Filosofía en español 
Filosofía en español


Introducción

En medio de la acción universal del sentimiento y de la inteligencia, ministerio sublime de lo presente, purificación y mejoramiento de lo pasado, fundamento y esencia continua de lo futuro; en medio de esa acción universal, que es anhelo, intuición, pensamiento y obra, vamos a levantar aquí la voz sagrada y enérgica del alma para que llegue alguna vez hasta el cielo de la naturaleza, hasta el empíreo de la razón, hasta los penetrales de la ciencia.

¿Hemos de asistir mudos o dormidos al drama inmenso de nuestro ser, de nuestro existir, que son radicalmente el ser y el existir universal, salvas las formas, salvo lo que determina la palabra contingencia, como si no circulase por nuestras venas la sangre del género humano?

¿Hemos de asistir mudos o dormidos, como piedra inerte arrancada de los abismos de este planeta, a las incomparables escenas de la vida histórica de la gran sociedad humana, si venturosa y necesariamente somos miembros integrantes de ella misma, si su vida íntima y misteriosa es nuestra propia vida, si las pulsaciones del alma universal son las pulsaciones de nuestro corazón, si el firmamento, si la luz, si la armonía universal, si la naturaleza, si el sagrario de nuestro espíritu nos dicen tanto a nosotros, que debemos ser nosotros mismos, como pueden decir a las otras naciones de la tierra?

Todas las ciencias, absolutamente todas, sin excluir investigación ninguna, deben tomar, es decir, tomar ellas mismas, libre y completa carta de ciudadanía en nuestra nación, en nuestro pueblo, en nuestras ciudades, en nuestras aldeas, en nuestras chozas, en nuestros palacios, en nuestros campos, y sobre todo en nuestro corazón y en el arca santa de nuestra inteligencia.

En lugar de la palabra libertades, que ha tenido y tiene sabor de privilegio, debe escribirse la palabra libertad con su idea propia, con su sentido enero, con su inspiración incesante, con su pensamiento completo. ¿Y qué es la libertad sino la razón divinizada, o, lo que es lo mismo, elevada en la saludable y dulce agitación del mundo moral, que ningún otro puede honestamente absorber, a su más augusta y sublime independencia? La razón, la libertad, que lejos de exterminar comprende en sus vastísimos dominios, la venturosa necesidad del bien y el único remedio humano de nuestras dolencias que, no por ser históricas son ciegamente necesarias; la razón, la libertad, decimos, que es en sí misma y en sus obras como el tacto de nuestra mens divinior, ni puede morir nunca ni vivir la pobre y efímera vida de un mendigo escarnecido o de un triste gusano, expuesto siempre a que le sotierre con indiferencia la planta de quien lo pise. La razón que es el juicio de la libertad, como la libertad es el signo cualitativo de la razón, no existe con una existencia prestada, ni vive a posteriori por la transitoria y mezquina fuerza del arte, sino que vive y existe por una virtud que es exclusivamente suya, por leyes que exclusivamente le pertenecen, y con atributos indispensables de creación, que revelando, o si se quiere, constituyendo su naturaleza y determinando su derecho, no consienten profanaciones eficaces, ni admiten monopolios, ni conocen castas, ni comprenden, ni dogmatizan el envilecimiento perpetuo o la eterna perversión del ser por excelencia.

La razón, la libertad, la suprema alteza de la dignidad humana, es dentro de nosotros nuestra vida verdadera, el sacerdocio noble y generoso de nuestra conciencia pura, la antorcha luminosa de nuestro ser, el análisis y la síntesis de nuestra inteligencia; nuestro propio conocimiento, nuestro principio de conservación, nuestra ley de perfectibilidad y de progreso, nuestra variada circulación intelectual, nuestro título divino a priori, y nuestra soberanía individual y colectiva; porque entre los hombres no puede haber razón superior a la razón humana, creada y consagrada por la Divinidad; porque la libertad es el peso preponderante del criterio, cuando no es el principio de la acción de juzgar; porque no hay vida verdadera sin razón y libertad activa; porque todas las obras del saber; porque todas las leyes estáticas y dinámicas; porque todas las ideas de orden y desarrollo moral nos pertenecen por derecho de nacimiento y de conquista; porque todo cuanto puede crear, imaginar, entender, difundir y multiplicar el hombre, no nace, ni se trasforma, ni se extiende, ni se multiplica sino en el delicado, transparente y divino espejo de su razón, asistida por la libertad, inspirada por el sentimiento de la verdad, guiada por una antorcha inextinguible, anterior y superior a toda conveniencia externa, movida por sus propias, naturales y sacrosantas energías.

Al comenzar una obra de universalidad, de nacionalidad, de redención; una obra científica en la esencia y científica en el arte, ¿podríamos olvidarnos de ese principio seguro, de ese prólogo o capítulo primero y necesario de todos los milagros del ingenio? ¿Podríamos al comenzarla dejar de refrescar nuestro espíritu y de humedecer nuestros labios en esa fuente diáfana y perenne que no mana sino suavísimos torrentes de aguas cristalinas, murmurando eternamente electrizadas por la virtud de todas las virtudes?

