Filosofía en español 
Filosofía en español


Tomás García Luna

Reflexiones sobre algunas doctrinas del Dr. Gall

Ha sido en todos tiempos la unión del alma con el cuerpo uno de los problemas que más han excitado la curiosidad de los sabios: pero bien sea por el errado método que se ha seguido en este estudio o bien quizá, y es la opinión más probable, porque el descubrimiento que se intenta está fuera del alcance de nuestra inteligencia, es lo cierto, que hasta el día no hay solución satisfactoria. Sin embargo, como el estudio de los fenómenos del mundo físico y moral no ha sido nunca del todo perdido, si el hombre no ha logrado descubrir el secreto de su misterioso naturaleza, por lo menos, los esfuerzos empleados para este fin, han sido causa de que adquiera otros conocimientos que, a la manera de los destellos de una luz lejana, hacen que sus pasos sean algo más seguros en la senda de la vida.

La química fue el término que puso límite a los ambiciosos deseos de los alquimistas; y la filosofía, tal como existe en el día, es el fruto de investigaciones que se dirigían no menos que a averiguar la esencia del espíritu humano: así parece que es condición de nuestra naturaleza el que, el anhelo de saber que nos atormenta, no se satisfaga cumplidamente, ni quede del todo burlado.

El sistema del Dr. Gall da claro testimonio de la exactitud de esta observación: desviándose del camino que habían seguido sus predecesores intentó probar que el cerebro no es un órgano único, sino un compuesto de tantos sistemas nerviosos cuantas son las facultades primitivas y originales del hombre: un grupo de varios órganos, cada uno destinado a la producción de un acto intelectual o moral distinto: de este modo, a medida que el cerebro de un animal contiene mayor o menor número de estos instrumentos de la inteligencia, es más o menos vasta la esfera de sus facultades. Concíbese fácilmente esta doctrina, atendiendo a lo que sucede con los sentidos: cada uno de estos tiene su aparato nervioso especial, y esto mismo se verifica, en sentir de Gall, con las varias facultades de la mente: la diferencia consiste en que los aparatos nerviosos de los sentidos están separados entre sí, al paso que los del cerebro, reunidos en la cavidad del cráneo, ofrecen a la vista una sola masa.

Varias son las pruebas que presenta de su aserción: no es ahora del caso examinar las que se fundan en observaciones anatómicas acerca de la estructura del cerebro, porque sería menester entrar [451] en discusiones propias solo de los que han hecho del cuerpo humano blanco de sus investigaciones, tampoco el discutir las objeciones que se le han hecho tanto en Alemania como en Francia; el objeto de este artículo es más limitado: cíñese solo a mostrar las pruebas psicológicas de algunas de sus doctrinas, y con esta ocasión a apuntar ciertas ideas acerca de los métodos que hasta ahora se han usado en el estudio de la filosofía.

Es sabido que, a pesar de la diversidad de sistemas inventados para explicar las operaciones del entendimiento, convienen todos en calificar de facultades primitivas las que han creído suficientes para este objeto: Condillac, aunque varió de concepto más de una vez en esta materia, enumera como tales la sensación, la atención, la comparación, el juicio, la reflexión, la imaginación y el raciocinio: Destutt-Tracy redujo a cuatro las facultades intelectuales; a saber: la sensibilidad, la memoria, el juicio y la voluntad; y Mr. de la Romiguiére a tres: la atención, la comparación y el raciocinio: mas sea el que se quiera el mérito de tales clasificaciones, a ninguno de los filósofos mencionados ocurrió jamás, que la memoria o el juicio fueran atributos de otras facultades: nunca creyeron que habían alcanzado a conocer no más que la parte accesoria, si es lícito decirlo así, del entendimiento humano.

