Habiendo ofrecido las columnas de La España como campo neutral a la curiosa polémica de que forma parte el siguiente artículo, cumplimos un grato deber en darle publicidad, y nos abstenemos de toda apreciación por no traspasar los límites que nos hemos impuesto en la contienda.
Emilio Castelar
La filosofía y la doctrina de Kant
Artículo 1
Provocado por el señor Campoamor a mantener mis ideas sobre la filosofía alemana, alma de la civilización que respiramos; cumpliría ciertamente a mi deber manifestar los motivos que me llevan a desear que se difunda por nuestra patria; pero altas consideraciones, que no debo desatender, y lo mal avenido que estoy con la costumbre de presentar nombres propios, que nada significan, en controversias científicas, me mueven a guarecerme en el silencio, fiado en que nadie dudará de la pureza de mis intenciones, y de la rectitud de mis juicios.
El señor Campoamor, poeta, y como poeta dado a lo maravilloso, ha creído ver en esa filosofía, la ruina del mundo, y el sepulcro de Dios; bien que diferenciándose de Jeremías, antes que llorar ríe a todo reír sobre los cedros del Líbano desgajados por la tempestad; y se recrea en mirar gozoso como el torrente de las ideas arrastra en sus revueltas ondas las arpas de los profetas coronadas de mirtos, y las sacratísimas piedras del templo del Eterno. Mas el señor Campoamor, cuyo ingenio y erudición, reconozco y admiro, a fuer de leal adversario, no solo es poeta, sino también sofista, lo cual daña gravemente a las tranquilas y serenas investigaciones de la razón. Y aquí debería lamentarme de que careciendo de un Pitágoras, tengamos ya un Gorgias, y dolerme de que no contemos en nuestros fastos ni un Kant, ni un Hegel, y contemos ya un Heine; pero el respeto me contiene, y me limitaré a deplorar los epigramas del señor Campoamor, recordándole que la risa de Aristófanes envenenó a Sócrates. ¿Qué, mucho, que yo tema por la razón, eterno Sócrates encerrado en el santuario de la conciencia? Tócame defender que los temores del señor Campoamor son engendro de su mente, y abordaré la cuestión.
La ciencia y la historia, encerrando ésta los hechos, aquella las ideas, son como eterno himno, que la humanidad levanta a Dios, porque los hechos son los ecos de las ideas.
En la creación es el hombre como el lazo que une a Dios con la naturaleza, semejándose su alma al límite del horizonte que confunde las ondas de los mares, y los destellos de los cielos. La vida del espíritu se conoce en la historia de la filosofía, pues ningún sistema nace sin otro sistema precedente, ni desaparece sin dejar luminosa estela en el mar de la vida. En el alma de Hegel se encuentran Jacobo Boehm, místico del renacimiento, y Krause, última palabra de la filosofía alemana. Todo sistema filosófico, a manera de un árbol, deja caer sobre la tierra sus semillas, porque la ley de la reproducción así se extiende al mundo de los seres, como al mundo de las ideas.
Y continuando en el paralelismo de los mundos, así como la naturaleza es la materia en diversos grados de organización, la filosofía es el espíritu en diversos grados de su propio conocimiento. La vida se encierra así en la concha abandonada que yace en los abismos de los mares, como en el cuerpo del hombre que se levanta a las alturas, siendo de esta suerte la corona de la creación. La idea se encierra así en el sueño de los indios, que imaginan ser el sol la rubia cabellera de su Dios, y la cadena de los seres el collar que adorna la garganta de Brahama, como en la filosofía racional de Hegel, que ha dictado leyes al conocimiento; y leyes a la naturaleza. La filosofía es la idea en diversos grados de conciencia de sí.
Así se explica el fenómeno singular que presenta la civilización moderna. En pasados siglos, un hombre era todo.
Gregorio VII, Inocencio III, están solos en su edad, y son como esas colosales y magníficas estatuas que se encuentran cubiertas de arena en la inmensidad del desierto. En nuestros días, ni Kant, ni Fichte, ni Hegel, en la esfera de la ciencia; ni Rousseau, ni Robespierre, ni Bonaparte, que corresponden a los tres anteriores, en la esfera de los hechos , han logrado de ninguna suerte domeñar a su siglo. Kant, Fichte y Hegel, han sido la razón en sus varias manifestaciones; Rousseau, Robespierre y Bonaparte, la revolución en sus distintos desenvolvimientos: tan cierto es que las ideas flotan hoy sobre el mundo como los ángeles flotaban sobre la cuna del Salvador.
