Filosofía en español 
Filosofía en español


José María Quadrado Nieto

Fe política

Después de las verdades del orden religioso no las hay más importantes y dignas de examen, que las del orden social y político, en cuanto regulan nuestros deberes como ciudadanos, afectan la humanidad en estos grandes cuerpos que se llaman naciones, y establecen en la tierra una paz y unidad, reflejo y preludio de las del cielo, o presentan en ella una imagen de la región del desorden y del espanto. Después de fijado el punto de partida y el término de nuestra peregrinación clavados siempre en el los ojos, el primer objeto de nuestra atención es, naturalmente la caravana a la cual debemos marchar unidos cuidando de no extraviarnos del camino en medio de la general confusión, sin dar tampoco tanta importancia a estas cuestiones, que aspiremos a conquistar y a plantar nuestras tiendas en los países que como viajeros no hacemos sino atravesar.

Sin embargo este orden, aunque puramente humano, estriba en una base divina, que toda la sagacidad de los políticos y las teorías de los filósofos hubieran sido inhábiles para descubrir sin la revelación. Las sociedades que de ella carecieron no sabían de donde venían, ni a donde iban: ¿cómo habían de regular su marcha? Si algún punto se ha estudiado en este siglo, es sin duda el cambio que en la vida social y política de los pueblos introdujo el cristianismo, y la constitución y existencia nueva que les dio, y que a pesar del empirismo filosófico y del trastorno revolucionario subsiste todavía. Si las naciones no son más que grandes individuos, la política no es en su esencia otra cosa, que la moral de las naciones. [18]

Bajo este concepto hay mucho fijo y eterno en política, y en este campo que tan vago y obscuro se nos presenta a primera vista hay marcados muchos rastros de sendero indeclinable, del cual no se puede salir sin deslizarse en un abismo. Sin más código que el Evangelio compuso Bossuet un cuerpo de política cristiana.

Dios nos concedió la razón para el conocimiento de las verdades y la conciencia para el conocimiento de los deberes, y entrambas para suplir el hueco que en puntos menos necesarios o elevados nos dejó la revelación, y para guiarnos en el palenque que esta reservó abierto a la actividad de nuestro espíritu y a los deseos del corazón humano. La conciencia pues y la convicción de cada cual, pura de todo bastardo elemento que la obscurezca, es la que acaba de trazarnos el sendero político, que las verdades morales y reveladas señalan acá y acullá, como grandes piedras miliarias, y aun a trechos ciñen y encajonan, pero que generalmente dejan abierto en mil direcciones. Por tanto la fe política no es más que una convicción arraigada y sostenida por una buena intención acerca de las ventajas de un sistema o medida de gobierno; y en ente sentido no excluye el error ni la variación, pues partiendo de un principio humano, versa sobre un objeto humano también y variable; no excluye ni aun la acción lenta de las pasiones sobre el entendimiento que llegan a alterar; excluye solo una pasión calculada y en lucha con la convicción, un interés egoísta, y en suma cuanto es hipócrita, dañado y mentiroso.

Así pues la política en la parte que tiene de eterno, de fijo, de invariable, en los deberes de la moral o en los principios constitutivos de la sociedad, debe ser objeto de una fe tan eterna e invariable como la religiosa; en la parte que se adapta a las necesidades accidentales y al giro voluble de los siglos, a las formas de gobierno, al ejercicio del poder, a las teorías sucesivamente dominantes, nuestra fe será más o menos [19] prudente o justificada, según se adapte mejor a las lecciones de la experiencia, al conocimiento del corazón humano especialmente en la generación contemporánea, e ciertas analogías más o menos visibles, que existan entre la sociedad eterna y las temporales, entre el orden del universo y el de un estado; pero será siempre una fe meramente humana. En el segundo, sentido podemos muy bien ser escépticos en política irreprensiblemente; en el primero de ningún modo. La primera fe no tiene analogía alguna con la segunda, pues pertenecen a un orden enteramente distinto; antes bien suele ser tanto más impaciente en sujetar su entendimiento a sistema, o autoridad humana el que es más dócil a la divina, y el ojo acostumbrado a la luz vivísima de las verdades eternas, no encuentra a menudo sino obscuridad en las inciertas e incompletas que se venden por tales en la tierra. De ahí se ve cuán perjudicial, y erróneo sea asociar institución alguna humana, por más respetable que, por su naturaleza y por la tradición se nos presente, a las cosas de orden sobrenatural o invariable, o que se apoyen una en otra las dos clases de fe que hemos distinguido; sucede a menudo que flaquea y cae la humana y arrastra en su caída a su divina hermana, que sin ella se hubiera, sostenido eternamente. Creía Lamennais en Dios y en la monarquía con una fe demasiado indivisible; vio en 1830 que los reyes se iban, y temió que con ellos se fuera Dios; vio la revolución triunfante, y quiso santificarla profanando a Dios e invocándole como Dios de las revoluciones. Creamos en cualquier orden enhorabuena, pero sepamos graduar nuestras creencias, y distinguir lo que podemos sacrificar de lo que es, por decirlo así, innegable; y en el calor de la lucha abandonemos, si preciso fuere, a nuestros enemigos lo menos importante para salvar lo más precioso, como, aquel discípulo de Cristo que en Getsemaní dejó en manos de sus perseguidores la sábana en que se envolvía.

