laudable, aparece una consecuencia de la noción del [181] deber que, desconocida y vilipendiada por las pasiones más odiosas y brutales, lograba que un momento se le prestase oído, y se le concediera una escasa parte de lo que reclamaba. Eran pródigos en verdad; ¿pero qué mucho que lo fuesen, si usurpando el fruto del trabajo de multitud de infelices que vivían bajo su dominio y no tenían en qué gastar riquezas tan mal adquiridas? daban liberalmente a los peregrinos lo que costaba afanes y sudores a sus miserables vasallos.

Se celebra la sencillez de los bárbaros del Norte trayendo por prueba del horror con que miraban el artificio, el desvío que mostraron siempre a los romanos por las estratagemas que usaban en sus guerras: tal vez sería el no conocer ni poder por consiguiente practicar estas estratagemas, lo que les inspiraría el menosprecio que tantos encomios les ha valido. Sea de esta conjetura lo que fuere, siempre es evidente, que el derramar sangre y el talar reinos enteros no eran en su concepto, actos vituperables, puesto que, sus anales están llenos de proezas semejantes: tal vez su desdén nacía de que no conocieron más virtud que la fuerza: siendo así, atribulan lo culpable de la acción al modo de verificarse esta: si el guerrero usaba de artificio, merecía reprobación; si vencía a viva fuerza, elogios: mas por ventura ¿el que uno se valga del ingenio y use otro del vigor de sus brazos, es parte para que una misma acción se tenga por odiosa o laudable?

Atila, enriquecido con los despojos de sus conquistas, hizo gala de frugalidad en presencia de los embajadores romanos; se ha encomiado este rasgo de su carácter y casi se le ha pintado como un héroe, porque sabía tener a raya sus apetitos y ponía sus miras en la gloria de sujetar el imperio romano: mas por este sentimiento elevado y generoso, ¿se pondrán en olvido los estragos que hicieron las hordas que le acompañaron en su tránsito por Europa?

Eran fieles amigos, y tan fieles que la amistad de ahora parecería pálido reflejo de esta virtud, si se comparase con la que entonces se usaba; pero por desgracia, esta bellísima prenda del corazón se ejercitaba en actos que la conciencia reprueba: por una extraña anomalía de nuestra naturaleza, una virtud, sublime inspiración del cielo mismo, servía de instrumento para maldades que hacen estremecerse al referirlas.

Cicerón decía; aquella grandeza de ánimo, que se manifiesta en los trabajos y en los peligros, si carece de justicia, y se ejercita, no para el bien común, sino en propio provecho del que la posee, degenera en vicio: no solamente no es virtud, sino que más bien es crueldad, que desconoce y rechaza el género humano. Asó los estoicos definen la fortaleza una virtud que pugna con equidad: porque el ser fuerte en el vicio, es reprehensible en todas ocasiones.

Pero si los héroes de la edad media no lo son mucho, a los ojos de la severa razón, sus hazañas, su modo de vivir, y las prendas que en ellos descollaban, son manantial más copioso para la poesía que los usos del día. En esto entiendo que se funda su superioridad respecto de los que vivimos en la época presente.

La fantasía puede pintar con agradable colorido las acciones que la severa moral reprueba: el poeta mira más el exterior que el filósofo, y así estos mismos caballeros, cuyas ideas y costumbres merecen tan rígida censura: son muy adecuados para las creaciones del ingenio.

Un guerrero armado de punta en blanco, que remite a su espada la satisfacción de las ofensas recibidas, y que, a fuerza de valor y de constancia, vence cuantos obstáculos se oponían a sus intentos, una ciudad destruida por el hierro y por el fuego, mil infelices que inciertos entre las llamas y las espadas de sus enemigos, no saben que muerte escojan; y unos soldados que desprecian los peligros y pierden de todo punto el ánimo, si algún fenómeno de la naturaleza se les figura señal de la ira del cielo, son objetos oportunos para lucir en ellos las galas de la poesía.

En las acciones que nacen del valor, hasta las circunstancias más indiferentes a primera vista, hacen su papel en manos del poeta: no sucede así con las que proceden de la prudencia o la previsión. [182]

Moratín, en su canto épico a las naves de Cortés destruidas, describió menudamente la gallardía y gentileza de los caballeros, sus pasiones pintadas en el semblante; y hasta de la hermosura y fogosidad de los caballos sacó colores para sus cuadros: si a un poeta del día se le antojara describir un protocolo, ¿de donde sacaría los rasgos para sus pinturas? ¿acaso de las mesas y los tinteros que había en el gabinete donde se juntaban los Embajadores ingleses y franceses?

¿Si las circunstancias que acompañan a una acción nacida del valor son poéticas, cuanto más lo será la acción misma?

Cortés, arrojando su lanza a la nao capitana, es objeto tan copioso para el ingenio del poeta, cual es de escaso y deslucido M. Taillerand en el acto de firmar las avenencias entre los pueblos que acertó a conciliar su previsión política. No me meto ahora en averiguar, si el valor del capitán español fue de más provecho para el linaje humano que la prudencia del diplomático francés: esa cuestión corresponde a la política, yo trato solo de literatura.