La ciencia es como el hombre, y tiene sus edades. El niño se confunde con la religión y la naturaleza; el espíritu universal, llamado inocencia, gracia, habita en su ser: el joven se reconcentra en sí; su natural es guerrero, combate su fe, hay en su alma sobra de pasiones, falta de reflexión, desaloja la inocencia; el espíritu universal se convierte en espíritu individual, concreto, y para distinguirse, pone un límite, que es la negación de lo pasado; por eso los jóvenes tienen carácter siempre de oposición; hasta que llega la edad madura, en que el desencanto de la vida y el desaliento de las fuerzas nos lleva a levantar el templo destruido, dándole por base la razón y a llamar a Dios, que huía del alma, y de esta suerte el espíritu universal y el yo se confunden para siempre en deleitosa armonía.
Así, en toda época filosófica, por una ley constante del espíritu, aparecen primero la tesis, que tiene por objeto de su absoluta afirmación, ya la naturaleza, ya las tradiciones religiosas, y esta faz del espíritu equivale a la inocencia del hombre: en la segunda época aparece la antítesis, que es la oposición a los sistemas anteriores y equivale a la juventud del hombre; y en la tercera época se armonizan la tradición y la ciencia en maravillosa síntesis, y está es la edad madura de la razón humana. Pues tal edad, en la civilización moderna, está representada por la filosofía que comienza en Kant. Mas probemos antes, invocando la historia, que la teoría precedente es una verdad manifiesta.
La primera edad está representada en Grecia por la filosofía jónica. El mundo es para los jonios como hermosa flor nacida en el seno de las aguas, los seres perlas escondidas en las ondas, y sobre este azulado mar se resbalan los dioses, que irradian de su frente el alma universal. Esta es la tesis. Bien pronto se levanta la oposición.
El viento altera las ondas del sereno mar. Anaxímeno ya no tiene por fuente de vida el agua, sino el aire, que con suave soplo anima todas las cosas, y ora se dilata para formar el fuego, ora se condensa para formar la tierra, y es la atmósfera celeste, que envuelve como blanca gasa el mundo y el espíritu.
La oposición sigue siendo semi-ideal en la filosofía de Pitágoras, completa e ideal en la filosofía de Jenófanes hasta que concluye por una negación absoluta en los sofistas.
Y aparece Sócrates. Su filosofía le llevó a convertir los ojos a la conciencia. Por eso se levantó sobre los dioses de su patria, y con la luz de su razón, descoloró el Olimpo. Si recibió muerte del mundo, fue para dar vida a la ciencia. Y en efecto, Sócrates produce a Platón y Aristóteles, que antes que dos hombres, son las dos eternas tendencias de la razón.
Mirad dónde pone la escena de sus ideas, y comprenderéis a Platón. Recordemos el diálogo sobre la hermosura. Está conversando de la ciencia. Naturaleza le rodea con sus encantos; el sol de Grecia centellea como una corona de oro sobre su frente; un plátano le ofrece sombra, un rosal olores; el río Iliso corre a sus pies murmurando armoniosos cantares, que el aura embalsamada recoge en sus alas, llevándolos a la azulada montaña donde se estrella el mar; la yerba, do reposa, está dorada por el estío, y el chirrido de las cigarras le inunda de melancolía, como si su alma necesitase bañarse en aquel rocío de vida, para purificarse, y traspasando las esferas, volar en raudo vuelo al seno de Dios, océano do se unen las fuentes de la ciencia y de la vida. Aristóteles olvidándose de la naturaleza exterior, del mundo que le rodea, se levanta solo a mirar frente a frente su razón, por eso se inclina a lo particular, primer punto de la escala por do asciende a lo general; y Platón parte de lo absoluto, y une el mundo con su idea suprema: el ideal para Aristóteles, no es otro sino el hombre, cual se presenta en la naturaleza; el ideal para Platón, es el pensamiento que resplandece en su mente: aquel vive en la esfera de los hechos, y de sus armonías deduce las ideas; éste como el águila, solo respira en las alturas, sobre las nubes, inundado de luz, viendo el mundo huir en su presencia: Aristóteles critica todas las ideas; Platón afirma con acento religioso: es el alma de aquel, como océano que refleja los mundos; es el alma de Platón, como el espacio que los contiene; porque estos dos seres, partiendo de distintos puntos, se encuentran y se abrazan como dos ángeles abandonados, y unidos ascienden al cielo y depositan delante de Dios el incienso de sus ideas. En ellos se armoniza toda la filosofía griega. Después decae.
