Insistiendo en nuestro propósito de insertar sin comentarios la polémica filosófica que tuvimos el honor de iniciar en nuestro periódico, después del poético artículo del señor Castelar, ponemos a continuación la vehemente réplica del señor Campoamor.
Ramón de Campoamor
Filosofía Alemana
Kant, Fichte, Schelling y Hegel
I
Sinceramente aseguro que quisiera empezar este artículo diciendo a los señores Castelar y Canalejas lo que dijo la Pitonisa a Alejandro: «Amigos míos, sois irresistibles.»
Pero, en vez de suceder esto, se me ocurre decir con Moratín:
Apenas, Fabio, lo que dices creo;
Más me confunde cuanto más lo leo.
Y no solo los señores Castelar y Canalejas se han creído en el deber de escandalizarse porque censuro, o, por mejor decir, porque no entiendo la filosofía alemana. En una de las revistas literarias publicadas en la Gaceta, el ilustre catedrático señor Sanz del Río, aunque no me dispensa el honor de nombrarme, se ha creído en la obligación de reprenderme, como se deduce de los siguientes párrafos:
«El tono con que comenzó esta discusión está muy lejano del sentido serio, instructivo y fecundo que pide el cultivo de la razón filosófica en nuestro pueblo.» –«Haríase hoy un bien más positivo y meritorio investigando en nuestra historia nuestro sentido común filosófico, que saltar de improviso, sin asidero ni guía ni motivo bien fundado, a discutir acaloradamente sobre la filosofía de otros pueblos.» –«Puede aún ser para nosotros el espíritu de la filosofía moderna alemana un alimento no estéril ni indigesto.»
Estas palabras del señor Sanz del Río son una verdadera reprimenda. Al oírlas parece que se siente vibrar en el aire el ruido de unas disciplinas. Sin embargo, sabio maestro y mi querido amigo, –«da, pero escucha.»
Antes de entrar en materia, debo decir al señor Castelar –«que deplora mis epigramas y que me recuerda que la risa de Aristófanes envenenó a Sócrates»– que hoy lo mismo que antes, que en Madrid lo mismo que en Atenas, siempre los sofistas serios han protestado contra la razón armada de las gracias, siempre los dialécticos pedantes fruncen el ceño para llamar a Sócrates bufón.
Después de una historia de la filosofía hecha con mucho talento, (¿y quién en España no reconoce en el señor Castelar un grandísimo talento?), pasa a hacer una exposición de la filosofía de Kant.
Pero como todos los filósofos alemanes tienen la singularidad de que cada uno los entiende a su modo, resulta que el modo con que entienden a Kant los señores Canalejas y Castelar difiere esencialmente del mío. A Kant es necesario, no copiarle, como hace con toda lealtad el señor Castelar, sino traducirle, y no solo traducir sus palabras sino sus mismos pensamientos, pues parece que Kant, así como don Hermógenes, se ha propuesto decirlo todo en griego para mayor claridad.
Kant escribió una crítica de la esencia de la razón, o como dicen todos, una crítica de la razón pura, que no es en el fondo más que un análisis del espíritu humano. Este análisis no difiere de la psicología más que en que ésta muestra lo que hace el espíritu, y aquélla investiga el cómo lo hace. La psicología hace contar que el yo tiene sensaciones, después percepciones, después nociones, después forma juicios, y así llega a conocer. La crítica Kantiana, sin hallar la última razón de por qué se puede conocer, busca los primeros cómos de la operación. La psicología determina, no el pensamiento en potencia, sino el pensamiento en acto. Kant, haciendo retrogradar más la dificultad, abandona el acto para perseguir la potencia, y quiere saber cómo el fenómeno, o lo que aparece, es traducción de noúmeno, o de lo que es en sí.
El criticismo, puesto en moda por Kant, no es más que un retro-psicologismo sistemático. Para él la idea es una especie de ultra-idea, una idea a priori, un tipo ideal, un ejemplar intelectual, una existencia abstracta: para él la inteligencia no es lo que entiende, sino que es una especie de facultad de las ideas, conceptos, nociones o concepciones, el entendimiento propiamente dicho, lo que hay de espontáneo en el conocimiento, la potencia de producirse a sí misma. Y así como la inteligencia no es nada de lo que recibe ni de lo que produce, sino una pura potencia intelectual, la sensibilidad también es otra especie de facultad primitiva, una pura potencia de recibir impresiones. Estas concepciones primitivas aún no cognoscitivas, aún no reflejas, Kant las persigue hasta en la cuna, y allí las analiza; sorprende su primer vagido, las comadronea en aquel primer instante en que reposan inexistentes, preformadas y prontas para el momento en que, interviniendo la experiencia, son empleadas y desplegadas por la inteligencia y la sensibilidad puras, o a priori, en sensibilidad e inteligencia experimentales, o a posteriori.
No se puede emplear más talento en mayor futilidad. A esta agudeza se la podría perdonar la superficialidad si no fuera tan completamente estéril.
Veamos si descartando del modo de discurrir de Kant todo lo arbitrario de su lenguaje y lo nebuloso de sus pensamientos, y no traduciéndolo como el señor Castelar, sino interpretándolo, podemos ponerlo al alcance hasta de los niños de la escuela.
