[ Juan Martínez Villergas ]
Ledru-Rollin
Próximo está el día en que la Francia debe reunirse para el acto más importante de su revolución, para el nombramiento de su presidente. Alver las intrigas y los manejos que los partidos reaccionarios ponen en juego para hacer aceptar uno de sus candidatos, es fácil conocer la significación que dan al triunfo que se puede alcanzar en esa reciente elección. Tal como está organizado el poder ejecutivo en la Constitución francesa que acaba de promulgarse, quedan a aquel bastantes atribuciones para desnaturalizar por sí todo su espíritu, caso de proponerse comprometer la revolución. Por eso deseábamos nosotros que la Asamblea fuese más y el presidente menos. No había de ser este más que el brazo que ejecutase las voluntades de la Asamblea. Las constituciones populares deben dejar poco a la vanidad de los hombres. Es bueno acostumbrarles a la idea de la igualdad, pero no a la de una superioridad importuna. Se crearán así hábitos de servilismo, que son buenos para las monarquías, pero no para las repúblicas. En nuestro sentir, el presidente debía haber sido un poder republicano, pero no un poder real. Que se creyese fuerte por la ley y por la representación, pero no fuerte por la voluntad. Pero ya que todo esto no ha podido ser, los partidos republicanos franceses deben aceptar el Código republicano tal como ha sido votado, reservándose el derecho de aprovecharse de las ventajas de la constitución de la presidencia en favor de la revolución, así como los partidos enemigos de la República tratarán de hacerlo en favor de la reacción. Si el presidente queda aun bastante fuerte para ser un poder, aun a despecho de la Asamblea, que lo sea para la obra revolucionaria. De este modo hasta podría ser un bien la actual organización del poder ejecutivo. Los grandes cuerpos o asambleas políticas, como compuestas de opiniones varias y distintas, no pueden ser buenas para la acción. A no estar dominadas por el terror, o lo que es lo mismo, a no eclipsarse las voluntades individuales para dejar aparecer una voluntad superior, no puede esperarse nunca de ellas más que la obra de la reflexión y del tiempo. Momentos hay, pues, en que se necesita del arrojo más bien que de la premeditación. Para estos las asambleas no suelen ser lo más a propósito. A no tener al enemigo a las puertas como en las jornadas de junio, y a no obrar bajo el influjo de un temor general, es difícil sacar de ellas en los momentos de crisis una decisión tan eficaz y tan única como se necesita para salvar las causas.
Tal vez, pues, la República haya de hallarse pronto en uno de esos momentos extremos. El volcán revolucionario que ha estallado en Viena y en Berlín no se ha sofocado más que a medias: aún fermenta en su seno la lava abrasadora que estallará en su día para devorar cuantos estorbos se opongan a su paso. Los rencores y los odios que se han concitado los soberanos de esos imperios, no los extinguirán con el fuego y el hierro. Las heridas que se hacen en el corazón o en la inteligencia de los pueblos, no se curan con los medios exteriores. Al corazón es preciso ganarlo por el amor, y a la inteligencia conquistarla por la razón. Pues bien, los soberanos de esas naciones emplearán el espanto y el terror para curar las llagas que han abierto en sus pueblos. ¿Qué conseguirán con esto? Enconarlas en vez de sanarlas, y hacer que un día, ganando todo el cuerpo social, hagan caer este en disolución.
Para ese día solemne que llegará, la República francesa debe estar organizada. Su poder ejecutivo, fuerte y libre en su acción, puede serle entonces necesario. Trátese, pues, de hacer que el que lo ejerza tenga voluntad y bríos para consumar la obra de la revolución.
Entre todos los candidatos que los partidos presentan, ya hemos dicho nosotros por cuál principalmente nos inclinamos.
