Revista Ibérica
Madrid, 30 de diciembre de 1861
Tomo I, número VI
páginas 429-442

Juan Valera

España y Portugal

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III

El modo de convidar a la fusión que ha tenido el autor del folleto que vamos examinando es tan falso y antipolítico en algunos puntos, que, aunque los portugueses fueran menos celosos de su nacionalidad, se comprendería que se diesen por ofendidos. Durante la primera revolución francesa se decía: «fraternidad o muerte»: esto es, «sé mi hermano o te quito la vida que tienes ahora»: pero en el folleto se va en cierto modo más allá; a los portugueses se les quiere quitar la vida pasada, la vida que ya han vivido, para que sean nuestros hermanos. Según lo que del folleto se desprende, los portugueses apenas sí tienen historia, apenas sí tienen literatura.

Sólo adquiere Portugal su autonomía figurando separadamente, como la dote de una princesa castellana; es decir, en humillación ridícula, que nunca podrá tenerse por el origen histórico de una nación. El folletista olvida los triunfos de [430] D. Alfonso Enríquez, la batalla de Ourique, la aparición de Cristo, el entusiasmo de los soldados cuando alzaron a D. Alfonso por rey, como ya en otro tiempo fue proclamado Escipión emperador; las conquistas de este gloriosísimo príncipe, que dilata el reino de Portugal hasta los límites que hoy tiene, y todo aquel modo heroico y poético con que nace la monarquía portuguesa, en cuyo origen, como en el de Roma y otras grandes repúblicas y Estados, parece que la tradición y la historia, la verdad y la fábula, compiten por hermosearlo y magnificarlo todo de consuno. No se comprende, pues, cómo se atreve a decir el autor del folleto que no hay en Portugal ni uno de esos reflejos populares que con el nombre de tradición llegan a ser la entraña nacional de la historia.

Añade luego, o da a entender el Sr. Gullón, que la parte principal de la historia portuguesa es sólo un remedo de nuestra historia, porque, unida o segregada, nos imitó aquella región de la Península; palabras poco meditadas, pues con igual razón podrían decir los portugueses que los imitamos nosotros. Ellos fueron los primeros en poner el pie en África; ellos, en tiempo de D. Juan el Vengador, el vencedor de Aljubarrota, conquistaron a Ceuta, que todavía conservamos, y que fue y es cimiento y principio de la civilización e imperio que deben llevar y dilatar los españoles hasta más allá del Atlas; ellos conservaron aquel baluarte contra la morisma, con el martirio del Régulo cristiano, con la maravillosa paciencia del príncipe constante, que mereció la bienaventuranza en el cielo, y en la tierra que Calderón eternizase y divulgase su gloria en su más admirable drama; ellos conquistaron a Arcilla, a Azamor y a otras ciudades marroquíes, y llevaron mucho antes que nosotros la guerra a [431] Mauritania; ellos tuvieron al infante D. Enrique, y escuela de astrónomos, navegantes y descubridores, explorando, colonizando y catequizando los reinos de Congo y de Guinea, y extendiéndose hasta el promontorio de las Tormentas, antes de que Colón saliese del puerto de Palos; y ellos, por último, aunque no contasen más que el reinado de D. Manuel el Feliz, no sólo tendrían una historia, sino un maravilloso poema nacional, que tal vez no admita comparación con el de ningún otro pueblo.

En la corte de aquel rey vivieron héroes como Vasco de Gama, Pedrálvez Cabral, Alonso de Alburquerque, terror y azote del Asia, conquistador de Goa y de todo el reino de Ormuz; Suárez de Albergueira, vencedor en Etiopía y en Arabia; los Almeidas, dominadores en Ceilán y Quiloa; Tristán de Acuña, Felipe de Castro, Abreu, Melo, Aguilar, Sequeira, Duarte Pacheco, que con un puñado de hombres desbarató todo el poder del Zamorí, y tantos otros, cuyos nombres no citamos por no ser prolijos, aunque todos son dignos de eterna nombradía y de singular alabanza. ¿Se podría decir, aunque los portugueses no hubieran hecho más que lo que hemos dicho, que de esos hechos no puede brotar otra historia que la española; que la nación portuguesa no ha podido adquirir un carácter histórico en contados siglos de interrumpida independencia, y que toda la historia de Portugal se puede reducir a la biografía de quince o veinte grandes personajes? ¿Es buena traza y forma de ganarse la voluntad de un pueblo el despojarle de una plumada de lo mejor de su gloria, el negarle hasta que ha existido?

