Reseña y examen de los Discursos de apertura de las Universidades españolas en el curso académico de 1861 a 1862
No puede ni debe por nadie negarse la importancia de los discursos de apertura de nuestras universidades: producto en su totalidad de los más distinguidos profesores de sus claustros, expresamente elegidos por sus jefes para este objeto, parecen como el fruto escogido de lo más preciado que producir pueden los maestros de la ciencia española, encargados de dirigir y fortalecer la inteligencia de nuestra juventud. Esto explica el por qué su lectura, manifiesta hasta cierto punto el estado de adelantamiento de nuestros estudios, y da idea clara y determinada de la tendencia que los guía, y del espíritu que les impulsa. Justo es por tanto, que cumpliendo nuestra promesa, examinemos aunque ligeramente, la ofrenda hecha a las letras por nuestras universidades, al emprender de nuevo sus tareas académicas en el año actual.
Diez son los discursos que, para así hacerlo, hemos de estudiar: debidos a catedráticos de distintas facultades, por la índole de los conocimientos y por los propósitos de cada cual, hacen muy difícil una clasificación de todos ellos; sin embargo, preciso es para proceder con algún método, que por incompleta que sea la emprendamos; no fundada en la facultad en que explican cada uno de sus autores, sino en el tema que se han propuesto desarrollar en sus trabajos. Correspondía por turno abrir el curso en Madrid, Barcelona, [319] Sevilla y Valencia a la facultad de medicina; en Zaragoza y Oviedo a la de teología; en Salamanca y Santiago a la de derecho, y en Granada y Valladolid a la de filosofía y letras, y sin embargo, sólo en Santiago, Barcelona y Sevilla se han tratado temas que pertenezcan a otro terreno que el propio de la filosofía: los demás todos han acudido a ella, como si esta ciencia estuviera llamada en nuestros tiempos a ser la piedra de toque de todo adelanto, de todo movimiento, de todo desarrollo. Base de las ciencias particulares, estudio el más apropiado para robustecer las fuerzas del espíritu, y fundamento sin el cual la obra del hombre quedaría a merced del viento, la filosofía, despreciada no ha muchos años, y temida hoy por algunos, porque la verdad es demasiado bella y poderosa para no infundir miedo a los que viven de la preocupación o del engaño; la filosofía, por su misma importancia, de tal modo se ha impuesto a todas las inteligencias, que a nadie es hacedero otra cosa que respetarla, ya que no empeñarse en su estudio y explicación. Las universidades de Salamanca, Madrid, Valencia, Granada, Oviedo y Zaragoza, presentando como tesis inaugural una cuestión de filosofía, han patentizado esta verdad, demostrando además cuán bien saben responder a las necesidades del siglo en que vivimos, que eminentemente ilustrado, ha de tributar todo su cariño y toda su consideración a la ciencia de las ciencias, a la verdad sin la cual todas las demás verdades serían como si no fueran.
Tal es la importancia que reúne la ciencia, y mucho de esto dice el discurso del catedrático de Salamanca, D. Santiago Diego Madrazo, que se propone hacer, y a fe que lo cumple, una «breve exposición de los principales servicios que la ciencia ha prestado a la humanidad, mejorando las condiciones del globo que habitamos, desenvolviendo las fuerzas de nuestro espíritu, y defendiendo y propagando las verdades religiosas.» Algo general aparece este tema, y por lo tanto no es de extrañar que para su resolución acuda el catedrático de Economía política, más al sentimiento y a la elocuencia que al razonamiento; pero la verdad es, que llena cumplidamente su objeto, demostrando con frases elocuentísimas, cómo la naturaleza y el hombre, por medio del arte y de la ciencia, se perfeccionan, adquieren mayor valor, prestan más utilidad, cumplen, en una palabra, el destino que Dios en sus inescrutables decretos les asignó. Por esto, como dice el Sr. Madrazo, cuando la ciencia calla y la rutina impera, la idea se borra, el sentimiento se debilita, la actividad se afloja, y los descubrimientos se pierden»; y por esto se deduce, que el hombre lleva en su razón el germen de la ciencia, que desarrollado le da derecho a «llamarse y ser soberano y señor de los reinos de la naturaleza». Y como la ciencia es una verdad, y «una verdad no puede estar en contradicción con otra, porque todas se armonizan en una [320] admirable síntesis, no puede haber por consiguiente antagonismo entre la ciencia y la religión de nuestros padres»; en tal manera, que como concluye oportunamente el Sr. Madrazo, la ciencia es católica, y el catolicismo científico, siendo así la teología católica, la ciencia de las ciencias.