Y en efecto, no son las cuestiones de formas políticas tan [20] trascendentales, que nos sea indispensable tomar acerca de ellas nuestro partido, pues en este caso resultaría una especie de acusación contra Dios que las ha abandonado a nuestras teorías y disputas. Para resolverlas nos dio más datos de los que cree o de los que se quiere creer, en la moral y en la revelación; y la luz con que alumbran sería bastante para llevarnos a un mismo término feliz, cualquiera fuese el camino que tomáramos. El grande error del día consiste en dar harto valor a las instituciones y harto poco a las costumbres, harto a las leyes y harto poco a las voluntades; y el resultado infalible de esta situación es la anarquía si triunfan estas, el despotismo si aquellas. Dadnos moralidad y habrá buena fe, dadnos buena fe y, ayudada algún tanto con la experiencia de lo pasado y con el conocimiento de lo presente, habrá concordia y unanimidad las más veces en estas cuestiones de palabras, o por mejor decir, de intereses que ensangrientan a las naciones.

Hay empero una fe política que podemos llamar práctica, necesaria indispensablemente para la conservación de las sociedades. Existe en todas ellas un poder supremo, ora resida en un hombre, ora en un consejo, ora en una asamblea, último juez de toda disensión e identificado con el principio de verdad y justicia, alma por decirlo así de aquel cuerpo, Dios político de aquella limitada esfera. Invéntense las formas que se quieran, siempre encontraremos en un Estado el centro de unidad, el límite más allá del cual no se concede apelación, la autoridad que prácticamente hemos de juzgar por tanto infalible e impecable, y a quien hemos de prestar nuestra fe política práctica, es decir, obediencia, mientras no contraríen sus preceptos otra fe más elevada. Explicado en este sentido el derecho divino, no vemos lo que haya de absurdo ni de opresor en dicho sistema, ni lo que pueda echarle en cara la inviolabilidad constitucional fundada prácticamente en el mismo principio de la impecabilidad del soberano.

