Juan Valero de Tornos
Estudios de administración pública
I.
Antes que la administración se elevara a la categoría de ciencia, existían indudablemente algunos principios generales para la buena gobernación del Estado; pero era necesario que se ordenasen, que las relaciones naturales fuesen positivas, que los principios generales se particularizasen a casos dados, que lo absoluto se trasformase en concreto; y para la realización de todo esto, y por la necesidad de realizarlo, apareció la administración que, como ciencia, no tiene historia, porque el día de su nacimiento está muy cercano todavía y su desarrollo no ha llegado aún a verificarse por completo.
Empezaremos por sentar que la administración es una ciencia y no una colección de sistemas, como equivocadamente han dicho algunos. Es una ciencia, porque contiene verdades absolutas y reglas fijas y constantes de universal aplicación a todos los pueblos y países; y si bien es cierto que no siempre un mismo sistema administrativo produce los mismos resultados, consiste esto en que los pueblos no están siempre preparados de la misma manera para recibirlo, y en que esta ciencia, lo mismo que todas las morales y políticas, que van a producir su efecto en el cuerpo social, no pueden ser responsables de la manera con que éste las interprete y obedezca sus prescripciones. Por lo demás, la administración es una ciencia; sus principios están íntimamente unidos entre sí y en su origen; y el que en el campo administrativo aparezcan diferentes sistemas, nada prueba en contrario, pues que en todos los ramos del saber humano, en política como en jurisprudencia, en filosofía como en medicina, se han intentado y se intentan diferentes caminos para llegar a la verdad.
La administración es una ciencia y una ciencia grandemente necesaria al individuo y a la sociedad; sin ella las relaciones entre los gobernantes y los gobernados no estarían bien deslindadas; serían arbitrarias y por consecuencia ocasionadas a abusos que siempre deben procurar evitarse en lo posible.
La administración provee a las necesidades públicas del ciudadano; procura que se cumplan las leyes; garantiza el orden; protege la seguridad de las personas y de las propiedades; auxilia a la autoridad judicial; vela por la salud pública; acude, en fin, a la satisfacción de tantas atenciones, que no puede menos de conceptuarse como indispensable a las naciones.
Como todo lo indispensable, la administración es también útil y presta a los ciudadanos multitud de servicios, sin los cuales no podría subsistir de la manera cómoda y segura que hoy lo hace. En la moderna sociedad, donde las necesidades se han multiplicado notablemente, donde el individuo atiende por sí a la realización de la mayor parte de los fines sociales, es necesario que exista un poder superior y directivo, que en la esfera de la administración, realice el derecho dando a cada uno lo que es suyo. La administración, que como poder gubernativo es sumamente útil, no lo es menos como objeto de estudio; porque si los que han de estar al frente de ella no la conocen, si los encargados en todas las categorías del poder administrativo, no comprenden los buenos principios de esta ciencia, es imposible que gobiernen bien: un gobierno, en la acepción puramente práctica de esta palabra, que no estuviera a la altura debida de conocimientos en la ciencia administrativa, ni podría cumplir con su misión, ni contribuir tampoco al buen régimen y consiguiente prosperidad del país a cuyo frente se hallase.
Suscítase por algunos publicistas la cuestión de si la administración constituye un verdadero poder o es una rama del poder ejecutivo: hay quien pretende, que pues que la administración, dentro de su esfera, es independiente, constituye un poder exclusivo que nada debe a los demás.
Para resolver convenientemente esta cuestión, es imprescindible, en nuestro concepto, anticipar algunas nociones de derecho público.
El poder es necesario a la sociedad, como la voluntad al individuo: no puede concebirse una reunión cualquiera de hombres sin que tengan un fin que cumplir, y no puede tampoco concebirse una sociedad que aspire a llenar un fin, sin dirección conveniente para conseguirlo: ahora bien; la sociedad existe y el hombre en ella tiene una misión que indefectiblemente ha de llenar; mas para hacerlo, necesita que exista una fuerza iniciadora, que no puede residir en todos, aunque todos deben ayudarla. Esta iniciativa parte del poder, sea quien quiera el que lo ejerza, porque el poder existe en todas las sociedades como un elemento de todo punto necesario.
Pero el hombre no realiza un fin exclusivo; tiene que atender a varios, y de la misma manera que esto es cierto, no lo es menos que el poder, uno en su origen, es múltiple en su forma, porque tiene que atender a todas las necesidades de todos, y estas son muy varias.
De aquí que el poder se subdivida: las divisiones que de él pueden hacerse, tienen más o menos importancia, según el mayor o menor número de atenciones que satisfacen, y por esta causa, y atendida la grande importancia de la administración, quieren algunos considerarla como un poder independiente.
Nosotros no podemos admitir esta opinión: bajo el punto de vista científico creemos que el poder es uno, y bajo el punto de vista práctico, atendido el mayor o menor número de las necesidades a que atiende, no podemos admitir más que tres grandes ramas del poder o sean los llamados generalmente legislativo, ejecutivo, dentro del cual consideramos la administración, y judicial.
Grandes y marcadas son las diferencias que separan a la administración de los poderes legislativo y judicial.
Del primero, para nosotros el más importante porque se deriva inmediatamente del talento, le separan límites marcadísimos, pues que el poder legislativo delibera y manda; la administración obedece solamente algunas de sus prescripciones; y decimos solamente algunas, porque el poder legislativo dicta todas las leyes y de estas solo una parte pertenece a la administración.
Cierto que la administración, algunas veces, delibera y dicta leyes puramente administrativas; es decir, que el poder legislativo general de por sí, cuya misión es dictar todas las leyes que rigen al país, se ocupa algunas veces en hacer y discutir las leyes relativas a puntos administrativos, y que confieren a la administración facultades propias; pero por esto no puede decirse que la administración tiene su poder legislativo, porque lo mismo podría decirse de la milicia, por ejemplo, cuando se hacen y discuten leyes militares.
Querer que el poder legislativo se transforme en tantos poderes diferentes como son los objetos a que se refiere, es un absurdo, porque el poder legislativo delibera y legisla para todos en las diferentes cuestiones en que es necesario, y la administración no constituye más que una parte de todas las atenciones que tiene el Estado.
Por consecuencia, el poder legislativo, tal cual debe considerarse, es decir, completo en toda su extensión, ocupándose en todas las materias, se distingue de la administración en que ésta obedece y aquél manda.
Las diferencias que la separan del poder judicial no son menos notables. Las atribuciones del orden judicial se limitan a la administración de justicia en los negocios civiles y criminales, sin poder ejercer más funciones que juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Aquí se ve de una manera terminante la línea divisoria entre el poder judicial y la administración activa; pero no sucede lo mismo con la administración contenciosa, porque ésta dentro de su esfera de acción, juzga también, y también hace cumplir lo que ha juzgado.
La diferencia entre la administración contenciosa y el poder judicial, está en que la primera entiende solamente en los negocios puramente administrativos, es decir, en aquellos en que la cuestión que los suscita sea debida a divergencia de opiniones, o contraposición en los derechos que crean tener, en un punto dado, el Estado y los particulares.
Estas diferencias que, teóricamente consideradas, se comprenden de una manera tan clara, suelen en la práctica presentarse dudosas, dando lugar a las competencias, cuyo estudio haremos más adelante.
El poder ejecutivo que es el encargado del cumplimiento de todas las leyes, ejerce sobre los demás la inspección justa y moderada que la Constitución le confiere, y cuida muy especialmente de que se cumplan las prescripciones de las leyes políticas y administrativas: he aquí por qué nosotros decíamos antes que la administración era una parte del poder ejecutivo.
Una vez probado que la administración es una ciencia necesaria y útil, réstanos definirla de una manera precisa y comprensible; para nosotros la administración es la ciencia que establece y precisa las relaciones que median entre los gobernantes y los gobernados.
