La Concordia
Madrid, domingo 14 de junio de 1863
Año I, número 6
páginas 90-93

Miguel Sánchez

Filosofía kraussista

Su método. Punto de partida

Artículo segundo

Nada hay tan ponderado en el sistema de Krausse como su admirable método. Su manera de proceder en la investigación de la verdad, su forma filosófica es generalmente considerada como un método severo, profundamente lógico, como el método por excelencia.

Las promesas, en esta como en todas partes, no escasean. Cómo son cumplidas, es lo que únicamente nos importa averiguar.

Hemos dicho que en vez de pintar con nuestras reflexiones el kraussismo, nos proponemos describirlo con sus propias palabras y sus mismas doctrinas. Creemos que nuestras promesas serán perfectamente realizadas. –Empecemos.

Con frecuencia nos equivocamos, tanto en las cosas que se refieren a nosotros mismos como en las que atañen al mundo exterior. La conciencia de esta dificultad es lo que ha obligado a los filósofos a buscar un primer principio, superior a la oposición del sujeto y el objeto del pensamiento, y libre por lo tanto de toda clase de objeciones. El escepticismo ha dispensado a la filosofía el inmenso favor de obligarla a consolidar su base, y abstenerse de toda afirmación antes de haber encontrado un punto de partida inatacable.

Dos cosas hallamos en este párrafo fielmente traducido de La ciencia del alma, obra de Tiberghien, publicada en 1862, página 196:

1ª Que las antiguas filosofías no nos libraban de incurrir en numerosos y trascendentales errores.

2ª Que el escepticismo, producto de las disputas filosóficas, ha demostrado a la humana ciencia cuán necesario es hallar un punto de partida, base lógica de todos nuestros raciocinios, que sea de todo punto inatacable.

En esto nada nuevo nos dice el sistema de Krausse. El célebre principio de contradicción tan conocido en la antigua filosofía peripatética, el no menos ponderado entimema de Descartes, prueban con demostración de hechos, cómo un argumento que por nadie puede recusarse, que 2.300 años antes de Krausse, ya los filósofos conocían el mal que él deplora, y procuraban encontrar un sólido fundamento para el grandioso edificio de la filosofía.

Los aristotélicos decían: «Lo que es real, es real; lo que no es real, no tiene existencia, no es nada; lo que no es nada, no puede ser al mismo tiempo alguna cosa o tener alguna especie de realidad. Imposible es, decían, que una cosa sea y no sea al mismo tiempo.»

Descartes expresaba la propia idea, sentaba el mismo principio con palabras diferentes. Según este célebre reformador de la filosofía, el método científico podía girar sobre dos polos intelectuales que, como los del globo terráqueo, jamás podrán desaparecer sin que con ellos desaparezca el planeta que sustentan.

1º. «Podemos afirmar con entera certidumbre todo lo que vemos clara y distintamente en la idea que de ello formamos en nuestra alma.»

Vemos clara y distintamente la imagen del sol en nuestra alma, y por lo mismo podemos con toda certidumbre afirmar la existencia real del centro de nuestro sistema planetario tal cual lo imaginamos, derramando torrentes de luz en la inmensidad del espacio. –Clara y distintamente vemos en nuestra alma la existencia de hombres que piensan y sienten como [91] nosotros, y de un mundo exterior en el cual vivimos y viven millones, centenares de millones de hombres, con naturaleza y facultades enteramente iguales a las nuestras. Podemos, pues, afirmar con entera certidumbre la existencia real de la tierra y de los hombres que la habitan.

Se dirá sin embargo: «Descartes ve en su alma, en la idea que tiene en su alma, no el mundo, sino la imagen del mundo.» Pero ¿quién puede afirmar que a esa imagen subjetiva, puramente interior, corresponde un objeto, un ser exterior, de igual índole y propiedades, con los propios caracteres que en la idea, en el fondo del alma, se representan?

Esta pregunta, formulada en castellano claro, renunciando a todo nebuloso aparato, prescindiendo de términos llamados por su misma oscuridad filosóficos, equivale a esta otra: Yo tengo en mi alma la idea, la imagen del Capitolio que vi en 1859. ¿Podré afirmar que existe ese Capitolio, cuya imagen conservo en mi espíritu, cuyo recuerdo no me es posible borrar, cuya negación, cuya no existencia, por más que en ello me empeño, nunca puedo hallar en mi alma?