Cuanto más se acerque pues a la realidad, ora en sí, ora [21] en el concepto de los pueblos, esta, ficción legal a la cual, si ha de existir orden, deben forzosamente prestarse, es decir, cuanto más acompañada vaya la obediencia en la voluntad de fe política en el entendimiento, tanto mejor será la condición así de los gobernantes como de los gobernados. No nos entrometeremos en pesar la suma de males y bienes que reunían en su tiempo nuestros antepasados comparada con la nuestra, pero cuando otra ventaja no tuvieran que la fe política, en cuyos brazos descansaban, bastaría para inclinar la balanza en favor suyo. Serían tan desgraciados como queráis, pero no lo sentían; y un mal no sentido vale tanto como un mal no existente. Y a los males que sentían resignábanse como a cosa irremediable, o esperaban su remedio del tiempo o de sus instancias, y rara vez era engañada su esperanza. Hasta en los siglos feudales, en la infancia de la civilización, los pueblos bárbaros, como se les llama, del humor áspero y violento, de hábitos guerreros y de fogosas pasiones, avezados a decidir por la fuerza sus querellas particulares, rara vez intervenían en las políticas; y si alzaban alguna vez bandera de insurrección, victoreaban con ella misma a su soberano con alguna más sinceridad que ahora, o a lo más cambiaban de dueño. No tenían vida política, pero tenían fe, como llamaban con admirable instinto a la obediencia que prometían, y creían lo mejor sujetar sus entendimientos al mismo que había de mandar en sus acciones. Y guardaos de separar entrambas cosas; que rara vez obedece la voluntad lo que el entendimiento no cree. Solo preguntaremos a los que juzgan saludable y necesario exponer el gobierno a la fiscalización de loa gobernados y erigir en juez moral al que ha de ser juzgado prácticamente, si creen o no en la necesidad de una autoridad definitiva, de un poder supremo que sea irresponsable, y de una obediencia que no penda del capricho de la voluntad de cada cual. En este caso o el poder desaparecerá, o pesará sobre la voluntad un yugo que rechaza el entendimiento, situación tan poco duradera [22] como de un malestar inconcebible. Se dirá que en el sistema representativo queda el poder supremo irresponsable; y solo recae la censura en los consejeros: a lo cual responderemos simplemente que en los años que lleva aquel sistema desde su aparición no hemos visto ministro alguno ahorcado, y sí destronados muchos reyes y muchas sociedades desquiciadas. Cuenta que aquí no hacemos sino lamentar el mal que está a la vista, pero no indicamos su remedio; cuanto más que lo creemos duradero como encarnado en los ánimos, y que lejos de ser efecto de las instituciones, es su causa, y sobreviviría a ellas mismas, porque la fe no se manda como una ley, ni se establece en un día.

En un siglo razonador por excelencia que suaviza las costumbres hasta enervarlas, evita las batallas hasta envilecerse, y condena la fuerza material bajo todos aspectos, extraño parecerá que se haya proclamado esta como razón suprema. ¿Qué es lo que colocáis en efecto sobre el jefe del estado?, la revolución: ¿cómo exigirle la responsabilidad?, por la revolución, es decir por la violencia. La violencia es una arma tan terrible en los gobiernos cual medio de represión, como en los gobernados cual medio de ataque. Cuando los pueblos no ven un padre sino un dueño en su soberano, no está muy distante este de no= ver en ellos hijos sino esclavos. Pero la violencia no es un estado durable, y si de las entrañas de la revolución ha de nacer un gobierno, cualquiera sea su forma, debe correr por el mismo círculo: así que la fe política es tan indispensablemente vida de las sociedades, como la fe metafísica vida del entendimiento.

Las mismas revoluciones, cuando, digámoslo así, se estrenan, se obran con cierta fe terrible de mejora, fe que al ha de medirse por las víctimas que ha hecho inmolar, reconoce muy pocas más intensas en el orden humano. Engañaríase el que en las revoluciones verdaderas quisiera explicarlo todo por motivos de corrupción, de egoísmo o de venganza; mucho [23] habrá de ello, en los jefes especialmente; pero la corrupción enerva, el egoísmo acobarda o trata de conservar lo conquistado, la venganza no se ensaña sino contra personas o clases determinadas; más ¿cómo explicar el vigor salvaje, el desprendimiento, abnegación y hasta heroísmo, el espíritu de ferocidad y de destrucción ilimitada que caracteriza a las masas revolucionarias, y que presta a la revolución francesa esta grandiosidad que, aun abominándola, admiramos? Y es que cuanto se hace con fe aunque extraviada tiene algo de grande y sobrehumano aunque sea la destrucción; por esto son tan terribles las escenas que ofrece el fanatismo, y las del egoísmo tan miserables. El fanatismo revolucionario, al par que el incrédulo, aniquilaba entonces los entendimientos y ahogaba los corazones con nunca vista tiranía, y los arrastraba contentos al suplicio en nombre del mismo ídolo que se habían forjado. De la misma suerte que los pueblos que no creen en los sacerdotes consultan a los hechiceros, siguen a sus tribunos cuando desconfían de sus monarcas.

