Revista Ibérica
Madrid, 15 de octubre de 1861
Tomo I, número I
páginas 59-67

Damián Méndez Rayón

La crítica literaria en España

La literatura de un pueblo está en razón directa de las exigencias de la crítica; verdad que no puede desconocerse, y que se prueba sólo considerando el alto grado de importancia que alcanza en las naciones más cultas de Europa. No sucede así por desgracia entre nosotros, en donde esta expresión enérgica de la vida literaria es por extremo débil o casi nula. Las causas que ello contribuyen no es fácil demostrarlas; pero no por eso dejaremos de apuntar aquí algunas que se nos han ocurrido meditando a veces sobre este fenómeno, que ejerce una influencia deplorable en el estado de las letras en España.

Al ocuparnos de tan importante asunto nos fijaremos únicamente en la capital de la monarquía, porque ella representa casi todo el movimiento literario, como sucede en la [60] mayor parte de las capitales de los Estados europeos. Y es natural que así acontezca, pues siendo Madrid el punto donde existen más medios para instruirse, es también el lugar a donde la juventud de todas las provincias de la monarquía acude ansiosa para alcanzar un día de galardón y de renombre, y en parte alguna puede abrírsele un palenque más vasto y adecuado, ni de mayor emulación y estímulo. En este concepto hablar de la crítica en Madrid, es como hacer el juicio de la crítica en España, puesto que, como queda apuntado, todas las provincias están aquí representadas tácitamente como en congreso, sin serlo, por personas más o menos distinguidas según edad, capacidad e instrucción, formando un concierto agradable, en que atemperándose unas por otras, sus diversas cualidades, producen un todo menos sujeto a discordancias y extravíos, cual si se verificara en muy diversos puntos o focos literarios. Así la literatura es aquí nacional por excelencia, porque careciendo de las miras estrechas de localidad provincial, toma puntos más levantados, muestra tendencias más importantes y generales, y se corrigen mutuamente la fogosa imaginación andaluza por la reposada y tranquila del asturiano y gallego, el frío raciocinio del catalán y aragonés, por el vivo amor al arte del castellano y valenciano. No se sigue de aquí que en todas las provincias falten ingenios ni que entre ellas haya cierta rivalidad legítima, nada de eso; pero la verdad es, que cuantos jóvenes se sienten con aliento, que aspiran a figurar un día en la nobilísima república de las letras, acuden a este centro de saber como lo prueban, con cortas excepciones, tantos nombres distinguidos y reputados en el concepto público, venidos de diversos puntos de la Península.

Nuestro propósito es investigar las causas, o más bien deplorar [61] la falta de crítica o de buenos críticos de que constantemente carecemos en daño de los mismos escritores. ¿Será que no seamos a propósito para este género de estudio, o que la escasez de nuestro movimiento literario sea motivo de que la crítica no tome las proporciones que debe? Tal vez ambas cosas, y en este caso no hay más que aguardar a mejores tiempos. ¡Cosa singular por cierto! Cuando nuestra vida literaria era hace veinte o treinta años menos, y no inferior en mérito a la actual, tuvimos dos críticos de mucha importancia, y muy diferentes entre sí, atendida la índole de sus estudios y carácter. Fueron estos D. Alberto Lista y don Mariano José de Larra, viva representación ambos de las dos escuelas clásica y romántica que dividían aquel renacimiento o revolución literaria. Desde entonces, trascurridos ya más de veinte años, la crítica viene arrastrando hasta hoy una vida lánguida ejercida temporeramente por alguno que otro que desalentado la abandona, persuadido y escarmentado del ningún lucro y menguada gloria que esto proporciona.

Cierto es que ejercer la crítica y llenar debidamente el alto y digno magisterio que impone con sus deberes, es cosa ardua en esta época de extensos estudios y sólidos conocimientos. Ella no puede contentarse ya, ayudada sólo de la retórica y antiguas reglas de composición, con el examen de la belleza externa de las obras de arte; necesita penetrar más en el fondo y en la esencia, estudiándola y apreciándola de un modo nuevo, para lo cual el perseverante estudio de los difíciles tratados de Estética, le son de todo punto necesarios, y por desgracia poco sabidos en general de nuestros literatos. De aquí que la necesidad de un conocimiento verdadero de las bellas artes, de sus relaciones entre sí, y de la ley que las rige, es imprescindible, puesto que la belleza es única y [62] sus manifestaciones múltiples. Estos estudios y otros varios como son, los arqueológicos, históricos y filosóficos, importan mucho al crítico si ha de ejercer tal magisterio con aprecio entre personas doctas y reputadas, y servir de enseñanza a todas las clases de la sociedad, contribuyendo a su ilustración, arrancándolas errores y preocupaciones que tanto abundan en pueblos atrasados. Sólo de esta manera pueden corregirse los extravíos del mal gusto y de lo falso, empujando, y aún conduciendo con acierto a sus verdaderos fines un movimiento naciente, considerando las verdaderas escuelas y a sus acaloradas discordias, porque al fin no representan más que diversos modos de interpretar la belleza. Ejemplo magnífico de lo que alcanza la crítica, ha sido en este siglo Francia, y sobre todo Alemania, en donde a su bien concertado y sabio impulso, se ha visto nacer, crecer y desarrollarse un periodo de los más gigantes y fecundos que cuenta la historia en la literatura y bellas artes. En estos países, cuando aparece una obra que impresiona vivamente al público, la crítica empieza, se deslindan pronto las diversas escuelas, el combate se traba, sube creciendo, y el espectáculo llega a ser magnífico y a veces imponente: el vigor del raciocinio, la extensión de los conocimientos, y la vasta erudición de los contendientes, son cosa que admira y da a estas batallas literarias una grandiosidad desconocida entre nosotros, contribuyen al común saber, y levantan el nivel general de la inteligencia a un punto en que es preciso inclinar la cabeza con admiración y respeto, y corrigen, por último, todo el triste cortejo de malos hábitos y pasiones que siguen a la ignorancia en las sociedades poco cultas de las naciones atrasadas.

