[ José Antonio Balbuena ]
Rectificación a un discurso del señor Posada Herrera
La firma que lleva el artículo que transcribimos después de estas líneas, nos escusa todo elogio, lo mismo sobre su oportunidad que sobre la ciencia que en él se encierra y el celo cristiano que en él se descubre. Tiempo hace que le teníamos en nuestro poder, y solo el deseo de que el sable del capitán general no le mutilase, nos ha hecho diferir su publicación hasta ahora, bien que no sabemos si saldrá mejor librado de las garras fiscales. De todos modos, nuestro respetable amigo el Sr. Valbuena sabe que honrará siempre nuestras columnas con sus artículos, tan bien escritos como doctos y oportunos.
Rectificación a un discurso del señor Posada Herrera
En la sesión del Senado celebrada en 7 del corriente, el señor ministro de la Gobernación pronunció un discurso, en el cual aventuró algunas ideas equivocadas que nos creemos en el deber de rectificar; porque el alto puesto que ocupa S. E., el talento y la instrucción que todos le reconocen, y la respetable Asamblea ante la cual fueron emitidas, son otros tantos motivos para que se las atribuya una exactitud de que carecen enteramente.
Para probar al señor marqués de Miraflores y al Senado la inconveniencia de una reforma en la enseñanza, el señor ministro adujo el ejemplo de Leibnitz, y aseguró «que sin su espíritu filosófico no conocería el mundo el cálculo infinitesimal.» Esta aseveración, no solo atribuye a Leibnitz la invención de dicho cálculo, sino que se la atribuye de una manera exclusiva. Ahora bien: el Sr. Posada Herrera, matemático y profesor que ha sido de esta ciencia en la Universidad de Oviedo, no puede ignorar la controversia agitada entre Newton y Leibnitz, sobre cuál de ellos era el inventor del cálculo infinitesimal, y que la Sociedad real de Londres, a la cual el segundo se había también sometido, decidió en favor del primero. Se quiere por muchos atribuir este fallo al espíritu de nacionalidad, tan exaltado en los ingleses y tan contrario al sentimiento de justicia; pero lo que verdaderamente creyeron entonces y creen hoy todas las personas imparciales y sensatas, es que ambos deben ser tenidos por inventores, porque cada cual, sin tener noticia de los trabajos del otro, llegó por diferentes caminos a tan importante descubrimiento. Así, no puede menos de parecer temeraria e inexacta la afirmación del señor ministro: «sin el espíritu filosófico de Leibnitz, no conocería el mundo el cálculo infinitesimal.»
En seguida S. E. tuvo a bien citar un autor, olvidado ya y desconocido generalmente, sin embargo de ser contemporáneo, Hoene Wronski. Esta cita le convenía tanto mejor para defender su tema de libertad absoluta para todas las ideas, cuanto que Wronski era un ardiente panegirista de la filosofía alemana, que tantos partidarios e intérpretes cuenta en nuestras universidades, y además, y por consecuencia, enemigo del catolicismo, según acreditó bien cuando, cansado de ser escritor científico, se metió a escritor religioso.
Pero ¿de dónde ha tomado el Sr. Posada Herrera estas especies? ¿Qué es lo que le hace mirar a Wronski como un nuevo profeta y calificar de un modo tan lisonjero sus producciones? S. E. nos permitirá que intentemos dar contestación a estas preguntas.
Ya hemos dicho que el Sr. Posada Herrera ha sido catedrático de matemáticas en la universidad de Oviedo, y es sumamente probable que el libro de texto fuera el tratado de Vallejo. En el prólogo de esta obra se contiene una noticia, bien que muy incompleta, de los escritos de Wronski, a quien se pretende hacer muy superior a los matemáticos del instituto francés Laplace, Lagrange, &c.; siendo la razón de tan marcada superioridad, el que estos no conocían la filosofía trascendental (la de Kant), en la cual estaba aquel perfectamente impuesto. Además, en la edición de 1841 aparecen unas notas tomadas del Diccionario de Montferrier, en las cuales, si bien no se trata ya de una refundición completa de la ciencia, en que antes creían los admiradores de Wronski, se habla de este con grandes elogios, y se le atribuye una victoria completa en su polémica con el instituto. Pues bien: con esto hubo bastante para que el Sr. Posada Herrera hiciese ante el Senado el elogio de Wronski, e implícitamente el de la filosofía alemana que es el alma de sus escritos, y a la que se atribuye el poder de hacer adelantar inmensamente las ciencias matemáticas.
