[ Gabriel Hugelmann ]
Consideraciones políticas
I
Todos los acontecimientos políticos marcan dos resultados distintos: el uno aparente, el otro verdadero.
Los mismos que dan margen a estos resultados se engañan casi siempre sobre su naturaleza; solo la Providencia, conocedora de sus ocultas virtudes, sabe distinguirlos perfectamente entre sí, revelando más tarde su realidad a la historia o al hombre pensador.
Todo lo que se ha dicho y se ha escrito sobre el ultimo acontecimiento capital de nuestro siglo, me confirma en esta opinión, persuadiéndome que tanto sus propios autores, como igualmente los que tienen un interés directo en combatirle, no han comprendido su verdadero carácter.
Los vencedores, lo mismo que los vencidos, miran la causa de la Democracia por largo tiempo perdida en Francia: a unos les deslumbra el brillo de su victoria, a otros les ciega el triste espectáculo de su derrota.
A mi parecer las consecuencias que se le atribuyen no son más que consecuencias ficticias, y acostumbrado a creer en la lógica de la multitud, único eco de Dios sobre la tierra, considero que los importantes resultados del último golpe de estado son enteramente contrarios a los que se creen.
Cuántas veces al extenderse por el horizonte un manto de tinieblas, anuncio de la tempestad desoladora, no exclama la azorada multitud: ¡ay de nosotros! ¡qué infausta jornada vamos a tener! ¡Desastrosos serán sus efectos! ¡Insensatos! no han visto más que las apariencias; y en su extrema ligereza desesperando del porvenir, han dejado desapercibida la realidad.
Pero he aquí que las nubes, antes objeto de terror y espanto, han derramado provechosa lluvia, las mieses encorvadas y próximas a agostarse álzanse reanimadas: la cosecha está asegurada; el azulado firmamento vuelve a parecer más bello y radiante que nunca; se bendice al cielo por tan fausta tormenta; los verdaderos resultados son conocidos. Entonces el filósofo se burla del error cometido, advirtiendo que nunca el paganismo estuvo más a pique de su ruina, que cuando todo el mundo creyó triunfante.
Ciertamente, durante los dos últimos años, se ha cernido sobre la Francia, y por consiguiente sobre la Europa, de la cual aquella es el pararrayos, un huracán harto espantoso, descargando velozmente la más devastadora de las tempestades; ¿debemos creer por esto que los días hermosos y serenos se han alejado para siempre de nosotros, y que un solo hombre tiene más poder para el mal que una colectividad para el bien? He aquí lo que yo niego.
No debemos deslumbrarnos sobre el papel que las naciones tienen que desempeñar en la obra humana: las naciones son para con Dios lo que con respecto a ellas las individualidades; del mismo modo que no debiéramos desesperar de una nación cuando un hombre pareciese separarse de sus deberes, de igual manera no debemos desesperar de la humanidad, cuando una nación parece apartarse del cumplimiento de sus destinos. Todavía hay más; nadie puede afirmar de un modo absoluto sí el acto de tal o cual individuo será o no útil a la sociedad a que pertenece. Solo Dios lo sabe. Temerario es también asegurar que lo que acontece en tal parte del mundo es o no perjudicial a la humanidad.
El pensamiento de Bossuet raya en ridículo cuando pretende hacer de los hombres otros tantos maniquíes en manos del supremo Hacedor; mas su pensamiento sería sublime si afirmase que cuanto acontece sobre la tierra sirve una voluntad providencial, y que a nadie está reservado entorpecer en lo más mínimo las transformaciones de la humanidad.
Gran multitud de acontecimientos de más alta importancia y trascendencia que los que tan vivamente llaman nuestra atención, han tenido lugar en este mundo. Calígula hizo arrojar millares de hombres en el mar para regocijarse con el espectáculo de su muerte, Espartaco hizo temblar a Roma republicana ante la majestad esclava…
Todos estos sucesos no han contrariado, detenido, ni paralizado en sus fines la marcha de la humanidad.