Dos grandes ciudades reúnen todo el mundo antiguo: Roma y Alejandría. La primera congrega todas las instituciones del mundo antiguo, desde las castas de Oriente hasta la democracia de Atenas, y todos los pueblos, desde la India hasta la Iberia; la segunda todas las teogonías, desde la Biblia hasta Homero, y todos los sistemas filosóficos, desde Zoroastro hasta Zenón: Roma es la síntesis de los hechos; Alejandría la síntesis de las ideas: Roma llama a sí todos los guerreros; Alejandría todos los sabios: la una congrega los dioses de la historia en el Panteón; la otra congrega los dioses de la ciencia en la Biblioteca. Por eso Roma deja en pos de sí sus leyes; Alejandría sus escuelas. Roma reconcentra todas las fuerzas de la vieja civilización, y el Dios muerto, que yacía en el Panteón entre sus innumerables dioses vivos, se posesiona de su poderío; Alejandría reconcentra en luminoso foco todos los rayos de luz difundidos por antiguos pueblos, y tanta ciencia es eclipsada por desconocidos apóstoles que no poseían más argumentos que sus ocultas virtudes, ni más inspiración que su bendito amor. Y aquí comienza la nueva filosofía, que sigue la ley constante anteriormente explanada, aunque en mayores proporciones, pues con la civilización cristiana es más rica y más florida la idea. Toda la edad media es religiosa. Las herejías se presentan; pero todas son transitorias. La filosofía religiosa es arca santa de las ideas. La ciencia de la edad media está personificada en Santo Tomás; sus artes en el Dante; su política en Gregorio VII.
Así como al entrar en sus catedrales nos sobrecoge religioso espanto, al ojear sus libros el alma se pierde gozosa en aquel océano de revelaciones divinas. Las lámparas del solitario templo sumergido en las tinieblas parecen estrellas errantes que acuden a beber su luz en el santuario, y las almas de los sabios emanaciones de la vida universal, que se pierde en el seno de Dios. Pero considerando más científicamente el movimiento filosófico de la edad media, vemos al espíritu apartarse de sí, dando a entender que la ciencia se halla fuera del hombre. Lo mismo hicieron los jonios. Aquí, sin embargo, como la humanidad ha caminado ya mucho, la idea es más pura. La sustancia de la filosofía es la religión.
Abelardo quiere romper las cadenas de la tradición; pero las olas de las ideas de su siglo la ahogan, y su razón cae de hinojos ante el ara sagrada del altar. Aquí concluye el primer periodo de la filosofía escolástica.
En la segunda época, la filosofía religiosa llega a rayar en el límite concedido a las investigaciones humanas.
El ángel de las escuelas, como el sol, eclipsa todos los filósofos. Desde este punto la filosofía escolástica empieza a declinar. Ni las argucias de Duns Scot; ni el arte magna de Raimundo Lulio pueden salvarla de la muerte. Como al espirar la civilización pagana, decaen Roma y Alejandría, al espirar la civilización de la edad media decaen también dos ciudades, la Roma católica, que deja de ser la lumbrera de la civilización occidental, y Constantinopla, que deja de ser depositaría de las tradiciones cristianas del Oriente. La Roma pagana fue herida por la espada de los pueblos del Norte, y la Roma católica herida por las ideas de los sabios de los pueblos del Norte; Alejandría fue herida por la cimitarra de Omar, y Constantinopla herida por la cimitarra de Mahomet.
Esta edad equivale a la infancia de la filosofía griega. Más bien pronto comienza la oposición. Personifícanla dos grandes filósofos: Bacon y Descartes. Aquél aparta la física de las hipótesis: éste aparta la metafísica de la autoridad. Mas sus dos ideas vinieron a dar en el sensualismo de Condillac, que bajo la inmensa pesadumbre de la materia extinguía la luz del alma, y el panteísmo de Espinosa, que hacía del hombre, ser, donde el espíritu se siente y se conoce, como un átomo perdido en la naturaleza.
Y estas dos tendencias engendraron la filosofía de Hume, para quien las ideas eran engaños de la fantasía, ilusiones de la mente, fuegos fatuos que cruzan un instante por los espacios del alma; y el mundo, la naturaleza eran nube fugaz, mentido relámpago, velo que finge ocultar el santuario de Dios, y solo oculta la nada. La negación no podía ser más absoluta.
Como en la filosofía griega, la oposición de la filosofía moderna concluye por negar todo lo existente y todo lo posible. En este punto se levanta Kant.
Investigador profundo, ora descendía a los abismos de la conciencia, ora cerniéndose sobre el mar de la vida, escuchaba las armonías de los seres: juez de todas las ideas, llamolas a sí, y a sus plantas depositaron todas sus tributos: Sócrates de la filosofía alemana, critica todas las nociones de la inteligencia, y pesa en la balanza de su lógica todos los juicios de la razón; más grande cuanto más sube en la escala de la ciencia, al llegar al cielo, su alma toma todos los colores del iris; sus pensamientos caen sobre el mundo, como centellas arrancadas a la corona de Dios: vuela en pos de los siglos sin que su alma se fatigue, entiende su origen, y alcanza su destino: legislador a la manera de los sabios clásicos, levanta, en sus hercúleos brazos la sociedad para estudiar sus cimientos, y basándola sobre el derecho, logra que pueda resistir a los huracanes de las revoluciones y a las injurias de tiempo: inspirado artista, no parece sino que los mundos descendieron, como palomas, a contarle sus secretos, y el genio le reveló el espíritu oculto, que hace vibrar las cuerdas de sus liras, le mostró naturaleza las fuentes, donde bebe su ser; y el alma la luz increada, que la tiñe con eternos resplandores, la esencia que la anima con eterna vida.