No sabemos lo que los señores Senadores habrán juzgado sobre el particular; lo que sí sabemos es que tales afirmaciones son enteramente gratuitas, y están en desacuerdo con los hechos.
D. José Mariano Vallejo creyó con demasiada facilidad que «quizá no estaba lejos el día en que las matemáticas variaran enteramente de aspecto,» lo cual debía suceder merced a la introducción en su estudio de la filosofía alemana. El creyó en las promesas de Wronski, no por sus obras, que confiesa no haber entendido, (lo cual nada tiene de extraño, pues tampoco las entendieron sus adversarios del instituto, ni quizás el autor mismo), sino, ya por el interés que despierta todo lo que es nuevo y atrevido, ya por ver que se las había con Laplace y Lagrange, matemáticos de primera línea, que hablaba de ellos con desprecio y se atribuía una fácil victoria. El Sr. Vallejo experimentó un vivo deseo de conocer la filosofía alemana a que se debían resultados tan brillantes, quiso, como él dice, penetrar sus misterios... profundizar arcanos tan recónditos, y encargó a algunos de sus amigos que la estudiaran con cuidado, sin sospechar que esta filosofía dejaría muy mal parada a la de Locke, Condillac y Destutt-Tracy, que él califica de útil y sabia doctrina, y en la cual se jacta de haberse imbuido bien antes de escribir su obra. Más tarde apareció el Diccionario de matemáticas que ya hemos citado, y en él algunos elogios de Wronski, aunque seguramente más tibios que si esta obra se hubiera publicado en 1811. Pero, ya se ve, cómo podía ser menos, Mr. Montferrier, su autor, era pariente muy inmediato de Wronski, quien tal vez escribiría algunos artículos, y esta circunstancia, que probablemente fue ignorada del Sr. Vallejo, quita todo valor sobre el particular a las apreciaciones del Diccionario.
Lo que sucedió fue, que al llegar el año de 1841 y hacer la cuarta edición de su obra (aritmética y álgebra), el Sr. Vallejo, que sobre la palabra de Wronski había anunciado un cambio radical en las matemáticas, se encontró la ciencia en el mismo estado que treinta años antes cuando la edición primera, y así se limitó a reproducir esta y las demás posteriores, con las adiciones que le parecieron oportunas. Si acaso, como es natural, trató antes de saber qué había sido de Wronski y sus desmedidas pretensiones, para ver de atemperar al resultado de ellas su obra, se encontraría con que había dejado de escribir sobre las matemáticas, escribiendo en cambio mucho, y no con mejor fortuna, sobre la política, la filosofía y aun la religión, que todo lo quiso enderezar y reformar este nuevo D. Quijote. El Sr. Posada Herrera atribuye el ningún éxito que obtuvieron sus obras a que «no acertó a formular en lenguaje claro las notables consecuencias que obtuvo de la filosofía alemana en favor de las ciencias matemáticas.» Sobre este punto recordaremos al señor ministro los siguientes versos de Boileau, que encierran una sentencia cuya exactitud no hemos visto nunca desmentida:
«Ce que l'on concoit bien s'enónce clairement
Et les mots pour le diré arrivent aisement.»