Tengo idea de que existen otros hombres como yo.

Descartes observa el hecho, se fija en esta idea, y exclama: «Lo que se ve con claridad es cierto. La nada no es cierta, no es real, y nunca puede ser vista con distinción ni claridad. Lo contradictorio no se pinta jamás con claridad en el alma. Lo oscuro, lo confuso, lo probable, lo dudoso, nunca se describen con distinción y claridad en nuestra conciencia. Luego lo contradictorio, lo oscuro, lo confuso, lo probable, lo que es objeto de duda, nunca puede afirmarse con absoluta certidumbre.»

Krausse, despreciando esta observación universal y constante, esta ley absoluta de nuestro espíritu, impugnando el sistema filosófico de Descartes, dice: «Yo no puedo afirmar la existencia real de las cosas que con toda claridad y distinción veo retratadas en mi alma. Yo no puedo afirmar la existencia de otros hombres, ni del mundo, ni del espíritu, ni de la naturaleza, ni de nada que exista, que considere como existiendo fuera de mí, fuera de mi yo, fuera de la conciencia vaga e indeterminada de mi yo, del hecho primitivo de mi espíritu.»

Krausse no puede ni aun afirmar la existencia real del libro que, por medio de objetos exteriores, desde lo más hondo de su alma, ha trasladado a la superficie de sus manos. ¡He aquí un gran progreso debido al método kraussista!

2ª La máxima de Descartes que en segundo lugar debe ser colocada, es la siguiente: «Yo pienso; luego existo.» –Es decir: veo con claridad que pienso: luego puedo afirmar con certidumbre que existo. Lo que no existe no hace nada.

Esta máxima profundamente filosófica es, en el orden subjetivo, base universal e indestructible de todos nuestros conocimientos.

Yo pienso; luego existo.

Los objetos exteriores influyen en mi espíritu; luego también tienen existencia propia.

En el universo hay seres que me afectan sin manifestarme lo que en su interior acontece, y otros seres que me afectan, que me hablan, que me manifiestan lo que ocurre en lo más oculto de su alma, que piensan, sienten y quieren como yo. Luego en la naturaleza hay dos clases de seres enteramente diversos: unos que raciocinan como yo, y son como yo racionales; otros que no hacen uso de su razón, que no reflejan en su semblante la imagen de Dios, que no son, y por lo mismo nunca podrán ser colocados en la categoría de los entes que han recibido la razón y la inteligencia, destellos divinos que sobre la frente de la humanidad cayeran desde el cielo.

Yo estudio la existencia de este hombre, y en él encuentro grandes necesidades, inmensos vacíos, cuya satisfacción no se encuentra en las facultades del hombre. Yo no veo eternidad en la vida, omnipotencia en las fuerzas, infinita sabiduría en el entendimiento de los seres racionales: luego necesito levantar mi alma a otro orden de ideas, a buscar fuera de todo lo limitado lo infinito que siento en mi espíritu, lo eterno que concibo en mi alma, lo perfectamente bueno y absolutamente bello, cuya inextinguible necesidad me revela el corazón. Yo tengo en mi alma la idea de Dios: luego Dios existe.

He aquí cómo, sin apartarse en nada de su admirable método, gran principio científico, de su verdadero punto de partida, se encuentra a sí mismo, encuentra su yo y lo comprende; ve a otros hombres, a otros espíritus, y los explica; observa el universo, y halla la razón de su existencia; contempla la omnipotencia de Dios en su conciencia, y vuela, y traspasa las nubes buscando en alas de la fe al Ser omnipotente, que sólo puede tener digna morada en el cielo.

Ahora nos es indispensable poner en parangón con este, el punto de partida que nos proponen los kraussistas.

¿Existe un punto de partida, una verdad primera, que nos dé entrada con absoluta seguridad en la ciencia? Y si existe, si es posible, ¿qué condiciones debe tener este fundamento lógico de la humana ciencia? Si es posible, debe reunir estas tres condiciones:

1ª Debe ser verdadero y cierto.Verdadero, porque de otro modo nunca nos conduciría a la verdad. En el orden científico, en el orden lógico, lo falso es el vacío, es la nada; y por el vacío, por la nada, el hombre no puede dar nunca un paso, sin sepultarse en insondables abismos. –Cierto, porque ha de darnos entrada en la ciencia, y la ciencia rechaza todo lo que es dudoso o hipotético.