Para Kant antes de pensar se siente. La materia de la sensibilidad son las impresiones suministradas por la experiencia, las cuales nos afectan bajo la forma de tiempo y de espacio. El ser pensador tiene una actitud de recibir impresiones que se llama receptibilidad, y una actividad propia para combinarlas que se llama espontaneidad. Después que un objeto nos afecta, su representación en el espíritu se llama intuición. Las intuiciones, primeros elementos intelectuales se resumen en su unidad, que es la idea; las ideas, materiales primitivos de conocimiento, se reducen a otra unidad que se llama juicio; y los juicios se sintetizan por último en la unidad del raciocinio.
Para no kantianizar la cabeza del lector, dejaremos a un lado todas las digresiones o inútiles o ridículas que podrían entorpecer desde luego la inteligencia de su método y de sus consecuencias. Que los juicios sean analíticos y sintéticos, o a priori y a posteriori; que aquellos sean formados sin el concurso de la experiencia, y estos con ella; que los juicios analíticos no aumenten el caudal de nuestros conocimientos, y algunos de los sintéticos, sí; que los juicios se dividan en doce clases, o categorías, y los raciocinios en tres; todo esto son cosas que como no conducen a nada, nos deben tener sin ningún cuidado. Desde Gotama hasta Bacon, y desde Aristóteles a Kant, y desde Kant hasta el fin del mundo, todos los análisis puramente subjetivos del entendimiento que se han hecho, que se hacen y que se harán, no producirán en la práctica ni una sola máxima que se pueda comparar en importancia al trivialísimo proverbio español de que, quien mucho abarca, poco aprieta.
¿Quién podrá creer sin embargo que al fin del examen de la filosofía crítica el alma del señor Castelar se extasía gozosa como si llegara a una montaña sobre cuya cúspide se extiende el cielo cual celeste tienda, y a cuyas plantas se extienden árboles, flores y ríos como hermosos tributos? Para hacerse la ilusión de ver en todo esto ni siquiera el menor río es menester estar dotado de un corazón tan bueno y una imaginación tan rica como la del señor Castelar.
Método de Kant. Nos afectan los cuerpos bajo la forma de tiempo y de espacio.
Kant dice que el espacio y el tiempo son dos cualidades subjetivas, dos ideas necesarias, dos formas de la sensibilidad, sin las cuales no sería posible formarse idea de los cuerpos. Esto es claro. Sin sujeto conocedor no podría haber objeto conocido. Estas ideas necesarias de Kant no son otra cosa más qua los entes-esencias anteriores a todo otro conocimiento de Platón, son los instintos o cualidades orgánicas de los fisiólogos, son las facultades de los psicólogos; son los órganos de la frenología. Solo que Kant menos perspicuo en esta parte que el mismo San Buenaventura, en el orden intelectual no ha descubierto más que dos ideas necesarias, es decir dos órganos, el tiempo y el espacio, o lo que es igual, el tiempo y la configuración de los frenólogos; y en el orden moral lo justo y lo injusto, o como dicen los frenólogos, la existencia o no existencia del órgano de la justicia. Hoy el último estudiante de medicina sabe más que Kant: el descubrimiento de sus tres o cuatro ideas necesarias, u órganos, son un tesoro miserable comparado con los treinta o cuarenta órganos, o ideas necesarias, de los frenólogos modernos.
Continuemos relatando el método de Kant. Nos afecta la experiencia bajo la forma de tiempo o de espacio, y el ser pensador en virtud de su receptibilidad, o sea aptitud de recibir impresiones, acepta la representación del objeto convirtiéndola en intuición. En seguida por efecto de su espontaneidad, que es una actividad propia del ser pensador, las intuiciones se van refiriendo o agrupando en la unidad de la idea, las ideas en la unidad del juicio y los juicios en la unidad del raciocinio. Consecuencia del método de Kant. El raciocinio, o la razón, cuya función es establecer la unidad más perfecta posible en nuestros conocimientos, opera sobre los juicios, el juicio sobre las ideas, la idea sobre las intuiciones, y la intuición… y como la intuición no es una causa, sino un efecto de un hecho que se verifica en el exterior, resulta que el ser pensador solo puede conocer las cosas que se pueden medir o contar, que está imposibilitado de apreciar otra cosa más que fenómenos o cosas como aparecen, porque su realidad, los noúmenos, las cosas como son en sí, como no tienen por medida ni el tiempo ni el espacio y por consiguiente no pueden producir intuiciones, suministrar materia de conocimiento, son absoluta y totalmente desconocidas: tales son las ideas sobre Dios, sobre la inmortalidad del alma, &c. &c. &c.
Dice el señor Canalejas: «que se acusa a Kant de favorecer el escepticismo, convirtiendo al cuerpo en una mentira y al mundo en un caos de tinieblas;» y para defenderle de esta acusación copia unos párrafos de la introducción de la crítica de la razón pura; párrafos que, para vergüenza mía, confieso que no los entiendo.
