Revista Ibérica
Madrid, 30 de junio de 1862
Tomo III, número VI
páginas 454-462

Polémica literaria

Juan Valera

Cartas dirigidas al Sr. D. Francisco de Paula Canalejas, sobre la crítica que éste ha hecho de los discursos leídos ante la Real Academia española por los señores Campoamor y Valera

II

Casi me arrepiento, mi estimado amigo, de haber empezado a escribir estas cartas. Tal vez alguien me censure al leerlas de muy preciado de mí mismo, cuando salgo a la defensa de una obrilla mía, como si me rebelase contra el fallo legítimo y hasta benévolo de los críticos. No me lleva, sin embargo, a escribir estas cartas el amor propio literario. Si en algo fundo mi amor propio es en no tener ninguno. No me lleva tampoco a escribirlas un espíritu dogmático intransigente. Confieso que soy poco dogmático y que me inclino más a decir como Montaigne ¿qué sé yo?, que no a decir, ¿qué es lo que yo no sé? como otros filósofos, menos famosos aunque más profundos. Lo que me lleva es mi afición a inquirir y a disputar; afición que, a no ser yo tan perezoso y tan premioso de palabra, me haría estar escribiendo o hablando a toda hora.

Ya ve usted que se puede tener a buena dicha el que reconozca yo la flaqueza de mi ingenio, y no sea elocuente ni siquiera fecundo. Por lo mismo que estoy poco pagado de mi entendimiento, en cuanto viene a él una idea cualquiera, y yo presumo que esta idea es una verdad, me aferro en sostenerla con más ahínco que nadie. Y no porque la crea invención propia, sino justamente por lo contrario; porque se me antoja que aquello que yo he dicho, es claro, evidente, inconcuso; es una emanación inmediata de la razón universal; es, en suma, de todo punto innegable. Así es que no pongo mayor vanidad [455] en afirmar todo cuanto afirmo, que en afirmar que dos y dos son cuatro. Lo único que se me ocurre para no tener mala opinión de los que impugnan estas a mi ver tan fáciles verdades, es suponer que las he explicado mal: de suerte que mis réplicas tienen a menudo más de rectificación o de aclaración que de réplicas.

Debo advertir también que por lo mismo que veo claras las verdades que veo, son estas rarísimas y limitadas, es decir, circunscritas por una multitud de distingos y de excepciones. De la virtud de generalizar, que ahora priva y abunda, he de confesar que carezco, como de infinitas otras. Algo parecido soy en esta falta, y bien quisiera serlo también en las excelencias, al señor Alcalá Galiano, de quien dice mi impugnador de Granada que nunca afirma sin atenuación, ni niega sin asteísmo, por manera que los principios opuestos se juntan sin chocarse en las proposiciones.

Sin embargo, en mi discurso de la Academia, violentando tal vez mi natural condición, me parece que afirmé algo en general y por entero. Toda la afirmación, si no me equivoco, se cifra en estas palabras, resumen de mi discurso:

«La lengua es como una copa esplendente y rica, donde caben, sin agrandarla ni modificarla, todos los raudales del saber y de la fantasía, por briosos y crecidos que vengan, y donde toman, al entrar, su forma y sus colores: pero esta copa no debe separarse tampoco, por miedo de que se rompa o quebrante, de esos vivos, inexhaustos, benéficos y salubres raudales que brotan con abundancia perenne del espíritu del mundo. El licor contenido en ella, no sería entonces como el vino generoso, que es tanto mejor cuanto más rancio, sino como las aguas estancadas que se alteran y al fin se vician.»

Al decir esto, como académico de la lengua, no izaba yo otra bandera en el campo de la filología (y páseme usted la metáfora), sino la misma que sigo en política; la bandera de la libertad y del progreso. Yo no digo nunca las palabras para formar frases sonoras, sino con plena conciencia y con toda la inteligencia, aunque corta, de que soy capaz. Así es, que el pasaje citado contiene todo mi pensamiento sobre el asunto de que se trata, y se presta a un comentario que será mi justificación de los cargos que usted y los señores Castro y X me hacen, por enemigo jurado de la filosofía.