2ª Debe ser universal, puesto que necesariamente ha de ser admitido por todos los hombres que buscan la ciencia, sin excluir los escépticos.

3ª. Debe ser inmediata y directamente cierto; es decir, no puede ser conocido por ningún otro medio que exista entre él y nuestra conciencia. Debe brotar espontáneamente del alma, del yo. No puede mantenerse ni vivir un solo instante fuera del yo. Es inmanente; no es, no puede, por necesidad metafísica, ser trascendental, o colocarse en algún modo fuera del yo.

El punto de partida es, pues, una verdad inmediatamente cierta para todos. Su objeto es el yo, el yo solo, con exclusión del no yo. (p. 196.)

Si el punto de partida consistiese en una verdad trascendental, cuyo objeto se hallara fuera de nosotros mismos, sería, únicamente podría ser, en la afirmación del mundo exterior, de otros espíritus o del mismo Dios. –Ninguna de estas hipótesis puede ser admitida.

Y ¿por qué? Veamos qué razones tienen los kraussistas para no fijar el punto de partida de nuestros conocimientos en las afirmaciones del mundo, de los hombres, ni aun de Dios.

La afirmación del mundo exterior, de la naturaleza, no es inmediata, porque solo nos es conocida por medio de los sentidos. (Obra citada, pág. 198.)

Y ¿quién puede afirmar, encerrándose en el método kraussista, admitiendo el principio de las intuiciones intelectuales, negadas por Kant, que la naturaleza no puede ser conocida por la intuición intelectual? Si según Krausse, nunca podemos afirmar con certeza lo que llega a nuestra alma por medio de los sentidos, ¿cómo afirman los kraussistas que únicamente por medio de los sentidos nos es conocido el mundo exterior?

¿Admitís las intuiciones intelectuales? ¿Admitís conocimientos de cosas que no han sido comunicadas al alma por el intermedio del órgano material, del instrumento orgánico que llamamos cuerpo? Entonces, ¿cómo afirmáis que solo por medio de los sentidos, que nunca por intenciones intelectuales puede sernos conocida la naturaleza? Si cuando admitís la entidad espíritu, el espíritu total uno y entero; la entidad naturaleza, el cuerpo uno y entero; la persona universal, la entidad humanidad, la humanidad una y entera; si, en fin, para encerrar en monstruosa confusión el mundo entero, moral, espiritual y materialmente considerado, siendo cosas que no están en la conciencia, que son evidentemente exteriores, negáis el testimonio de los sentidos que rechaza esta confusión, ¿por qué para rechazar, para poner en duda la existencia del mundo exterior, como punto de partida científico, decís que sólo por los sentidos, que de una manera mediata puede únicamente sernos conocida? [92]

¿Qué es la naturaleza? –Todo lo exterior, en el orden sensible, a nuestro espíritu.

¿Qué es el mundo material? –Lo mismo, exactamente lo mismo.

¿Por qué, pues, admitís la intuición intelectual para conocer inmediatamente la naturaleza, que es el mundo, y no la admitís para conocer el mundo, que es la naturaleza? Salvad si podéis la contradicción.

El mundo, la existencia de la naturaleza, decís que no es universal, porque se han conocido idealistas que la han puesto en duda; ni una verdad cierta, porque hay escépticos, según los cuales, acerca de ella nada podemos afirmar con absoluta certidumbre. (pág. 198)

Y si se objeta que negar la existencia del mundo físico es oponerse abiertamente al testimonio del sentido común, los kraussistas, con imperturbabilidad asombrosa, contestarán, sin probarlo, por supuesto, que el sentido común no tiene derecho para mezclarse en las atribuciones de la ciencia. (pág. 198.)

Tenemos, pues, que según los principios de Krausse, la existencia del mundo real no es una verdad indudable, universal e inmediata. Sólo el admitir la posibilidad de esta duda, de la no existencia de la naturaleza, es abrir un insondable abismo en las puertas de la filosofía; es mostrar la anarquía como medio, y el caos cual término único de todas nuestras esperanzas, de todos los esfuerzos de la razón del hombre.