Y no debemos confundir aquí la administración con la política: confusión lamentable, en la que se ha incurrido muchas veces y que siempre produce funestos resultados. La política, esa ciencia esencialmente variable, no puede ni debe arrastrar consigo a la administración; la primera, en último límite, tiene por objeto la acción de todos los poderes constituidos, obrando cada uno dentro del círculo de sus atribuciones, y esta acción, limitada al poder ejecutivo, es la administración: la política tiene necesariamente que variar, según las diferentes circunstancias porque el país vaya atravesando, y la administración no debe variar por completo sino modificarse para adelantar en su perfeccionamiento, marchando progresivamente con los adelantos morales y políticos, siempre con el fin de atender más completamente a los intereses sociales.
Y si es perjudicial que la administración como cuerpo de doctrina, vaya íntimamente unida a la política, pues que hay principios administrativos admisibles para todas las escuelas, más perjudicial es todavía que el personal que compone la administración pública sufra continuas perturbaciones, porque los funcionarios públicos, cuyos servicios han de ser útiles al país, conviene que tengan ilustración y doctrina teórica, pero necesitan práctica: necesitan garantías de seguridad en sus puestos, mientras los desempeñen con inteligencia y probidad: necesitan no estar expuestos a que los cambios políticos concluyan con los merecimientos de largos años y fatigas, para enaltecer e improvisar a otras personas que no tienen las mismas condiciones y que acaso comienzan su carrera por donde la concluyen los antiguos servidores del Estado. En los países en que la política no lo es todo, la administración adelanta y se perfecciona: bueno será no perder de vista esos ejemplos prácticos que, cuando son buenos, deben imitarse.
Entre la política y la administración, no puede ni debe haber una ligazón tan estrecha que la primera arrastre a la segunda; pero debe haber, sí, unidad de miras y analogía en los fines que ambas se propongan, porque sería un absurdo pretender que en una política liberal existiese una administración despótica y al contrario.
Es preciso que exista analogía, pues que la administración no hace más que ejecutar lo que la ley manda: querer lo contrario, sería suponer que para conseguir un fin dado son iguales todos los medios.
Sucede también con la administración lo que con el poder general; es una en su esencia y múltiple en su forma, según el objeto a que encamina sus esfuerzos. Así vemos que se nos presenta como activa y como contenciosa, como interior y exterior; únicas divisiones que en nuestro sentir son aceptables, pues que la de militar y civil que le da también algún distinguido publicista, nos parece poco pertinente, toda vez que la milicia, que en efecto no consiste solo en el arte de combatir y vencer a sus enemigos, sino en organizar y distribuir las fuerzas del ejército y la armada, no está encomendada a la administración, tal cual la tratamos, es decir, a la administración civil por excelencia, sino que lo está a un ramo especial del elemento militar, que se denomina así: Administración militar.
(Se continuará)
Estudios de administración pública
Pero prescindiendo de esta cuestión de detalle, cuya importancia es tan pequeña como nuestra opinión humilde, entremos a ocuparnos de la administración, como activa y como contenciosa. Se dice que es activa cuando obra por voluntad propia, ya sea dictando leyes, ya procurando su cumplimiento, ya fomentando por cualquier medio los intereses del país; es contenciosa cuando obra por medio de tribunales con su tramitación exclusiva y en asuntos puramente administrativos: de aquí nace lo contencioso-administrativo, cuyo procedimiento veremos más adelante, y cuya necesidad nos ha probado un distinguido publicista extranjero{1} con tales argumentos y razones que, como dice otro de nuestro país, presentarlos bajo otra forma, sería probablemente hacerlos perder su fuerza.
«Supongamos, dice, que no hubiera contencioso-administrativo: entonces, cuando el rey en virtud del poder que la Constitución le da de hacer los reglamentos necesarios para la seguridad del Estado, hubiera tomado una medida que perjudicara a los derechos particulares, habría o que prohibir toda clase de reclamaciones a los perjudicados, lo que sería una injusticia, o someter semejantes actos a los tribunales. Esto podría producir las consecuencias más desastrosas, porque hombres extraños a la administración pública y de miras tan estrechas a veces, que no se entendieran más allá de los límites de su jurisdicción, podrían detener la ejecución de una medida, de la cual dependiera la salud del Estado. Así en el caso de que el rey en su solicitud hubiera juzgado conveniente a la seguridad del Estado, y dado las órdenes para fortificar un pueblo abierto, si los propietarios de los terrenos que debían ocupar las nuevas fortificaciones se opusieran a la ejecución de la obra el gobierno se vería en la precisión de defenderse ante los tribunales, y en ellos, como nadie puede ser expropiado sino por causa de utilidad pública, debería ventilarse la cuestión de si las relaciones de amistad con los Estados vecinos hacían o no superflua semejante precaución. Otro ejemplo: pone el gobierno en acción la fuerza pública: una compañía mercantil contrata la obligación de dar todos los suministros al ejército, pero la cumple tan mal, que llega a faltar al soldado lo más necesario; de modo que el único medio de salvar al Estado, es la anulación del contrato hecho con la compañía. Pero si por el principio general de que todas las convenciones están bajo la salvaguardia de las leyes y de los magistrados, que son sus órganos, se sometiera este asunto a los tribunales y se arreglara a la forma de un procedimiento ordinario, todo se perdería, porque el ejército dejaría de existir mucho antes que el juicio estuviera definitivamente resuelto.
La ley suprema, la ley ante la cual todas deben callar, la salud del Estado autoriza al gobierno a constituirse juez en su propia causa, a anular él mismo el contrato que celebró, y a sustituir sin formas de procedimientos, abastecedores vigilantes y de buena fe a una compañía infiel o negligente. Ahora pregunto yo a los que rechazan la idea de lo contencioso-administrativo; y en los casos expuestos ¿sería racional obligar al gobierno a dirigirse a los tribunales? ¿se podría sin peligro para el Estado sujetarle a las formas lentas y solemnes de la jurisdicción ordinaria? No: en estas circunstancias y en otras muchas semejantes, es necesario para la instrucción y examen de esta clase de negocios un modo de proceder especial y particular, una especie de tribunal, que como el consejo de Estado se halle, digámoslo así, en el gobierno; que tenga su espíritu, y a veces su secreto, y cuya marcha rápida esté siempre de acuerdo con lo que exigen la seguridad del Estado y las necesidades de la sociedad.»
Decíamos también que la administración es interior y exterior; esta subdivisión se comprende con solo enunciarla: es interior cuando se ocupa de proveer a las necesidades públicas dentro del territorio; exterior cuando fuera de él verifica esto mismo.
La administración, una en su origen, múltiple en la forma de su aplicación, debe tener algunas cualidades generales para cumplir convenientemente con la misión que le está designada.
Diferentes escritores la han reseñado, nosotros la reducimos a dos, independencia y actividad: la primera le es grandemente necesaria, porque la administración tiene que cumplir un fin peculiar suyo, y todo el que esto tiene que hacer, necesita independencia; si se encontrase sujeta a extraños elementos podrían sobrevenirle obstáculos que la entorpeciesen en su marcha, lo que la desmoralizaría por completo, puesto que siempre debe obrar por voluntad propia: claro es que ha de ser también responsable de sus actos, puesto que todo el que ejecuta lo que se propuso tiene que serlo, porque los derechos y las obligaciones siempre son recíprocas.
La actividad es a la administración lo que es el aire a la vida, su primer elemento imprescindible; que la administración duerma y las naciones habrán de perecer, porque en esos conflictos sociales, que con frecuencia ocurren, es preciso, no solo la actividad individual, sino la del Estado, regularizada, obediente y pensadora, que por medio de la división del trabajo acuda a todas las necesidades, cumpla con todos sus deberes, y sin cansarse nunca, evite en lo posible el mal acaecido. Que ocurra una inundación, que una epidemia invada a un pueblo, que un conflicto económico cree una de esas crisis financieras que tantos males pueden ocasionar: que llegado uno de estos casos, deje la administración de ser activa, y entonces veremos que la miseria y el luto hacen presa en la nación que esto ocurra.
Estas son en nuestro concepto las dos grandes cualidades que la administración ha de tener; algunos publicistas añaden que ha de ser centralizada, y en este punto existen varias y diferentes opiniones: unos, absolutos partidarios de este sistema, le presentan como la panacea administrativa; otros por el contrario, dicen que con ella es imposible un buen gobierno.