Aun en nuestra España donde más viva se mantuvo la fe monárquica, y donde la revolución, lejos de haber nacido espontáneamente, fue impuesta por sorpresa, no carecieron de cierta fe en sus primeros ensayos algunos de los que le proclamaron. Muchos de los pensadores de Cádiz en 1812 creyeron haber hallado en su código la inmortal panacea contra todos los males de la nación, y alguno hay a quien tan repetidos escarmientos no han desengañado todavía. Tantas tentativas desgraciadas para restaurarlo, que convirtieron en mártires a sus autores, muestran que esta fe no estaba muerta todavía en 1820; y los que recuerdan con irónica sonrisa las sociedades patrióticas, el furor de himnos y divisas, los retos a la Europa entera, y demás exageraciones democráticas que estuvieron de moda en aquella época, se olvidan de que si tenían entonces toda la locura de la juventud, tienen ahora todo el cálculo y frialdad de la madurez. Al ver a uno de aquellos veteranos que se [24] entusiasma y palpita todavía con los nombres de antiguos ídolos, que muchos aun invocan pero en quienes nadie apenas cree, no podemos decir si le compadecemos o le envidiamos; pero ciertamente nos parece más apreciable que tantos especuladores revoltosos, cuyas doctrinas se rigen por el barómetro de su fortuna.

Pero la fe en las revoluciones pasa muy pronto; los seducidos se espantan de su propia obra, los gananciosos intentan ahogarlas para salvar lo adquirido, los descontentos sienten más su malestar y se despierta su codicia a vista del botín de los otros. Así como la incredulidad degenera en escepticismo, así el egoísmo reemplaza muy pronto las pasiones revolucionarias. Entonces continúa la revolución, pero ya no con pretexto del bien común, sino en pro de ambiciones particulares, lucha que no por más mezquina es menos desastrosa. He aquí lo que entre nosotros sucede en este tercer período, especialmente desde que el término de la lucha civil ha quitado todo pretexto de guerra dinástica. Nada al parecer ha faltado a nuestra revolución que pudiera hacerla terrible y grandiosa en su mismo exceso: sangrienta y porfiada lucha en los campos, incendios y matanzas en las ciudades, desaparición de lo mal antiguo y sagrado; trastorno de ideas, cambio de costumbres; estremecimiento del mismo trono; y a pesar de estas escenas todas trascendentales, ¿cómo es que no nos inspira siquiera el respeto que se confunde con el espanto, que nunca se nos presente sino como una miserable parodia, como una tragedia tremenda en sí y tal vez sublime, pero representada por cómicos de la legua? Y no es toda la culpa de las cualidades personales de los hombres que en ella han jugado, que ni España agotó ya tanto su jugo en los grandes hombres que produjo que haya quedado para siempre estéril; ni han faltado enteramente hombres de gobierno; tribunos ardientes, generales expertos, genios improvisados. ¿Cuál es pues la causa de la pequeñez con que se nos presentan? Es que ningún hombre puede ser [25] grande si no le anima una convicción, ninguno que no coloque su engrandecimiento en alguna idea, ninguno que no sea levantado en hombros de un pueblo; y el nuestro no ha adoptado la revolución, no tiene fe en ella, así como no tuvo la bastante para reprimirla. Y si no son los intereses y ambiciones particulares, dígasenos ¿cuál otro es en el día el objeto ostensible, de esta revolución? Es acaso un cambio de dinastía, un cambio de leyes fundamentales, un cambio de gobierno? No; todos los partidos beligerantes acatan o muestran acatar una misma Reina, una misma constitución y un mismo régimen; y sin embargo se habla de peligro, de salvación, como si nos asediaran enemigos invisibles, y embarga todos los espíritus un malestar indefinible y una agitación sorda presagio de mayores males. No es todo en efecto vocería de partido o ilusión de espíritus sombríos; el peligro y el mal existen, pero no agudo sino crónico; no nos amenaza ya el frenético delirio del fanatismo revolucionario, sino la repugnante agonía producida por la gangrena. Hay dos especies de anarquía, y no definiremos cuál sea más terrible; la una obra de pasiones desencadenadas violenta como ellas; la otra obra el egoísmo y degeneramiento social y de la extinción de toda noble creencia y sentimiento. En nuestros temores siempre tenemos vuelta la vista a la Francia de 1793, y nunca la fijamos en la Polonia de 1772; y sin embargo aquella volvió a la vida de su espantosa crisis, y esta se disolvió en el sepulcro.