Es muy singular mi desgracia o mi torpeza; pero tanto en literatura cuanto en política, me juzgan de la manera más encontrada las poquísimas personas que me conocen. En ciertos círculos me califican de demócrata y de amigo de novedades; en el Ateneo, donde impera la juventud dorada, me gradúan de reaccionario, y, pásmese usted, hasta de neo-católico. Y no es esto lo más extraño: lo más extraño es que varios sujetos, que presumen de muy conservadores, me censuran de no serlo en política, y me tildan de [456] archi-conservador en literatura, y aún de académico y de clásico, en mal sentido, se entiende. ¿Será, me digo, que yo no acierto a explicarme, o será que las revoluciones en el lenguaje son menos temidas, porque no se hacen con pólvora y balas, y porque no quitan ni merman sueldos? Ello es que conservadores y muy conservadores se precian de demócratas, literariamente hablando, por aristócratas que sean en política: lo cual me desazona y maravilla, porque yo soy enteramente al revés. Cierta democracia filosófica y elegante me enamora. En un porvenir más o menos remoto, casi la creo realizable. Si por democracia hemos de entender, no el dominio del populacho ignorante y grosero, sino su desaparición o dígase su transformación en gente culta y urbana, capaz de toda virtud y de todo saber; y su advenimiento a la soberanía; y la extinción de todo privilegio, que ya entonces no tendría motivo ni disculpa; y la inmediata libertad de industria, y la de comercio y la de pensamiento, a fin de ir elevando todos los espíritus y haciéndolos en lo posible iguales; si por democracia hemos de entender todo esto, y que no haya despotismo ministerial, y que mande la ley y no la fuerza, la toga y no la espada, hace muchísimo tiempo que yo soy demócrata político: pero en literatura, si va a decir verdad, confieso que soy aristócrata, ya que de tal es motejado quien adolece de cierta inapetencia y delicadeza de gusto, y se condena a sí mismo, para tener el derecho de condenar a muchos otros, como plebeyos y vulgares.

Por otra parte, a pesar de mi amor a la libertad, que abriría si pudiese franca puerta lo mismo a las ideas que a las mercancías, y que enlazaría y estrecharía por medio de la civilización a todos los pueblos del mundo, declaro que no deseo que se borren las diferencias. Antes quiero que permanezcan y se muestren en la unidad, y que el espíritu de cada pueblo tenga su índole y su forma. De este modo, componiendo todos ellos un solo espíritu en la universal armonía, no se aniquilarán ni perderán en algo como panteísmo, el cual todo lo absorbe y lo identifica, y acaba con lo vario y lo múltiple, y, gracias a esta uniformidad y monotonía, nos viene a matar de aburrimiento.

Harto sé yo que, en su prístina e inefable sencillez y allá en su casi inaccesible elevación, la verdad es una, y una la belleza y el bien uno; pero también sé que tienen infinitas manifestaciones, engendrando con ellas la inagotable variedad de las cosas y de las ideas, así en el mundo material, como en el del espíritu. Sé además que este inferior modo de creación que obramos los hombres, trayendo del universo ideal al real las concepciones de nuestra alma, y produciendo el universo del arte y de la ciencia, se realiza principalmente por medio de la palabra, que da cuerpo y vida y consistencia [457] al pensamiento humano, y que es ella misma la primogénita de nuestro espíritu, su verbo, el espíritu que se aparece, y sale fuera de sí, y se derrama como potencia creadora. Este verbo viene a ser en seguida como el continente, el molde y la turquesa donde se vacían y toman figura nuestras ideas todas; y todas caben en él, porque no es posible concebir una idea que sea mayor que el espíritu que la concibe, y porque nuestro propio espíritu está en el lenguaje.