Pues qué, ¿no conocía Wronski el idioma francés? Sin duda, como lo acreditan sus obras y el haber pasado en Francia la mayor parte de su vida. Y en este caso, ¿como puede persuadirse el Sr. Posada Herrera ni nadie, que no acertara a formular en lenguaje claro sus proposiciones, si eran claros y seguros los juicios que quería expresar en ellas? Fuera de esto, ¿no tienen las matemáticas su lengua propia, que es el álgebra, como Mr. Montferrier (por cierto que plagiando un párrafo de Condillac) asegura en su diccionario. Pues el álgebra todos los matemáticos la entienden. En cuanto a la esperanza que manifiesta S. E. de que estas obras sean rehabilitadas «con el progreso de los tiempos» y se encuentren en ellas grandes ventajas no sabemos que esto haya sucedido nunca con obras científicas, si bien es verdad que ha sido muy frecuente con las literarias, de lo cual es buena prueba El Paraíso Perdido. Hoy menos que nunca, cuando apenas brota una teoría, una sola idea nueva, se lanzan sobre ella mil y mil inteligencias poderosas, ávidas de verdad y de progreso, hoy tenemos por imposible que se rehabiliten obras científicas que una vez hayan caído en el polvo y en la oscuridad.
El señor ministro nos promete grandes resultados para las ciencias matemáticas del espíritu filosófico moderno, más claro, de la filosofía alemana que es de la que se trata. Pero esta ¿no es una filosofía anticristiana? Todo el mundo lo sabe, y tenemos acerca de ello el testimonio de uno de sus pontífices, Schelling, que dijo «la filosofía de nuestros días se halla hoy en una situación tal que, por más que prometa un resultado religioso, nadie se le concede.» Pues bien: precisamente los grandes hombres que más han hecho adelantar las matemáticas, han sido sinceramente religiosos y cristianos. Citaremos a Kepler, Descartes, Leibnitz y Newton. El primero, enriqueció a la ciencia con la admirable invención de los logaritmos, cuya importancia no puede ser demasiado encarecida, y vea el señor ministro las palabras, que con la piedad más sencilla y más tierna escribe en el prólogo de su obra, dirigiéndose a los lectores. «Interim, hoc brevis opúsculo fruamini, Deoque opifici summo, omniumquae bonorum opitulatori, laudem summam et gloriam tribuite.» De Leibnitz, sabio universal y profundó, citado por el Sr. Posada Herrera en apoyo de su tesis, y aun aproximado por él a la filosofía de Kant y de Wronski, son bien conocidos sus sentimientos cristianos, y aún casi podemos decir católicos, sobre todo después que se ha descubierto su obra Systhema theologicum. A Newton nadie ha podido acusarle de irreligioso, y ahí está su comentario sobre el Apocalipsis para probar que creía en la verdad e inspiración de los libros santos.
Finalmente, vamos a citar al Sr. Posada Herrera otro escritor contemporáneo de Wronski y también nuestro, pues falleció en 1855, a Gauss, al grande Gauss, al hombre a quien Laplace llamaba el primer matemático de la Europa y del mundo, cuya obra Theoria motus corporum cœlestium se halla a la mano en todos los observatorios, y su publicación hace época en la ciencia astronómica. Sus primeros escritos parecieron también oscuros, pero ¡qué suerte tuvieron tan diferente de los de Wronski! fueron comprendidos y estimados, y sus fórmulas adoptadas universalmente. Y, sin embargo, no sabemos que este grande hombre hubiera hecho especial estudio de la filosofía llamada transcendental, ni que le sirviese para sus investigaciones y resultados.
En resumen: la filosofía que se intenta patrocinar contra la fundada alarma de muchos padres de familia, y también, como vemos, de algunos hombres de gobierno, cuando no sea una rémora para las ciencias matemáticas, en razón de que consume en vagas, y alguna vez absurdas abstracciones, las fuerzas del entendimiento, y más aun por el desprecio que engendra hacia las verdades religiosas, fuente de toda moral, y enemiga del desorden que a su vez es incompatible con todo estudio y mucho con este; cuando no sea, decimos, una rémora, por lo menos no puede suministrarlas medio alguno de perfección y de progreso. Las invenciones más fecundas y, por decirlo así, más culminantes se hicieron antes que esta filosofía viniese al mundo, y en los adelantos realizados después no ha tenido participación alguna.