No acontece así en España: pueblo meridional y de poca [63] consistencia para estudios fuertes, sóbranle pasiones vehementes y exceso de imaginación desarreglada, que mata los efectos brillantes, al par que verdaderos y profundos que admiramos en grandes literatos y artistas extranjeros. Y aquí se nos ocurre combatir una preocupación vulgarísima que consiste en creer que esta facultad es patrimonio exclusivo de las riberas del Betis y de todos los pueblos meridionales, y en ningún modo de las márgenes del Sena como de las del Rin y del Neva. La imaginación no nace del clima, calidad intrínseca es del ánimo en toda la especie humana, que vemos se desarrolla o se apaga en su expresión más artística al compás de la cultura o barbarie en que han caído o se han levantado los diversos pueblos que figuraron en el curso de la historia; por eso se explica que valga hoy menos Atenas que París y Berlín, y la Grecia toda, que la nebulosa y triste Inglaterra. En este sentido, la civilización, la cultura y el saber, que tanto impulsan las facultades artísticas del hombre, están más altas que las apariencias que prestan los climas. Toda la ponderada imaginación andaluza no será nunca, en sus condiciones actuales, tanto como Víctor Hugo, Lamartine, Byron y otros muchos de zonas más frías. Tal es nuestra firme opinión en tan debatida materia.

Continuando, pues, diremos: que el atraso explica bien el género y la índole de nuestras batallas literarias en donde no hay más que ímpetu arrebatado y súbito en las pasiones, pero sin la persistencia que dan las convicciones fuertes sostenidas por la ciencia y la instrucción. Así la crítica en Madrid tiene muy pocas exigencias: redúcese a ser amigo o enemigo del autor criticado; si lo primero, un tomo de malos versos eclipsará a Píndaro y Horacio, si lo segundo, una buena comedia pertenecerá al género detestable o de las vulgaridades. [64] Elogios o vituperios, desenvueltos en una serie de artículos domésticos que recuerdan aquellos pobres periódicos del pasado siglo y de parte del presente; es cuanto tiene para ilustrarse y formar juicio sobre la materia la generalidad del público{1}. No de otra suerte acaba de acontecer con una producción dramática que ha impresionado vivamente a la corte, sin que sepan hasta ahora, los más, a qué atenerse, ni puedan corregir su juicio particular, ni aun acaso cambiarle, por el de personas más competentes y autorizadas, que por razón de su oficio y estudios literarios tienen obligación de entender bien estas materias para enderezar por buena senda el gusto; porque es muy cierto, aunque piensen algunos otra cosa, que la crítica influye en la opinión y en las costumbres quizá tanto como el arte. En este caso la controversia salió de su eje natural, la imparcialidad, y el autor, sin advertimientos ni enseñanza, si los necesitase para corregirse. Esto no es nuevo puesto que casi siempre sucede lo mismo; Madrid es corta población aún para que dejen de tratarse con intimidad los que al cultivo de unos mismos estudios o artes se dedican, de donde resulta el espectáculo constante de bandos o parcialidades, sin otra razón de ser que la personal de simpatía o antipatía, puesto que aquí se desconocen casi por completo diversas escuelas que tengan fundamentos distintos o diversos modos de comprender y manifestar el arte; caso principal en que se alcanza bien el ataque, la resistencia y la grandeza de estos [65] movimientos verdaderamente dramáticos de las contiendas literarias.