Tal es la conclusión que se deduce de este discurso, y tal la verdad que sirve de base al leído en la universidad de Zaragoza por el decano de la facultad de teología, D. Anacleto Longué y Molpeceres, que penetrado de ella, se propuso estudiar «el progreso religioso según el cristianismo y según el racionalismo». Cierto es que en más de una ocasión parece como que maldice los sistemas todos racionalistas, y por lo tanto, que establece una verdadera, profunda y radical separación, entre la ciencia y la religión, pero tiene demasiado talento el Sr. Longué y Molpeceres, para no reconocer, como la tendencia de su discurso lo manifiesta, que existen en la filosofía al lado de torcidos desenvolvimientos, doctrinas respetables y dignas de aplauso, que bastan para que cuantos anhelan y buscan la ciencia, sólo por ser ciencia, las acepten, las hagan suyas, y en toda ocasión las respeten como verdades consagradas por la razón; y por tanto, que no hay ni puede haber divorcio entre el sentimiento y el pensamiento, entre la religión y la ciencia. ¿Qué otra cosa, si no, significa la defensa que hace de nuestro siglo y de la filosofía actual de quien dice, «respeta el sentimiento religioso más que el filosofismo de los enciclopedistas», añadiendo: «un examen más serio de la religión preocupa los ánimos, y se estima por lo menos que hay en el hombre una aspiración religiosa a que es necesario dar alimento?» Y prescindiendo de muchísimos otros pensamientos que aceptarían de buen grado los más declarados racionalistas, ¿qué quiere decir, el haber aceptado y emplear toda la fraseología científica moderna, toda la tecnología, propiamente racionalista, y más que nada, todo el corte y tono verdaderamente filosófico de su discurso? Razón tiene a este propósito el Sr. Madrazo, cuando dice en el suyo, que «cuantos declaman contra la sabiduría, lo hacen empleando armas científicas, y haciendo guerra al saber con el mismo saber»; que son de tal naturaleza las exigencias de la sociedad actual, que aún los mismos enemigos de la razón acuden a la razón para combatirla, sin conocer que ante este sólo hecho se declaran vencidos, cualesquiera que sean sus pretensiones y propósitos.
El Sr. Longué, sin embargo, como catedrático y doctor en teología, no puede menos de combatir sin tregua ni descanso contra toda doctrina que pueda ponerse, aunque sea sólo en el caso de ser torcidamente interpretada, frente a frente con los dogmas católicos; y como quiera que lo lleva a efecto con gran copia de datos, con conocimiento de las doctrinas que ataca, y [324] sobre todo, otorgándolas respeto, y tributando admiración a sus autores, no nos atrevemos a llamarle injusto, por abarcar bajo una sola consideración a todos los sistemas racionalistas, y más que esto aun, por hacerse eco de la vulgar opinión de que todos ellos, «tienen su fundamento en el panteísmo, y principalmente en las teorías panteístas sobre la historia», puesto que sabe perfectamente el Sr. Longué, que entre otras, la escuela que hoy adquiere más consideración, y que más en boga se halla entre nosotros, ni conduce, ni puede conducir al panteísmo.
De buen grado examinaríamos más detenidamente este notabilísimo discurso; los límites que nos hemos impuesto nos lo impiden: lo dicho, sin embargo, basta para demostrar, que las mismas doctrinas de su autor destruyen la idea de que existe verdadero divorcio entre la religión y la ciencia; pues aunque hace un examen del desenvolvimiento racionalista que tiene su primer momento en Lutero, y del desenvolvimiento del catolicismo, para poner al uno frente al otro, y proclamar en vista de los mayores triunfos de este, sus excelencias y su divinidad, no por eso deja de reconocer que la ciencia cabe dentro, y debe ser respetada por el catolicismo. Lo que el señor Longué no cree, y en esto obra cuerdamente, es en las excelencias de la falsa ciencia, en la verdad de todos los desarrollos racionalistas, pero aunque él no lo diga, muchas de sus doctrinas, e infinitos de sus pensamientos, y más de un punto de vista suyo son racionalistas puros, porque son filosóficos, y hoy no puede estar fuera de la ciencia el movimiento llamado racionalista.