Pero ya que los kraussistas niegan la certidumbre a la existencia del mundo exterior, veamos si son igualmente despiadados con la existencia de los espíritus.

La afirmación, dice Tiberghien, del mundo espiritual, aun es menos inmediata y menos directa que la del mundo material. Los seres racionales se nos manifiestan únicamente por signos que afectan nuestros sentidos. Todas las dudas relativas al mundo exterior, pueden igualmente suscitarse en el mundo de las inteligencias. ¡Ni aun podemos afirmar con certeza que además de nosotros existen otros hombres en el mundo!...

¿Son los hombres tales como se nos figuran? ¿Hay en realidad espíritus inteligentes? A estas preguntas responden de muy diversa manera los filósofos: unos niegan, los materialistas; afirman otros, los dogmáticos; y se encierran no pocos, los escépticos, en los límites de la duda. (pág. 198.)

Este es sin duda un descubrimiento de funestísimos resultados para la ciencia. La filosofía respira el ambiente de los espíritus y en nombre de la misma filosofía, Krausse decreta su muerte, el suicidio universal; la condena a morir asfixiada, negando, o disminuyendo al menos, el aire único que para la conservación de su vida puede aspirar.

Dios tampoco puede ser la verdad lógica, el punto de partida para la ciencia. ¿Por qué? –Oigamos nuevamente a los kraussistas.

Dios es objeto de una intuición intelectual y directa; pero el espíritu no puede llegar repentinamente y sin preparación hasta la presencia de Dios. Para resolver con plena conciencia la cuestión relativa a la existencia de Dios, es necesario estar en posesión de todos los elementos racionales del conocimiento, y principalmente de las ideas del ser, la esencia, la existencia, el infinito y lo absoluto. (pág. 199)

Esto, pura y simplemente quiere decir que la existencia de Dios no pude ser demostrada partiendo de lo contingente a lo necesario, del efecto a la causa; del hombre, del universo, seres esencialmente limitados, a Dios, esencial y necesariamente infinito en su ser y en todos sus atributos.

Esto quiere decir que la existencia del padre no puede ser demostrada con la existencia del hijo; que entre el efecto y la causa no hay relación necesaria; que, por último, de la causa puede descenderse hasta el efecto, pero nunca subir desde el efecto hasta la causa.

Esto, además, envuelve otra teoría, por cierto bastante peregrina. Todo hombre que no conozca con profundidad una ciencia, no puede afirmar nada de lo que con la ciencia que bien no conoce, directa o indirectamente se halla enlazado. El que no sea consumado astrónomo, nunca podrá decir que del sol procede la luz que nos ilumina durante el día, o que el viento agitando las aguas movía los buques antes de que fuese aplicado el vapor a la navegación. No necesitamos refutar este absurdo principio. No sería este tampoco el lugar oportuno. Bástanos consignar aquí las absurdas y perniciosas consecuencias que de estas teorías acerca de la demostración se desprenden.

Por otra parte, vuelven a usar de la palabra los kraussistas: «La existencia de Dios, no es universalmente admitida, porque hay ateos que la niegan; ni cierta, porque no han faltado filósofos que la consideren como problemática.» (pág. 199.)

Si pues ni el mundo, ni los hombres, ni Dios pueden ser admitidos como una verdad inmediata, cierta y universal, ¿dónde, en qué verdad inmediata, cierta y universal, fijaremos el punto de partida? Aunque la cuestión parezca intrincada, los kraussistas la resuelven con pasmosa facilidad.

Necesitamos escuchar, leer sus mismas palabras, para conocer y apreciar en lo justo todo el valor de su sistema.

«El punto de partida, dicen, es el yo, el hecho primitivo de la conciencia.» (pág. 202.)

¿Y cuál es este hecho? ¿Dónde se halla esta verdad más cierta, más universalmente admitida, que la existencia de Dios, la del mundo de los espíritus y el mundo de la materia? –Lo veremos en seguida.

«La conciencia tiene por objeto el yo indeterminado, o una de sus manifestaciones. El pensamiento indeterminado del yo es el hecho primitivo; precede a todo otro pensamiento relativo al yo, y es la primera manifestación de la conciencia, tanto en el orden lógico, como en el cronológico.» (pág. 202.)