Pero lo que sí entiendo, o por mejor decir, deduzco de las obras de Kant, es que no hay crimen filosófico del cual no sea autor, o por lo menos cómplice. Su análisis del entendimiento espiritual, en cuanto reconoce algo de innatismo en el pensamiento, es escéptico porque las ideas necesarias, el tiempo y el espacio, por ejemplo, no siendo reales, cree que los supone el sujeto en los objetos para poderlos entender; y es materialista, porque afirma que la inteligencia no puede tener ideas adventicias sin que los objetos externos suministren por medio de la sensación la materia de la intuición, el fundamento de las ideas.
Últimamente: para que los señores Castelar y Canalejas puedan defender a su ídolo en un terreno seguro y herirme a mí al mismo tiempo a golpe cierto, voy a descubrir mi pecho, precisando la cuestión, y diciendo en dos palabras lo que Kant se ha propuesto y conseguido en sus dos celebradas críticas.
Objeto de la Crítica de la razón pura:
¿Qué puedo yo saber?
Consecuencia: nada.
Objeto de la Crítica de la razón práctica:
¿Cómo debo obrar?
Consecuencia: como Dios te dé a entender.
Estas dos preguntas y estas dos respuestas son el resumen de todas las obras del filósofo alemán.
Kant, discípulo exagerado de Descartes, ha procurado resolver el eterno problema de Hamlet: «ser, o no ser.» Pero llevando al extremo el principio de su maestro ha trasformado el hecho de conciencia en el alma de Garibay, ha convertido la psicología en el juego de que quien más mira menos ve. Buscar en el pensamiento el origen de las ideas, dividiéndolas en necesarias y adventicias; o por mejor decir, reconocer como Kant el pensamiento bajo sus formas más primitivas y esenciales, es dar gusto al entendimiento que siente un desvanecimiento vertiginoso y agradable, contemplando el abismo de sus cualidades infinitas; es escribir una estrategia intelectual, que en el campo de la lógica ponen en práctica los más tontos y que la desprecian los más discretos; es convertir la cabeza en un taller de manufacturas intelectuales, que no corren en el mercado en cuanto las pasa la moda; es un entretenimiento de juegos de óptica; es encerrarse en un observatorio, en el cual por evitar que ofenda la vista la luz externa, se cierra herméticamente, y en conclusión no se ve ni lo externo ni lo interno.
Si los señores Castelar y Canalejas no lo tomasen a mal, les diría que bajo este punto de vista Kant siempre me ha parecido un iluso, y sus adeptos unos benditos.
II
Supongo que el señor Canalejas se habrá penetrado de que «si desconozco el valor y alteza de la escuela crítica» es porque no tiene ninguno. Y para que se persuada también «de que me es fácil abrazar en lo posible la ascensión del pensamiento a la idea de Hegel, al través del idealismo de Fichte y de la contrariedad de Schelling,» protestando de mi respeto al sentido común, al cual no podré dejar de ofender frecuentemente, haré un nuevo análisis de las doctrinas de los continuadores de Kant. Sin saber por qué, en nuestra polémica, lo mismo el señor Canalejas que el señor Castelar, no han querido pasar de la escuela crítica, y aunque comprendo la razón, estos señores me permitirán que no la respete. Un sistema filosófico no es tan importante por sus principios como por sus consecuencias, y así, mis pseudos y pequeños Cristos, ya que predicáis el evangelio kantiano, justo es que andéis todo su calvario, sufriendo los azotes que la razón humana tenga por conveniente recetaros.
Kant redujo toda nuestra ciencia a los fenómenos sensibles; y como a estos no les otorga ni siquiera la realidad de la extensión y la sucesión, pues que hace del espacio y del tiempo dos formas necesarias de la mente, dos suposiciones del sujeto, resulta que toda la ciencia es subjetiva, sin más objetividad que la puramente fenomenal o de apariencia. Así todo está en el yo: el entendimiento es la facultad de las reglas: no es simplemente una facultad de hacerse reglas comparando fenómenos; es hasta la legislación para la naturaleza; es decir, que sin el entendimiento no habría naturaleza. Todos los fenómenos como experiencias posibles están a priori en el entendimiento; y de él sacan su posibilidad formal; del mismo modo que están a título de puras intuiciones en la sensibilidad; y no son posibles sino por ella con relación a la forma.
De todo esto dedujo Fichte
–«Que toda realidad es yo, es decir, el yo no es más que actividad; el yo no es yo, sino en cuanto es activo; y en cuanto no es activo es el no yo.» –«Que en cuanto el yo es absoluto, es infinito e ilimitado; él pone todo lo que existe y lo que él no pone no existe para él, y fuera de él no hay nada.» –«Que en cuanto al yo se opone un no yo, pone necesariamente límites, y se pone a sí mismo en estos límites.»–
Ya otra vez he indicado que todo esto creo que quiere decir: que no existe nada, que todo es creación de nuestro espíritu.
Al leer este panteísmo idealista puro, parece que estamos viendo al autor que desea preguntarnos: –«Si Fichte desapareciese del mundo, qué quedaría?» –La respuesta no es difícil: –«Todo menos Fichte.»