Corolario del discurso del señor Longué, son estas palabras: «Hay razón para establecer como una verdad demostrada que el cristianismo sin dejar de ser inmutable, está llamado a efectuar en todos los siglos futuros el progreso religioso», y como si esta verdad no quedara suficientemente demostrada, D. José Somoza, respetabilísimo catedrático de la Universidad de Granada, en su facultad de filosofía, viene en su ayuda con su «discurso sobre las excelencias de la filosofía contemporánea, y su armonía con el sentimiento católico»; y al hacerlo así, como, si proveyera los vacíos del trabajo del señor Longué, y sus acusaciones a ciertas tendencias y a toda la ciencia filosófica contemporánea, levantando la cuestión a toda su altura, completa la obra, comenzada por el señor Madrazo, con sus consideraciones generales sobre la ciencia y continuada por el señor Longué, que la estudia y plantea con más detenimiento y en terreno más propiamente científico. Esta consideración basta para valorar el mérito del discurso del señor Somoza.
Conduélese y con sobrada razón, en sus primeras páginas, de que se haga [322] valer la oposición respectiva del pensamiento filosófico y del sentimiento religioso. ¡Como si la razón y la fe no fuesen dos rayos que proceden de una misma luz inmensa e indefectible, que es Dios; como si la filosofía y la revelación no fuesen dos arroyos de purísimas y cristalinas aguas que brotan de una misma fuente, que es la sabiduría increada; como si la ciencia humana y la ciencia divina, no fuesen dos luminosos faros, que colocados por la mano del Altísimo para que la humanidad dirija confiadamente su rumbo a puerto seguro por el proceloso mar de la vida, no debieran hallarse siempre en íntima unión y necesaria armonía, como las dos más elevadas manifestaciones del espíritu y del corazón humano, y fuera por el contrario preciso rechazar como filósofos lo que debe creerse como cristianos! Demostrar esta verdad, es el trabajo que lleva a cabo el señor Somoza, y para así hacerlo, después de una ligera reseña de la historia de la filosofía, bastante a determinar su distintivo carácter en cada una de sus épocas y la importancia de cada una de ellas, concluye manifestando cómo la filosofía novísima, recogiendo de todos los sistemas la parte de verdad que no pueden menos de tener, porque no ha habido tiempo ni país que haya dejado de percibir alguno de los puros destellos de esa luz divina, que alumbra a la razón científica en sus penosas investigaciones, llega a ser el precioso cimiento de diamante en que descansa el vastísimo y suntuoso edificio de la ciencia humana, cuyo laborioso estudio en vano se intentará emprender con paso seguro, si se carece de sus inútiles y necesarios conocimientos.
Los ataques que la filosofía recibe diariamente de los que le temen o la desconocen, y el espanto que a muchos causa su solo nombre, explican, como lo declaran también alguna de las observaciones del señor Madrazo, la oportunidad del trabajo del señor Somoza, cuya voz elocuente y respetable ha contribuido y contribuirá a prestar fortaleza entre nosotros, a los que consideramos a la filosofía como el más importante y el más digno de los estudios. Defenderla de los que la atacan y demostrar que no hay ni puede haber en ella nada que sea temible para el sentimiento religioso y hacerlo con elevación, con dignidad y con copia de doctrina, es empresa a que debemos estar agradecidos y que bien merece los plácemes de los amantes de la verdad y de la justicia.
Bastante conformes en tendencias, los discursos de los señores Madrazo, Longué y Somoza, su lectura fortalece nuestras convicciones de siempre, y parece como que vivifica nuestra inteligencia, más de una vez contristada al escuchar las pavorosas palabras con que se pinta a nuestra época, tenida por algunos como el último extremo posible, de corrupción, incredulidad y anarquía. [323]
Esto sin duda, es causa del poco efecto que nos ha hecho el discurso del decano en comisión de teología de la universidad de Oviedo, D. Francisco Fernández Cardín, que abrazando también una cuestión general, presenta, por las materias de que trata, más de un punto de contacto con los trabajos anteriormente examinados.