En punto a literatura, tampoco está más generoso el Sr. Gullón con los portugueses. Camoens y otros nombres tan aislados, aunque menos brillantes, dice, no constituyen por sí [432] solos una literatura. ¿Y quién ha asegurado al Sr. Gullón que Camoens y esos otros pocos nombres se hallan en tal aislamiento, y que no estén precedidos y acompañados, como, según el Sr. Gullón, lo están en España el Cid y Cervantes, por la numerosa y envidiada hueste en que se agrupan nuestros guerreros y escritores de todos los tiempos? Pues qué, ¿los grandes ingenios nacen por casualidad, y sin motivo, y sin antecedentes, y mueren y pasan, y no dejan huella ni rastro de sí en el país donde han nacido? ¿Tuvieron, acaso, los portugueses a Camoens, al único poeta épico nacional de la moderna Europa, sin razón para tenerle? ¿Por qué en España, en Francia, en Italia, en Inglaterra, carecemos de una grande epopeya nacional, y en Portugal la hay? Porque el refinamiento, el saber, y la admirable perfección de la lengua, coincidieron en Portugal con el vivir heroico, o a causa de que éste duró más allí, o de que aquellos nacieron más temprano que en otras regiones. Así es, que en estas otras regiones, o tenemos la burla más o menos solapada del vivir heroico, como en Ariosto y Cervantes; o poemas artificiales, aunque riquísimos de poesía, como en Tasso y Balbuena; o relaciones frías y desprovistas de todo ideal, como La Enriqueida de Voltaire; o poemas bárbaros y rudos, como el Cid, los Niebelungen y las canciones de Gestas: sobre todo lo cual descuella el libro de Camoens, donde se contiene la vida, el espíritu, el corazón, las tradiciones, la gloria y las esperanzas de un pueblo entero.

De la lectura de Os Lusiadas, aunque nada se supiese de la historia literaria de Portugal, se debía deducir a priori que en Portugal ha habido una gran literatura, anterior y posterior. Libros como Os Lusiadas no pueden ser un hecho aislado. En efecto, los épicos portugueses, prescindiendo de [433] Camoens, se adelantan quizás a los del resto de Europa, salvo a los italianos. De esta verdad responden Cortereal, Pereira, Durâo, Basilio de Gama y otros muchos.

Que la literatura portuguesa tiene un carácter propio, que la distingue de todas y de la misma literatura del resto de la Península, es una cosa indudable, y que se nota, así en las excelencias como en las faltas. La lengua portuguesa no es tan sonora y enérgica, pero es más rica que la lengua castellana. El mayor cultivo de los idiomas y literaturas de Roma y de Grecia en Portugal, ha enriquecido el portugués con mayor número de voces y giros que el castellano. Camoens puso también en su frase, en su estilo, en sus pensamientos, y en sus imágenes, un aroma, un sabor extraño del extremo Oriente. En portugués se conservan asimismo más palabras arábigas que en castellano.

No tienen los portugueses un romancero. A pesar de los trabajos de Garret, sólo pueden presentarnos uno como apéndice del nuestro, apéndice menos rico y original que el romancero de los catalanes. Al lado de nuestro teatro, el primero del mundo moderno, nada tienen que poner los portugueses. Con los compatriotas de Calderón, Lope, Rojas, Moreto, Alarcón y Tirso, no debe Portugal jactarse de Gil Vicente, que no vale mucho más que su contemporáneo Juan de la Encina. Para las tragedias clásicas portuguesas, tenemos nosotros muchas nuestras hoy olvidadas y escondidas debajo de tanta riqueza original y del castizo tesoro de nuestros dramáticos populares. Sólo la Inés de Castro, de Ferreira, alcanza superior merecimiento, tanto por lo sublime y sentido de su poesía, cuanto por ser la primera buena tragedia, escrita en la moderna Europa, anterior, sin duda, a la Sofonisba del Trissino.

Pero si no tiene Portugal ni un teatro, ni un romancero, [434] su musa épica es, en absoluto, superior a la nuestra, y quizás en la lírica erudita, en la oda pindárica y sublime, nos llevaría ventaja, y nos la lleva, sin duda, y grande, si consideramos la menor población de Portugal con respecto a España, y si apartamos y sustraemos de nuestra cuenta al cantor de La noche serena y de La vida del campo.