La diversidad de los idiomas indica, pues, la diversidad de los espíritus, y lejos de acarrearnos daño, nos trae provecho, porque las ideas son tantas por ser tantos los medios de expresarlas. Tal idioma ayuda a concebir tal idea por estar en él como más a la mano y como más visible su expresión o su signo. Y no he de negar yo, ni he negado nunca, ni pondría jamás mi veto, aunque pudiera, a que entrase entre nosotros y se encarnase en nuestro idioma toda idea concebida así, en tierra extraña. Lo que yo deploro es que no se penetren o no quieran penetrarse los que introducen ideas nuevas, de que no debe reducirse esta introducción a un simple y desmañado trasiego, sino ser una asimilación que las haga propias de nosotros, y las enjerte e infunda en nuestro espíritu al verterlas en el lenguaje que hablamos. No me persuadiré en la vida de que una idea, por inaudita y nueva y grande que la supongamos, no quepa con holgura en nuestro idioma, ni halle en él su forma natural y adecuada: por donde me doy a sospechar que el defecto no está en la lengua, sino en aquellos que la ignoran, y la afean y la injurian, filosofando antes de estudiarla, y ajustando a ella nuevos sistemas filosóficos, con insufrible chapucería.

Esto fue lo que me movió a escribir aquellas palabras, objeto de escándalo para algunos, de que si la filosofía hubiera menester de una renovación del idioma español para medrar y florecer en España, debiéramos todos los españoles abandonar para siempre el estudio de la filosofía; con lo cual no quise ni quiero proscribir los estudios filosóficos, sino demostrar lo absurdo de los que sostienen que, para hacerlos y difundirlos en nuestra patria, conviene y hasta es necesario renovar la lengua.

Se pretende que no hemos tenido filósofos hasta ahora o que han escrito en latín los pocos que hemos tenido, y que por consiguiente la lengua no está trabajada y suelta aún para escribir en ella filosofía. Pero ¿quién no ve lo deleznable y flaco de este argumento? En primer lugar, no es cierto que no hayamos tenido filósofos que escribiesen en castellano, y aunque fuera cierto, nadie me negará que, si no por escrito, de palabra siquiera han de haber filosofado alguna vez nuestros progenitores. Bueno fuera que hasta mediados del siglo XIX, después de quinientos o seiscientos años de civilización [458] propia y grande, no hubiera pensado nadie en filosofar en España, y, al pensarlo y al ir a ponerlo por obra, se encontrase con que el filosofar no cabía en su lengua y necesitase ensancharla y trastrocarla para que cupiese. Increíble es tal supuesto, y si no lo es, deja patente una verdad tristísima; deja patente que el espíritu filosófico de los españoles es nulo, y vano el empeño de importarle de Francia o de Alemania.

Pero ¿no es mejor conciliar estas contradicciones, poniéndolas sólo en la escasa habilidad de los que importan filosofías? De seguro no habrá quien suponga que carecemos los españoles de espíritu poético, ni quien declare que no se presta nuestro idioma para la poesía, ni quien ose negar que hemos tenido egregios poetas. Pues, a pesar de todo, con la poesía extranjera nos acontece lo mismo que con la extranjera filosofía. Tan difícil, más difícil es traducir al castellano una página de Goethe, de Schiller o de Platen, que otra de Kant, de Fichte o de Hegel. Y no se diga que la dificultad de la traducción consiste en que los susodichos poetas están ya impregnados de la moderna filosofía alemana, porque en los Nibelungen y en Gualtero de la Vogelweide hallaríamos idéntica dificultad. Pero ¿qué mucho, si la hallamos también en Horacio, en Virgilio, en Catulo, en cualquiera poesía compuesta en latín, con ser este idioma raíz y fundamento del de España? Y con todo, a nadie se le ocurre, con tal de que esté en su juicio, que ha de traducir a Horacio con las frases y giros que Horacio emplea, sino que busca el modo de hacernos comprender su sentido con expresiones peculiares de nuestra lengua, y eso, que en poesía, la dicción, el ritmo y el periodo, tienen mayor importancia que en filosofía, donde puede atenderse más al pensamiento puro, abstracto, universal y libre de forma.