Cuando los principios cesan de ser revolucionarios y la revolución continua, bien se ve que no está en los entendimientos sino en los corazones, y que ya no hay fe sino intereses en ella. Aplaudimos, como el que más, el saludable cambio de ideas verificado de algunos años acá, y el descrédito en que por lo general han caído las teorías disolventes; pero al ver el poco influjo que tienen las ideas sobre los hechos, desarrollándose unas y otros en sentido opuesto, al ver que se eslabonan los desórdenes y se acumulan las ruinas al arrullo de las [26] declamaciones de orden y conservación, formamos una idea bien triste de la buena fe de los partidos bastante desengañados para no creer en lo que obran, mas no bastante sinceros y desprendidos para obrar como creen. Empeñan a los más en la empezada senda intereses más o menos persónales, más o menos declarados, adquiridos o por adquirir, bastante cortos de vista para no ver sino el peligro próximo que puede amenazarles, y no el gran peligro social que tarde o temprano les envolverá por esta senda en la común ruina: tiéndense otros cansados en mitad del camino con estúpida indiferencia sin fuerzas para pasar adelante ni para volver atrás: cuales se retiran desesperanzados y se atrincheran en la vida doméstica huyendo de la tormenta que tal vez provocaron: cuales se guardan para mejores tiempos; más ora sean los intereses o el cansancio, la timidez o el desaliento los que produzcan inacción, condescendencia y tal vez complicidad con la revolución entre los hombres más desengañados, lo cierto es que estos sentimientos más o menos honrosos y justificados indican un hecho mismo, la falta de fe, falta de fe en la revolución, y, digámoslo también, falta de fe en la reparación. Por esto no es cumplido nuestro gozo a vista de los numerosos desertores de las filas revolucionarias; son soldados que se retiran a sus casas y no al campo opuesto, soldados que no recluta la buena causa sino la indiferencia y el egoísmo.

Comprendemos muy bien que a vista de la impotencia o mala fe de los partidos, a vista de su inconsecuencia en los principios, de la violencia en sus actos, y de las faltas y excesos de todo género en que han incurrido, rehuse todo corazón recto y todo espíritu elevado partir con ellos la responsabilidad, y afiliarse bajo una bandera falsa o errónea en su lema, o manchada por los abusos; y no solo lo comprendemos, sino que no comprendemos lo contrario. No es lo mismo en nuestro concepto tener fe en un principio que tenerla en un partido, pues aunque cada partido proclame su principio, lo alteran de tal [27] modo las cuestiones personales, que lo convierten en pasión en los momentos de efervescencia, y en los de sosiego y sangre fría no es para muchos sino una asociación de comercio en que a pérdidas y ganancias comunes juegan su fortuna. Y así como en ningunas épocas o lugares suele haber menos religión que aquellos en que coexisten multitud de religiones, así la convicción, así la fe política está ordinariamente en razón inversa del número de partidos que se jactan de tenerla. No en los partidos, sino sobre los partidos ha de colocarse nuestra fe; que no deja de existir la verdad por más que se vea controvertida y profanada, ni deja de hallarla todo el que quiera elevarse a una región superior para gozar de su luz, interceptada a los combatientes por la polvareda misma que levantan.

Para hallar empero la verdad y creer en ella es preciso separar las cosas de las personas, los principios de los abusos que vician su esencia; pues no existiendo ninguno libre de tacha en su uso y aplicación, y mucho me= nos en los actos de sus secuaces, perderíamos toda idea de bien, y nuestro corazón se cerraría no solo a toda esperanza, sino a toda creencia de mejora posible. La historia misma, que en todos los siglos y bajo cualesquiera instituciones no nos presenta sino calamidades y delitos, sería para nosotros fuente de universal escepticismo. En todos tiempos y lugares siempre hallaréis en el hombre esa criatura degradada del Edén, ese compuesto de errores y pasiones que inficiona cuanto toca, y que conociendo su pequeñez busca asirse a una verdad o a un sentimiento noble, pera hacerlo servir de instrumento y de escudo a sus corrompidos deseos. Para ahogarlos y prevenirlos no conocemos más que un código, y este es el Evangelio; para ordenarlos, supuesto que existen, en menor daño de la sociedad y reprimir los que la perjudiquen, hay muchos códigos, tantos como instituciones políticas. Si consideramos pues a estas como una segunda revelación, digámoslo así, como un segundo [28] Evangelio que haga a todos y a cada uno de tos hombres perfectos y felices, caducará con el desengaño nuestra fe en ellas, por lo mismo que es exagerada. Nosotros por el contrario creemos tanto menos en la parte variable y humana de la política cuanto más creemos en la eterna y sobrenatural, graduamos la bondad de las instituciones por su conformidad con la moralida= d y religión, y profanos como somos acerca de las teorías del poder y profundidades del derecho político, diríamos solo a nuestros regeneradores: Nada comprendemos de vuestros bellos sistemas, pero habéis tendido a aflojar la una y a debilitar la otra; por esto solo ha sido errada vuestra marcha.