(Se continuará.)
La filosofía y la doctrina de Kant
(continuación.)
Hemos encarecido los servicios prestados por Kant a la ciencia. Mas ¿qué razón oculta puede movemos a pensar de tan distinta suerte sobre un mismo sujeto? ¿Cómo el señor Campoamor no ve en Kant sino tinieblas, y yo nada veo en Kant sino luz? Tan distintas apreciaciones parten de que el ingenio del señor Campoamor, como más grande, es más exigente, y como más vivo, se para en las consecuencias y no en el procedimiento lógico del filósofo, aparentando ignorar que el mundo, la naturaleza y Dios solo se presentan al espíritu bajo las formas del pensamiento. Así no conoce que el servicio hecho por Kant a la ciencia consiste en haber señalado sus límites a la razón.
Expongamos brevemente el sistema de Kant. La exposición ha de ser árida. Espero que mis lectores me perdonen. Seré lo más claro posible. Primera cuestión. ¿Hay conocimientos a priori? Ninguna proposición nacida de la experiencia tiene estos dos caracteres: la necesidad y la universalidad; y sin embargo en toda proposición hay juicios necesarios y universales. La prueba de que la experiencia no suministra tales juicios, está en que son condición precisa de todo experimento. El problema de la filosofía se plantea cuando preguntamos: ¿qué es el hombre? Este problema encierra tres términos. ¿Qué soy? ¿qué puedo? ¿qué espero? Todas las ciencias están basadas en juicios sintéticos a priori.
Los axiomas de las matemáticas y de la física no son, sino éstos juicios. ¿Cómo son posibles? He aquí a Kant, en los eternos umbrales de la ciencia. Para conocer si en metafísica existen los juicios sintéticos a priori, contemplemos la estética trascendental y la lógica trascendental. Veamos los más sencillos elementos del conocimiento. Denominamos intuición las relaciones de un conocimiento con su objeto. La intuición no es, si el objeto no modifica de alguna suerte nuestra alma. La facultad que tiene de modificarse el alma llamámosla sensibilidad. Toda intuición es a posteriori. Su objeto es un fenómeno. En todo fenómeno distinguimos materia y forma. Todo aquello que la intuición nos da cambiante y vario, es la materia; y las leyes, siempre perennes, del espíritu, son la forma. Las formas de la intuición existen originariamente en el alma, pues sin ellas la intuición no es posible. Estas formas de la sensibilidad son intuiciones puras. Las dos formas puras de la intuición son tiempo y espacio.
La idea de espacio no tiene valor en sí; solo es tal en cuanto las cosas se presentan a nuestra alma. Consideradas en sí las cosas, la idea de espacio no tiene valor real. El tiempo es una forma pura de la sensibilidad. Significa la sucesión de sensaciones y estas, independientemente de su objeto, son tan solo modificaciones del alma. Así como el alma no existe, sino como objeto de la experiencia interna, las cosas no existen sino como objeto de la intuición. Es necesario persuadirnos a creer que solo es posible la experiencia, en cuanto sus condiciones se hallan en nosotros. Critiquemos lo anterior antes de perdernos en otras investigaciones. Contésteme el señor Campoamor. ¿Sólo debemos estimar nuestros conocimientos, poniéndolos en el orden del tiempo? Así sólo existirá el conocimiento experimental. Mas tal conocimiento es resultado de nuestra actividad. Existen proposiciones universales y necesarias. La experiencia sólo nos da lo particular y contingente. Luego existen conocimientos a priori. ¿Qué puede oponer a esto el señor Campoamor? La crítica de las intuiciones, ni podemos, ni debemos hacerla. Prosigamos viendo cómo el conocimiento es posible. Hemos examinado sus elementos más sencillos, que son las sensaciones. Elevémonos a otra esfera. Analicemos las nociones, elementos también del conocimiento. Así como hay intuiciones a priori, formas de la sensibilidad, hay conceptos, a priori, formas del entendimiento. Como las primeras suponen impresionabilidad, las segundas suponen espontaneidad. Las diversas formas del entendimiento se llaman categorías. Redúcense a las siguientes: Cantidad, Calidad, Relación y Modo. Las categorías son condiciones subjetivas del pensamiento. ¿Podrán tener valor objetivo?