Quien dice ciencia dice necesariamente razón y libertad, estudio, inteligencia, acción y pasión, vida, amor, caridad, aire, luz, tiempo, espacio, observación, examen, independencia. Si el saber es la ciencia, la ciencia es la libertad. Ni la libertad ni la ciencia se confiscan. La Providencia divina no tiene límites ni fronteras. Por eso la ciencia universal cuando no se localiza prescinde de veredas, aduanas, climas y montañas. Mas por eso también respeta y desenvuelve las formas especiales, para obtemperar a un mandamiento, que es en lo posible expresión compleja del derecho y del deber, según las condiciones, las historias y los tiempos, marchando serena al lado de las formas que perecen para alimentar la esencia que no muere.

La Humanidad, unidad genérica o específica del hombre, está formando su libro, su libro nuevo, su evangelio, su evolución actual complementaria; y es un elixir de bienaventuranza el poder decir, que si su obra es profundamente humana, será también necesariamente divina.

La idea convergente universal pertenece mejor a nuestros tiempos que a los antiguos. La ciencia se emancipa y la autoridad le rinde mayor culto, desde que ha comprendido la virtud omnipotente de la razón esclarecida. Accidentes pasajeros y combinaciones fanáticas son incapaces de perturbar el movimiento ascendente y progresivo de la razón humana que, como dádiva celeste, no puede menos de ejercer en la discusión esa suprema potestad originaria, y en los destinos sociales esa autoridad igual que será mañana la autoridad positiva del hombre, como es hoy la autoridad del infortunio.

¿No es verdad que ya se prescinde más de los nombres para atender más a las ideas?

¿No es verdad que ya no se pregunta por los hombres como se pregunta por las personas; porque se da justa preferencia al espíritu eterno sobre la materia deleznable?

¿No es verdad que ya no se pregunta tanto por las personas negativas, que solo afirman por autoridad ajena, porque han descendido a ser la negación propia, como por las personas afirmativas, porque lo son por legítima y propia autoridad?

La legitimidad personal de la naturaleza sucede a la legalidad del arte pasajero que sonríe agradecido en su propio vencimiento.

El ser moral va desmoronando los últimos atrincheramientos de la hipocresía y la materia. El verdadero y purísimo sentimiento religioso arranca el corazón a la audacia sangrienta y destrona la empinada irreverencia de los falsos sacerdotes.

Hasta el error es pábulo a la luz de la verdad, a la manera que las sombras de un lienzo destacan sus figuras, e como de los senos pavorosos de la noche brotan los albores de la mañana.

Quien misteriosamente permite el enriquecimiento del avaro y el impostor que enterrados en oro fangoso no saben mirar al Cielo, no puede negar a la humanidad los inagotables tesoros del amor y de la ciencia, siempre llena de caridad, de pureza y de hermosura.

Desde que todo anhelo, desde que la expresión de todos los pesares representa cada vez más el sentimiento social y la justicia del derecho, ¿qué falta a la completa emancipación científica, qué falta a la plenitud de su consagración universal? No faltan más que algunos años, algunas horas que ya señala el cuadrante de los tiempos.

Las ideas especiales se refugian en las desechas tormentas del mundo a las ideas generales, y para mayor ventura las ideas universales se recogen y concretan.

Ya no se mata en todas partes con el sentimiento la razón, ni con la razón el sentimiento. Las mismas disonancias son tendencias al milagro de la concordia.

Discutir es pensar y obrar. Todo se deriva del pensamiento; pero entiéndase que toda idea es una obra. Obra nuestra son nuestros discursos, obra de nuestra inteligencia nuestros libros, la educación y la instrucción de nuestros hijos, el saber de la filosofía y la historia, la luz de todas las artes, el sol de todas las ciencias, el saber de todos los saberes.

Sacrificadores del espíritu, idólatras de la materia, sabed que la ciencia a que sois ingratos es tan buena que os ama y os bendice, porque sabe que ha de redimiros y ensalzaros.

Sacrificadores del espíritu, idólatras de la materia, de que sois verdugos también, y en daño vuestro, sabed que el ángel de la sabiduría no ha recibido sus alas de vosotros y que la ciencia vive y vivirá, no por merced extraña, sino por su virtud intrínseca y eterna. Esa virtud es su sanción divina, porque lo que es es, porque lo que existe existe, y porque lo que lo ha de ser y existir será, y existirá forzosamente. Algún día dirá el hombre interpretando sabiamente el oráculo divino: «Ne Israel sibi tribuat quae mihi debentur.» Si queremos subir hasta nosotros mismos, divinicemos la humanidad, ese mártir inmenso de los siglos. No se rige el mundo, ni se gobierna al ser inteligente como se aplasta la cabeza de una víbora. Yo no me envileceré nunca apellidándome triste tierra y mísero gusano, porque me siento criatura racional, y porque no quiero ofender al Criador que es la vida, degradando mi existencia.

Juan Bautista Alonso.