En cuanto a las instituciones mismas, es tal la analogía que concede Dios a cada una con el pueblo o con el siglo a que la ha destinado, suenan tan alto las lecciones de la experiencia, que sin duda, si pudiera abstraerse cada cual de sus intereses y pasiones sería resuelto el problema en unánime sentido. Quitad estas y aquellos, y esas cuestiones políticas, que tan graves e interesantes se nos presentan, se vuelven más ridículas y vacías a nuestros ojos que las de los sofistas griegos o de los escolásticos de la edad media. No es la existencia política de tanto influjo e importancia como se afecta creer acerca de la suerte de un pueblo, ni sus abstractas teorías tienen aplicación inmediata, o éxito por lo menos, si se prescinde de la opinión y existencia social; y esta, no son las instituciones, sino el espíritu del siglo quien la crea. Ponga cada cual la mano sobre su pecho, y pregúntese si es tanta como aparenta la convicción que de sus ideas tiene, y si suena en sus adentros la voz de su conciencia tan fuerte y decisiva como su voz exterior en medio de la gritería de los partidos: y en caso afirmativo grite enhorabuena, que en toda disputa solo pediríamos a nuestros adversarios, ya que no fe verdadera, al menos buena fe, medio seguro de alcanzar la primera, y el error no nos asustaría tanto si fuera consigo mismo consecuente. La verdad nunca huye del [29] que la busca con animó sincero; y si es innato en el hombre respetar al de buena fe aunque enemigo, y así lo proclaman los mismos partidos en el calor de su choque, teórica si no prácticamente, no es porque el error sea en sí respetable, sino porque la aurora de la verdad brilla ya en aquellas personas, porque son catecúmenos de la verdad.

Reconocemos que las almas de cierto temple corren riesgo de dejarse alucinar por una mal entendida firmeza, y de inmolar la verdad conocida y el fruto del desengaño a compromisos anteriores, y más en una época en que se mueven a todo viento las opiniones, y en que son tan frecuentes e interesadas las mudanzas. Pero la obstinación fundada en el orgullo excluye la fe política tanto como la veleidad dirigida por intereses. Nada hay tan perpetuo como la prevención en el entendimiento y el rencor y venganza en el corazón, y sin embargo ni la una es fe, ni la otra constancia: antes bien la fe política cambia muchas veces y debe cambiar con las circunstancias, pues lo que ayer fuera útil hoy a menudo sería peligroso. Sea pues efecto de circunstancias, sea efecto de desengaños, no deben rehuir los hombres honrados y sinceros de manifestar a voz en grito su cambio de fe, aceptando en todo caso como expiación la más severa de su error las explicaciones poco favorables que pudieran darse e su conducta; pero no hay que temer en este punto, que ni siempre los intereses van tan acordes con el desengaño que este pueda creerse interesado, ni Dios, que odia tanto la traición como la pertinacia, = ha permitido que hasta en la opinión de los hombres los apóstatas se confundieran con los convertidos.

Reine pues la buena fe, y nos entenderemos; y la reconciliación será sólida y verdadera, y tras la reconciliación vendrá la única reparación posible a todos los males, cualquiera sea su fecha y su autor. Nosotros vemos instituciones salvadoras, elementos de vida, medicinas seguras que pudieran reanimar este poco menos que cadáver político de nuestra España, y [30] respondemos, sino de la realización, al menos de la posibilidad de nuestros deseos. Nuestra fe en la reparación se funda en la de Dios que hizo curables a las naciones: en cuanto a nuestra esperanza, parécese al faro que en noche tenebrosa se presenta al navegante, ora como radiante hoguera que se va acercando, ora como luz imperceptible próxima a desaparecer.