Revista Ibérica
Madrid, 15 de octubre de 1861
Tomo I, número I
páginas 52-58

Francisco Fernández González

Plan de una Biblioteca de autores árabes españoles,
o estudios biográficos y bibliográficos para servir
a la Historia de la Literatura arábiga en España

Prólogo

En los momentos que la raza semítica se presenta espirante a los ojos de la política y de la historia, aportillados sus baluartes en Turquía y Marruecos, domeñada en la Argelia, reprimida en Siria, detenida en sus progresos por la predicación de los misioneros cristianos a las orillas del Níger, muerta en su influencia en los destinos de Europa; el genio ario e indogermánico depone sus antiguos rencores, y sobre el lecho de muerte de esta hermana mayor de la humanidad, olvida por un instante sus extravíos para recordar sus virtudes, y los días que le tendiera la mano para llevar a cabo la obra de su regeneración social, y las enseñanzas útiles que le prestara, y los grandiosos monumentos que harán siempre veneranda su memoria a los amantes de la civilización. Las épocas históricas anteriores, la antigüedad y la edad media, [33] se han iluminado al sol vivísimo que radia del Oriente, agotada la energía de sus antiguos pueblos por sus inmensas producciones, los ancianos padres de nuestra cultura han derechos a nuestro agradecimiento, que, si olvidados en el egoísmo de la vida exterior de las sociedades positivas, toman nuevo valor a los ojos de los estudios literarios y filológicos, fieles aunque incompletos archivos del pensamiento de la humanidad. Y nuestro siglo que tiene una actividad desmedida, en que los obreros de la inteligencia se han multiplicado extraordinariamente, por el aumento de la riqueza y la emancipación del trabajo físico, siglo en que la obligación de la laboriosidad es el deber más imperiosamente grabado en la conciencia de los hombres, en que hay adalides para todas las nobles causas, representantes de todas las grandes ideas, y hombres dispuestos a la ejecución de todo elevado pensamiento en la esfera de lo intelectual y lo moral, el orientalismo, la gratitud al pensamiento primitivo, se ha organizado definitivamente como se han organizado la arqueología y la etnografía, como se constituyen los partidos económicos y políticos, en que los hombres al servicio de las ideas, que para ellos simbolizan verdades, ofrecen el sacrificio de su personalidad e intereses.

En todos los países donde se encuentra potente la cultura, en Inglaterra, en Alemania, en Francia, hasta en la desgraciada Italia se han establecido sociedades orientales para la realización de este generoso pensamiento, y los gobiernos y los particulares han competido en favorecer una grande obra en que van envueltos los intereses más legítimos de la familia humana. Sólo nuestra patria querida que tan brillante lugar ocupara en el siglo XVI en el cultivo de los estudios orientales, y qué debió en el siglo pasado a la protección de [54] un ilustrado monarca un verdadero renacimiento en los estudios arábigos, se encuentra ¡mal pecado! a consecuencia de las discordias civiles que han desgarrado su hermoso país, rezagada en el movimiento europeo, falta de este linaje de asociaciones garantidas y protegidas por los poderes públicos.

Y sin embargo, el orientalismo bajo la forma hebrea y principalmente arábiga ha penetrado en el carácter del pueblo español, dejando impreso su sello con carácter fidelísimo en su grandiosa historia, en sus costumbres, en su habla y hasta en los elementos de su sangre. El pueblo español es el único entre los pueblos europeos, que conserva con mayor pureza el fervor oriental del sentido religioso, con la energía de los hijos de los patriarcas del desierto, con el horror de los hijos de Judá a las separaciones y divisiones de las modernas Samarias. Nuestros trajes antiguos nacionales, la disposición de nuestras moradas, las operaciones de nuestra industria, nuestros sistemas de pesos y medidas, hasta los utensilios vulgares tienen una analogía sorprendente con los empleados por los árabes, semitas y berberíes del otro lado del Estrecho; nuestro idioma tiene un octavo de sus dicciones que comprenden objetos referentes a todas las relaciones de la vida, desde las materias de alimentos hasta la administración municipal, y nobilísimas familias españolas, Granadas, Benegas, Zegríes, Mazas, Benjumeas, Benabides y Barruetas, vástagos son de ilustres gentes árabes, mogrebinas y africanas por cuyas venas corre la sangre de los antiguos sultanes de Granada, Córdoba y Sevilla, y de los príncipes berberíes de Al-Magreb.