De este modo el yo fenomenal de Kant llega a ser para Fichte el yo absoluto, ser único, creador del universo y de Dios, fuera del cual no hay realidad alguna, ni aún aparente o fenoménica. Sí, señor, un ser único, creador del universo y de Dios… Cuando leo esto siempre recuerdo que si yo hubiese asistido a aquella célebre sesión que Fichte concluyó de esta manera –«en la próxima lección crearemos a Dios»– me hubiera sucedido de risa, lo que a San Efrén de espanto, siempre que se acordaba del juicio final, hubiera caído en un total desmayo.
III
Después del yo subjetivo de Fichte, pasemos al yo cósmico de Schelling conocido por lo absoluto.
Mucho me alegraría poder dar a mis lectores una idea clara de lo que turbiamente entendía Schelling por lo absoluto. No es como contestan las brujas de Macbeth –«Una cosa que no tiene nombre»– sino que más bien –«es un nombre que no representa ninguna cosa»– si lo absoluto nos lo figuramos en la extensión, es como el vértice de un ángulo. Si en el tiempo sumáis un uno, que es la naturaleza, y otro uno que es el espíritu, la abstracción número dos que los reasume, es el yo cósmico, es el absoluto de Schelling: no es la naturaleza ni el espíritu, pero es el espíritu y la naturaleza a un tiempo: no es ni el primer uno ni el uno segundo; es la abstracción dos que los representa, identifica y une. Como a la vista material dos largas hileras de árboles acaban en un punto indeterminado y oscuro, en el cual se confunden las dos hileras de árboles, la luz, el aire y la extensión; así al mirar el espíritu y la naturaleza hacia el polo de lo absoluto, se concluye por no ver más que una nube en un fondo sombrío, una especie de embozado de Córdoba fantástico, tan escamón que huye cuando se le busca el cuerpo, y tan necio que no sabe ni cuando, ni cómo, ni por quién, ni para qué ha venido al mundo y está haciendo el misterioso al cabo de la calle.
Cuando hagamos la exposición del orden genesiaco del desarrollo del retro-absoluto, o de la idea-causa, de Hegel, aunque nunca claramente, se comprenderá algo mejor cómo el espíritu y la materia se desprenden, luchando implacablemente uno contra otro, del seno de lo absoluto. Este absoluto, que no es más que la materia en abstracción, precedió a Dios en la noche de los siglos eternos. En seguida que lo absoluto produce a Dios sin saber por qué ni cómo, este Dios tan malo, mucho más malo pero mucho más feliz que Satanás, se revela contra la causa a quien debe el ser, usurpa el trono de ese poder primitivo y supremo, y como este Dios no puede quererse ni constituirse sino mediante la supresión del ser ciego a quien él no quiere, se sirve para crear con el más orgulloso desprecio de aquella potencia que tuvo que domar la materia, madre de todas las cosas. Mas ¿cómo preguntará el lector con nosotros esta causa inocente, que el Dios de Schelling subyuga y después castiga, reduciendo a un ser que fue su principio y su cuna, a no servir más que de materia para construir el universo, ha podido pasar bajo el despótico poder de una criatura tan mal nacida, de causa ideal a sustancia concreta, de sueño a vida, de nada a materia?
Al ver a nuestro embozado de Córdoba tirar la capa y el sombrero para desarrollarse en naturaleza y espíritu, esperaría el lector que lo absoluto se mostrase patente a las miradas de todos. Nada de eso. Lo único que conocemos son la capa y el sombrero, porque el personaje queda tan nublado, tan fugitivo y tan fantasmagórico como antes. ¿Y entonces, volverá a preguntar el lector, para qué se desemboza? Se desemboza, dice Schelling, para darse a conocer. Esto es una mentira, porque después de todo no ros da a conocer más que la capa y el sombrero. –Es una necesidad, añade Schelling, de todas las nobles criaturas el darse a conocer por lo que son.» –Prescindiendo de que esta necesidad, más que de Dios, es propia de un literato de aldea, lo absoluto no se manifiesta por su sustancia, sino por sus accidentes, por todo se da a conocer menos por lo que es. Otro de los motivos que da Schelling para que su Dios se desarrolle, también es digno de un ambicioso de pueblo –«para tener sobre qué reinar y sobre quién ejercitar su poder.»
IV
Pasemos al análisis de la idea del famoso Hegel. Kant estableció el antagonismo de lo subjetivo y lo objetivo; Ficthe cayó en un idealismo puramente subjetivo; Schelling identificó el sujeto con el objeto en un principio superior llamado lo absoluto; y Hegel, para hacer algo nuevo, así como al pienso cartesiano, Kant le buscó el como pienso crítico, hizo retroceder la dificultad, sumiendo más en el horizonte el fantasma de lo absoluto, y dejando entrever a su espalda una abstracción lógica llamada idea, elemento de luz que aún no alumbra, ser que todavía no existe, absoluto de lo absoluto.
Según Hegel, todo parte de un principio y vuelve a él. Este principio es la idea. Empecemos por dar al lector alguna noción de lo que es la idea, infinito caos al cual Hegel llama la realidad infinita.
