Los dos socialismos
Poco después de iniciada en nuestra patria la Revolución gloriosa que trocó en grandezas las miserias que nos rodeaban, el espíritu intransigente o arrebatado de muchos que no comprendieron la libertad que conquistábamos dio nacimiento a diversas exageraciones y consagró algunos delirios que, siendo de imposible realización, gracias a su carácter utópico, aun traen agitada la atmósfera de que nuestra sociedad vive hoy rodeada.
Entre estas cuestiones que se debaten, y que tienen el triste privilegio de producir la alarma en los elementos de nuestra vida actual, no es ciertamente la que menos proporciones ostenta el principio socialista nuevamente desarrollado entre las clases trabajadoras, y en el cual ven éstas encerrado el secreto de su emancipación social.
Y este es un problema que, según sea resuelto, trae consigo amenazas y grandes peligros; peligros y amenazas hoy por las sacudidas que imprime a nuestro régimen el esfuerzo que se viene haciendo por su imposible resolución; peligros y amenazas para mañana, porque si la imposición hiciera lo que la razón, la justicia y la utilidad no pueden hacer, la perturbación sería tan grande, que donde ahora vemos armonía y sosiego, después veríamos perjuicios y ruina.
Acaba de tener lugar un hecho que patentiza la verdad de nuestras palabras. En Barcelona se ha celebrado un Congreso de obreros, el primero que vemos en España, donde con una concurrencia numerosa, y con representantes de muchos puntos industriosos de la Península, se ha mostrado bien claramente la forma y manera como aspiran las clases proletarias al cumplimiento de su emancipación.
Los que de buena fe y por vivísima simpatía consagramos nuestra atención preferente a todo cuanto se relaciona con el bienestar del noble hijo del trabajo; los que nos sentimos ganosos de que su porvenir mejore, y que la suerte de la clase obrera descanse sobre la doble base de su felicidad y de su cultura, hace tiempo que vivimos contristados al ver el extravío con que camina una gran parte de ese elemento poderoso y esencial de toda sociedad.
Sus Congresos en Bélgica y en Suiza, el carácter distintivo de sus asociaciones, sus folletos, sus periódicos, su inclinación por ciertas doctrinas utópicas fomentadas por la alucinación, y, en una palabra, todo cuanto expresa la tendencia, equivocadamente emancipadora de la clase que nos ocupa, han venido sucesivamente a llenar nuestro ánimo de desconfianzas y de temores al darnos la seguridad de que el trabajo se aprisiona cada día más buscando el fin de su opresión en extremos viciosos, fundados en el exclusivismo, en la animosidad y en el encono.
Conservamos aun la dolorosa impresión que nos produjo al saber las resoluciones adoptadas por el último Congreso celebrado en Basilea, al cual asistió algún representante de los operarios españoles.
Allí vimos consagrada la funesta doctrina de la resistencia; allí vimos, por lo tanto, adoptado como medio emancipador el de las huelgas o paros, como quiera llamárseles; allí vimos escrito en el programa de la emancipación obrera la negación del derecho de testar, principio erróneo que atenta contra el derecho del hombre; allí vimos, finalmente, sancionada la idea poco generosa y poco sensata del aislamiento de la clase obrera, de su separación de las demás clases, formando una unidad independiente y refractaria a todo enlace, a toda combinación, a toda fraternidad.
Y bien presentimos, al ver anunciada la reunión del Congreso obrero español, que éste vendría a ser reflejo de los que anteriormente se habían celebrado en el extranjero.
En éste, como en aquellos, ha dominado la idea funesta de ese nuevo socialismo, mil veces peor que el que por sus errores ha caducado. Este encerraba, por lo menos, la teoría del Estado patrocinando al individuo; tendía a significar cierto cariño y solicitud de la sociedad sobre sus miembros productores; el falansterio se proponía al menos la institución del amor y la caridad, por más que también fuera el de la aspiración utópica; Saint-Simon, aunque soñador o delirante, no admitía en su doctrina las exclusiones ni los rencores. El derecho al trabajo y el derecho a la existencia, principales síntesis del genuino socialismo, significaban al menos, aunque ilusoriamente, la alianza social, el mutuo apoyo, la caridad de todos para todos.
La idea emancipadora de hoy, ¡cómo se expresa! ¡Cuáles son sus principios! ¡La resistencia, la desconfianza, la animadversión y el aislamiento!
Quisiéramos hoy mismo demostrar extensamente que tales doctrinas y la conducta que imponen son la ruina de la misma clase obrera, que trata de explotarlas en su bien; quisiéramos tener espacio para probar al hijo del trabajo, preocupado, que la resistencia es la lucha constante sin victorias y sin derrotas, y por lo mismo cien veces más enervante que la que las tenga, porque al fin y al cabo uno u otro de ambos sucesos determina la tregua y el descanso; quisiéramos poder crear, en quien tanto lo necesita, el convencimiento de que apartarse de la obra común para reducirse al esfuerzo aislado es una conspiración perpetua contra el progreso individual y social.
Lo repetimos: el nuevo socialismo es mil veces más peligroso que el caído en el primer tercio de este siglo bajo el peso de su descrédito: el de ayer pretendía fundarse en el derecho; el de hoy quiere hacerlo en la conquista.
Por eso nos dolemos del resultado del Congreso obrero de Barcelona, donde el trabajo español se ha asociado a la tarea de su propia disolución, adoptando las resoluciones de los trabajadores belgas, alemanes y suizos. Por eso creemos necesario aconsejar a los iniciadores del movimiento obrero en España un maduro examen de las nuevas doctrinas que sustentan, para que observen que el sendero que empiezan a recorrer y por donde guían a sus hermanos, muy lejos de brindar a su término con goces y venturas, conduce al abismo sin fondo de la desorganización social.