Trata en él, continuando un tema por el mismo señor Fernández Cardín desarrollado en otra oración inaugural, de la que llama SABIDURÍA DEL HUMILLADO, que consiste en la obediencia y el amor, obediencia a toda autoridad, sea de la naturaleza que quiera, y amor a Dios, a nuestros semejantes y a cuanto nos rodea, condiciones que según el señor Cardín no se cumplen entre nosotros «porque el carácter distintivo de nuestra sociedad le forman los dos grandes vicios que lo abarcan todo, el espíritu de rebelión contra toda autoridad y el duro y cruel egoísmo, que tan sólo sabe amar lo que interesa o deleita». Afortunadamente para los que así no pensamos, otra cosa cree y sostiene el señor Longué, que como el señor Cardín también es catedrático y decano de teología. De todas maneras, el propósito del señor Cardín nos parece no es otro que enaltecer la institución de la iglesia católica, pues aunque otra cosa dé a entender, las máximas y doctrinas que proclama, llevadas al Estado y a la Ciencia, serían sobre, inaplicables, algo más que por demasiado fuerte no nos atrevemos a consignar. Lo cierto es, que el discurso que nos ocupa, no tiene verdaderas condiciones académicas: por su objeto, por su forma y por su corte, está fuera de las prescripciones científicas, y por su doctrina, tendencias, desaliñado lenguaje y presuntuosa frase, no merece, ni mayor mención, ni serio y formal examen.
La cuestión filosófica en general, con más o menos extensión, ha sido, pues, tratada en los discursos de Granada, Zaragoza, Oviedo y Salamanca: bajo miras estrechas y mezquinas en Oviedo; con elegancia y fines científicos en Salamanca; con crítica y copia de doctrinas en Zaragoza; con elevación y alteza de propósitos en Granada. Descendiendo de la idea general a cuestiones particulares, los discursos de inauguración de las universidades de Madrid y Valencia, empeñándose en temas más concretos, dan una prueba más de la consideración que entre nosotros van, aunque lentamente, adquiriendo los estudios filosóficos. Y es de notar, que en Madrid y Valencia le cupo este año a la facultad de medicina la honra de llevar la voz en el solemne acto de la apertura del curso académico, y que por tanto, los autores de uno y otro discurso, si no ajenos a la filosofía, al menos no han hecho de ella profesión, y por tanto necesario es que seamos para con ambos indulgentes, pues sobrado han hecho en atacar de frente dos de las más gravísimas y trascendentales cuestiones que explica la filosofía. Sin embargo, [324] debemos lamentar que el Sr. D. Juan Castelló y Tagell, vicedecano de la facultad de medicina de Madrid, lo mismo que el Dr. D. Joaquín Casañ y Rigla, catedrático de la de Valencia, no se hayan propuesto, como han hecho sus compañeros de Barcelona y Sevilla, un tema que estuviera más en consonancia con sus estudios y aficiones, con lo que en ellos constituye la profesión que tan elevadamente desempeñan. Noveles en esta clase de estudios, uno y otro presentan semejantes dotes, idénticos vacíos, parecidas faltas. Olvidados de las condiciones que constituyen al filósofo, al lanzarse en tan difícil terreno, caen de continuo en contradicciones palmarias, en lamentables omisiones, en descuidos imperdonables de método, de doctrina y hasta de tecnología filosófica. Quizá sean demasiado duras estas expresiones; pero bien las merecen los que, como decíamos en otra ocasión, a seguir otro camino, hubieran dado una prueba más de su saber y de su talento, por todos reconocido.
Propónese explicar el Dr. D. Juan Castelló y Tagell, el carácter de los conocimientos humanos; cuestión quizá la más importante de la filosofía; estudiada en todo tiempo y por todo pensador, ha sido siempre como el terreno escogido para librar en él sus combates, todo sistema, toda doctrina, que se renovaba o aparecía a la luz de la vida. De su resolución dependerá siempre el carácter de la ciencia, y así, conforme en ella se ha ido adelantando, se ha adelantado y profundizado en la filosofía. Por esto su estudio será en toda ocasión oportuno y siempre estará disculpado por los amantes del saber. Siendo así, fácilmente se alcanza, que apenas habrá otra cuestión en la filosofa más erizada de dificultades y que exija para ser tratada mayores esfuerzos y más relevantes dotes.
Necesario es para comprender cuál sea el carácter de nuestros conocimientos averiguar cuál es su origen, de qué modo se forman, pues sólo así puede resolverse tan importante cuestión. Esto, además, es lo que exige el método; sin embargo, el señor Castelló, dándolo por sabido, lo cual no debió hacer, porque no todos los sistemas aceptan del mismo modo el hecho que va a caracterizar, y partir de un supuesto en filosofía es edificar sobre arena; comienza por sentar los caracteres del conocimiento, diciendo que son la imperfección, la insuficiencia, el incremento indeterminado y sucesivo; y son estos, porque «así lo dice la naturaleza»; a explicarlos bajo este punto de vista se reduce todo su discurso. Y como no es criterio suficiente lo que la naturaleza nos diga, porque además de ser esto vago en filosofía, lo que nos diga vale menos que el modo con que lo entendemos, sucede que todo el trabajo del señor Castelló se resiente de cierto empirismo, que no cabe dentro de la ciencia. Verdad es que procura llenar algunos de estos vacíos, trayendo al [325] analizar cada uno de los caracteres que al conocimiento asigna, algunos principios y doctrinas que están fuera de lo necesario para determinarlos; pero aun al hacerlo así, no fundamenta convenientemente la cuestión, dando por tanto motivo a que tenga que dejar sin completa solución más de un problema que da por resuelto, cuando apenas ha hecho lo bastante para plantearlo.