No obstante, a ser cierta la doctrina de Gall en este punto, no puede menos de confesarse que, al calificar de primitivas la capacidad de acordarse y la de juzgar, hubieron de incurrir los que así discurrieron en un error. En efecto, la experiencia nos enseña, que para conocer una facultad no tenemos otro medio que el de observar sus efectos; así sabemos que hay en nosotros la facultad de sentir por que sentimos; y la de mover nuestros miembros, porque los movemos: no es directo el conocimiento que adquirimos, sino fruto del raciocinio. Tan cierta es la proposición esta, que ella sola nos da luz para explicar la variedad de conceptos que ha habido en distintas edades sobre los principios constitutivos de nuestra inteligencia: según que la atención del hombre se ha fijado en las cualidades de su espíritu, o en los fenómenos del mundo exterior, así han sido las teorías por él inventadas: el espiritualismo ha dominado en las épocas en que abundaba la fe religiosa, porque el ánimo contemplaba de continuo los fenómenos del mundo moral; la inmensidad del Criador ocupaba toda su mente; solo sentía su dependencia del cielo, y es harto limitado nuestro entendimiento para que, discurriendo por regiones tan elevadas, quedase espacio para fijar sus miradas en la tierra: por el contrario, cuando debilitadas las creencias de los pueblos se dan estos a la satisfacción de sus necesidades y a los placeres de los sentidos, los filósofos, que sin saberlo no hacen más que dar razón de los hechos que pasan delante de sus ojos, han incurrido en el sensualismo: unos y otros han inculcado como dogma invariable, que la observación de los hechos es el medio de dar con la verdad: pero ninguno ha reparado que, ciñéndose a observar solo los que le proporcionaba la época en que le tocó nacer, no hacía más que tomar por principio universal el que era adecuado solo para explicar una de las faces de la humanidad.

Establecido como principio que el fenómeno es el que nos hace adivinar la causa: ¿qué deberemos hacer cuando, observando fenómenos que antes no habían cautivado la atención, advirtamos que no son adaptables a la causa que habíamos creído general? Si habiendo solo estudiado la parte que las impresiones [452] de los sentidos tienen en la formación de las ideas, hemos adoptado la sensación como principio único de las facultades mentales, y percibimos luego que la idea del espacio, y la de la identidad personal, no se acomodan a la explicación que nos parecía bastante para todos los hechos de la mente. ¿No será forzoso buscar otra causa distinta a estas ideas?

Esto ha sido cabalmente lo que ha practicado el Dr. Gall en la ocasión presente: sus razonamientos no son diversos de los que en el siglo XIX han usado Royer-Collard y Cousin contra la filosofía sensualista del siglo XVIII. ¿Cómo acontece, ha preguntado a sus predecesores, que siendo el cerebro un órgano único, observemos individuos en quienes las facultades intelectuales y activas no tienen ni un mismo grado de energía, ni de desenrollo? ¿por qué, si no es mas que uno el instrumento material del entendimiento, descansamos variando las tareas literarias? ¿qué razón hay, para que el monómano desvaríe solo en una especie de ideas y conserve recto su juicio en todas las demás? ¿cual es el motivo de que una llaga o una herida paralice o exalte una facultad intelectual, y deje intactas todas las demás?

Ninguno de estos fenómenos es explicable, en el caso de admitir como primitivas las facultades que los filósofos han tenido por tales: el que siendo uno solo el órgano de la memoria haya especies que indeleblemente se fijen en ella, y otras que se resistan del mismo modo a nuestros esfuerzos, sería contradictorio; y no hay que decir que esto consista en que en unas se fije más la atención que en otras; porque semejante argumento no haría más que mudar las condiciones del problema, en vez de resolverlo; debiéndose explicar entonces, por qué la atención, idéntica también en esta hipótesis, se dirige con preferencia a determinados objetos.

Con la doctrina de Gall se allanan las dificultades estas. Ha contado en el número de las facultades fundamentales la de las localidades, la de los números, y la de la música: porque si acontece que una persona perciba y se acuerde exactamente de la situación de los lugares que ha visto, y otra que con facilidad comprenda y retenga las operaciones aritméticas más complicadas, es preciso deducir, que hay en la primera una facultad especial para percibir las relaciones del espacio, y en la segunda otra para las de la cantidad; habiendo en ambas imaginación para representarse en su mente los objetos que percibieron, sin necesidad de verlos de nuevo.