Portugal ha tenido también sabios prosistas, elegantes y enérgicos historiadores, políticos y filósofos. No está reducida su literatura, como pretende el Sr. Gullón, a Camoens y a unos cuantos nombres aislados. Desde Ferreira y Sá de Miranda, los eminentes líricos se suceden hasta Garçao, Francisco Manuel, Garrett, Méndez Leal y Feliciano del Castillo; sus historiadores Barros, Couto, Freire, Lucena, Fray Luis de Souza y Herculano, nada deben envidiar a los nuestros; y en punto a novelas y otras obras de entretenimiento, tienen los portugueses mucho que presentar, desde Bernardín Riveiro hasta algunos ingeniosos novelistas del día. Ellos nos dieron a Jorge de Montemayor, y ellos nos disputan la creación de los dos más discretos libros de caballería, Amadís de Gaula y el Palmerín de Inglaterra.

Creemos haber demostrado, aunque harto ligeramente, que es falso que los portugueses no tengan una grande historia, una grande literatura, y un carácter propio nacional. Que sería impolítico decir esto, aunque no fuese falso, y que iría contra las miras y propósitos de cualquiera que tratase de predicar el iberismo, es cosa tan clara, que no necesita demostración.

Aunque estuviésemos de continuo pugnando por persuadir a los portugueses de su escasa importancia, no se persuadirían de ella, y tendrían razón, y sólo conseguiríamos, en vez de hacérnoslos amigos, suscitar su ira y su rencor, y [435] despertar rivalidades, que ya debieran estar muertas para siempre. Portugueses y castellanos nos parecemos en muchas cosas, como hermanos que somos, y no es en lo que menos nos parecemos en la soberbia y altivez de condición, y en el invencible amor propio nacional; así, pues, como hemos dicho ya en otro artículo, debemos estar prevenidos para no herirnos cuando queramos abrazarnos. Camoens, que conocía bien a sus compatriotas, y en este predicamento nos lisonjeamos, a pesar de todo, de incluir a los españoles, decía, hablando de las diferentes naciones que pueblan la Península, que son

Todas de tal nobreza e tal valor
que qualquer d’ellas cuida que é melhor.

IV

En nombre de la fraternidad que debe unirnos a los portugueses, hemos condenado varias expresiones y razonamientos del Sr. Gullón, que inadvertidamente acaso se han deslizado en su folleto, y hemos tratado de probar que Portugal ha sido una gran nación; tarea inútil, sin duda, si en España conociésemos mejor la vida del pueblo habitador de aquella parte de la Península; pero tarea no del todo fuera de propósito, cuando en España se ignora tanto de Portugal cuanto en Portugal de España (que no acertamos a encarecerlo más), naciendo de aquí esta imperdonable ignorancia mutua, el mutuo desvío y el infundado menosprecio con que a veces nos miramos.

Portugal, pues, como ya hemos dicho, es una nación, y su historia y su literatura, independientes y grandes, le dan todo el carácter y las condiciones de serlo. No son los [436] portugueses una fracción de nuestra nacionalidad, que ha constituido un Estado aparte, sino que son una nación gloriosa y distinta, como lo fueron la aragonesa y escocesa. Pero esto no se opone a la posibilidad ni a la realización de la unidad pacífica de ambos reinos, en un porvenir más o menos remoto. El error del Sr. Gullón no está a nuestro ver, en buscar la unidad, sino en buscarla y en no creerla posible sin menoscabar la nacionalidad portuguesa, y sin oscurecer sus brillantes blasones.

Por lo demás, convenimos con él en que la configuración topográfica de ambos países, la religión, la raza, las costumbres nos convidan a unirnos, y en que Portugal puede un día ser España, sin perder por eso sus timbres y lauros antiguos, como no los han perdido ni Aragón ni Castilla. Aragón no ha borrado ni perdido las páginas hermosas de su historia inmortal, sino que las ha esclarecido y duplicado. No cifra ya solamente su orgullo en los hazañosos Condes de Barcelona, sino también en Bernardo del Carpio, y en el Cid, y en el conde Fernán González; no se jacta sólo de sus trovadores, sino también de nuestros poetas; no anda sólo orgulloso de su D. Jaime el Conquistador, sino también de nuestro San Fernando: junto a Roger de Lauria, pone a Pero Nuño, y junto a Pedro el Grande y a D. Alfonso el Magnánimo, al Gran Capitán y al gran Cortés, dignos ambos de estar al lado de tales reyes.

El español que rebaja la gloria de Portugal, y el portugués que rebaja la nuestra, se diría que anhelan destruir un tesoro que un día ha de pertenecer por entero a la patria común, y que ya en cierto modo le pertenece. La gloria de España es un complemento de la de Portugal, y la de Portugal de la de España; no se limitan, no se dañan, y sí se [437] completan. Dejad que nos engriamos de vuestro Camoens, y tomad en cambio a Cervantes; por vuestros líricos os damos el Romancero; por Alburquerque a Cortés y a Pizarro; por vuestro rey D. Manuel a nuestra doña Isabel la Católica.