Yo creo asimismo, que los traductores que se ciñen mucho a la letra, además de dar tormento al idioma y de estropearle, suelen ser infieles al original, cuyo sentido dejan sin traducir, aunque traduzcan las palabras, lo cual no es hallar la verdadera y adecuada expresión del sentido, que se queda por allá como traspapelado y oculto. Cuenta que no suceda esto con algunos sistemas filosóficos, cuya significación alcanzamos en traducciones o exposiciones francesas algo libres, y no en otras españolas, que tal vez pequen de sobrado concienzudas.

Es además de notar, que este último linaje de traducciones o exposiciones, carece de mérito intelectual, y no debe granjear gloria ninguna, porque es sólo una operación mecánica, mucho menos que gramatical, por donde adquieren las palabras cierta apariencia de españolas, y permanece en idioma extraño todo el enlace o trabazón que las une y ordena para un fin determinado. [459]

Quiero suponer, a pesar de lo dicho, que nuestro idioma no basta a la moderna filosofía, y dado el supuesto, voy a ver cómo salgo del apuro, y escojo entre quedarme sin filosofía o sin lengua.

Imaginemos por un instante, que en Francia hay un gobierno liberal, discreto, entendido y muy conforme con los adelantos de la época, y que en España no le hay; yo doy por cierto que todavía hemos de preferir quedarnos con un gobierno detestable, y sin libertad, y sin progreso, a formar parte de la nación vecina. De esto dimos ya pruebas en 1808, y las volveríamos a dar si nueva ocasión se presentase. Pues por idéntico orden discurro yo sobre los primores y novedades de la filosofía con relación a la lengua. Si alguien consigue probar, que para trasplantarlos a este suelo es menester arrancar de él el habla de nuestros padres, le responderé sin vacilar, que prefiero quedarme sin filosofía a dejar de ser lo que soy. Y no es odio a la filosofía, es el instinto de la conservación, el amor al ser colectivo que tenemos, el que en esto se patentiza. Ni siquiera es orgullo nacional, sino un sentimiento más hondo. Yo, individualmente, puedo creerme, por humildad o por justicia, y me creo, sin duda, inferior en todo a otras personas: mas no por eso deseo aniquilarme, confundiéndome con ellas. Alguien me pudiera decir: --Tu amigo Canalejas habla mejor y escribe mejor que tú, y hasta es más lindo mozo, o si se quiere menos feo. Haz, pues, de modo que te transformes o mudes en tu amigo Canalejas. --Pero yo le contestaría que, si bien era exacto su juicio comparativo, todavía eso del talento, y el hablar bien y el escribir a maravilla, y hasta el ser lindo mozo, son calidades accidentales, y que lo esencial es ser uno quien es; por donde yo tenía empeño en ser quien soy con todas mis inferioridades, y no anhelaba ser otro, cobrando superioridad en los accidentes, a trueque de perder la sustancia. Porque el hablar unos peor que otros, o el no escribir tan bien, o el tener menos entendimiento, o el ser más feos o más bonitos, constituye nuestra diferencia, y nos determina, distingue y separa, y nos hace ser y parecer estos que somos, y no esotros, ni los de más allá, ni cualesquiera.