Lo mismo que de la percepción, de la memoria y de la imaginación, puede decirse del juicio: la persona que hemos supuesto dotada del órgano de las localidades, juzga con suma prontitud de cuanto tiene relación con el espacio; y la que percibe sin gran esfuerzo las combinaciones de la ciencia de los números, es claro que lo hace, porque los juicios que a estas se refieren, se le ofrecen naturalmente.

No hay quien tenga igual aptitud para adquirir toda clase de conocimientos, aunque su aplicación sea siempre la misma: unos conservan en la memoria los nombres de los pueblos, y apenas logran comprender la teoría más sencilla: otros se inclinan a las especulaciones de la razón, y no son capaces de seguir con fruto un curso de geografía: para algunos filósofos la atención es el origen de todas nuestras facultades o inclinaciones; pero concediendo que en todas las operaciones del entendimiento tenga parte esta facultad, jamás podrá probarse, que de ella sola nazca idea o afecto alguno: si así no fuera, no veríamos [453] de continuo, que el hombre se fatiga cuando quiere fijar la atención en ideas para las cuales carece de aptitud, y que por el contrario, persevera en las tareas a que su gusto le inclina.

Infiérese de todo esto, que el entendimiento con sus divisiones y subdivisiones, descubiertas o ideadas por las escuelas de filosofía, es solo un atributo de las facultades fundamentales.

Siguiendo el hilo de los razonamientos indicados, se advertirá con cuanto motivo aseguré al principio, que el método seguido por Gall era el mismo que sus predecesores habían observado: serán más o menos falaces las señales exteriores del cráneo, para acertar por ellas las facultades de los individuos; podrá tildarse de empírica la clasificación adoptada para los órganos intelectuales: mas la prueba psicológica no pierde por eso su valor: siempre será cierto, que habiendo en los hombres capacidad para juzgar de unas cosas, y grande dificultad para hacerlo en otras, es imposible sostener, que haya un órgano particular para el juicio, que indiferentemente se ejercite en todos los objetos: existiendo, como de hecho existe el fenómeno de la diversidad, es forzoso atribuirlo a una causa adecuada para darle origen.

La proposición que a primera vista presentaba caracteres de paradoja, examinada a la luz de la razón, se nos ofrece fundada en pruebas que, en buena lógica, ningún filósofo podrá desechar; pero, se dirá tal vez, ¿si es cierto que las que las que se tuvieron hasta aquí por facultades primitivas no son más que atributos de otras facultades, habrá de concluirse como consecuencia necesaria, que los sistemas todos, bien sean los que adoptan la sensación, bien los que admiten los hechos de conciencia, adolecen del vicio común de la hipótesis, por más alarde que hagan de no admitir más principios que los que nacen de la experiencia?

Esta cuestión es de suyo muy grave, para que sea fácil resolverla por ahora: apuntaré sin embargo, algunas reflexiones, por si pueden despertar la atención de los que se dan a este linaje de investigaciones.

