Lamennais
He aquí un nombre que recuerda a la vez el celo y la piedad del católico sincero, el privilegiado talento consagrado en buen hora a la defensa de la Iglesia verdadera contra la herejía, del principio de autoridad contra los avances y desmanes de una filosofía descreída y mofadora; un nombre que recuerda a la vez la fe más pura y ardiente, el extravío más lamentable e inaudito; el testimonio en fin de la obediencia y de la sumisión al lado de la más amarga, de la más dolorosa, de la más negra y sensible rebeldía.
Tal fue el abate Lamennais.
Cuando la sociedad francesa se esforzaba por emanciparse de la escuela filosófica del último siglo, el escritor católico alzando la voz en medio del tumulto, selló los labios de la impiedad. Su palabra elocuente e inspirada era acogida con amor y entusiasmo, porque a la par que sanaba las heridas abiertas por la incredulidad, prestaba armas de buen temple a los auxiliares de la fe, de la verdad y de la justicia; comunicaba aliento a las convicciones y fortalecía las conciencias para arrostrar los azares y los peligros del combate.
Era inmensa su gloria. No solo la Iglesia sino la humanidad entera tuvieron un instante en él quien defendiera sus inmunidades con incontestable superioridad. Vencedor en la lucha, postrado a sus pies el genio del mal, no quiso empero comprender que tan espléndido triunfo era a un tiempo obra de lo alto y la visible consecuencia de esa luminosa doctrina que le sirviera de guía.
Desgraciadamente a los consejos de la suprema sabiduría prefirió las seducciones del error; a la voz suave y encantadora de la divinidad, los destemplados acentos de Satán; a la angélica luz del cielo, la densa noche de los abismos infernales.
El escritor sesudo y profundo se convierte entonces en maléfico instrumentó del orgullo, rompe con violenta mano los santos vínculos que le ligaran con la Iglesia en que había nacido y de que era ministro, y sin curarse en adelante de los deberes de la responsabilidad, se interna frenético por las enmarañadas veredas de la desobediencia y de la culpa. ¡Doloroso y desgarrador espectáculo! Esa alma destinada al parecer a perpetuar en la tierra el lauro y los consuelos de una religión divina, es presa ahora de la soberbia; se consumirá devorada por el fuego de un continuo tormento y para colmo de castigo en esta vida pasará a la eternidad entre los horrores del delirio y de la impenitencia.
Quien conozca medianamente la vida pública del abate de Lamennais se penetrará de la exactitud de nuestras reflexiones; habrá visto fácilmente la distancia que en esa misma vida separa al sacerdote ortodoxo y reverente del apóstata rebelde; al pensador provecto y luminoso del escritor tribunicio e iracundo; al que sirvió en un principio tan maravillosamente la causa de la fe, del orden y de la moral, al que se dejó llevar más tarde en brazos de las muchedumbres hasta los escaños de una asamblea popular para desempeñar en ella un papel ingrato y oscuro.
Si tratáramos de presentar un monumento vivo no tanto de los caprichos de la suerte como de la tangible y caracterizada personificación del orgullo humano ¿dónde lo hallaríamos más completo que en la existencia de ese personaje desdichado, tan serena y uniforme antes como agitada y borrascosa después? Aquel fatal consejero llena de perturbación su espíritu y le conduce de error en error, de contradicción en contradicción hasta el sacrificio de su propio carácter, hasta el sacrílego menosprecio de la paternal amonestación de la Cabeza visible de la Iglesia. Vana será en efecto la dulce voz de esta autoridad sacrosanta, porque la rebeldía es de sí pertinaz y altanera. El nuevo heresiarca afiliado a las pasiones demagógicas proclamará el desconcierto de todo gobierno y el quebrantamiento de toda ley. Hollará con planta osada los derechos y la majestad de la Iglesia, pues su alma, según la expresión sublime del profeta, ha caído en un lago. Ya no serán las producciones de esa inteligencia bálsamo reparador, ni pasto provechoso, sino lava ardiente que esteriliza en vez de fecundar; su palabra antes llena de amor y de unción caerá ahora de sus trémulos labios desaliñada y amenazadora, como el grito de la ira y de la venganza: inflamará los corazones incautos, y a ese arsenal terrible acudirán los sicarios de todas las revoluciones en busca del arma homicida para el día de la batalla. El que con perspicaz y certero ingenio había señalado en el olvido de la ley divina el origen de las dolencias que aquejan a la humanidad, arrojará por calles y plazas libros escritos con incalificable encono en daño de esa misma humanidad. Tanta ciencia, tanta erudición acumuladas, solo servirán para acrecentar el caudal de los visionarios de todas las edades cuyas utopías ensayadas de cuando en cuando imponen, a la sociedad crueles sacrificios y la cubren de baldón y oprobio.