Pero preguntamos: ¿La representación es posible por el objeto, o el objeto por la representación? En el primer caso, la relación del objeto con su idea es empírica. En el segundo caso, aunque la representación no dé absolutamente el objeto, lo determina, lo da en el espíritu; puesto que sólo por la representación el objeto es posible. Pero no cabe dudar que nosotros no conocemos, ni podemos conocer un objeto, sin la intuición que nos los presenta como fenómeno, y las categorías, que nos lo presentan como concepto. El entendimiento, pues, necesita de los elementos de la intuición, pero los transforma, y les da unidad en la conciencia. Y aquí nos encontramos frente a frente con otra cuestión. ¿Es posible una síntesis general?
Nosotros referimos las varias intuiciones a la unidad, que no puede provenir de los sentidos, ni está encerrada en las formas puras de la sensibilidad; siendo antes como acto espontáneo del entendimiento. A esta unidad se denomina síntesis. Contemplando las leyes de mi entendimiento encuentro que no hay percepción que no encierre esta afirmación: Yo pienso, afirmación que verifica la unidad trascendental de la conciencia. El principio de la unidad suprema de las percepciones en una comprehensión más alta, es el principio supremo del entendimiento. Entendimiento es la facultad de conocer. La concepción de un objeto nos da la unidad en la variedad de las intuiciones. Toda reunión de representaciones exige unidad de conciencia. Esta unidad de conciencia es el principio de todo conocimiento. Sin ella, la inteligencia no sería posible. Esta unidad, en sus referenciad, puede muy bien denominarse subjetiva y objetiva. Por la primera concluimos de varias intuiciones la noción; por la segunda deducimos de las varias nociones un objeto. Solo por las categorías reducimos a unidad de conciencia las varias nociones. Así como no sentimos un objeto, sino por las nociones: no lo comprendemos, sino por las categorías.
Es, pues, el entendimiento la facultad, que determina las sensaciones, las reúne, y las convierte en noción. El entendimiento tiene, pues, sus formas propias. Por eso le llama Kant la facultad de dar reglas. En todo cuanto he trascrito, me he atenido casi a las palabras de Kant, temeroso de no interpretar bien su pensamiento. Veré si me es posible darles mayor claridad. El primer elemento de todas nuestras ideas es la intuición sensible; a la intuición se une la noción que la generaliza, y que no procede ya de la sensibilidad, sino del entendimiento. El entendimiento obra sobre la experiencia; mas levantando sus esparcidos fragmentos a la unidad en la conciencia. Existen íntimas relaciones entre el entendimiento puro y la sensibilidad. Los conceptos no podrían ser, sin un elemento sensible; pero el elemento sensible se perdería en lo vacío; si la inteligencia no le alzase a noción por medio de sus leyes. Debe haber tantas nociones fundamentales como juicios son posibles. Estas nociones fundamentales se llaman categorías. Las categorías de Kant tienen relación con las categorías de Aristóteles. Mas las del filósofo griego eran los sentidos comunísimos de las palabras, y por tanto arbitrarias, y las del filósofo alemán se refieren a los juicios, y son por tanto reales. Las categorías son las formas puras del entendimiento como el espacio y el tiempo las formas puras de la sensibilidad. Así como espacio y tiempo son condiciones, sin las cuales sería imposible sentir las cosas; las categorías son condiciones, sin las cuales sería imposible conocer las cosas. ¿Pero se puede saltar el abismo, que separa el mundo de las categorías, del mundo de las realidades? Kant aquí, como un gran matemático, se cura poco de que sus cálculos algebraicos tengan realidad en la naturaleza. Bástale saber que son tales en la región del pensamiento. Pero las categorías no son aún el fuego más puro encendido en el alma: Kant se levanta, y las lenguas de fuego llamadas ideas caen sobre su frente, y la iluminan con eternos resplandores. Hemos examinado los principios del conocimiento. Prosigamos.
Si el entendimiento es la facultad de las reglas; la razón es la facultad de los principios. El entendimiento da unidad a las intuiciones por medio de las categorías, y las reduce a noción; y la razón da unidad a las nociones por medio de los principios, y los reduce a idea.
Kant trata primero de las ideas; segundo de las ideas trascendentales; tercero, del sistema de estas ideas. Recordemos la generación de los conocimientos. Lo primero, que hemos convenido en examinar es la sensación. Cuando la aprendemos por medio de las formas de la sensibilidad, la denominamos representación. Considerada con relación al sujeto es intuición, considerada con relación al objeto, es conocimiento. El conocimiento no se verifica, sino en el entendimiento. Los conocimientos, en su acepción más pura, se llaman conceptos. Un concepto extraído de las nociones, pero superior a todo linaje de experiencia se llama idea. Las formas de la sensación se llaman intuiciones, las formas del entendimiento categorías; las formas de la razón ideas.