Leyendo los libros de los filósofos se advierte, que todos se quejan de que sus predecesores hayan sustituido la hipótesis, a la observación: Locke y Condillac, y por lo general los que en el último siglo se dedicaron a estos estudios, no cesan de decir, que el método de observación es el único que la naturaleza nos sugiere, y que siempre que de él nos desviamos incurrimos en suposiciones gratuitas: Mr. de la Romiguiere observa, que la atención no pueda ser, como pretende la escuela de Condillac, la sensación que un objeto hace en nosotros, porque es imposible que un principio pasivo, cual lo es la sensación, de origen a un principio actiyo como la atención, vése aquí claramente que el empeño de dar unidad a sus ideas hizo que Condillac apartase la mente de los hechos, y diese en la hipótesis de que tanto huía; porque de hipotético debe calificarse un principio que está en contradicción con los hechos: sin embargo, el mismo que tan perspicaz estuvo para distinguir cuando su antecesor había dejado deslizarse de la pluma el error, no logró preservarse de este peligro: en las lecciones de filosofía que ha publicado, sienta la doctrina, de que la atención, la comparación y el raciocinio bastan para dar razón de todas las ideas que somos capaces de formar; que las dos últimas se derivan de la primera, y que lo que se llama entendimiento es una mera palabra, que significa la reunión de estas tres facultades. Mr. Cousin, en el examen que hizo de estas lecciones, observa, que le causa repugnancia el creer que el entendimiento sea una voz colectiva [454] y no otra cosa; porque, si bien concibe que el estar atento es condición necesaria para comprender, lo cual explica el célebre dicho de Newton de que la atención es el genio de la ciencia, todavía le parece, que el fijar la mente en dos ideas, con más o menos intensidad, y el percibir las relaciones que existen entre ellas, son dos actos distintos que no pueden nacer de una misma causa: si así fuera, comprenderíamos todo aquello en que fijamos la atención, y la verdad es, que no es esto lo que vemos: el hecho de la percepción se oculta bajo la sensación y la volición: pero no porque sea difícil el descubrirlo deja de ser cierto: el entendimiento es una facultad especial, que tiene en sí misma su principio, lo propio que la voluntad y la sensibilidad.

Los ejemplos referidos muestran, que el incurrir en hipótesis no es achaque especial de la escuela sensualista, o de la idealista; puesto que vemos zozobrar en este escollo a Condillac, que todo lo explicaba por la sensación, y a Mr. de la Romiguiere, que admitía la actividad del alma como fuente de las ideas: si no es vicio de un hombre, o de una escuela determinada, es evidente, que tendrá su raíz en nuestra misma naturaleza; a mi ver, el modo que tenemos de formar la idea de facultad y la limitación de nuestra inteligencia, dan razón de este fenómeno.

En efecto, hemos observado que el hecho que se ofrece a nuestros sentidos, o a la conciencia, nos sugiere la idea de su causa: y que esta, como deducida, no contiene más ni menos que lo que es suficiente para explicar el hecho que la ha sugerido: mas como no sea posible que a un tiempo mismo se nos presenten todos los hechos de la humanidad entera, es evidente, que al designar una causa o facultad, por más bien que queramos hacerlos no podrá menos de resentirse de la limitación nuestra: limitación que es el sello de todas las obras del hombre, y que nos revela la parte pequeña y mezquina, por decirlo así, de un ser degenerado de su primitiva esencia. De este modo vemos, que un cierto número de fenómenos mentales se explica por la sensación; y que la comparación y la inteligencia sirven para dar cuenta de otros a que no satisface aquel principio: los filósofos en realidad no se apartaron de la senda que debían seguir, como sin razón se echan en cara recíprocamente: los sistemas de los antiguos, que, a creer a los hombres del siglo XVIII, no tenían más fundamento que los sueños de la fantasía, se formaron por el propio método que tanto ellos preconizan: la diferencia de los principios establecidos nace, de la que hay entre los hechos que tuvieron presentes los antiguos, respecto de los que llamaron la atención de los modernos.

Obsérvese en confirmación de esta verdad, que las leyes generales que descubrimos, tanto en el orden físico como en el moral (y son estos por cierto nuestros verdaderos conocimientos) no las percibimos por ningún sentido; sino que la inteligencia, de una manera que no acertaremos quizá nunca a comprehender, nos las ofrece, sin darnos más pruebas de su existencia que la posibilidad de explicar por ellas los fenómenos, que bien sea los sentidos, o bien la conciencia, nos presentan: ¿son acaso otra cosa los torbellinos de Descartes y la atracción de Newton? y por ventura, ¿cuando desechamos un principio por insuficiente, tenemos otro motivo que el de no bastar para el objeto a que se destinaba? y lo que es más concluyente todavía, ¿usamos de algún medio diverso del primero para formar el que ha de sustituirle?