«El pensamiento yo es un pensamiento indeterminado, porque tiene por objeto el yo todo entero, sin designación ni exclusión de ninguna propiedad particular.» (pág. 203.)

«Cuando digo que el yo es ser, es uno, es pensante, que el yo existe, entonces lo analizo o determino, y solo puedo manifestarlo en forma de juicio. Cuando, por el contrario, afirmo simplemente el yo, no hago comparación ni abstracción; no juzgo, no poseo más que la noción o intuición de un objeto que afirmo en general, pero del cual nada digo en particular.» (página 203.)

¡Qué principio, qué punto de partida para la ciencia! ¡En el mismo origen de la luz se vierten a torrentes las tinieblas! El yo no puede ser estudiado, no puede ser examinado, no podemos averiguar si es uno, si piensa, si existe, porque en el instante mismo que nos fijemos, que conozcamos algunas de las propiedades esenciales del yo, el yo deja de ser indeterminado, es conocido, y por el hecho mismo de dar albergue a la luz en su corazón, deja de ser útil, de ser luminoso, de ser el sol de la inteligencia. Esto es querer alumbrar un salón con lámparas apagadas. Esto es pedir para el origen lógico de la ciencia lo que el conde de Maistre pedía para el origen de los poderes políticos: que ocultasen su cabeza como el Nilo en las densas tinieblas que coronan las crestas de los montes.

El yo indeterminado pudiera ponerse en parangón con la materia prima de los antiguos escolásticos. Estaba en todas partes y no se veía en ninguna. No tenía ninguna propiedad, y era sujeto de todas las propiedades. –Neque quid, neque quale, neque quantum, sed est aliquid ex quo colligitur totum.

Después de encerrarse en la materia prima, sólo falta al método kraussista engalanarse con las cualidades ocultas, tan célebres, tan en moda hace quinientos años.

Pero no siempre han de elevarse los kraussistas a montañas de tinieblas, o hablarnos como oráculos desde el corazón de las nubes. Alguna vez, como hombres, se dignan hablarnos en lenguaje humano. He aquí la prueba. Es un ejemplo aducido para demostrar, esclareciendo, la doctrina anterior: «Del mismo modo conocemos la luz antes de saber cuáles son sus propiedades y divisiones, que CONOCEMOS el yo antes de CONOCER qué es, cómo obra y cuáles son sus propiedades.» (pág. 203.)

Es decir, nosotros vemos al yo sin verlo; lo conocemos sin [93] conocerlo; lo afirmamos sin afirmarlo; sin afirmar que existe, que es uno, que siente, que quiere, que piensa. Si esto no es vivir en plena cualidad oculta, confesamos ingenuamente que es vivir en cualquier parte, menos donde haya luz y verdad.

La conciencia del yo es anterior a la conciencia de las propiedades de yo.

«El pensamiento yo, como pensamiento indeterminado de la conciencia, es anterior a todo pensamiento indeterminado, relativo al yo.» (pág. 215.)

He aquí el punto de partida, el hecho primitivo de la conciencia, la primera verdad en el orden lógico y cronológico, según Krausse.

Es cierta, porque la duda sólo puede basarse en la discordancia entre el sujeto y el objeto del pensamiento. (pág. 217.)

Es universal, porque aunque todo el mundo puede negar al hombre, a Dios y aun al mismo mundo, nadie puede negar el yo indeterminado de la conciencia.

El yo, en fin, es verdad inmediata, porque nada hay entre el yo y el yo. (pág. 219.)

¿Y cómo se demuestra que el yo es tal cual se nos figura? ¿Es una realidad? ¿Es una ilusión? ¿Es siempre idéntico? ¿No se rompe nunca el lazo de continuidad en su existencia? ¿Pienso quizá que pienso sin tener verdadera conciencia de mi pensamiento?

Todas estas cuestiones, tan propias de la filosofía kraussista, pasan completamente por alto, como de contrabando, en este sistema de teorías estériles, de problemas inútiles, de doctrinas, mejor dicho, de fárrago inmenso de palabras incomprensibles. Y sin embargo, este es el gran punto de partida desde el cual, son su omnipotente palanca, con su inteligencia, Krausse ha querido mover el mundo. Arquímedes no tuvo la fortuna de hallar este gran punto. Krausse ha sido más afortunado que Arquímedes. ¡O felicitas!

Miguel Sánchez

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