Hay un cuento oriental de cierto aventurero, que había estudiado profundamente, entre los bramines, la ciencia de la metempsícosis o transmigración de las almas, y que saliendo un día de caza, y encontrandose a solas, si no recuerdo mal, con el poderoso rey de Persia, hizo una diablura verdaderamente extraordinaria. Mató el rey una corza, y el aventurero se jactó de poder resucitarla. Como es natural, el rey quiso ver este milagro, y pidió al aventurero que le hiciese. Entonces, aquel único y aventajado discípulo de los bramines, cayó en tierra como muerto, y la corza se levantó llena de vida y vino a hacer al rey mil caricias y a besarle la mano. Poco después volvió a caer [460] muerta la corza, y el aventurero se alzó vivo como antes. Maravillado el rey de lo que acababa de ver, trató de investigar su misteriosa causa, y el aventurero, le dijo que él sabía trasladar su alma de unos cuerpos en otros, y que por haber estado en el de la corza, había permanecido el suyo inanimado. Entonces quiso el rey probar aquella aventura, y habiéndole enseñado el aventurero cierto ensalmo o fórmula mágica, le pronunció, y en un abrir y cerrar de ojos, pasó su alma al cuerpo de la corza, sin el más ligero inconveniente. Pero lo malo estuvo, en que no bien el aventurero vio inanimado el cuerpo del rey, cuando puso en él su alma, dejó al pobre rey convertido en cuadrúpedo, vagando por aquellos bosques, y se fue a palacio a vivir la más regalada vida.

Traigo aquí esta historia, para decir que, aún prescindiendo del engaño, felonía y crimen de lesa majestad del aventurero, su estado debe inspirar más horror que envidia: pues si bien el alma es lo principal en el individuo, el cuerpo, al fin, es su manifestación y su forma. Al cuerpo, tanto como al espíritu que le anima, van unidos nombre, fama y manera de ser de cada uno. Y nadie dejaría su cuerpo por cuanto hay que desear; ni para ser emperador del mundo, bajo otra forma y con otro nombre. El que así lo hiciese por arte de hechicería, ya no sería él, sino otro.

Se me argüirá, acaso, que no hay paridad entre esta comparación y el lenguaje, el cual no es como el cuerpo de que el pensamiento anda vestido, y que peco además de materialista, dando al cuerpo tanta importancia. El lenguaje, se me argüirá además, no dura en el mismo ser, y el del nuestro, por ejemplo, era uno cuando se escribieron Las Partidas, y otro cuando compuso sus versos Garcilaso, y otro cuando Calderón dio a luz sus comedias, y otro, por último, en el día; porque muchas palabras y giros se han ido perdiendo, y porque han nacido otros. Pero se debe notar que con el cuerpo humano también acontece lo mismo, y nadie, sin embargo, tiene la temeridad de poner algo de su parte para llegar antes de tiempo a la edad madura, a la vejez o a la decrepitud. Nadie cae en la locura de querer convertirse artificialmente de viejo en niño, o de niño en viejo. Y por otra parte, viejo o niño o adulto, aunque el cuerpo no conserve al cabo de cierto número de años ni una sola molécula de las que antes le formaban, nadie duda de que el que antes tenía es el mismo de ahora, y aunque crezca y se desarrolle, y aunque decaiga y se debilite, sigue siendo siempre el mismo cuerpo. Y si hay quien añada que las lenguas se mudan y mueren, y que de sus restos salen nuevas lenguas más perfectas aún, yo replicaré que también he de morirme sin remedio, y que tal vez de mi cuerpo o de los átomos que componen mi cuerpo salga la más linda criatura que imaginarse puede, pero que, a pesar de esto, no quiero morirme. [461]

Yo no creo que sea un mal la síntesis y cruzamiento de las razas, y sé que el pueblo español es, en este sentido, de los más sintéticos y cruzados. Supongo o doy por cierto que la lengua española también lo es, y que hay en ella elementos semíticos y célticos y latinos y germánicos y euscaros. Pero esto, ¿qué prueba en contra de lo que yo afirmo? También en la síntesis de mi cuerpo han entrado vegetales de mil diversas especies, y minerales y animales, y no por eso desconozco mi unidad corporal, ni quiero perderla.

Tales son las principales razones que me incitan a clamar contra los que adrede corrompen el idioma, y aún hacen gala de ello, y erigen en sistema esta depravación algo semejante a la del discípulo de los bramines.