La idea es la naturaleza misma. El mundo entero no es más que «la evolución de la idea.» –Así pues– «la idea no es otra cosa que la armoniosa unidad de este conjunto universal que se desarrolla eternamente.»
Según el grado de evolución en que se halla, la idea, o es en sí, o es para sí: la inteligencia de un niño, es el germen virtual y dispuesto, es la razón en sí; la inteligencia de un adulto, es una cosa real, actualizada, es la razón para sí.
Todo esfuerzo para conocer y saber, toda acción, conforme a la opinión de Hegel, no tiene otro objeto –«que sacar a luz lo que está oculto, que realizar o actualizar lo que existe virtualmente, que objetivar lo que es en sí, que desenvolver lo que existe en germen aunque invisible e idealmente.»
Es decir que, según su misma comparación, la naturaleza brota de la idea como la encina de la bellota. Toda la distancia que hay entre la semilla y el árbol está llena con diferentes grados de la evolución de una misma cosa. En la bellota se halla la encina en un estado de disposición, virtual, en germen, en involución, en sí: en la encina se ve la bellota realizada, desenvuelta, actualizada, objetivada, para sí.
Lo mismo que la bellota, o encina en sí, llega a convertirse en encina, o bellota para sí, la idea de Hegel pasa desde abstracción pura, por medio de sus momentos de evolución, hasta lo más concreto de la naturaleza del hombre y de Dios: desde idea en potencia, que no es nada, hasta la idea en acto que, según sus años de servicio, lo llega a ser todo.
Y ahora me preguntará el lector ¿por qué Hegel a la naturaleza en conjunto lo llama la idea? Si no es por una extravagancia, es por una hipocresía, por no llamarla sustancia como Espinosa, ni yo como Fichte, ni absoluto como Schelling. No había necesidad, ni de tantos rodeos ni de tantos embolismos para decirnos «que en el mundo no hay más que un ser, o una sustancia, el cual sufre diferentes modificaciones; y que todo cuanto existe no es más que uno de los accidentes del conjunto universal que sin cesar se transforma.»– Pero esto sería sencillo, y por consecuencia indigno de la vanidad de Hegel.
Hemos sentado que la naturaleza el hombre y Dios, no son más que diferentes momentos de la evolución de la idea: todo es una misma cosa, ya en sí, ya para sí; ya en potencia ya en acto. –«Llegar a la existencia, dice Hegel, es sufrir un cambio, y sin embargo quedar lo mismo.» –Esto es decir que no hay creador ni creatura, que cuando el universo comenzó a existir, no fue por que hubiese sido criado ni por Dios ni por nadie, sino porque verificándose una gran trasformación en una materia antecedente resultó este conjunto de materia subsiguiente; que no ha habido creación, sino mudanza; que la consecuencia del cieno de hoy, es resultado de la premisa idea de ayer; o que la idea existente es producto de un cieno preexistente; o que el cieno y la idea son dos cosas idénticas en el fondo, aunque diferentes en la forma… Tomemos aliento por que esto fatiga como el viaje hecho por el movible arenal de un desierto…
(Se continuará.)
Filosofía Alemana
Kant, Fichte, Schelling y Hegel
(continuación.)
V
Continuemos analizando la idea de Hegel.
El elemento más inconcebible de un pensamiento diluido homeopáticamente en el éter, y luego tomando el punto más indivisible de la universalidad de este éter, no podría dar un conocimiento bastante aproximado de toda la abstracción de la idea de Hegel.
Figuraos el pensamiento del bobo de Coria en expectación de que le acuda alguna idea… Pero no, lo que Hegel expresa con el término genérico de grund que en alemán significa a la vez causa, motivo, principio, fundamento, base, &c. &c. &c., es una cosa más indeterminada, menos intelectual, más ciega. –«Los atributos de esta causa, según dice Hegel, son los de tener falta de conocimiento de sí mismo, y ser tenebrosa, inerte, insubstancial, impersonal, supremamente ininteligente.»
Como ven los señores Castelar y Canalejas, continua Hegel divirtiéndose con nosotros, y en justa recompensa me permitirán que nosotros comencemos a divertirnos con él.
Figuraos, repito, no diré el talento, pero si el instinto, considerado como elemento intelectual, del caballo Babieca, y ese embrión ideal, informe, indescifrable, irracional, obtuso, es una cosa comparable al primer principio de Hegel. Con una diferencia sin embargo, y es que ésta sombra negra increada es de naturaleza divina. ¿Y esta sombra negra, quién la ha creado? Como no lo sabía, Hegel no lo ha podido decir, por lo cual queda la puerta abierta para que alguno de sus sucesores, así como él inventó lo absoluto de lo absoluto, suponga otra idea de su idea.
Este principio-nada que acaba por producirlo todo, no vaya a creerse que es todavía Dios: solo es su principio, su origen, es su madre, es el ser anterior a su naturaleza, es Dios anterior a su divinidad, es un Dios no desenvuelto. En este estado primitivo Dios no se distingue de su principio tenebroso.
Desde este estado en que todo estuvo en involución durante millones de siglos, pasaremos al primer momento de evolución progresiva en que nos hallamos actualmente, y cuyo término se guarda muy bien Hegel de indicar.