Nosotros, y permítasenos no aceptar ninguna escuela radical, creemos que en ambos se exagera de una manera muy marcada.
La centralización no puede admitirse ni estudiarse como una cualidad que debe o no acompañar a la administración; la centralización constituye un sistema que puede aplicarse de una manera más o menos absoluta y según lo exija el imperio de las circunstancias; a veces es necesaria, a veces perjudicial e inútil, en los conflictos interiores, cuando la revolución y el trastorno social amenazan destruir el bienestar general, la centralización es necesaria para destruir de un solo golpe con mano fuerte los males que puedan sobrevenir; en otros casos, en el de una invasión extranjera, por ejemplo, la centralización sería absurda e imposible, puesto que para oponer aquella la conveniente resistencia sería preciso que la iniciativa partiera de diferentes puntos, según lo exigiesen las circunstancias y lo permitiesen las localidades.
Por regla general la administración debe ser suficientemente centralizada, para que la unidad nacional sea un hecho, y para que el Estado pueda entender en todo sin ser abandonado ni tiránico.
Al prudencial arbitrio de los gobernantes tiene que dejarse el aprecio y ponderación de las circunstancias que han de influir para que la centralización sea más o menos absoluta, y en este punto como en otros muchos es imposible determinar teóricamente y a priori la conducta que debe seguir un buen gobierno.
Hemos terminado lo que podíamos llamar prolegómenos administrativos, es decir, las nociones generales que juegan en todo, sin que puedan referirse a una parte más que a otra; pero cuyo conocimiento es necesario para estudiar de una manera conveniente la ciencia de la administración pública.
II.
Al emprender los estudios administrativos, no es necesario conocer las autoridades de este poder, su número, orden y atribuciones, y las personas, cosas y acciones sobre las que aquellos pueden y deben extender su acción.
Estudiaremos, pues estas autoridades según el orden de su categoría.
En las monarquías constitucionales, el rey es su primer magistrado: no podemos nosotros entrar a discutir aquí las diferentes formas de gobierno; este estudio no nos parece oportuno hacerlo ahora, porque tendríamos que entrar en consideraciones que reservamos para otro lugar; puesto que en el libro tercero, al ocuparnos del derecho público, trataremos con la detención posible esta materia.
En el tercero, pues, del derecho constituido y aceptando la forma de gobierno que hoy nos rige, decíamos que el rey era el primer magistrado de la monarquía; sus atribuciones son importantísimas y la Constitución del Estado, en su título 6.º, art. 42 y sucesivos, nos las hace conocer de una manera terminante; son los siguientes:
Promulgar las leyes, es decir, hacerlas conocer en todos los ámbitos de la monarquía: la promulgación no es más que la voz viva del legislador, no es ni puede ser el legislador mismo; el rey con las Cortes hace las leyes, pero el rey, solo como jefe supremo del poder ejecutivo, es el encargado de hacer que se conozcan y se cumplan.
Expedir los decretos, reglamentos e instrucciones para la ejecución de las leyes.– No puede racionalmente menos de admitirse como necesaria esta facultad en el poder ejecutivo, y siendo la más importante, racional es también que sea el rey, supremo magistrado, el que la tenga; los decretos y reglamentos son necesarios, porque las leyes, que siempre tienen que ser obligatorias, generales y estables, no pueden descender a los casos particulares ni a las minuciosidades que son imprescindibles cuando se desciende al terreno de la práctica, y porque sería absurdo pretender que en una ley general se pudiesen prever todos los casos: son, pues, imprescindibles los decretos, reglamentos e instrucciones para llenar los vacíos de las leyes, hacer_posible su explicación y aun legislar algunas veces. Porque efectivamente; en las monarquías constitucionales, donde las leyes se hacen en las Cortes con el rey y las cámaras no están unidas siempre ni siempre abiertas, puede suceder que mientras que estas se hallan reunir o suspendidas sus acciones, hay necesidad de legislar en alguna cuestión importante que no admite demora: entonces son necesarios los reales decretos, que después son presentados a la sanción de las Cortes, y cuya necesidad y consecuencia no pueden ser puestas en duda.
Los reglamentos y las instrucciones vienen a dar vida a las leyes y hacerlas posible en su aplicación. Como arriba hemos dicho, la ley no puede descender a las minuciosidades de la práctica y sin estas minuciosidades la ley es imposible: al poder ejecutivo corresponde moverlas y el poder ejecutivo es, por consecuencia, el encargado de dictar los reglamentos e instrucciones que crea necesarios.
Cuidar de que en todo el reino se administre pronta y cumplidamente la justicia.– Esta facultad puede considerarse como el corolario de la elevada dignidad del rey, representante permanente de la nación, que teniendo la atribución propia de promulgar las leyes, es natural presida a su cumplimiento, no solo en la parte puramente administrativa, sino también en lo judicial; puesto que como jefe del poder ejecutivo, ejerce sobre las demás la superior inspección que la ley fundamental le concede; y como en todas las leyes tiene participación más o menos directa, interés y hasta obligación debe tener en que se cumpla: en su nombre, pues, se administra justicia y él es el encargado de nombrar a los magistrados que han de administrarla.
Indultar a los delincuentes con arreglo a las leyes.– Esta facultad constituye para nosotros el más bello florón de la corona. La palabra perdón siempre es grata al corazón humano, y nada más hermoso que el que haya posibilidad en el supremo jefe del Estado para abrir el camino del arrepentimiento por medio de un acto generoso, al que algunas veces, más desgraciado que criminal y más irreflexivo que malévolo, cometió uno de esos delitos que ley no puede dispensar, pero que la misericordia algunas veces absolver.
Declarar la guerra y hacer ratificar los tratados de paz, dando después cuenta a las Cortes.– Siendo como es el rey el encargado de velar por la salud y seguridad del Estado, es lógico que sea el árbitro en declarar la guerra y hacer la paz. Razones de alta conveniencia política le dan atribuciones, porque solo el poder ejecutivo puede tener datos para graduar la importancia de los acontecimientos exteriores, y decidir el momento en que conviene declarar la ruptura con otra nación. Esto, no obstante, cuando las Cortes están reunidas, y sin renunciar a la facultad que la Constitución concede al rey, puede ser conveniente consultar la voluntad de la nación por medio de las cámaras, puesto que la importancia del acto es muy grande, y su interés tan general, que no puede dudarse, de que si bien necesita unidad en la acción, y por consecuencia unidad personalidad en la autoridad que dicta esta medida, es al propio tiempo muy provechoso al contar con el asentimiento general y el consejo de los hombres experimentados.
Disponer de la fuerza armada, distribuyéndola como más convenga.– En el estado político y social que hoy se encuentra el mundo, es imposible prescindir de los ejércitos permanentes. Tal vez cuando el imperio del talento y el adelanto y generalización de los conocimientos filosóficos, hayan producido una civilización más completa y mayor respecto a la propiedad y a la moral en todas sus manifestaciones, sea posible prescindir de ellos; pero hoy, cuando la Europa es militar, completamente militar, cuando vemos que no pocas veces la fuerza impera contra el derecho y las nacionalidades perecen oprimidas por la invasión extranjera, sería imprudente y peligroso querer prescindir de una institución indispensable que garantiza el orden en el interior, la independencia en el exterior, que es la base de la autonomía nacional, y que ha dado días muy gloriosos a la patria. Además, para que la industria, el comercio y las artes se desarrollen y prosperen, es necesario tener tranquilidad en el interior y respeto allende las fronteras de los mares, y esto, en el actual orden de cosas, sería imposible sin el ejército permanente.
(Se continuará)
——
{1} Heurion de Pausey, De l’autorité judiciare en France, tomo II.
Estudios de Administración Pública
El poder ejecutivo es el encargado de mantener el orden y la independencia nacional; por consecuencia, al poder ejecutivo corresponde disponer de la fuerza armada.