Cuando es involuntaria la falta, yo la disculpo, si no la perdono, y hasta me confieso culpado de ella. Estudiándolo todo, como lo estudiamos, en libros franceses, no se ha de extrañar que olvidemos nuestra lengua, y no sepamos decir en ella nada, y recurramos a frases extranjeras por ignorancia de las castizas.

No blasono yo tampoco de purista severísimo y acepto los neologismos técnicos que me parecen necesarios. Estos no son por lo común verdaderos neologismos, sino palabras antiguas tomadas del griego, las cuales desde que nació nuestro idioma se van adoptando en él, y son conformes a su índole. Así es que tan lícito me parece decir catolicismo, iglesia, obispo y diablo, como decir estereoscopio, frenología, homeopatía y fotografía. El toque está en que la palabra se necesite para significar una cosa o idea nueva, y en que no venga a ser una pedantería vana para disimular un pensamiento más vano aún.

Hay también palabras que aparecen, se ponen en moda, y luego se olvidan, ora entre la gente regocijada, alegre y truhanesca, como por ejemplo, filfa; ora entre las damas y los caballeros elegantes, v. g., lion, fashionable y dandy, que ya se van olvidando, como se olvidaron casi pisaverde, paquete y currutaco, vocablos hoy de pésimo tono; y ora en las escuelas, entre los doctores y filósofos que, cada quince o veinte años, inventan una flamante fraseología, para encubrir lo poquísimo que saben y que se sabe.

Si en esto sólo consistiese el mal, no hubiera tratado yo de aplicarle remedio: pero el mal es más grave y tiene más hondas raíces. En todos los Institutos se enseña latín y griego, pero no se enseña castellano. La filosofía se sabe o cree saberse antes de que se sepa la lengua en que se quiere filosofar. El mal gusto y el estilo archi-florido, retumbante y declamatorio, cunden que es un dolor. La necesidad, la vanidad, la ambición y el espíritu de la época nos mueven, a cuatro quintas partes más de los que debiéramos, a escribir a pesar de las Musas y de las Gracias. Los libros que leemos son franceses; [462] por lo general escribimos en periódicos y de priesa; y como tomamos las ideas de los libros franceses, no es extraño que también tomemos de ellos las frases ya formadas. Por último, nos ha asaltado la manía de fantasear que estamos perfeccionando y ampliando la lengua, mientras la echamos a perder. Por todo esto me atrevo a la censura. Aunque yo también, o por ignorancia o por desidia, soy de los que dan el mal ejemplo, no tengo la pretensión de querer convertirle en ley.

Aprendidas las frases que hoy se usan, es más fácil escribir; hasta imaginamos que es natural lo que escribimos: pero nada más artificioso. Yo no acudo a leer nuestros antiguos clásicos para aprender lo castizo, sino lo natural del lenguaje. En la frase de ahora hay culteranismo, aunque harto plebeyo y descuidado, y no como el de Góngora. Al lado de la afectación y de la sequedad didácticas se advierte la superabundancia de las imágenes y sobre todo de los símiles, y, combinadas con el estilo magistral y con el supuesto método rigoroso propio de la filosofía, y al cual queremos sacrificar la lengua, se notan y lamentan la hinchazón y la más desmedida hipérbole.

Salvo estos yerros de que no son víctimas muchos escritores contemporáneos, pero que nos pueden arrastrar en su rápida decadencia, repito aquí, como en mi discurso, que no soy denigrador del tiempo presente, y que me parece que vivimos en un periodo de gran movimiento intelectual, bastante fecundo y brillante en literatura, pudiendo serlo en filosofía, si acertamos a renovarla, a inventarla o a traducirla siquiera. Con esto termino mi carta, suprimiendo otra con que había amenazado a Vd. y a los lectores de la Revista, a quienes pido mil perdones por haberlos molestado con mi réplica, quizás más de lo justo.

De Vd. afectísimo,

J. Valera

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Revista Ibérica 1860-1869
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