¡Cuán distinta hubiera sido por el contrario la influencia de este aventajado publicista a haber continuado militando bajo sus primitivas banderas! En los días de la prueba la sociedad atacada hubiese encontrado un apoyo seguro y firme y la libertad su mejor escudo.
No nos haremos eco de cierto vago rumor que atribuye tan ruidosa apostasía a una ambición desairada, pues por más que se nos alcance la posibilidad del suceso, creemos más bien que todo en esta ocasión fue artificio del orgullo, el cual dominando ese corazón fogoso le arrastró a su perdición. Para las víctimas de ese mismo orgullo, escribió Bossuet esta solemne sentencia: la verdad se sirve de los hombres, pero no depende de ellos. Doy este nombre a la historia de la Iglesia, porque es la historia del reinado de la verdad. El mundo amenazó siempre, y la verdad ha permanecido firme: ha usado de artificios y lisonjas, y la verdad no ha desfallecido. Los heréticos han sembrado la confusión, y la verdad se ha conservado pura. Los cismas han despedazado el cuerpo de la Iglesia, y la verdad ha permanecido incólume. Varios fueron seducidos, los débiles padecieron turbación y también los fuertes; Orígenes, Tertuliano y otros muchos, columnas al parecer de la Iglesia, cayeron en grande escándalo: la verdad se ha conservado siempre inmoble. ¿Qué cosa pues hay más soberanamente superior e independiente que la verdad que persiste siempre inmutable, a despecho de las amenazas y de los halagos, de las dádivas y de las proscripciones, de los cismas y de las herejías, de las tentaciones y de los escándalos; en fin, en medio de la defección de sus hijos infieles y en la caída funesta de aquellos que parecían destinados a servirla de apoyo?
Esta fue también la situación de Lamennais, y las circunstancias que acompañan el segundo período de su vida pública pintan con vivísimos colores el estado desazonado y febril de su alma; un aislamiento lleno de sombras y de angustias, cual lo patentizan sus postreros instantes. Su patria que pudo contarle en el número de sus varones insignes, le ha visto con indiferencia descender al sepulcro. Su ataúd hubiera sido quizás objeto de tristes demostraciones de partido, cuando en otro tiempo lo habría sido únicamente de un dolor nacional, de ese sentimiento público que reúne siempre en torno de los mortales despojos de un hijo esclarecido y virtuoso la piedad del cristianismo, la grandeza de la religión y las ilustraciones todas del estado.
¡Singular y elocuente contraste! En la misma época y en igual ciudad nacieron dos hombres llamados al parecer a llenar el mismo destino en gloria del cristianismo y en beneficio de la civilización. Estos dos hombres fueron Chateaubriand y Lamennais. ¡Cuan diferente empero ha sido la carrera por ambos andada y cuan distinto el desenlace del drama de su vida! El primero ostenta ya desde sus juveniles años el amor y el culto por la fe de sus padres, la noble adhesión a las causas generosas y heroicas, la caballerosa fidelidad a sus antiguos monarcas. Canta con sin igual pompa las magnificencias del catolicismo y contribuye a multiplicar sus triunfos: la fe no le desampara durante su larga peregrinación en la tierra, y muere recibiendo el ósculo de la redención.
Lamennais, levita del mismo templo, se cansa de servir al Dios verdadero y huye de su seno con escándalo de las gentes para anonadarse en brazos del más espantoso descreimiento.
El pensamiento de entrambos escritores ejercerá igualmente opuesta influencia: el primero exaltará en todo tiempo el corazón del hombre hacia lo grande y lo bello; cautivará la mente por la sublimidad de los conceptos y la donosura de la imagen, por la pureza de la inspiración y la moralidad de sus doctrinas.
El segundo servirá de eterno desconsuelo a todo entendimiento reflexivo y sensato, así por la caída lamentable que afea su memoria, como por la fatal simiente que depositó su mano en el campo del error y de la duda.
La historia, pesando en su inflexible justicia los méritos de éstos dos personajes, colocará seguidamente al uno entre los que constituyen una época en la marcha ordenada de las sociedades, y al otro en el número de esos espíritus enfermizos y lúgubremente excéntricos, cuya aparición consiente la Providencia para hacernos tocar los monstruosos efectos del orgullo y la visible consecuencia de la primera falta.