Esta mezcla de la hipótesis, y de la [455] verdad, se encuentra en todos los ramos del saber humano: Bentham observó, que no hay acción humana que no nazca del atractivo del placer o de la repugnancia del dolor que la naturaleza nos inspira; miró a esta luz los fenómenos morales, y creyó que con dividir y subdividir minuciosamente el dolor y el placer, había dado razón suficiente de las leyes civiles y penales, y de las reglas de la moral: las consecuencias que se deducen de sus principios, terminaban en el desorden y en el trastorno de la sociedad, y fue esto parte para que, mejor examinados los hechos de que se había valido para establecer su doctrina, se advirtiese, que sin la noción del deber eran inexplicables las acciones humanas: Boileau y Moratín no admitieron más principios de literatura que los que nos transmitieron los griegos y romanos: el poeta español, tomando por ley universal la que era solo adaptable a una cierta especie de composiciones, no apreció como merecían a Lope de Vega, y a Calderón, porque no se habían ajustado a ellas: mejor observadas luego las modificaciones que el cristianismo hubo de causar en los afectos del corazón, se ensancharon las reglas tradicionales; porque se advirtió, que el contraste del deber y de la pasión, que es tipo de los caracteres modernos, no cabía en los estrechos límites a que los antiguos redujeron sus cuadros?

No es pues dudoso el aserto que he aventurado; pero sí es condición del entendimiento humano el vagar así de hipótesis en hipótesis, enmendando hoy los errores en que incurrió ayer, y preparando nuevos errores para el porvenir, ¿no vendrá a pararse como consecuencia de esta doctrina, en el más completo escepticismo?

En manera alguna: porque los mismos ejemplos que he propuesto, dan evidente testimonio de que las tareas de los filósofos nunca son del todo perdidas. Hay sí una parte de error en todos los sistemas; pero hay asimismo otra de verdad, que aumenta el caudal de la ciencia humana: la comparación no es el entendimiento; pero es sí, requisito indispensable para que este ejerza sus funciones: ni el principio de la utilidad, ni el del deber, separados, pueden dar razón del hombre moral; combinados entre sí, no hay fenómeno del corazón o de la conciencia que no se explique.

Además, si de las regiones de la teoría descendemos a la práctica de la vida, conoceremos que no existe una sola verdad, descubierta por la inteligencia, que no redunde en beneficio de los hombres: las especulaciones más abstrusas en apariencia, son quizá las más provechosas. ¿Qué sería la navegación sin las observaciones de los astrónomos, y la industria, a no ser por los descubrimientos de la química?

Sin embargo, en estas ciencias han abundado las hipótesis como es harto sabido: la verdad ha ido desprendiéndose del error, como el oro de los cuerpos extraños con que estaba ligado en la mina.

Tal es la condición de nuestra naturaleza; y siendo esto cierto, y ofreciéndose en apoyo del sistema de Gall pruebas del mismo linaje que las que han usado los filósofos en apoyo de los suyos, ¿podrá inferirse que la parte de ver dad que se descubre en su doctrina, sea de todo punto inútil, o que perjudique a las creencias religiosas?

El progreso mismo de las ideas me ha conducido a las cuestiones más importantes que puede suscitar la doctrina frenológica. ¿La pluralidad de los órganos cerebrales, menoscaba la certidumbre de los hechos de creencia, establecidos por los filósofos espirituales? ¿Propende al fatalismo y al materialismo, la distinción de tantas facultades? [456]

La solución de estas cuestiones requiere, como condición indispensable, el tener alguna idea del método seguido por el Dr. Gall en sus investigaciones. En otro artículo procuraré bosquejarlo, apuntando al mismo tiempo algunas especies sobre la injusticia con que se le ha tildado de materialista.

Tomás García Luna