Como en este sistema todas las premisas carecen de pruebas, y todas las conclusiones de consecuencias, para que desenvolvamos lo envuelto, será menester que el lector admita la suposición de Hegel de que la tenebrosa causa de todas las causas está dotada de voluntad, tiene un inmenso deseo de producir. El lector no sabrá cómo puede existir un deseo que tenga un objeto, sin que este deseo se halle radicado en un sujeto, pero yo tampoco lo sé, en lo cual el lector y yo nos parecemos a Hegel.
La causa primitivamente inerte, extática, inactiva, enardecida por el deseo, por una razón o ley que nadie conoce, entra en una efervescencia impetuosa, y siendo incapaz de producir en sí ni fuera de sí ser alguno orgánico y durable, cobra de repente una incomprensible energía, adquiere la capacidad generadora de la esencia divina, brota un Dios todavía infante. Producido ya Dios, no solo es distinto, sino también enemigo de su principio, pues apropiándose el deseo de producir de la causa que le ha producido a él, y de cuyo principio inerte procura en seguida sustraerse, comete un hurto y un parricidio. Así por medio de estos dos crímenes, solo excusables por lo muy dudosos, empieza Dios a realizarse, desenvolviéndose. De este modo pasamos del período de ensimismamiento o de involución, al de evolución o manifestación en el espacio.
Este Dios recién-nacido, que todavía no es más que una joven esencia divina, una inteligencia en pañales, crea la naturaleza primitiva, la magna rerum mater, en cuya primera creación Dios se esfuerza y llega a realizarse desenvolviéndose; esto es, sustrayéndose cada vez a la inercia de su principio. ¿Y dónde queda este principio, la antigua nada intelectual, la madre que con tan pavoroso alumbramiento ha dado a luz al Dios de Hegel, a ese mal hijo que cada vez tiene más horror a las entrañas en que ha sido engendrado por obra y gracia de no sabemos quién? Esta madre, que sería muy desgraciad si no fuera tan estúpida, como ella es incapaz de crear nada, aunque ha creado la causa de todo, queda en su estado primitivamente somnífero, catártica, como una especie de residuo inexistente.
Excitado el deseo por la inteligencia en la naciente naturaleza divina, le fuerza a salir de sí mismo, a dividir sus potencias nativas, y a abandonar las tinieblas. Por esta victoria sobre el imperio tenebroso, la inteligencia, armada del deseo, va sacando todos los gérmenes de las cosas envueltas hasta entonces en el dominio de la causa, y continúa por su propia virtualidad latente esa vasta metempsícosis; desde el periodo de ensimismamiento, pasando por el de manifestación y concentración hasta el de la libertad del espíritu, hasta que Dios se realiza en el hombre.
Como creo que a los lectores españoles les será difícil formarse un concepto aproximado del desarrollo de la metamorfosis, o más bien de las mudas de la idea de Hegel, supongamos un huevo-matriz, increado, inerte, impersonal, que no tiene nada ni de huevo ni de matriz, pero que sin embargo se halla dotado no sabemos como de un deseo vago, inmenso, ciego y latente. Sin saber tampoco cómo, cuando, por qué ni para qué, entra el deseo en una incontinente fuerza de expansión, y produce una larva, una oruga, un gusano. Ya hemos salido del estado de ensimismamiento, corrido a la primera evolución, pasado el primer momento, y entramos en el periodo de naturaleza, de manifestación en el espacio. Lo primero que el gusano hace es procurar sustraerse a la inercia de su principio, y robándole el deseo, declara a su madre por su mas rebelde enemigo. La joven inteligencia, el gusano armado del deseo, en la lucha que ingrato sostiene con su madre se va haciendo supremamente inteligente, y reconcentrándose en sí mismo comienza a convertirse en ninfa, en crisálida, en naturaleza. Ya hemos recorrido el período de manifestación del mundo corpóreo, y vamos a entrar en la época de la reversión sobre sí mismo, o de la conciencia. La crisálida forma sabiamente su capullo, que podremos llamar el arte, la historia y la religión, y elevándose hasta el más alto punto de perfección, concluye por desfajarse y convertirse en mariposa, adquiriendo la completa libertad; he aquí el espíritu. Tal es el conjunto del drama fantástico de Hegel, dividido en cuatro actos, que se pueden titular el caos, la naturaleza, el hombre y Dios; o también en cuatro períodos llamados ensimismamiento, manifestación en el espacio, concentración sobre sí mismo, y libertad del espíritu.
¿No es este el panteísmo de Espinosa? ¿No es esto afirmar que Dios es todos los espíritus, y que todos los espíritus son Dios? ¿Que el pensamiento, el alma de cada hombre, no es más que una modificación del ser único en el cual todos se confunden e identifican? Sí, todo es Dios, y Dios es todo, Dios es nada. Entonces no existe más que la materia con sus leyes y sus agentes de diversos órdenes.