Pudieran aplicarse a la venganza, la ambición y la ira estas observaciones, multiplicando los hechos en que se funda la distinción que acabo de establecer: pero me ha parecido más oportuno y fructuoso dar razón de la doctrina, que no dejar correr la pluma, enumerando prolijamente los ejemplos de que se ha sacado.

Las pasiones poéticas son aquellas que consisten en actos exteriores: las que dependen de actos interiores de la mente son menos adecuadas para la poesía: los actos del valor son todos ostensibles, aparecen de bulto, el ingenio les presta su colorido; mas el cuadro, o por mejor decir, los rasgos que le forman eran sensaciones: los de la prudencia son actos reflejos de la mente que no tienen por sí cuerpo, y que han menester, como el rayo de luz, de un objeto intermedio para separar unos de otros los colores que en sí tienen.

Obsérvese, que las pasiones y virtudes, que son actos interiores de la mente, si han de presentarse de manera que se acomoden a nuestra inteligencia, han menester de formas corporales: la balanza de la justicia y el espejo con que pintaban los antiguos a la prudencia, confirman la verdad de mi observación: todas las imágenes y alegorías se encaminan a este fin. De aquí infiero, que todas las pasiones que sean ostensibles por su naturaleza, no necesitaban como las otras de estos vestidos, que al cabo no son más que la relación de semejanza de una idea abstracta con un objeto corpóreo; y que son venas copiosas de poesía, porque en ellas todo es sensible: para encarecer los bienes del perdón de las ofensas, no hay más medio que describir los estragos de la venganza: las operaciones intelectuales del prudente, que se abstuvo de tomar satisfacción de los ultrajes recibidos, son de suyo incapaces de pintar: hay que hablar de lo que no hizo para elogiar su resolución.

Además, con las propiedades físicas tienen íntima conexión las virtudes o prendas morales que he llamado poéticas; las otras no tienen que ver con ellas: la estatura, el vestido y la hechura de las armas, son partes muy esenciales de la pintura de un valiente: repárese qué papel harían en estos accidentes, en la de un varón que descollase por su prudencia o su previsión: ¿el que el sistema muscular estuviese más o menos desenvuelto, o que en sus ojos brillase la alegría o la tristeza, serían parte para adornar estas prendas morales?

Los románticos, guiados por una especie de instinto, descubrieron que en los sucesos de los siglos medios había encerrada mucha poesía; que las demasías de los caballeros, sus creencias supersticiosas y aquellos usos, que no conocieron los antiguos, presentaban las pasiones humanas que ya griegos y romanos habían descrito bajo nuevos aspectos; y que finalmente, de esos materiales podían labrarse obras que no fuesen frías mutaciones de los modelos de la antigüedad.

Hasta aquí van, a mi entender, en consonancia perfecta con la razón: si Aquiles invocaba a Júpiter y a Marte, porque en ellos creía; ¿qué motivo puede alegarse para que el Cid no invocase a los Santos del cristianismo? De las fábulas del paganismo sacaron Homero y Virgilio infinita poesía: [183] los amores de sus Dioses y las aventuras que de ellos contaba el vulgo, de necias insulseces se convirtieron en bellísimos cuadros, que más admiran mientras mejor se estudian. Creo que de las hadas y las brujas del tiempo aquel pudiera sacar el ingenio tanto jugo como sacaron los escritores de Roma, de sus sátiros y ninfas: sin embargo, no ha de creerse que se alcanza la celebridad, copiando los extravíos de hombres eminentes; el mérito de estos no está en lo que erraron; sino en lo que hicieron con acierto: ¿Lope y Balbuena deben su gloria a los defectos o a los primores de sus obras? Si algún amartelado suyo intentara elogiar, les escogería las bellezas y no los errores que se les deslizaron de la pluma, por razón del tiempo en que vivieron, o por otras causas que no es ahora del caso determinar: formaría la corona con los diamantes, no con las piedras toscas en que estaban engastados. En los defectos de los hombres de talento se trasluce siempre un no sé qué de grandeza, que no deja duda del ingenio del escritor: sirvan de ejemplo los conceptos más estudiados de Góngora. En sus imitadores se echa de ver lo hueco y vano de sus cerebros: quieren henchir una vejiga agujereada y el aire sale con la misma facilidad que entra: son micos que remedan los ademanes humanos, sin acertar nunca a dar a sus acciones el vigor y la energía que les comunican los afectos del corazón.

Con ser tan pernicioso este error de algunos escritores de escaso ingenio, aún no lo es tanto como la falta de moralidad que se advierte en muchas de sus obras: porque describiendo vicios y pasiones odiosas, ha habido autores que han formado cuadros bellos, infieren que es lícito sacrificar, al gusto pasajero que se recibe leyéndolos, el decoro y la decencia. La belleza de imitación cabe en todo: pero siempre será vituperable a los ojos de la razón, el escritor que haga semejante uso de las dotes de su ingenio: puede pintarse con suma propiedad una aventura obscena, y en este sentido habrá belleza en la pintura; mas esta belleza no quita al autor la mancha de inmoralidad.

Tomás García Luna