No queremos a los que proponen los partidos socialistas y comunistas, porque no deseamos para la Francia ni el comunismo ni el socialismo. La sociedad, para ser legítima, debe ser el complemento de la naturaleza. ¿Qué quieren, pues, hacer los comunistas y socialistas con la sociedad? Organizarla, no de modo que se ajuste a la naturaleza, sino trayendo a esta a plegarse a los términos de la sociedad. Cogen al hombre como si no tuviera instintos ni pasiones naturales, y le dan un puesto y un destino en la sociedad. Luego que han violentado su ser, que le han arrancado a la familia, que le han hecho renunciar a los goces de la propiedad, que han roto y relajado todos los vínculos de su corazón, le dicen: “Vive y sé feliz.” Le dan cuerda como a una máquina, y no saben que para conocer a los hombres es preciso estudiar el individuo, y que sin reformar a este no se reforma la sociedad.
No queremos, pues, un comunista al frente de la Francia, que aliente las esperanzas de los partidos trastornadores: deseamos que la República se consolide, y queremos que no la maten los hombres, ya que es inmortal por los principios.
No deseamos tampoco para el cargo de presidente de la República a ninguno de los hombres que por temor al socialismo se van a la reacción. Estos no hacen más que comprometer a la vez la causa de la República y el orden y la paz de la Francia. Los males sociales es preciso curarlos con reformas prácticas y no con exorcismos y conjuros. Tanto sirven la causa comunista los que la combaten con encarnizamiento sin conocer la legitimidad de su principio, como los que la proclaman con la elocuencia y el verbo de un Luis Blanc o un Prudhom.
Lo que necesita la Francia es un hombre resuelto, que haga una verdad de los principios proclamados en la Constitución republicana de la Francia. Un hombre que no alarme a los privilegiados ni desespere a los desposeídos; que dé a los primeros el presente y a los segundos el porvenir, y que ate estos dos términos de la vida social por medio de prudentes reformas que encaminen las cosas sin violencia de lo que son a lo que han de ser. Ya otra vez indicamos cuál podría ser este hombre. Nosotros quisimos en un principio componer el gobierno de la Francia de dos hombres que merecían por distinto concepto la confianza general. Entonces Luis Napoleón no había mostrado todavía su pueril vanidad, ni se había manifestado tan dispuesto como en el día a hacer valer los méritos de su tío.
El otro hombre que en unión de este propusimos, aun conserva los mismos títulos a nuestras simpatías, y al respeto y estimación de la Francia: Ledru-Rollin. Entre todos los republicanos que en la actualidad se comprometen a salvar la República, ninguno que pueda presentar iguales títulos. Él ha vivido y ha soñado toda su vida con la realización de la obra que ahora se le puede confiar. Mientras los hombres de la monarquía se estaban devanando los sesos en resolver los complicados problemas de los gobiernos representativos, Ledru-Rollin estudiaba la Constitución de los republicanos y les daba en idea una organización. De aquí que cuando los nuevos neófitos no pueden ser más que discípulos, Ledru-Rollin puede ser maestro.
La obra de la República por otra parte, será muy combatida, hasta que logre de una vez imponerse a todos como una necesidad: este periodo trabajoso no puede estar confiado su dirección a hombres sin fé que titubeen en su empresa: debe dársela a un hombre que haya previsto ya todas las complicaciones que puedan surgir y las haya resuelto. ¿Quién, pues, se presenta en Francia que pueda hacer esto como Ledru-Rollin? Ninguno por cierto, y así lo han conocido el partido rojo francés. La izquierda de la Asamblea ha publicado últimamente un manifiesto en el que recomienda a la Francia ese nombre. Entre los miembros que firman este manifiesto, los hay de ideas socialistas, pero que en el hecho de adherirse a este candidato, se ve muy bien que renuncian a la temeraria y brusca realización de sus teorías. Más les vale esto que dividirse y dar su voto aislado, en tanto que la reacción se reúne y va compacta a la urna electoral.
Esto es lo que esperamos nosotros, y desde ahora nos atrevamos a anunciar que todos los matices republicanos se fundirán en esta ocasión para agruparse en rededor del nombre de Ledru-Rollin que a todos ofrece garantías, porque es el símbolo de la revolución.
Pronto podremos enterar a nuestros lectores del resultado de ese acontecimiento que decidirá de la política de la Francia en el interior y en sus relaciones con los demás pueblos, sus hermanos por la libertad.