Dirigir las relaciones diplomáticas y comerciales con las demás potencias.– Las relaciones diplomáticas tienen una importancia grande, tanto legal como moralmente consideradas; el derecho de gentes, tal como hoy se conoce y estudia, ha venido a hacer del mundo la patria universal de la humanidad. Los derechos políticos y comerciales que entre las naciones se ventilan, importan grandemente a su independencia y su riqueza, y siendo como es el poder ejecutivo el encargado de velar por la seguridad del Estado y por el fomento de sus intereses materiales, a él y al rey en su nombre corresponde exclusivamente el dirigir estas relaciones.
Cuidar de la fabricación de la moneda, en la que se pondrá su busto y nombre.– Algunos publicistas, defensores enérgicos de la centralización y partidarios de que el Estado solo sirve de la seguridad de las personas y sus bienes, pretenden que el poder ejecutivo en nada contribuya para la fabricación de la moneda, y que se permita a los particulares acuñarla, sustituyendo esta ocupación una industria libre como otra cualquiera. Nosotros no podemos admitir esta opinión, porque en la práctica ofrecería dificultades y conflictos sin cuento.
Efectivamente; si hoy cuando el Estado es el único fabricante de moneda, cuando el falsificarla se castiga con penas tan severas, se observan sin embargo, falsificaciones en gran número, el día en que fuese potestativo en el ciudadano el dedicarse a esta clase de industria, las falsificaciones totales y parciales serían más frecuentes, porque el Estado no podría atender tan minuciosamente como sería necesario a que en todas las fábricas se cumpliesen las prescripciones legales.
Atendidas las razones expuestas y teniendo presente que al poder ejecutivo compete todo lo que sea procurar la seguridad de las personas y sus bienes, creemos que efectivamente la corona debe cuidar de la fabricación de la moneda.
Decretar la inversión de los fondos destinados a cada uno de los ramos de la administración pública.– El poder ejecutivo si ha de cumplir bien con su misión, tiene que estudiar las necesidades del país y proceder a su satisfacción de la manera que crea más acertada y conducente al fin que se proponga; pero no usa ni debe usar de esta facultad de una manera omnímoda: al contrario, tiene que subordinar su acción a determinaciones precisamente establecidas que adoptan las Cortes. Al efecto, forma los presupuestos que somete a la deliberación de las Cámaras, y arreglándose a ellos, provee a los gastos precisos, teniendo sin embargo algunas facultades propias, oportunamente consignadas, que le permiten cuidar de distribuir los fondos de la manera más conveniente a los intereses públicos. Materia es esta bastante importante, y ya nos ocuparemos de ella en otro lugar.
Nombrar todos los empleados públicos y conceder honores y distinciones de todas las clases, con arreglo las leyes.– Cuando en el artículo anterior nos ocupábamos de la independencia de la administración, decíamos que ésta había de ser necesariamente responsable. Siendo esto así, claro está que el poder ejecutivo, una de cuyas partes es la administración, ha de escoger las personas que crea útiles para el cumplimiento de las funciones a que las destina: nada tampoco más natural que el rey jefe del poder ejecutivo confiera los destinos y los honores de que se hagan dignos los buenos servidores del Estado; porque el poder ejecutivo es quien puede apreciarlos con datos exactos que por la naturaleza de su cargo debe poseer.
Nombrar y separar libremente a los ministros.– En las monarquías constitucionales, durante la lucha entre los partidos legítimos y las circunstancias porque pasa el país se hacen necesarios los cambios en la marcha política, y es indispensable a la corona esta facultad libre, libérrima, que en buenos principios de derecho público es innegable y de que con más extensión y más fundadamente nos ocuparemos más adelante.
Estas son las atribuciones que la Constitución confiere al rey y que a nadie puede delegarlas: pero el poder ejecutivo en general y la administración en particular, tienen otra multitud de atribuciones, en las que con facultades propias intervienen otras autoridades de la jerarquía administrativa, y de las que nos ocuparemos en el artículo siguiente.
III.
El poder ejecutivo en general y la administración en particular, tienen otra multitud de atribuciones, en las que, con facultades propias, intervienen las autoridades de la jerarquía administrativa.
En nuestros artículos anteriores hemos visto cuáles son las bases de la ciencia que venimos estudiando, y cuáles las atribuciones de la corona, como jefe del Estado y representante del poder ejecutivo. Tenemos, pues, necesidad de entrar a examinar el número, orden y atribuciones de todas las autoridades administrativas.
Se nos presentan en primer grado los ministros, que son los jefes superiores de la administración, los que bajo la inmediata inspección de la corona se ocupan en proveer a todas las necesidades del Estado.
La persona del rey es sagrada e inviolable, según la Constitución establece; porque supone y con razón, que todas las medidas que adopta son aconsejadas por sus ministros, y estos son por consecuencia directamente responsables.
La responsabilidad ministerial es necesaria en los gobiernos representativos. El modo de establecerla para que sea una verdad, es difícil de encontrar; pero el que haya dificultad en plantear los medios de hacerla efectiva, no es razón para dejar de consignar, no solo su conveniencia, sino su necesidad.
Siendo la corona irresponsable, constitucionalmente hablando, alguien ha de responder al país de las medidas que necesariamente se adopten en los diferentes ramos de administración y gobierno del Estado. Los ministros que en el sistema actual pueden aconsejar al rey lo que consideren conveniente, y retirarse si estos consejos no se aceptan, lo cual suele suceder en cuestiones importantes, deben llevar consigo la responsabilidad de sus consejos, escudando con ella la inviolabilidad de la corona. De admitir otro principio, habría que admitir en determinadas circunstancias la responsabilidad de la corona, y esto no puede ser con arreglo a la constitución.
Pero hay algunos casos en que el rey puede diferir de la opinión de sus consejeros, y por eso se ha consignado la prerrogativa constitucional de que pueda la corona nombrarlos y separarlos libremente. Por ejemplo, cuando ocurre un conflicto político que produce disidencia entre algunos de los cuerpos colegisladores y el gobierno, puede suceder que este aconseje a S. M. la disolución de las Cortes, y como en ocasiones acaso sería inconveniente llevar a cabo esa medida, la Constitución ha dejado a la sabiduría de la corona dirimir el conflicto, dejando de aceptar el consejo de sus ministros responsables y optando por la conservación de las Cortes. Este acto libérrimo en nada afecta a la irresponsabilidad del monarca, porque la responsabilidad del gobierno saliente llega hasta el instante de dejar el poder, y nace la del gobierno inmediato desde el momento que sustituye a su predecesor.
Es, pues, la responsabilidad ministerial absolutamente indispensable, no solo para que el país pida cuenta de sus actos propios a los consejeros de la corona, sino para cumplir el precepto constitucional que hace irresponsable la persona del rey.
Divídese toda la administración en España en ocho ministerios, que según el orden de su creación son los siguientes: Estado, Gracia y Justicia, Guerra, Hacienda, Marina, Gobernación, Fomento y Ultramar; a su cargo están todos los negocios públicos agrupados según su diferente índole. La división y separación de ministerios es necesaria, puesto que las necesidades crecientes y las atenciones que diariamente se multiplican, han hecho imposible que un solo centro administrativo entendiese de negocios tan multiplicados como heterogéneos; razones que unidas a otras de orden político, que en su día expondremos, nos obligan a creer y sentar que la división de ministerios es absolutamente necesaria. Subdivídense estos a su vez en grandes centros que se denominan direcciones y secciones, cuya enumeración creemos prolija e innecesaria; puesto que está al alcance de todos en las publicaciones oficiales.
Pero la administración no se nos presenta solo como general a toda la nación, sino que también está localizada en diferentes puntos, en los que, aunque relacionada con el centro común, disfruta de cierta independencia. De aquí los gobernadores de provincia, cuya autoridad, atribuciones y deberes se marcan por la ley para el gobierno y administración de las provincias recientemente publicada en 25 de setiembre de 1863. Considerando que esta ley es nueva, y que las variaciones que han introducido en algunos puntos son radicales, vamos nosotros a darla a conocer a nuestros lectores con la posible extensión, y sin que los excesivos comentarios que de ella hagamos venga a oscurecerla más que a aclararla.