Si Hegel nos dijese sencillamente –«que no hay más que un ser, una sustancia, que comprende en sí todo el conjunto de cuanto existe»– y luego nos explicase con claridad –«que lo que a nosotros nos parecen seres, o sustancias particulares, no son otra cosa que modificaciones de la sustancia única que todo lo absorbe»– entonces ya sabríamos que la responsabilidad de su panteísmo espiritualista, no tanto debía recaer sobre él, como sobre su maestro Espinosa. ¿Pero qué lector puede aguantar con paciencia que este discípulo pretencioso quiera pasar por más inventor que su maestro, sin más que cambiar el nombre de sustancia por el de idea, y hablar enfáticamente en una jerigonza que sus entusiastas llaman lengua de los dioses, de armoniosa unidad, de conjunto que se desarrolla eternamente, de idea que es la realidad misma, de evoluciones, de ser en sí y para sí, de tránsitos de virtualidad a la actualidad, de desarrollo de la idea en la esfera lógica, de razón impersonal; &c. &c. Todo para venir a parar –«en que el universo entero no es más que un desarrollo sucesivo de la idea?»– ¡Cuánto más claro, más concreto y más leal es este principio de Espinosa! –«Es propio de la naturaleza de la sustancia desarrollarse necesariamente, por una infinidad de atributos infinitos, infinitamente modificados.»
Parece imposible que lo que acabamos de decir nunca le haya parecido al señor Sanz del Río ni estéril ni indigesto. Es inconcebible cómo el señor Castelar no se asfixia al asegurar –«que esta filosofía es el alma de la civilización que respiramos.»
Volvamos a descansar.
VI
Esta existencia abstracta, anterior a todo sujeto, ya se llame substancia como en Espinosa, yo como en Fichte, absoluto como en Schelling o idea como en Hegel, siempre es el panteísmo indiano mezclado con las más groseras creencias de la escuela jónica. Estas quimeras intelectuales no son más que representaciones místicas de la materia eterna e increada de Tales y de Anaxágoras. El antiguo caos, sin más variación que el nombre es en todos estos filósofos el principio y término de la creación. Lo que nunca podemos saber es como las abstracciones de la substancia, el yo, el absoluto y la idea, pasan de la nada al ser, de lo ciego a lo clarividente, de lo desconocido a lo que conoce, del caos a la materia, de lo primitivamente nulo a Dios. Pero aun salvando este abismo sin fondo, todavía no podemos leer sin indignación unos sistemas filosóficos en que el hombre y Dios brotan de una fermentación inconsciente de la materia, lo mismo que de un lago hediondo una generación de reptiles. De los hornos de estos alfareros del espíritu no sale más que un Dios creado, amasado y cocido al mismo tiempo que el hombre, a quien éste puede tutear sin respeto, pues juntos han nacido y juntos se volverán a abismar en el sumidero universal, inerte, insustancial, tenebroso, impersonal &c. &c. &c. de la causa primitiva. En estos sistemas filosóficos Dios no existe. Al menos no es el Dios grande, personal, libre, de atributos infinitos, creado por la intuición universal del género humano, padre de todos los huérfanos, regazo de la esperanza, castigador que nunca ha resistido al arrepentimiento.
¿Y después de leer esto, aún pueden existir escritores como los señores Canalejas y Sanz del Río, que exijan como condición filosófica indispensable que a éstos sistemas se los aplauda o combata en una polémica exenta de pasión y con una crítica circunspecta y seria? ¡No! Caigan ante la desesperación de la razón ultrajada, que es el desprecio y la burla. Musa de la comedia, ¡inspira en mi alma algo del espíritu de Sócrates, pues si por término de mis aspiraciones inmortales he de ir a sumirme en la nada, cuando muera, al menos iré divertido maldiciéndola mientras viva!
VII
Recomiendo caritativamente al democratismo sui generis, de color de rosa, fantástico, utópico, platoniano del señor Castelar, las flamantes consecuencias de la escuela hegeliana.
Los dos fines opuestos de la doctrina de Hegel son dos abismos dignos del abismo de su principio. Si el árbol se reconoce por sus frutos, el germen de la idea de Hegel debe ser mortífero, pues después de desarrollado, ha producido dos jacobinismos, uno democrático y otro despótico más amargos que el acíbar.
El hombre considerado cosmológicamente, es para Hegel un átomo del Mundo-Dios; políticamente una parte del Estado-Dios, y particularmente el individuo es el Hombre-Dios. En el Mundo-Dios representan el mismo papel los individuos que piensan que los que pacen. En el Estado-Dios son mucho más felices los que pacen que los que piensan. Para Hegel no hay más individuo que el hombre colectivo, eterno, contemporáneo de sí mismo y de Dios con quien nunca debe perecer. De esta antropolatría o sea el culto del hombre colectivo, se deduce el autocratismo más ciego, más irracional y más desenfrenado que puede degradar a la especie humana. Así el hegeliano señor Eichborn, ministro del rey de Prusia, declaraba terminantemente en nombre de su maestro –«que al rey sólo pertenecía el derecho y el poder de regular la conciencia de sus vasallos.»– De este modo ese ser abstracto que se llama Estado es un gran cementerio en el cual los cadáveres mudan de fosa según la voluntad de su representante, el guardián enterrador.