Imposible nos es analizar por entero el largo discurso del señor Castelló; mas para que cuanto hemos dicho no quede sin prueba, necesario será que declaremos, que los caracteres que asigna al conocimiento, no son ni pueden ser los que la ciencia le otorga. El hombre conoce la verdad; tiene certeza de ella; pensar otra cosa es hacer a la divinidad un severísimo cargo; pues a pesar de nuestra limitación nos ha dado medios para reconocerla, y siendo dados por ella, algún valor han de tener. Mas si otros argumentos nos faltaran, el mismo discurso del señor Castelló nos suministra la prueba de que no es el carácter de nuestros conocimientos la imperfección y la insuficiencia. Dice el Sr. Castelló al fin de su trabajo: «hay una ciencia completa, perfecta y absoluta, que fecunda a las demás para hacerlas útiles y provechosas, y esta ciencia es la moral ilustrada por el Evangelio». Ahora bien, el hombre la conoce, pues si no la conociera ¿cómo cumplirla? ¿cómo seguirla? La conoce, y el mismo señor Castelló explica sus excelencias, su espíritu, su importancia; toda ciencia es la reunión de verdades, y así la moral cristiana es la reunión de verdades, o sean conocimientos, completos, perfectos y absolutos según dice el mismo Sr. Castelló; luego no todos los conocimientos del hombre son imperfectos e insuficientes.
Si importante es la cuestión que trata de resolver el vicedecano de la facultad de medicina de Madrid, no lo es menos la que presenta en su discurso D. Joaquín Casañ y Rigla; no por lo que de su tesis se deduce lógicamente, sino por el modo con que la ha tratado. «El tiempo bien empleado, --dice el señor Casañ--, aumenta la actividad de la inteligencia y prolonga la vida moral, anticipando la adquisición de las ciencias.» Estas palabras con que presenta el tema objeto de su discurso, parece indicar que este ha de reducirse a consejos y enseñanzas morales, producto de la práctica y del estudio, pero como si la base y contenido de su proposición, no estuviera suficientemente probada, toma la cuestión desde lejos y contra lo que pudiera esperarse, se empeña en un ligero examen de la concepción filosófica del tiempo, y a este efecto, aceptando la doctrina de Balmes, dice que «el tiempo es la sucesión de las cosas»; pero no penetrando la verdadera idea de esta definición, admite a renglón seguido, aunque más adelante se contradice, que el tiempo es algo sustantivo, algo que es en sí. Esta parte de su discurso, de todo punto innecesaria en él, es la que hace aplicables y fundadas las [326] anteriores observaciones; pero dejando esta a un lado, las reflexiones y consejos sobre la necesidad de hacer buen uso de la vida, de trabajar con fe y constancia, de aprovechar el tiempo, como vulgarmente se dice, son producto de larga práctica, de verdadero estudio de la vida y de la sociedad, y por tanto, dignas de aplauso, aunque en nuestro concepto no merezcan por su objeto la honra de servir de tema a un discurso de la importancia del que se le exigía al docto profesor D. Joaquín Casañ y Rigla.
Después de los trabajos que expresados quedan, resta examinar los discursos de las universidades de Sevilla, Barcelona y Santiago, únicos que se empeñan en el desenvolvimiento de proposiciones que pertenecen a ciencias particulares. D. Wenceslao Picas y López y D. Andrés Joaquín Azopardo, catedráticos de la facultad de medicina en las universidades de Barcelona y Sevilla, tributando una prueba más de cariño y respeto a su profesión, han tratado, el primero «del modo de estudiar la literatura médica» y el segundo sobre que «la ciencia ha progresado mientras se ha seguido la senda de observación, trazada por el grande Hipócrates, al paso que durante el reinado efímero de cada uno de esos falsos sistemas, más menos seductores que han aparecido de cuando en cuando, la medicina ha retrogradado con perjuicio de la humanidad.»