No intentamos analizar lo restante del discurso del señor ministro, pero sí diremos que nos ha parecido muy extraño oír a una persona tan capaz y tan experimentada en el arte de gobernar como S. E., asegurar que «contra el espíritu de los tiempos no se puede nada, absolutamente nada.» El espíritu de los tiempos nunca es más que el de una parte de los hombres que viven en ellos: otros tienen un espíritu diverso y aun contrario, y apoyándose en ellos con los inmensos recursos de que dispone un gobierno, puede, con más ó menos trabajo y constancia, prevalecer contra el espíritu de los tiempos. Así es que la historia, por muchos capítulos, convence de inexactitud a S. E. Ejemplo: ¿alcanzan hoy mayor boga las doctrinas irreligiosas e impías que alcanzaban en el siglo XVI las protestantes? No, seguramente. Pues en España empezó a germinar, y no poco, el protestantismo que era el espíritu de los tiempos, pero hubo un hombre, Felipe II que se decidió a luchar con él, y le sofocó, y le extirpó, y no se volvió jamás a ver en esta noble tierra. En Francia, después de las sangrientas guerras de la liga, el espíritu de los tiempos, si no era el calvinismo, era por lo menos la tolerancia consignada en el edicto de Nantes, pero Luis XIV, revocando este edicto, declaró también la guerra al espíritu y quedó vencedor de él: el protestantismo no hubiera vuelto a Francia si más tarde la revolución no le abriera de par en par las puertas. Pudiéramos aducir otras muchas pruebas, pero viniendo a nuestros mismos días, por los años de 48 y 49 todo el mundo parecía convencido de que el socialismo era en Francia el espíritu de los tiempos, y allá Mr. Thiers, con haber publicado tan oportunamente su libro De la propiedad, hablaba de trasladarse a América, «porque aquí, decía, os lo aseguro, tendremos la república roja;» pero en donde nadie lo esperaba, en el presidente de aquella república se descubrió un hombre de resolución y energía que supo luchar y vencer al socialismo, el cual sin duda no cree el señor Posada Herrera que sea ya hoy el espíritu de los tiempos. También aquí sucedió por entonces una cosa parecida: un hombre resistió a la revolución, y el espíritu de los tiempos nada pudo contra él. Si más tarde, y después en otras ocasiones, este hombre ha sido derribado del poder, lo ha sido, mejor lo sabrá S. E., por otros espíritus muy diferentes.
El señor ministro piensa que ninguna influencia tienen los profesores sobre el ánimo de sus discípulos; que el querer inculcarles ciertas doctrinas no logran más que irritar sus sentimientos y decidirles a seguir las contrarias; pero esta opinión de S. E. nos parece la mayor paradoja que ha podido oírse en un Parlamento, y contra la cual protestarán todos los que hayan asistido alguna vez a las aulas. Todo discípulo bien nacido y bien educado contrae hacia su maestro un sumo respeto, y un cariño entrañable que no se extingue en toda la vida. Estos sentimientos le disponen para recibir como artículos de fe las máximas de su maestro; y frecuentemente se les oye después de muchos años repetirla con énfasis. ¿Qué sucederá si esta máxima son de las que halagan las pasiones de los jóvenes? Aquí está el mayor y más inminente peligro. Nadie duda que la viva voz, sobre todo de una persona que tiene cualidades para hacerse oír con gusto, impresiona infinitamente más que la lectura de libros o periódicos, y que estos no pueden contrarrestar el mágico poder de la palabra. Si se quiere hacer algo en bien de la patria y de las generaciones futuras, es menester empezar por reprimir todo ataque al principio religioso, y muy particularmente, como insinuaba el señor marqués de Miraflores, los que pueden recibir en la enseñanza. Pero ¡ah! hace ya tiempo que la revolución, nuevo Eolo, apartó desdeñosamente a un lado la montaña que con su peso comprimía los vientos de la soberbia y de la rebelión, y ahora los gobiernos consumen inútilmente sus fuerzas en apaciguar las tempestades, obstinándose en no volver a echar sobre ellos la pesadumbre de esta montaña, es decir, de la Iglesia de Jesucristo. Pues bien; nosotros les repetiremos aquellos versos del primero de los poetas latinos.
Ni faciat, maria ac terras coelunque profundum
Quippe ferant rapidi secum verrantque per auras.
J. A. Balbuena, Lectoral de Vitoria.
16 de febrero de 1866.