Dice la ley en su título segundo, capítulo primero, ocupándose de la autoridad, nombramiento y sustitución de los gobernadores de provincia:
El gobernador será la autoridad superior en el orden administrativo y económico de cada provincia.
El secretario del gobierno, los jefes de Hacienda, el de la sección de Fomento y todos las demás de la administración estarán en cada provincia a las inmediatas órdenes del gobernador, sin perjuicio de las atribuciones propias que determinen los reglamentos de los respectivos ramos; pero en todos los casos deberán obedecer y cumplir las disposiciones de los gobernadores, cuando estos, bajo su responsabilidad, así se lo prevengan, después de que dichos funcionarios hubieron expuesto lo que consideren conveniente. Habrá además en cada provincia y a las órdenes del gobernador el número de empleados y subalternos que determinen las leyes y reglamentos.
El nombramiento de los gobernadores de provincia y su separación, se harán en virtud de Reales decretos acordados en Consejo de ministros y refrendados por su presidente.
Es incompatible el desempeño de las funciones de gobernador de provincia con el ejercicio de cualquier mando militar, excepto en casos extraordinarios previstos por las leyes.
Los gobernadores tendrán el sueldo que señale para este cargo la ley de presupuesto. Los que habiendo desempeñado anteriormente en propiedad un cargo público de superior dotación, reuniesen la circunstancia de haberlo servido por tiempo de dos años, o de ser o haber sido senadores o diputados a cortes en dos congresos diferentes, disfrutarán, mientras fueren gobernadores, el mayor sueldo que hubieren obtenido.
Para los efectos de este artículo, el mayor sueldo se entenderá, el personal, respecto a los funcionarios de las carreras que lo tuvieren señalado, el del destino, respecto a los que hubiesen desempeñado cargos que tienen dotación especial; el regulador respecto de los diplomáticos, y el que corresponde a empleos análogos en la península, respecto de los funcionarios de Ultramar.
Los gobernadores son los representantes natos del gobierno en todas las provincias, y se entienden directamente con los ministros, a no ser en los casos, en los que, con arreglo a las leyes, tengan que hacerlo con los jefes y corporaciones de la administración central.
Corresponde al gobernador de la provincia:
1.º Publicar, circular, ejecutar y hacer que se ejecuten en la provincia de su mando las leyes, decretos, órdenes y disposiciones que al efecto le comunique el gobierno, y las de observancia general que se inserten en la Gaceta de Madrid;
2.º Mantener bajo su responsabilidad el orden público y proteger las personas y las propiedades;
3.º Reprimir los actos contrarios a la religión, a la moral, o a la decencia pública, las faltas de obediencia o de respeto a su autoridad, las que cometan los funcionarios y corporaciones dependientes de la misma en el ejercicio de sus cargos y las infracciones en que incurran las sociedades y empresas mercantiles o industriales que están sujetas a la inspección administrativa.
4.º Proponer al gobierno todo lo que pueda contribuir al adelantamiento y desarrollo intelectual de la provincia y al fomento de sus intereses materiales en cuanto no alcancen sus facultades.
5.º Cuidar de todo lo concerniente a la sanidad en la forma que prevengan las leyes y reglamentos, y dictar en casos imprevistos y urgentes de epidemia o enfermedad contagiosa, las providencias que la necesidad reclame, dando inmediatamente cuenta al gobierno.
6.º Ejercer, respecto de los ramos de Gobernación, Hacienda y Fomento, la autoridad que determinen las leyes y reglamentos, y en la administración económica, provincial y municipal, las atribuciones que se le confieren por esta ley, y en general, por cualesquiera otras leyes, decretos, órdenes y disposiciones del gobierno en la parte que requieran su intervención;
7.º Vigilar todos los ramos de la administración pública en el territorio de su mando.
8.º Conceder o negar en el término de un mes, contado desde el día que se solicite, y oyendo previamente al Consejo provincial la autorización competente para procesar a los empleados y corporaciones de todos los ramos de la administración civil y económica de la provincia, por abusos perpetrados en el ejercicio de funciones administrativas. No será necesaria la autorización para perseguir los delitos de imposición de castigo equivalente a pena personal, abrogándose facultades judiciales, exacción ilegal, cohecho en la recaudación de impuestos públicos, falsedad de listas cobratorias, percepción de multas en dinero y los que se cometan en cualquier operación electoral.
También autoriza la ley a los gobernadores de provincia para suplir en los casos de irracional de senso la negativa de los padres.
Esta facultad concedida a los gobernadores, se opone de una manera directa a lo mandado en la ley de disenso paterno, dada en 20 de junio de 1862. El gobierno, conociendo esto, y después de haber oído al Consejo de Estado, propuso y obtuvo de S. M. la aprobación siguiente:
real decreto.
De conformidad con las razones que me ha expuesto el ministro de la gobernación, y a fin de evitar las dudas que pudiera ofrecer acerca de su origen el párrafo 10, artículo 10 de la ley, para los gobernadores de las provincias publicada en este día, Vengo en decretar lo siguiente:
Artículo único.– Sin embargo de promulgarse en esta fecha la ley para el gobierno de las provincias, se entiende derogado el párrafo 10 de su artículo 10, relativo al suplemento del disenso paterno en el matrimonio de los hijos, por la ley sancionada en 20 de junio de 1862.
Con la publicación de este Decreto quedó salvada una cuestión, al parecer insignificante, pero que en la práctica podía ocasionar grandes y numerosos conflictos, no solo en la administración de justicia, sino que también en el sagrado del hogar doméstico.
Las atribuciones de los gobernadores y las cualidades que deben adornar a estos funcionarios, son de grande interés para los pueblos; y de algunas de las primeras y de todas las siguientes, nos ocuparemos en nuestro artículo inmediato.
Estudios de Administración Pública
IV
En nuestro artículo anterior veníamos ocupándonos de los gobernadores de provincia, de las condiciones que deben reunir, y de las atribuciones que la ley les confiere.
Respecto a las primeras, solo se les exige el ser mayores de veinte y cinco años, procurando la ley al conceder esta amplitud a los gobiernos, que tengan la posibilidad de escoger aquellas personas que respondan mejor a los fines que el gobierno se haya propuesto.
El cargo de gobernador de provincia, es entre nosotros más bien político que otra cosa: y considerando esta como todas las consideramos en el terreno del derecho constituyente, no puede ser aceptable para nosotros el que unos funcionarios que están al frente de toda la administración de una provincia, se estén variando con facilidad y la frecuencia que hoy se hace. Tiene la administración local muchas atenciones y muchos deberes, que solo pueden cumplirse bien cuando se conocen las localidades, y éstas no pueden conocerse sin el transcurrir del tiempo y sin el trato de ciertas personas influyentes en ellas. La administración, como todas las ciencias que van a producir su efecto en la masa social, no puede aplicarse siempre de la misma manera; porque aunque los principios administrativos son siempre fijos, sus resultados son diferentes, según la condición de las personas y las cosas a quienes se aplican. Sería, pues, altamente conveniente que se viese en el gobernador de una provincia un alto funcionario administrativo en lugar de un empleado meramente político; nada más conducente para este objeto que el que a los gobernadores les exigiese para serlo o cierto número de años de servicio o el ser licenciados o doctores en la carrera de administración: mientras el ser hombre político sea una condición, con la cual se sirva para todo, la administración española tiene que resentirse de una manera muy notable.
Pero prescindiendo de estas cuestiones puramente de derecho constituyente, continuemos estudiando las atribuciones de los gobernadores de provincia.
Decíamos en nuestro último artículo que corresponde a los gobernadores de provincia, conceder o negar en el término de un mes, la autorización competente procesar a los empleados y corporaciones. Se entiende concedida la autorización cuando el gobernador, con audiencia del consejo provincial, remita el tanto de culpa al juzgado para que proceda contra algún empleado o corporación.
Si denegare la autorización, dará inmediatamente cuenta documentada al gobierno para que dicte la resolución que convenga, oído el consejo de Estado, sin que se coarte nunca la acción de los tribunales, los cuales podrán practicar en cualquier tiempo las diligencias necesarias para la averiguación del delito, pero sin dirigir las actuaciones inmediatamente contra el funcionario o corporación, sea decretando su arresto o prisión, sea de otro modo que le caracterice de presunto reo.