Las importantes y acaloradas discusiones que tuvieran lugar el último invierno en la Academia de Medicina de Madrid, promovidas por la elocuente voz del doctor D. Pedro Mata, y que causaron verdadera sensación en cuantos se dedican al noble estudio de la medicina, explica la razón de por qué el señor Azopardo se creyó obligado a llevar su contingente a tan reñidísima cuestión; y aunque seamos profanos en semejante linaje de conocimientos, en nuestra opinión ha conseguido su objeto, puesto que la reseña histórica que de la medicina hace y las observaciones de que la acompaña, comprueban suficientemente la proposición que sirve de tema a su discurso; y ¡qué mucho que lo consiga cuando la medicina es una ciencia práctica, que no puede adelantar sino la sigue paso a paso y la acompaña en sus vicisitudes el arte de curar!
La misma observación nos sugiere el trabajo del señor Picas y López. Más ligero y breve que el de su compañero el señor Azopardo, no tiene tanta importancia científica, mas los consejos que da a la juventud y las observaciones que presenta, son producto de un largo y continuado examen de la literatura médica, que a no dudar estudia bajo un alto punto de vista crítico y con miras verdaderamente trascendentales, que debían ser aprovechadas no sólo por los profesores médicos, sino por los mismos gobiernos, a los que dirige más de un saludable consejo. [327]
Los límites que nos hemos impuesto, nos impiden hacer otra cosa que una ligera mención del discurso leído por D. Félix Pérez, catedrático de Historia en la universidad de Valladolid. Para cuantos han frecuentado aquella escuela o tienen conocimiento de las enseñanzas que en ella se dan, es conocido el mérito y condiciones especiales del Sr. Pérez; nosotros cumplimos con declarar, que bien se echa de ver en su discurso, que no es ajeno al movimiento científico moderno, por más de que en él aparezca más ligero de lo que la ocasión y su buen nombre requerían.
Réstanos para concluir esta tarea, el discurso del doctor D. Melchor Salvá, catedrático de Santiago, que ha quedado el último, no porque merezca figurar después de todos, sino por haberse propuesto en él el examen de una cuestión que no tiene relación con ninguna de las estudiadas en los que hasta ahora han sido objeto de esta reseña. Esto no es sentar en manera alguna que carezca de importancia; no, demasiado sabemos que nunca con mayor motivo que ahora las colonias, que a tratar de ellas se concreta, merecen más que nunca la consideración de cuantos por la cosa pública se interesan, y por tanto sentimos mucho no examinar el discurso del Sr. Salvá, con la extensión que su mucha y buena doctrina requiere. Habiéndose propuesto estudiar cuanto acerca de las colonias interesa a la ciencia y al repúblico, comienza con un examen histórico de ellas, lo cual le permite exponer el distinto carácter que reciben de los pueblos a que deben su origen, y esto le capacita para explicar cuáles son las condiciones necesarias para su establecimiento, y cuál la importancia que merecen y la utilidad que prestan a la metrópoli y a la civilización del mundo. Fácilmente se alcanza, por esta ligera reseña, que apenas habrá cuestión de algún interés, de las que suscitar puede el estudio de las colonias que no se halle presentada y desenvuelta con la conveniente extensión, y como el Sr. Salvá lo ejecuta, con frase correcta y clara, y allegando utilísima doctrina, no podemos menos de felicitarle por su trabajo, cuya lectura recomendamos, seguros de que a todos proporcionará verdadera utilidad.
Examinadas quedan, aunque con la ligereza que era indispensable, las oraciones inaugurales del curso que comienza: su lectura acredita lo que ya sabíamos; esto es, que nuestras universidades son verdaderos centros de ilustración y de saber, y que ninguna de ellas es por tanto merecedora de los solapados ataques que a más de uno ha merecido. La idea que resplandece en casi todos los discursos que señalados quedan, de manifestar la íntima unión que existe entre la ciencia y la religión de nuestros padres, patentiza cómo los maestros del saber en España, contribuyen al progreso intelectual, sin llevarle a cabo por transiciones violentas, que redundan [328] siempre en perjuicio de la ciencia. Nosotros, que creemos en el porvenir de nuestras universidades, a quienes aplaudimos y encomiamos por la parte tan activa que toman en nuestro movimiento literario, unimos nuestros plácemes a los que los amantes de las letras les envían, por haber comenzado sus tareas académicas dignamente, pues cualquiera que haya sido la forma de nuestras censuras y observaciones, lo cierto es que algunos de los trabajos que reseñados quedan, son merecedores de todo aplauso.
Miguel Morayta
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