Faltan además personas que se dediquen a ejercer tan notable magisterio, apartados por su amor al estudio, del bullicio social y de las banderías personales que todo lo malean y corrompen, personas que sin compromisos, más que su amor a la gloria y a conquistar un nombre digno y respetable, sean el ornamento y los verdaderos cronistas de nuestra literatura y de las personas que en ella florecen y a ella tan noblemente consagran su vida. Cierto que es bastante difícil, por no decir imposible, tal como están hoy nuestras cosas establecidas, alcanzar esto que deseamos y que en otros países es moneda corriente. La prensa política, pues que la literaria apenas existe, contribuye a este miserable estado, y de todo se ocupa menos de ilustrar rectamente la conciencia pública en tan importante materia base de toda cultura, orden y estabilidad. Empresas exiguas incapaces de retribuir ningún trabajo serio, y sin personal bastante por lo mismo, tienen por único sistema aceptar algún artículo gratis que la piedad de un amigo, cuando no la ira, consagra a otro: he aquí todo el movimiento que aparece en la sección literaria o en el folletín de algún periódico, dando con esto lugar a que no exista más crítica que la de sociedades de elogios mutuos. De este modo, y con tan pobres elementos, es imposible el verdadero crítico, y que haya personas que consagren su vida a dirigir y levantar la opinión, a arrostrar los sinsabores que forzosamente trae consigo tan noble ejercicio, desinteresadamente y sin alcanzar retribución alguna más que enemistades y malquerencias. Tentativas felices en la prensa y alguna que otra persona instruida han dado en pasajera ocasión muestra de que podíamos tener [66] confianza en el porvenir y de que el público secundaría tales esfuerzos con su necesario estímulo; pero todo en vano: el mal parece inevitable en estos tiempos en que nuestra sociedad, después de un sueño de tres siglos, se lanza con vigor por la corriente que satisface sus necesidades físicas. No seremos nosotros en verdad, quienes anatematicemos esto; que bien sabemos por la experiencia histórica que la literatura y todas las bellas artes huyen de pueblos mendigos y son patrimonio del bienestar y de los siglos de oro; pero sí pensamos, hay una falta de relación completa entre nuestro estado material y el intelectual, y que valiendo más en el primer concepto que en siglos anteriores, no estamos en el segundo a la altura de alguna de nuestras épocas pasadas. La causa de esto no es fácil averiguarla o por lo menos desentrañarla completamente en tan breves observaciones como estas; pero sea lo que quiera, lo cierto es que se trabaja poco en este sentido de progreso y que somos muy inferiores hasta a pueblos de Europa de insignificante importancia geográfica.

Tal es por hoy en España y quizá por mucho tiempo el estado de la crítica, parte tan principal al fomento de la buena literatura. Ella no existe más que como un medio de engañar al público con elogios inmotivados y las más veces inmerecidos, o con censuras de la misma índole y carácter; cosas ambas sensibles y desconsoladoras para toda persona sensata que sienta cariño y amor a una patria en otros tiempos tan viril y poderosa. La política, la administración, las revueltas con las ambiciones que despiertan, son además otras tantas causas de tal estado; puesto que extravían a la juventud que a las letras se dedica, haciéndola cambiar un porvenir de gloria verdadera por otro mentido y fugaz que [67] desaparece mucho antes que la vida individual y remata en la oscuridad más insignificante. Si a esto se añade, como hemos apuntado ya, una muchedumbre de periódicos políticos con sus ediciones grandes y chicas, mal equipados de todo, tanto en su parte material como en lo demás, sin medios para adquirir trabajo literario alguno, como no sea gratis, y corrompiendo el gusto literario; el mal es de difícil remedio y no serían infundados temores pensar que irá en aumento: quiera Dios quo lo sean; pero nuestra falta de consistencia para el trabajo, la violencia del carácter y de las pasiones, la aversión a los estudios fuertes y sólidos, causa principal del odio a los alemanes, la preocupación arraigada de que el saber sirve para poco y daña a la acción, el espectáculo de que la juventud acomodada y de las altas clases desdeña ocuparse de estas cosas, que a su parecer solo proporcionan goces áridos, la falta general de cierta elevación de espíritu tan necesaria a la grandeza de un pueblo y otra porción de causas que no tenemos necesidad de mencionar; motivo son suficiente para que desconfiemos con harta razón de que tan estrechos moldes se rompan de pronto. Por duro que pueda parecer esto, nos hemos creído en el deber de manifestarlo, ya que así lo sentimos, antes que lisonjear preocupaciones funestas, que mal pueden corregirse si falta valor para decirlas con recta franqueza, guiada por el deseo de ver a su patria, cual merece, alternar en el congreso de naciones europeas tan dignas de admiración algunas por su saber y poderosa literatura, como por sus artes, intereses materiales y buen sentido práctico.

D. M. Rayón

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{1} Las noticias de moda, El escritor sin título, El cajón de sastre, o montón de muchas cosas, La estafeta del Dios Momo y otros, prueban que nuestro carácter, la índole y manera crítica, no desdice aún hoy, por regla general, de tales publicaciones del siglo pasado y principios del presente.

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