Pasado el mes sin que el gobernador haya negado la autorización, se entenderá concedida, y podrá el juez o tribunal dirigir las actuaciones contra el empleado o corporación.
Corresponde también al gobernador de provincia:
Publicar los bandos de buen gobierno y disposiciones generales que sean necesarios para el cumplimiento de las leyes y reglamentos, ajustándose en las correcciones que en ellas se establezcan a lo que prescribe el artículo 505 del Código penal.
Suspender, modificar o revocar conforme a las facultades que para cada caso le conceden las leyes, los actos de las corporaciones, autoridades y agentes que de él dependan.
Reclamar el apoyo de la fuerza armada que necesite.
Instruir por sí mismo o por sus delegados las primeras diligencias en aquellos delitos, cuyo descubrimiento se debe a sus disposiciones o agentes; entregando en el término de tres días al tribunal competente los detenidos o presos con las diligencias que hubiere practicado.
Imponer las multas discrecionales, cuyo máximo sea de 1.000 reales, a los individuos, funcionarios y corporaciones a que se refiere el párrafo 3.º del artículo 10, sometiendo los delitos y faltas distintas de las que menciona a la acción de los tribunales de justicia.
Solo podrán los gobernadores imponer multas mayores cuando expresamente estén autorizados para ello por las leyes o reglamentos.
La autoridad judicial procederá fuera de los casos que sobreentiende el párrafo y artículo antedichos a la exacción de las multas establecidas en las leyes, disposiciones generales, bandos y ordenanzas en la forma y por el juzgado que entienda en los juicios de faltas.
Aplicar en defecto de pago de las multas que imponga en uso de las facultades que le corresponden, el arresto supletorio en la proporción que fija el artículo 504 del Código penal hasta el máximo de treinta días.
Suspender en casos urgentes a cualquier empleado de Gobernación, Hacienda o Fomento, dando cuenta inmediatamente al ministro respectivo.
Enviar entre los diputados y consejeros provinciales y empleados civiles de real nombramiento, delegados temporales a los pueblos de la provincia, con el fin de conservar el orden público, o inspeccionar sin facultad resolutiva la administración municipal y cualquier otro ramo dependiente de su autoridad cuando tuviere noticia de abusos graves en que aquella o estos se cometan.
Los delegados no podrán gravar el presupuesto municipal ni el provincial con sueldos ni dietas; su residencia en el pueblo no excederá de sesenta días, ni tendrá lugar durante las elecciones ni en los cuarenta días anteriores a las mismas, a no ser en caso de epidemia declarada o de haber estallado algún desorden público de gravedad.
Dar o negar permiso para las funciones públicas que hayan de celebrarse en el punto de su residencia, y presidir estos actos cuando lo estime conveniente.
Presidir, cuando lo crea oportuno, todas las corporaciones, cuya inspección y vigilancia se le encargue por las leyes.
Dictar las disposiciones que considere oportunas dentro del círculo de su autoridad para el cumplimiento de las órdenes superiores y para la buena administración y gobierno de los pueblos.
Pasa en seguida la ley al capítulo 3.º, donde se ocupa de los recursos contra las providencias de los gobernadores, y responsabilidad de estos funcionarios y sienta:
Los gobernadores de las provincias podrán modificar o renovar sus providencias y las de sus antecesores, a no ser que hayan sido confirmadas por el ministerio respectivo, o sean declaratorias de derechos, o hayan servido de base a alguna sentencia judicial.
No podrán modificar o renovar por sí mismos las resoluciones que adopten acerca de su competencia, y concediendo o negando la autorización para procesar.
Los bandos dictados por los gobernadores en uso de la facultad que señala el párrafo 1.º del artículo 11, solo pueden ser revocados o modificados por la vía gubernativa.
Los gobernadores podrán variar o derogar sus bandos y los de sus antecesores cuando no hayan sido aprobados por el ministerio respectivo. Llegado este caso, corresponde exclusivamente aquella facultad al gobierno, que en todo caso puede ejercitarla.
Las providencias que recaigan sobre materias que puedan ser objeto de la vía contencioso-administrativa ante los consejos provinciales, solo serán reclamados ante éstos.
Las decisiones que versen sobre las demás materias, podrán ser renovadas o modificadas por el ministerio respectivo, salvo cuando los gobernadores obren en virtud de delegación especial de las leyes y reglamentos, en cuyo caso los asuntos se ultimarán ante las mismas autoridades.
Las reclamaciones que se susciten contra resoluciones por incompetencia o exceso de atribuciones, se decidirán siempre por el gobierno oído el consejo de Estado.
Lo dispuesto en el artículo anterior se entiende, sin perjuicio de lo que establece la ley electoral sobre los recursos contra las providencias de inclusión o exclusión en las listas.
Los gobernadores de provincia, bajo su responsabilidad, están obligados a obedecer las disposiciones y órdenes del gobierno que al efecto se les comuniquen por el conducto debido, sin que puedan ser responsables de su obediencia.
Lo anteriormente referido, se entiende con los empleados o agentes inferiores respecto al gobernador de la provincia.
No podrá formarse causa a ningún gobernador de provincia por sus actos como tal funcionario público, sin previa autorización acordada en consejo de ministros a propuesta del ministerio de la Gobernación.
No será necesaria la autorización para los delitos de imposición de castigo equivalente a pena personal, abrogándose facultades judiciales, exacción ilegal, falsedad en la lista electoral y percepción de multas en dinero.
Tampoco será necesaria la autorización para proceder contra los gobernadores de provincia, cuando estos no entreguen a los tribunales competentes, en el término de ocho días, las personas que sean detenidas de su orden con las diligencias que se hubiesen practicado. Se entiende concedida la autorización cuando el gobierno, oído el consejo de Estado, remita el tanto de culpa al Tribunal Supremo de Justicia para que proceda contra el gobernador.
Los gobernadores serán juzgados por el Tribunal Supremo de Justicia por todos los delitos que como funcionarios públicos cometieren.
Cuando el Tribunal Supremo de Justicia pidiere autorización para encausar a un gobernador de provincia, el ministro de la Gobernación acusará el recibo y pasará el expediente a informe del Consejo de Estado, el que evacuará la consulta en el término de dos meses. No por esto dejará el tribunal de practicar las diligencias necesarias para la averiguación del delito, pero sin dirigir actuaciones contra el gobernador, sea decretando su arresto o prisión, sea de otro modo que le caracterice de presunto reo.
Pasados tres meses sin que el gobierno haya negado la autorización se entenderá concedida, y podrá el tribunal dirigir sus actuaciones contra el gobernador.
Con la publicación de esta ley ha venido a llenarse en lo posible un gran vacío que hace tiempo se notaba en la administración pública: era muy necesario, como se dice muy oportunamente en el preámbulo de otra ley presentada a las Cortes, que la fuerza del poder central desterrase las fatales tendencias y el peligroso desconcierto nacidos de las leyes administrativas publicadas el año de 1823.
La que nos ocupa, examinada en sus tendencias generales, ha tratado, en nuestro concepto, de armonizar la libertad y el orden, procurando de este modo realizar el ideal científico de los gobiernos representativos.
Procura también la ley, en cuanto les es permitido por las circunstancias, uniformar la legislación administrativa, desterrando los fueros especiales, tan perjudiciales en el derecho administrativo como lo han sido y lo son todavía en el derecho patrio en general. No nos cansaremos nunca de decirlo: la unificación de nuestras leyes es una necesidad que se hace sentir cada vez más: el elemento histórico, única razón en que los fueros pueden apoyarse, tiene necesariamente que ceder ante las exigencias de la ciencia y las ventajas prácticas que representa la opinión contraria.
Pero prescindiendo de esta cuestión, de la que más adelante y con más detención nos ocuparemos, entremos a examinar los principios administrativos que en la ley de que nos ocupamos se consignan.