Así como no queremos amenguar nuestra existencia pasada, tampoco queremos negar vuestro valer en el día. Si ambicionamos la unidad, y si suspiramos por ella, algunos tal vez con imprudencia sobrada, no creáis que es porque os consideremos pobres y flacos, sino porque os consideramos aún poderosos y ricos, o capaces de serlo. Harto se sabe, aunque diga lo contrario algún poco acertado escritor en un momento de ese orgullo que tenéis vosotros y que nosotros tenemos, harto se sabe que poseéis recursos para vivir y esperanzas de larga vida, y aun de prosperidad y de engrandecimiento.

No hay, pues, motivo en el fondo para ese odio que muestran algunos, para ese continuo recelar y hasta para ese menosprecio, que falsos o extraviados patriotas de Portugal y de España atizan a veces entre estas dos naciones hermanas, volviendo el rostro a países extranjeros, embelesándose más de lo justo con la civilización de Francia y de Inglaterra, admirándose exclusivamente de su literatura, remedando mal sus instituciones, encomiando y ensalzando con servil entusiasmo a sus hombres y sus cosas, y despreciando, achicando y zahiriendo todo lo nuestro, o por ser español, o por ser portugués. Se diría que nuestro espíritu se ha humillado con la decadencia y la desgracia, y que sólo da cabida a ruines y mezquinos celos. ¿Era así Lucena que eligió a un español por héroe del libro más bello que quizás tengáis escrito en vuestro idioma? ¿Era así Camoens, que llamaba al castellano grande e raro, y que pronosticaba de España que la [438] inconstante fortuna no podrá jamás poner mengua en ella, ni mancha,

Que lha nâo tire o esforço e ousadia
Dos bellicosos peítos que em si cria?

No era así, por último, aquel generoso castellano que momentos antes de comenzar la batalla de Aljubarrota, dijo a vuestro Álvarez Pereira: «¡Al fin sois los más honrados del mundo, ora seais vencedores, ora vencidos, porque si vencéis siendo tan pocos, y si vencemos siendo tantos, toda la gloria y toda la fama es vuestra!»

Hoy, sin embargo, en plena paz, sin el menor proyecto hostil ni invasor, nos maltratamos de palabra y por escrito. ¿Es que hay más patriotismo ahora? No: es que sin saberlo, nos dejamos llevar de inspiraciones extranjeras; es que nos maravillamos tanto de las grandezas y de la prosperidad de otros países, que el ánimo se sobrecoge y predispone a despreciar y a aborrecer, cuando no lo propio, por cierto pudor, lo que debiera ser punto menos que propio. La verdad es que nunca el patriotismo exclusivo portugués ha rayado tan alto como en estos últimos tiempos, ni durante la deplorable guerra de veintiocho años que precedió a la separación. Entonces os mostrabais con fundamento aborrecedores del mal sufrido cautiverio, del

Hypocrita tyranno e nâo prudente,

y de los dos Felipes sus sucesores; pero no aborrecíais tanto, como muestran ahora aborrecer algunos, a la nación española. A ella pertenecía aquella valerosa mujer y prudentísima reina que tanto contribuyó a daros la libertad que apetecíais; aquella Guzmán que persuadió y excitó al tímido y vacilante marido para que se ciñese la corona, que educó al [439] hijo D. Pedro para que os gobernase y dirigiese; que contuvo y corrigió, mientras le fue posible, los delirios y maldades de D. Alfonso, que buscó la alianza de Inglaterra y de Francia, y que hizo venir a Schomberg y a los soldados extranjeros para que contra nosotros os ayudasen.

Así se apartó Portugal del moribundo imperio español, en tiempo del desdichado Carlos II. Por el tratado de 1668 reconoció España a Portugal como un Estado independiente y libre; pero del perpetuo cumplimiento de esa carta de horro, salió Inglaterra por fiadora, y no hay duda en que, si un día todos los portugueses unánimes quisieran volver a unirse a España, Inglaterra los obligaría, si pudiese, a conservar su libertad y su independencia, valiéndose tal vez de los mismos medios suaves y filantrópicos que ya ha empleado con los habitantes de las islas Jónicas, para que no se unan con los otros griegos.