Mas no se crea que del sistema de Hegel se deduce solo este ultra-Zarismo, completamente omnisciente y todo poderoso, pues en contraposición a estos afiliados de la extrema derecha, se han formado los jacobinos de la extrema izquierda, que destronando la antropolatría o el culto del hombre colectivo han formulado la autolatría o el culto que cada uno se presta a sí mismo. Habiendo dicho Hegel –«que Dios no es Dios sino porque tiene conciencia de sí mismo»– los montañeses de su escuela viendo que el hombre lleva en sí mismo esta conciencia han deducido la divinidad de cada uno. De este modo desde el Estado-Dios de la derecha en que el hombre es nada, pasamos al Hombre-Dios de la izquierda en que el individuo es todo.
Si no fuera por no escandalizar la susceptibilidad un poco exagerada de los lectores españoles, les haría una exposición del neo-hegelianismo. A pesar de que no sé como encontraría palabras para expresar tan repugnante espectáculo, pues si se me obligara a describir a Mesalina en algunas de sus posturas provocativas e indecorosas, solo se me ocurriría volver la cabeza y decir a mis oyentes «mirad si os atrevéis.»
En los Anales germánicos, eco de esta tropa de verdugos de todas las esperanzas humanas, se propusieron sus autores como objeto principal:
–«La extirpación y disolución del principio cristiano, y principalmente de las tres ideas primitivas que contiene, a saber:
1.º La idea de un Dios conocedor de sí mismo, y distinto del universo.
2.º La idea de un Cristo histórico.
3.º La idea de una continuación de duración personal después de la muerte.»
Estos demonios encarnados, que se llaman a sí mismos ángeles del último juicio, no reconocen otro Dios, fuera de la humanidad, que ésta degradante teoría: –«La NADA, que desde su tenebroso seno produce todo lo que es para reabsorberlo en su abstracción sublime.»– Ya estamos en pleno nihilismo panteístico.
Estos Eróstratos desbocados sin ansia de inmortalidad no solo pegan fuego al templo del cristianismo, si no también al deísmo, a la moralidad, al sentimentalismo. Strauss combate la personalidad de Cristo; Bauer quiere destruir la autoridad histórica de los evangelios; Feuerbach proclama el odio más desenfrenado contra la idea misma de Dios. El poetastro Herwegh desenvuelve los grandes principios de libertad e igualdad, conduciéndolos a la absoluta licencia y a la nivelación social. El profesor Wilhelm Marr enseña: –«que los dogmas de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma no pasan de cuentos de viejas»– y añade: –«¿Cuándo será el día en que no veré ya más esta moral trivial, esa virtud que me fastidia?»–Aunque no creo como el profesor Marr –«que la venganza es un acto de justicia natural»– creo que si él leyera a mi presencia semejantes baladronadas no podría dejar de tirarle el libro a la cabeza.
¿Qué diría el bueno de Hegel si por un momento se alzase de la tumba y presenciase las orgías de estos estupradores de todos los sentimientos vírgenes? ¡Con qué frases tan elocuentes negaría la paternidad de esos hijos adulterinos que talan implacablemente lo más frondoso y más rico de una inmortal herencia! Si Hegel no creía ni en Dios, ni en la virtud, ni en la esperanza, ni en la inmortalidad, al menos las dejaba morirse de muerte natural; pero sus impíos sucesores en su materialismo hidrofóbico e impaciente, parece que no pueden conciliar el sueño si no interceptan primero todos los caminos que puedan conducirnos a una vida futura. ¡Gloria a Hegel, no en las alturas, sino en las cuevas del Tártaro! El divinizador del hombre ha concluido por convertir a la humanidad en una piara de cerdos.
¡Fuera de mi vista, cantores con cítaras de mármol! Mientras que no llaméis a mi puerta en nombre de un Dios que remunera, de una esperanza que alienta, de una moral que eleva, de una inmortalidad que sonríe, y de esa virtud que os fastidia, estoy decidido a no daros audiencia, y a dejaros pasar la noche entre mis perros. ¡Vándalos del otro mundo! ¿Qué se han hecho en vuestras manos nuestras creencias y nuestras esperanzas? ¿Dónde está el Dios justo y benévolo, sabio y fuerte, que premia a los buenos y que castiga a los malos? ¿Cómo tenéis valor de presentaros a mi vista sin la esperanza de una vida futura y mejor continuación y complemento de esta, de una vida, en fin, de compensación, de eterna felicidad y de infinito desarrollo? ¿Con qué derecho pretendéis la aquiescencia de los hombres de honor, si empezáis por no respetar la libertad y la dignidad humanas? ¿Cómo pueden penetrar hasta nuestros cultos torneos los groseros que empiezan por fastidiarse de oír hablar de la realidad y de la belleza de la virtud, de esa única señora de todos nuestros pensamientos? En resumen: o entráis afirmando nuestras convicciones, disipando nuestras dudas, confirmando nuestras esperanzas, acreciendo el tesoro de nuestros consuelos y aumentando nuestro saber, o me veré precisado a dejaros pasar la noche entre los que piensan como vosotros, entre la traílla de mis perros.
¿Cómo podría yo escuchar con paciencia doctrinas que si se despertara Epicuro no podría leerlas sin vomitar?
Ramón de Campoamor