Trata la ley primeramente del nombramiento y atribuciones de los gobernadores, dejando a la libre elección del gobierno las personas que han de ocupar estos cargos, que puesto que necesitan poseer su confianza, no pueden menos de ser espontánea y libremente elegidos por él. Al tratar de su autoridad, y considerando que son la superior de la provincia, prescribe la ley que tengan cierta independencia, consecuencia inmediata de la jerarquía administrativa, y doctrina conforme con los buenos principios sentados por la escuela partidaria de la centralización justa y moderada; en sus atribuciones les confiere la ley las que juzga necesarias para el buen gobierno de la provincia, faltando únicamente, en nuestro concepto, que les prescriba más especialmente la necesidad de adelantar en los trabajos estadísticos, y la conveniencia de buscar la posible verdad en los datos que esta ciencia proporciona, porque en último caso es la que sirve de base a las demás.
La ley trata en el capítulo 3.º de los recursos las providencias de los gobernadores, y permitiendo el artículo 18 que puedan ser procesados sin que sea necesaria la autorización cuando cometen delitos consistentes en arrogación de autoridad judicial, exacción ilegal, falsedad en las listas electorales, o percepción de multas indebidas, viene, en nuestro concepto, a concluir con los abusos de la autoridad, procurando realizar la conveniente separación entre los poderes, evitando la inmoralidad administrativa y oponiendo un dique insuperable a la más odiosa de las coacciones, a la coacción electoral.
Aceptamos, por consecuencia, este principio que vendrá a hacerse inmejorable con la práctica, puesto que el inconveniente que algunos quieren hallar en la posibilidad que ahora existe, de que por causas falsas o ficticias sean procesados los gobernadores, desaparece ante la consideración de que, reconociéndose, como no puede menos de reconocerse la justicia e imparcialidad de nuestros tribunales, los gobernadores probarán plenamente su inocencia, cuando exista, y serán castigados cuando su conducta lo merezca; lo que a fuerza de repetirse acabará por convencer a los pueblos de que ni deben tolerar abusos, ni levantar calumnias que puedan ser de fatales consecuencias.
El espíritu, pues, de la ley que nos ocupa, es eminentemente liberal, y no puede negarse que ha procurado en lo posible progresar sin destruir, y mejorar conservando lo que sea todavía digno de nuestros adelantos.
Aceptamos, por consecuencia, la mayor parte de las doctrinas en esta ley sentadas, porque están en nuestro concepto conformes con los buenos principios de la ciencia.
Estudios de Administración Pública
V
Entre las materias más importantes que hemos de tratar, es sin duda una de las que más deben llamar nuestra atención la que va a ocuparnos en este artículo: la antigüedad de los ayuntamientos de España. La importancia política y administrativa que siempre han tenido; los servicios que en todas las épocas han prestado a la patria y a la causa de la libertad, son razones bastantes para que nosotros les consagremos con preferencia nuestro estudio. Para hacerlo de una manera provechosa, en una institución de la importancia de la que nos ocupa, es en nuestro sentir muy conveniente investigar su origen histórico, para conocer de este modo cuándo han nacido y cuáles han sido las causas que han determinado su existencia.
El régimen municipal se viene conociendo desde tiempos muy remotos en España; durante la monarquía Visigótica se conservó el municipio romano; renació después de la invasión Sarracena, renacimiento que se explica perfectamente por la necesidad que tenían los reyes de ocuparse principalmente en guerrear descuidando por consecuencia el gobierno interior y la administración de los pueblos y por la costumbre que de muy antiguo tenían estos de gobernarse por sí mismos.
Añádanse a estas razones el marcado interés que tenían los reyes de asegurarse en la posesión de las villas y lugares que habían conquistado, para lo cual les concedían fueros y franquicias, política que influyó muy directamente en la multiplicación de los municipios, los que sin embargo, y todavía por estas épocas, presentaban un carácter enteramente militar.
En el siglo XI es cuando los municipios se nos presentan con un carácter más administrativo y judicial que militar. El señor Sempere, erudito autor de la Historia del derecho español, nos ha dejado noticias muy curiosas acerca de las municipalidades españolas en los siglos medios.
Cree el señor Sempere que Toledo fue una de las ciudades donde se estableció primero el gobierno municipal, y cuya constitución sirvió de modelo para la de Córdoba, Sevilla, Murcia, Madrid y otras ciudades y grandes poblaciones.
El gobierno administrativo de Toledo estuvo confiado, desde los tiempos de don Alfonso VI en adelante, a tres alcaldes; uno mayor nombrado por el rey, al que en los tiempos primeros de la conquista se denominaba prepósito síndico juez y zafalnesdino; y otros dos ordinarios, que lo eran al mismo tiempo de alzadas de todo aquel reino hasta la frontera de los moros, debiendo venir a ellos las apelaciones de todas las villas, cabezas de partido de Castilla la Nueva pobladas afuera de Toledo.
De estos dos alcaldes era uno de los Muzárabes o vecinos antiguos que entendía puramente en la justicia criminal y juzgaba por el fuero juzgo; y otro de los castellanos o pobladores nuevos, que sentenciaban sus pleitos por el fuero de Castilla.
De las sentencias de estos dos alcaldes se apelaba al mayor del rey, que era al mismo tiempo el juez ordinario de la ciudad.
Había además de estos jueces cuatro fieles para el cuidado de los abastos, propios y demás ramos de policía, de los cuales no podían conocer los alcaldes, sino por medio de apelación; y unidos estos oficiales con otro llamado alguacil mayor, formaban el estado de justicia. Había, no obstante, además de estos, otros empleos civiles y militares, como el de los alcaides, alféreces, almojarifes, almotacenes y otros.
Los señores de justicia se reunían en juntas o cabildos para tratar de los asuntos referentes al bien común, a las cuales podían concurrir también los caballeros y ciudadanos y a estas juntas se llamaba ayuntamientos.
La constitución municipal de Córdoba era análoga a la anterior sin más diferencia que la de elegirse en ella un juez y mayordomos para la dirección y manejo de los propios.
Constaba el ayuntamiento de Sevilla de cuatro alcaldes mayores, un alguacil mayor, treinta y seis regidores mitad del estado de caballeros y la otra mitad del estado de ciudadanos; un alcalde de justicia y otro de la tierra, con el número competente de alguaciles, escribanos, porteros y otros ministros subalternos. Los cuatro alcaldes mayores, el alguacil mayor y los regidores los nombraba el rey; los setenta y dos jurados la ciudad y los seis alcaldes ordinarios el cabildo.
Para recompensar los servicios prestados por la Villa de Madrid, le concedió San Fernando en 1222 un privilegio, en el cual le prometía que sus vecinos pudieran elegirse los jueces y oficiales municipales que les parecieran convenientes, sin más restricción que la de remitir al rey la nota de los elegidos por ellos para la aprobación real; que quien no tuviera casa poblada, en esta villa con caballos y armas, no pudiera obtener oficios honoríficos; que el vecino cuyo caudal no llegare a treinta maravedises, pagase uno de contribución y medio el que no pasare de quince; que la recaudación y administración de aquella contribución estuviese a cargo de personas nombradas mitad por el rey y la otra mitad por el consejo con varias otras concesiones y gracias.
Pero el gobierno municipal tanto en la Villa de Madrid como en las demás poblaciones que hemos nombrado, empezó a modificarse poco tiempo después, en sentido menos favorable a la omnímoda y abusiva libertad que gozaban los pueblos. Don Alonso el XI hubo de nombrar más adelante para Madrid doce regidores perpetuos, y a esta y otras ciudades se dieran más adelante corregidores, que en Madrid se llamaron asistentes. Los regidores de nombramiento real eran también muchos en otras ciudades de España; tanto que por su número recibieron en algunas partes la denominación de veinte y cuatro.
Al fin la autoridad real logró alcanzar un gran predominio en el gobierno municipal de los pueblos, porque los corregidores y alcaldes mayores llegaron a eclipsar la influencia de los adelantados y alcaldes elegidos por los pueblos.