No es esto decir que nosotros creamos que ejerza Inglaterra un protectorado sobre Portugal; que sea Portugal una colonia inglesa, como pretenden algunos. Nosotros creemos a los portugueses celosísimos de su independencia y de su dignidad, y no exageramos hasta ese extremo el influjo y la preponderancia de la Gran Bretaña sobre ellos. Pero aunque tuviésemos por cierta esa preponderancia, la deploraríamos como un infortunio, y no la censuraríamos como una falta de energía. La fatal e inevitable humillación de Gibraltar nos hace, en este punto, menos severos, y la reciente humillación voluntaria de las notas de Calderón, nos obliga a ser tolerantes. Lo que nosotros decimos es que a Inglaterra le conviene, le importa mucho nuestra separación, y que tal vez se movería a conservarla con violencia, aun cuando quedasen pocos portugueses que la quisieran, y aun cuando las [440] cosas y la opinión estuviesen ya maravillosamente dispuestas y propicias a la fusión de ambas naciones. Este sería el último y poderoso obstáculo que habría que vencer para alcanzar la unidad deseada, sin una guerra peninsular, encendida por los ingleses mismos, y sin menoscabo o pérdida de algunas de nuestras colonias.

Pero antes de llegar a este último trance, ¿cuántas otras dificultades no nos quedan que allanar? ¿Cuántos medios no nos quedan que interponer para irnos acercando cada vez, en lugar de separarnos?

Pensar, por consiguiente, en la fusión inmediata es casi una locura, es, por lo menos, una imprudente audacia; pero pensar en separarnos más de lo que estamos, es un extravío del sentimiento patriótico, que redunda en perjuicio de ambos países.

El melancólico amor de la patria decaída, las saudades de la pasada grandeza, que han hecho soñar en un quinto imperio portugués, y que han convertido a D. Sebastián en un Mesías nacional, en otro nuevo rey Arturo, no bastan a dar razón de estos recelos perpetuos y de estas arraigadas y poco amistosas preocupaciones que muestran los portugueses contra toda la nación española, mientras que para cada uno de sus individuos que llega a visitarlos hemos de confesar y agradecer que son por extremo afectuosos, hospitalarios y francos. Los portugueses ceden en esto, como nosotros en la infundada altivez con que a veces los miramos, a un espíritu de extranjerismo que, a pesar nuestro, y sin que lo notemos bien, nos domina.

Así, por ejemplo, cuando los portugueses acusan de feroces y de crueles a nuestros héroes pasados, no hacen más que repetir las acusaciones y hacerse eco de la envidia [441] extranjera. Cortés, Pizarro, Almagro, Balboa, fueron crueles; pero ¿qué guerreros de otra nación cualquiera no lo hubieran sido, no lo fueron en aquella edad? ¿Eran los portugueses mucho más blandos de condición, mucho más humanos? Vuestros mismos poetas, ¿no califican a Alburquerque llamándole o feroz? Pero ni vosotros ni nosotros nos distinguimos entonces por la ferocidad y la codicia de que nos motejan los que también lo fueron entonces y siguen siéndolo en el día, con menor disculpa, y mostrándose en la India tan duros y sin entrañas. Por lo que nos distinguimos fue por el dichoso atrevimiento y por aquella constancia con que ensanchamos el mundo, dimos al antiguo otro nuevo hemisferio, y abrimos los nunca hollados senderos,

Per onde fosse descubrir a Lysia
Os inmensos thesouros de Oriente:
Per onde nos trouxesse ao Tejo ufano
As perolas brilhantes, que adornavam
Do sol os ricos paços
E os thalamos da aurora.

Y a fin de poner término y coronar dignamente esta empresa de descubrimientos que Portugal empezó, para eterna gloria del infante D. Enrique y de los navegantes de Sagres, los cuales descubrieron el otro cielo hermosísimo de la parte del Austro, y las refulgentes estrellas con que soñó Dante en su poético arrobo, unieron España y Portugal a dos hijos suyos, y merced a Elcano y a Magallanes, se dio por primera vez la vuelta a este globo en que vivimos.

Nuestras glorias y las glorias de los portugueses son las mismas, y no pueden quitárnoslas sin quitárselas: las mismas son también nuestras culpas, y así no pueden injuriarnos sin que la injuria recaiga sobre ellos. [442]

Tal vez nos hayamos detenido demasiado en estas consideraciones sobre las cosas que fueron; pero repetimos que no nos parecen impertinentes al asunto, a fin de disipar prevenciones, recriminaciones y vanas altiveces, de que suelen estar poseídos, por desgracia, el vulgo de uno y de otro país, y aun no pocas personas ilustradas.

Hablemos ahora del estado actual del reino vecino, y procuremos demostrar que ni es lastimoso como algunos creen, ni es conveniente que lo sea, antes conviene lo contrario al propósito de la unión.

J. Valera

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Revista Ibérica 1860-1869
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