Había necesidad de un Calígula para acabar de poner en ridículo la esclavitud política, como fue preciso un Espartaco para profetizar su emancipación...
De aquí deduzco que lo que actualmente tiene lugar en Francia no es otra cosa que el cumplimiento de no sé qué designio de Dios que procuraré traslucir prosiguiendo estas consideraciones.
No se confundan, empero, mis teorías con las de la fatalidad! Jamás pretenderé hacer del hombre un espectador impasible del drama de la naturaleza, convirtiendo este mismo drama en una estupidez. Este pensamiento haría de la humanidad una colectividad nula, y de la Providencia un tirano. Quiero que el hombre trabaje conforme sus inspiraciones no retrocediendo ante la misma muerte para asegurar su realización; pero si sucediese que los acontecimientos no fueren favorables a sus trabajos, pretendo que no tenga el orgullo de decir que todo está perdido, porque no ha conseguido realizar sus pensamientos; aun diré más, que debe sin más treguas recomenzar su obra bajo los mismos auspicios, con la certidumbre que, si queda vencido por entonces su pensamiento, está muy lejos de serlo el de Dios.
Cuando Napoleón triunfante, paso desde la silla consular al trono imperial, todo el mundo decía que había hundido con su paso, la frente de la Libertad; y que el carro del progreso no iría más adelante. Precisas son cosas más imponentes que la débil huella de un hombre para hundir la frente de la Diosa inmortal; Dios mismo no podría detener el progreso sin detenerse a si propio. El triunfo del emperador a quien se juzgaba capaz de suspender el curso de las transformaciones humanas, era muy al contrario su poderoso auxiliar. Tras las épocas de análisis llegan las épocas de síntesis. Napoleón era la síntesis viviente de todas las conquistas de la revolución; lo era muy a pesar suyo; cuanto más el hombre en su ciega debilidad cree poder trastornar los planes de la Providencia, tanto más sometido se halla a sus irresistibles decretos. Sobrado orgulloso se mostraba cuando creía recorrer la Europa solamente para fundar una dinastía; asaz injuria le hacían aquellos estúpidos cortesanos, llamándole el domador de las masas, cuando solo era su instrumento colosal; culpables en demasía fueron aquellos antiguos revolucionarios que no supieron continuar la obra confiada a sus manos, dudando del porvenir de la sociedad.
Cuando el gigante se hubo paseado a sus anchuras por la Europa, sacudiendo sobre todas las ciudades la democracia que había escondido entre los pliegues de su Cesáreo manto; cuando todo el mundo creía que alcanzaba tanto poder como Dios mismo, desapareció repentinamente de la faz de la tierra, y aquel que había sido mirado y se había mirado a sí mismo como personificación de la tiranía, apareció, sobre una roca del Océano, mártir inmenso de la libertad! En tanto, el carro del progreso confundido entre la polvareda levantada por sus batallas gigantescas, sin ser apercibido, había avanzado extraordinariamente su carrera veloz, donde nadie podrá detenerlo jamás.
Supongamos, pues, por un momento, que el sobrino sea lo que era el tío, y quizás el mundo tendría necesidad de que así fuese, sostengo y probaré en la serie de mis consideraciones que de buen o mal grado aun tendría que prestarse a los servicios de la libertad. Se creerá que mata a esta, matando millares de aquellos que la invocan como una madre. ¡Ciego error! El destino de estos es morir, como el suyo es herirlos de muerte. La vida humana se agota con la sangre; la vida del progreso nace al contrario de la sangre derramada. Cuando no quedase de todo su poder más que la certitud que él fue elegido solo por el sufragio universal, esta certitud valdría más a nuestra causa que ciertos triunfos de los cuales jamás debíamos habernos gloriado.
En el próximo artículo, proseguiré mis consideraciones sobre esta materia.