Don Alonso XI, generalizando la institución de los corregidores, magistrados de nombramiento real, cortó mucho las facultades de los concejos, que con la entrada del estado llano en las cortes habían crecido en exigencias y autoridad; mucho más lamentables, puesto que eran uniformes, tanto que cada ciudad, lugar o villa se regía por diferente fuero, aunque la costumbre generalmente establecida, consistía en el derecho que tenían los pueblos de nombrar cierto número de alcaldes con jurisdicción civil y criminal, un cabo de milicias y regidores en proporción conveniente, mitad del estado de los caballeros y mitad de los ciudadanos.
Proveíanse estos consejos cada uno por elección del pueblo hasta Alonso XI que, como hemos dicho, creó los corregidores, cuyas atribuciones no solo se sobrepusieron a las de los concejos, sino que les quitaron la mayor parte de sus prerrogativas. Sus sucesores continuaron haciendo una política de restricción para con los concejos; hasta los Reyes Católicos, que si bien se apoyaron en el elemento popular para acabar con el feudalismo, no quisieron tampoco posponer su autoridad y prestigio al de los pueblos.
Pero como desgraciadamente la mayor parte de los principios raras veces se mantienen en su justo medio, y en la mayor parte de los casos tienden a exagerarse, de aquí que el justo deseo de que los municipios no se extralimitasen en sus funciones se tornó con el tiempo en un marcado desprecio hacia los intereses de los pueblos y en una decidida tendencia a ahogar, no solo sus libertades, sino hasta el sentimiento de su nacionalidad.
Por eso hemos visto en nuestra patria esa famosa guerra de las comunidades, en las que un puñado de valientes opusieron un dique insuperable al valor y decisión de Carlos V, y en la que se probó una vez más que el pueblo español no puede vivir sin sus patrias libertades, ni sabe dejarse envilecer sin luchar siempre y conseguir las más de las veces la victoria.
Conocido el municipio en su origen, habiéndole acompañado en su desenvolvimiento en los siglos medios, nos abstenemos de continuar haciendo esta excursión histórica en la edad moderna, porque de ninguna aplicación práctica puede sernos su conocimiento. Bástenos saber que en el final de esta época se hizo la debida separación entre los poderes ejecutivo y judicial, quedando por lo tanto las atribuciones de los ayuntamientos reducidas a la parte económica y administrativa, y limitándose mucho las que antes tenían en la administración de justicia: en los últimos años de nuestra historia contemporánea los ayuntamientos han sufrido en sus atribuciones las alteraciones que la política en los diferentes aspectos que ha venido presentando, ha tenido necesariamente que imprimirles.
Tal es reducida a sus más cortas dimensiones la historia de los municipios de España y si siempre ha sido grande su importancia, en el actual orden de cosas, es decir, en los gobiernos representativos es todavía mayor, porque la política viene a prestar a esta institución el interés y la actividad que le son propias.
En los gobiernos representativos donde se procura que el equilibrio de los poderes sea una verdad, y donde el criterio liberal tiene una grande importancia, no puede prescindirse de la que existe en los ayuntamientos que en último caso no significan más que la administración del pueblo por el pueblo, principio liberal en política, conveniente en administración y aceptable en ambos conceptos.
Ya lo hemos dicho en otras ocasiones; la administración es general y local; en el primer concepto, atendiendo a los intereses generales de la nación, entiende en los negocios cuando ya el caso particular, causa de ellos, se manifiesta de una manera concreta e igual a los demás de su especie que en otros puntos se ventilan; en estos casos se comprende que la administración obre aún sin conocer las localidades donde ocurran los negocios, ni a las personas en ellos interesadas, lo que hasta contribuye a fomentar la imparcialidad de que siempre debe estar adornada la administración. Pero no puede hacer lo mismo cuando minuciosa y directamente tiene que atender a la satisfacción de las necesidades de los pueblos; y es racional que estos tengan administración propia y localizada, porque si tuviesen para ventilar sus controversias y arreglar sus negocios que acudir siempre al centro, la administración se tornaría lenta y perezosa.
De aquí la necesidad de los ayuntamientos, porque los pueblos tienen una vida propia y exclusiva que les origina necesidades a las que tienen que atender por sí; únese a esta consideración la fuerza de la tradición y la costumbre que de muy atrás tienen los pueblos de regirse con cierta independencia del poder central. Mantener esta independencia en absoluto o querer restringirla por completo sería imposible, y así es que se ha determinado por la ley que los concejales sean directamente elegidos por los pueblos, y el alcalde entre ellos por el gobierno.
Es decir, se ha dejado íntegra la iniciativa a los vecinos para que escojan las personas que han de administrarles, y se han moderado los extravíos que pudieran resultar de esta iniciativa con la saludable intervención del gobierno en el nombramiento de alcaldes.
Réstanos en estas materias manifestar que los ayuntamientos en el actual orden de cosas pueden ser, en casos graves, suspendidos por el gobernador de la provincia, el que está obligado a dar cuenta al gobierno de esta medida; pueden también ser procesados, pero se necesita que se conceda la autorización, la que solo podrá impetrarse y concederse cuando hayan cometido algún delito o falta en el ejercicio de sus funciones, pasando en todo caso la cuestión al tribunal competente.
También puede el gobierno aumentar y disminuir el número de ayuntamientos, pero para hacerlo, necesita en el primer caso instancia de los interesados y oír a la diputación provincial cuando el nuevo distrito que quiere formarse pase de cien vecinos en el segundo, y en caso de fusión de dos en uno o de separación de uno en varios es necesario también instancia y aquiescencia de todos.
En todos estos casos pueden suscitarse cuestiones relativas a aprovechamientos comunales, las que siempre se resolverán por la administración, dejando a los tribunales ordinarios el arreglo de las de propiedad.
Los alcaldes son los funcionarios más importantes de los ayuntamientos.
Los alcaldes poseen la facultad reglamentaria puesto que pueden y deben dictar órdenes e instrucciones para la buena ejecución de las leyes, esta facultad la tienen también los ayuntamientos en masa y tanto estos como los alcaldes pueden y deben ejercerla cuando la juzguen necesaria.
Tienen también los alcaldes obligación de atender a las primeras diligencias en los negocios criminales dando cuenta con la posible brevedad al juzgado que corresponda el pueblo que administren.
Tienen además cierta potestad coercitiva, es decir reprimen y castigan con arreglo al código las faltas que se cometen; las que no están provistas por aquel, pueden castigarlas con penas pecuniarias; no excediendo de 100 reales en los pueblos que no lleguen a 500 vecinos, 300 en los que pasen de 500 y 500 en los restantes.
En el ejercicio de este derecho deben los alcaldes ser muy parcos sin ser jamás débiles y cuidar más que en ninguno de sus actos, de que la más exquisita imparcialidad les presida siempre.
Pero como las exigencias de las localidades pueden veces influir en el mejor o peor acierto en el cumplimiento de sus deberes y como además son los alcaldes independientes, dentro de su esfera de acción, de aquí que sean responsables de las faltas o delitos que cometieron en el ejercicio de sus funciones, responsabilidad que puede hacérsele efectiva en todos los casos; pero para cuyo planteamiento es necesario impetrar del gobierno la competente autorización para procesarlos.
Pueden también sus actos ser suspensos por la autoridad superior respectiva; aun en casos graves puede el mismo alcalde ser separado o suspenso en el ejercicio de sus funciones; pero la providencia gubernativa en que se determine, no le priva de su carácter concejil.
Los tenientes de alcalde sustituyen a los alcaldes en sus ausencias y enfermedades y por delegación de estos pueden estar encargados de todo un ramo de la administración municipal.
Los pedáneos llamados alcaldes y que en nuestro concepto no son más que agentes administrativos están encargados de comunicar las órdenes y resoluciones del alcalde a los puntos más distantes del centro del distrito municipal.
Una última palabra acerca del derecho escrito en esta materia.
La ley de Ayuntamientos dictada en 8 de enero de 1845, no satisface hoy las exigencias de la ciencia, y abrigamos la esperanza de que pronto será sustituida con otra más adecuada y más conforme con los buenos principios del Derecho.
En nuestros artículos inmediatos nos ocuparemos de las diputaciones y consejos provinciales.