En nuestro país son escasas las escuelas de lenguas orientales, ni existen sociedades para su cultivo, ni imprentas con [55] los tipos indispensables para generalizar su estudio. Y es evidente que para los pueblos de España el clasicismo oriental o sean los estudios clásicos del árabe y del hebreo, ocupan un lugar muy superior al del helenismo clásico en las literarias indagaciones. El español como europeo, como formando parte de la sociedad de pueblos que se extiende desde los Urales al Océano Atlántico, mirará en Grecia y Roma las civilizadoras comunes del Occidente; pero como habitante de la Península Ibérica recordará con placer los tiempos en que franceses e italianos acudían a beber ilustración y ciencia en las escuelas de Andalucía. ¡Tanta es la importancia que tiene para nosotros el estudio de estas lenguas doctas y con especialidad el del árabe! Nuestro idioma ha recibido de los árabes algunos miles de palabras, modos de hablar elegantes y graciosos, riqueza sintáctica y variedad de conjunciones y artículos; nuestra aritmética, numeración, nuestra literatura fábulas y enseñanza, y hasta combinaciones métricas, y un gran número de pueblos y ciudades, una historia que ignoran o una gloria que desconocen. Albacete, Játiva, Murcia, Toledo, Córdoba, Granada, Sevilla, Guadix, Almería, Madrid, Badajoz, hasta pueblos de menor fama{1} cuentan con una serie de hijos ilustres bajo la época árabe, cuyos nombres, si olvidados hoy en su suelo natal{2} resuenan todavía en [56] las escuelas de Damasco, Ispahan, Basora, en las remotas regiones del Oriente.

Y es notable que mientras los extranjeros menos interesados que nosotros por cierto en la exhumación de nuestro glorioso pasado se dedican a desenterrar monumentos de nuestra historia protegidos por sus gobiernos, que alientan la publicación de instrumentos propios a ilustrar la tan desconocida dominación arábiga en nuestra patria durante la edad media, nuestros orientalistas experimenten la indiferencia o el desden de sus compatriotas que han dejado morir a Conde en el olvido y en ultimada pobreza, llegando al extremo la postración de estas aficiones en nuestro país, que en época no muy lejana un distinguido orientalista español ha tenido que escribir en extraño suelo y en extranjera lengua para evitar el escollo, que ofrecen en nuestro país a esta clase de publicaciones, las malas pasiones o la indiferente apatía.

Es verdad que contra este olvido de los deberes de España en punto a orientalismo protesta la proverbial hidalguía de su genio, y el rubor cubre la noble frente de sus hijos, que nunca venciera espada en cuestiones de honra; mas esta noble protesta debe formularse en algo más que vano sentimiento, para que unidos en noble cruzada todos los cultivadores de las letras, realzando el estudio del orientalismo al valor clásico que le corresponde de derecho, los escritos de los españoles del siglo XIX sean dignos por su interés de continuar los de Rodrigo de Toledo y Ambrosio de Morales y nuestra erudición filológica se anude a los magnánimos ejemplos de fray Luis de León y Arias Montano.