Al llegar a este punto de la penosísima y larga investigación precedente, mi alma se extasía gozosa como si llegara a una montaña, sobre cuya cúspide se extiende el cielo cual celeste tienda y a cuyas plantas se extienden árboles, flores, y ríos, como hermosos tributos.
Kant, medítelo bien el señor Campoamor, que, en mi sentir, parte siempre muy de ligero en sus investigaciones; Kant no pretende averiguar si a las ideas corresponde la realidad; pero tiene por cierto que las ideas no son vanas ficciones, puesto que participan de la naturaleza de la razón. Kant va abandonando la naturaleza, cuyos secretos ha explorado; y se levanta en raudo vuele a Dios. La ciencia es un eterno silogismo. Así hay de la ciencia del hombre a la ciencia de la naturaleza, y de la ciencia de la naturaleza a la ciencia de Dios una progresión ascendente. Empieza pues Kant criticando la psicología.
Yo pienso. He aquí el concepto fundamental de la psicología. Pero el filósofo va examinando el límite a do puede llegar la razón. Pasado tal límite; se cae, según Kant, en el empirismo; sí, en ese empirismo tan opuesto a la verdad y que es la esencia de la filosofía del señor Campoamor. Primera proposición. El alma es una sustancia única. Es cierto que él yo es el sujeto, que determina las relaciones de todos los juicios; pero de aquí no se concluye un ser por sí mismo subsistente. Segando. Del análisis del pensamiento se concluye que el alma es lógicamente simple. Pero de aquí no debe deducirse que sea una simple subsistencia. Tercera. Es verdad que me distingo del mundo; pero ignoro si las nociones son posibles por esta distinción o esta distinción por las nociones. Hasta aquí alcanza la razón pura ni sus investigaciones sobre la psicología. Hemos tratado de la ciencia del hombre; pasemos al segundo término del silogismo que es la ciencia de la naturaleza.
La razón liberta a las nociones del yugo de la experiencia. Dado un condicional, toda la serie de condiciones se da con él y de consiguiente el incondicional absoluto. ¿El universo es uno? ¿Es eterno? ¿Es infinito? Aquí Kant presenta las antinomias de la razón pura.
Por ellas hay afirmaciones en pro, y en contra de las tesis precedentes. En las antinomias sucede lo que en las ecuaciones de segundo grado, que dan por un mismo procedimiento dos incógnitas: tan cierto es que todas las ciencias son una sola ciencia como es uno solo el espíritu, a pesar de sus varias manifestaciones. Pero sigamos el razonamiento de Kant; aunque por abstracto, es fatigoso. Ha probado que la psicología carece de base en la razón teórica y que de base carece la ciencia del mundo; elevémonos a Dios.
Si existe algo, precisa suponer que existe por necesidad. Lo contingente no existe, sino bajo la condición de que exista lo necesario. La razón, atravesando las esferas, cerniéndose en lo infinito, vuela en pos de un ser, que sea la realidad infinita. Tres pruebas existen para la razón teórica de la existencia de Dios. Prueba psicológica, cosmológica y ontológica. Examinemos la crítica de las demostraciones de la existencia de Dios. Porque la razón sienta la necesidad de encontrar un ser absoluto, ¿hemos de concluir su existencia? Veamos. Aquí las hermosísimas ideas de Kant rayan en lo sublime. No se da ejemplo en los fastos de la historia de una investigación más profunda y más grande. Si alguna vez la razón se ha visto a sí misma, si perdiendo todas las formas que la envuelven, se ha reflejado en el brillante espejo de la conciencia, es, sin duda, cuando Kant levantó el velo de sus ideas.
Nuestros místicos creían que una de las felicidades guardadas en la flor de la inmortalidad para el alma del justo, mariposa, que se levanta a Dios desde el lodo de este mundo; es el conocerse, el sentirse a sí misma, sondeando los medrosos abismos de su voluntad, y de su inteligencia. Si algún hombre ha presentido esa felicidad en la tierra; es Kant.
No ha sacado la razón de sus límites, no la ha puesto tampoco al servicio del empirismo. Veamos si critica la idea de Dios. Hay una noción, a la cual no puede negarse la realidad, que es la noción del ser absoluto; porque envuelve en sí toda realidad.
El ser es posible; la posibilidad supone la existencia; la existencia se da, pues, en la afirmación del ser. Mas Kant, observa que la perfección lógica de la idea no implica su realidad objetiva.
Si existe algo contingente, debe existir un ser necesario; es así que yo existo; luego debe existir un ser necesario.
El filósofo critica de esta suerte tal demostración.
La menor anuencia, un hecho particular, y la mayor parte de un hecho general a la existencia de un ser necesario… Examinemos la demostración cosmológica.
Vemos en el mundo hermosura, armonías: el concierto de los astros, el esplendor de los cielos, las varias flores, que viste la tierra bendecida por el rocío; las palpitaciones del Océano, que se riza, el suave soplo del aura, en blancas ondas como los árboles susurran en sus hojas blandos cantares, el perfume que se levanta cual azulado incienso del seno de la creación; el gorjeo del ruiseñor en una noche de luna, unido al suspiro de las brisas; tantos sonidos arrancados al arpa de la naturaleza; tantos reflejos de eterna luz que inundan en mares de oro los espacios, prueban que existe un Ser, causa inteligente, libre y única del Universo.
A esta demostración Kant opone también sus argumentos. De las armonías de la naturaleza, dice, aún podría deducirse un arquitecto del mundo; pero no un creador. De modo que en la prueba cosmológica se considera vario lo general, que es la forma, y general lo vario, que es la materia.
Reunamos las ideas principales vertidas en toda la crítica de la razón. Insistir en estos principios es darles mayor claridad. Las ideas son las categorías extendidas a lo absoluto, a causa de la necesidad que siente el espíritu de dar a las nociones la más alta unidad posible. Las ideas psicológicas nacen de la necesidad que siente el alma de ponerse en lo incondicional; las ideas cosmológicas de la necesidad de unir lo contingente; las ideas teológicas de la necesidad de ascender a la unidad absoluta. Los sentidos nos dan seres sujetos a condiciones; la inteligencia seres sujetos a leyes; la razón asciende en pos de la condición suprema para realzar el concepto de lo absoluto, que reside a priori en ella, como fuente de todas las ideas. Insistamos sobre la crítica de la cosmología. Su razonamiento fundamental es vicioso. ¿Por qué? Porque considera los fenómenos como cosas en sí.
Dice Kant que es faltar a la lógica el aplicar al mundo de los fenómenos las ideas que sobrepujan a toda experiencia. Así los errores, en que caemos, provienen de considerar las ideas como principias reales, siendo como son principios solamente reguladores. La idea de lo necesario solo sirve para reunir los objetos en esplendorosa unidad. El ideal de la razón pura es un principio regulador. El ser absoluto es pues un ideal, es sol de la inteligencia, que armoniza e ilumina todas nuestras facultades. Aquí, pues, conviene que el señor Campoamor aborde con decisión y entereza el siguiente problema. ¿La razón es una facultad lógica o una facultad real?
Hasta que el señor Campoamor no aborde ésta cuestión, no tiene derecho a levantarse contra el filósofo. ¿Qué valen todo su ruido, sus declamaciones, sus gracias, aunque ingeniosas, ante ese trabajo lento, portentoso, magnífico del espíritu más bello, con que Dios ha iluminado a la razón? El error fundamental del señor Campoamor, consiste en no haber comprendido el fin, ni el principio de la filosofía crítica. Kant no arroja la razón en el escepticismo, no, la limita en pro de la verdad, y de la ciencia. Kant no niega la realidad del mundo exterior, sino la posibilidad de comprenderlo en esencia, en su naturaleza íntima. Kant, con un propósito muy alto, y muy saludable para el mundo, pronuncia su sentencia sobre las investigaciones abstractas. teóricas, y encamina la razón a que cobije bajo sus blancas alas al hombre, y dé leyes a la sociedad, y comprenda el derecho, y pulse las cuerdas de la lira del arte, y levante el progreso, la libertad, la ciencia como la trinidad a que debe ajustarse el alma.
Kant, en la razón teórica, determina lo que está dentro de los límites de la razón. Pero no niega la existencia de las condiciones necesarias a la ley moral. Así, dice, hay leyes prácticas, que tienen el carácter de necesidad absoluta. Si estas leyes suponen una existencia cualquiera como condición necesaria de su posibilidad, ésta existencia debe ser tenida por evidente. Y como la ley moral tiene el carácter de necesidad absoluta, como supone la existencia de Dios, y la inmortalidad del alma, debemos convenir en la existencia de Dios, en la inmortalidad del alma. Kant demuestra que el hombre debe levantarse a Dios, por la intuición, y no por el raciocinio. Esto ha hecho después la escuela de Krause.
Menospreciar la filosofía alemana, por oscura, es pecar gravemente contra la ciencia. Desde sus primeros albores mostró ser resplandor de la eterna razón. Al mismo tiempo que Newton, la filosofía alemana calculaba lo infinito, y al mismo tiempo que Galileo ponía los astros como vasos de oro en el santuario del Señor. Descendiendo al seno de la naturaleza, unía los dispersos seres con la invisible atracción de las ideas, y recogía los gases desprendidos de los cuerpos, para llevar ricos tributos a la química. Por eso los nombres de sus naturalistas pueblan los espacios de la ciencia.