Por fortuna, la última guerra de África que tan alto ha colocado el nombre español en Europa, ha contribuido no poco para despertar la afición a estos estudios. ¿Quién no [57] recuerda a principios de la guerra la sed que se manifestó en todas las clases de la sociedad por conocer el pueblo con quien iban a cruzarse otra vez los aceros de aragoneses y castellanos? La guerra, sin embargo, en la relación científica nos cogió desprevenidos. Se echaban de menos obras estadísticas y descriptivas, topográficas, estratégicas, gramáticas y diccionarios, que al alcance de los militares y viajeros, hiciesen menos enojosa su estancia y comunicaciones en África. De esta falta de medios para conocer el carácter del pueblo africano han dimanado preocupaciones, que dañarán al interés del estudio de su cultura, porque avezados nuestros soldados a tratar con los rifeños y berberíes menos civilizados del imperio marroquí, han debido atribuir al resto de los muslimes la misma tosquedad que en ellos aparecía. Y si no ha faltado un orientalista español en la expedición africana, y considerable número de literatos y artistas, preciso es confesar que nuestra pretenciosa cultura no ha podido presentar en estas circunstancias tantos españoles entendidos en la lengua árabe, como se encuentran árabes y marroquíes conocedores más o menos imperfectos del idioma castellano.

En momentos en que el sentimiento patriótico, conmovido profundamente ofrecía todos los medios a propósito para facilitar la empresa, el contingente filológico era escaso, reclutado principalmente en personas de extranjera raza.

Tampoco ignoro que de un año a esta parte los estudios orientalistas se han mostrado inusitadamente fecundos en ilustrar los fastos de nuestra arábiga civilización; mas las aficiones orientales se mueven todavía en estrechísimo círculo y en que el espíritu social apenas ayuda a sostenerlas.

En tal estado las escasas noticias reunidas por D. Nicolás Antonio en su Bibliotheca Vetus de autores hispánicos no [58] pueden satisfacer a los españoles del siglo XIX que, presintiendo con más o menos claridad la grandeza literaria de su patria en aquella época que derramada la barbarie sobre la haz de la Europa, vio convertidas sus más modestas ciudades en otras tantas Atenas de Occidente, buscan en vano las huellas luminosas de aquel ardoroso fuego de saber, que penetró la ruda tosquedad de la sociedad gótica y germánica, y destruyó el poder de la fuerza física con la pólvora, y abrió rumbo cierto en los mares con la brújula, y prestó a la Europa el papel para que libertase la inteligencia, y ensayó la libre agricultura para honrar al labrador, y convirtió en vergeles nuestros campos e hizo admirar en nuestras ciudades su arquitectura primorosa, y al consultar nuestras bibliografías sobre la elaboración científica que preparara estas metamorfosis de nuestra sociedad sólo se encuentran silencio, indiferencia, oscuridad y duda.

Por eso yo, que no abrigo la confianza de llenar los vacíos que ofrece esta parte de nuestra literatura, ni aún de extirpar preocupaciones sostenidas con afán por escritores extraños a estos estudios tan difíciles de convencer como de confesar su ignorancia, habiendo visto con entusiasmo elevarse a algunos miles, así en mis particulares lecturas como en las conferencias y enseñanza de mi docto maestro D. Pascual Gayangos el reducido número de sesenta y dos escritores árabes citados por D. Nicolás Antonio, intento responder a los deseos manifestados largo tiempo ha, por los amantes de las glorias literarias de España ofreciendo el producto de algunos años de penosos estudios en la primera parte de este ensayo de una por hoy compendiosa Biblioteca de Autores árabes españoles.

F. Fernández González

——

{1} Entre ellas pudiéramos citar la aldea de Maracena junto a Granada, Albacete, Alcalá la Real y otros innumerables. Nuestro amado maestro don Pascual Gayangos, posee un astrolabio hecho en Guadix a mediados del siglo XIII con todos los perfeccionamientos cuya invención atribuyen de ordinario los portugueses al celebre infante D. Enrique, fundador de una escuela de navegantes.

{2} En Tombucto, ciudad desconocida de los europeos a fines del siglo pasado, existe una mezquita construida por un arquitecto árabe de Granada. En la misma ciudad se hallan, según parece, algunas bibliotecas con escritos de árabes españoles.

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