En su vuelo sobre los siglos, despertó a todos los pueblos, y le revelaron sus secretos. Niebuhr sabe hoy más de Roma que sabía Tito Livio. Mejor ha comprendido a Grecia Hegel que Platón. En el arte, la filosofía alemana ha llegado a los límites concedidos a la ciencia. Su pensamiento se cierne sobre todos los templos, desde la pagoda oriental, que huyendo de la luz se esconde en el seno de la tierra, hasta la catedral cristiana, cuyas cúpulas se pierden orgullosas en los aires, esmaltadas por los celestes arreboles del firmamento como la oración del alma dolorida. ¿Qué no dicen sus grandes poetas?
La lira de Klopstock fue cortada de los cedros del Líbano; y el ángel del profeta le dio las cuerdas que producían cantares tan dulces como los arrullos de las palomas de los valles. Schiller es el Calderón de los pueblos libres; y Goethe el Dante de los tiempos modernos.
Si de las ciencias sociales habláramos, ¿dónde ha bebido Fourier la inspiración para dar vida y cuerpo a su gigantesco poema? ¿Dónde va a buscar la economía, la política práctica, todas las ciencias sociales su tipo, su idea madre, sino al derecho, que los alemanes han comprendido y explicado en su acepción más alta?
Y en cambio de esta filosofía; ¿qué presenta mi adversario? Una filosofía satírica, en formas de dolora, vaciada en el molde de los cantos de Byron y de Heine. Voy a concluir.
Me lastima que haya quien crea, que el espíritu humano trabaja para caer en oscura noche, estando encerrado en un capillo, todo su trabajo consiste en tomar alas y remontarse a lo infinito. La escuela a que pertenece el señor Campoamor, impregnada en el espíritu de Juan Pablo y Enrique Heine, se resume en el siguiente apólogo:
Era un poeta; en su frente resplandecía la aurora del genio, en sus manos la lira de oro de las edades clásicas: había cantado el amor, la esperanza; pero las blancas rosas de sus ilusiones se deshojaron al helado soplo de la desgracia: movido entonces de su inspiración se dio a correr en pos de la verdad absoluta, buscando ansioso sus huellas por el mundo, anhelante de aplicar sus labios a la diamantina copa, donde Dios encierra el néctar de la vida: interrogó a los cielos, y fueron como de acero a sus clamores; corrió en pos de las civilizaciones, y de aquellos imperios que ató a su carro Alejandro, solo alcanzaron sus ojos sudarios de arena, y sus oídos engañosos ayes de los vientos; voló a Grecia, y los serenos mares no mecían ya en sus ondas a Venus, la de cabellos rubios como el rayo del lucero de la mañana y de ojos azules como átomos del firmamento, y sus sagrados bosques no revelaban los misterios de la ciencia y del amor, y sus arroyos no repetían los cantos de los poetas, y no guardaban sus azulados montes dioses, ni sus derruidas ciudades héroes; y volvió sus ojos a Roma, y sólo encontró de aquella ciudad, que no cabía en la tierra, de aquella ciudad que había hecho sus tributarios a los dioses del mundo, el polvo de las ruinas: y cansado de hundirse en el sepulcro de la historia, sólo pisando cenizas; y de volar por los espacios infinitos, y perderse falto de aliento en lo vacío, se encontró en noche oscura frente a una catedral: el acento del órgano que hendía los muros, cautivó su alma, y le obligó a penetrar en el templo: estaba solitario y oscuro; un coro de ángeles, envueltos en blancas nubes, que les servían de túnica, con palmas de luz en las manos, y coronas de estrellas en la frente flotaban sobre el santuario llamando a Jesús, cuando apareció el Salvador, triste, abiertas sus heridas, cubierto de luto el corazón y lágrimas la faz, y dijo: en vano he buscado a mi eterno padre, he subido a los cielos, mas allá de las arenas de oro que forman los astros, y allí no estaba; he descendido al seno de la tierra, y sólo he palpado tinieblas, y sólo he oído el eco de una gota de agua que caía en los abismos: y se desplomó a este horrible quejido del Verbo el templo, y se hundió la tierra, y se apagaron los astros como las bujías de un festín, y el mísero mortal, fantasma vaporoso, se quedó solo con los horribles dolores de su corazón, y los tenebrosos remordimientos de su conciencia. En esta escuela, yo lo profetizo, caerá bien pronto el señor Campoamor. Pero recuerde que si el escepticismo tiene sacerdotes; no tiene, ni tendrá nunca mártires.
Emilio Castelar