Matías Rodríguez Sobrino
La raza latina
Cerca de ocho siglos antes de nuestra era, había un pequeño territorio de donde salieron gentes que crearon una gran ciudad. El pequeño territorio fue el país de Lacio, o de los latinos, y la ciudad fue la renombrada Roma.
Esta raza latina, casi ignorada y muy humilde en su origen, nació ya con el destino verdaderamente providencial de extenderse, crecer y dar la ley al mundo. A la manera que la luz se desenvuelve en el espacio y domina el imperio de las sombras; como el agua que en su nacimiento es pequeño arroyo y que en dilatado curso absorbe otras corrientes, y llega a ser caudaloso río, del mismo modo Roma, esta ciudad latina en cuya aparente pequeñez nadie reparaba, empezó a despedir de sus muros el genio que, atravesando los continentes, y caminando de conquista en conquista, vino a constituirla en reina y señora de casi todos los pueblos de la tierra hasta entonces conocidos. Cuando las águilas romanas se posaron sobre la cabeza del emperador Augusto, todos los países comprendidos desde Nilo hasta el Danubio, desde el Éufrates hasta el Tajo, recibieron la ley impuesta por las falanges de la ciudad dominadora.
El idioma de Roma, la ley de Roma y la autoridad de Roma penetraron e imperaron en todas partes, pudiendo decirse que todo el mundo fue romano.
Toda la antigua civilización fue como absorbida y representada por la raza latina, y la ciudad de Roma fue como el centro de donde irradiaron todo el saber, toda la fuerza y todo el mérito que pudieron encerrarse dentro de esa misma civilización.
Es de notar que en medio de esta grande absorción, de esta unidad que dio al mundo la dominación romana, hubo tres continentes, tres grandes pueblos que se unieron más íntimamente a la suerte de la ciudad de Rómulo y recibieron de ella hasta el idioma. La Italia, la Galia y la España se convirtieron en pueblos romanos hasta el punto de olvidar sus antiguas lenguas y hablar el mismo idioma latino que resonaba en el foro del Pueblo Rey. Así, pues, estos tres grandes pueblos, identificados con Roma, no solo por la fuerza de una misma autoridad y unas mismas leyes, sino también por la autoridad de una misma lengua, vinieron a mezclarse y confundirse en esa misma raza latina que, al propio tiempo de ser grande y poderosa en la antigüedad, fue señalada también con el dedo de la Providencia para ser como la raíz y fundamento de la nueva y más sólida civilización que iba a establecerse con el Cristianismo.
Llegó la época afortunada en que tuvo lugar este feliz y grandioso suceso. Apareció en el mundo y fundó su Iglesia el Redentor de los hombres; y al par de los grandes misterios realizados en orden a la salvación eterna del género humano, la doctrina del Evangelio fue la buena nueva que empezó a infundir en los hombres la razón de una nueva vida, y marcar a las naciones el derrotero de una nueva y verdadera civilización.
El establecimiento y la propagación del Cristianismo han sido y serán siempre mirados como el suceso más portentoso de todas las edades.
El mundo convertido por la eficacia de una palabra salida de los labios de unos hombres oscuros y desvalidos; la humildad y la pobreza de los Apóstoles triunfando contra todas las iras de la ciencia y del poder del mundo; las víctimas triunfando de sus verdugos por la sola fuerza de su fe y de sus virtudes; todo esto constituye una maravilla de magnitud tan colosal, que no ha podido ni podrá explicarse sino como efecto del dedo de Dios, que la produce.
Las creencias de paganismo, las autoridades del paganismo, la ciencia y las leyes del paganismo, las costumbres del paganismo, todo sucumbió y empezó a desaparecer ante la luz del Evangelio, siendo más eficaz y poderosa la teología de los humildes Apóstoles que toda la filosofía, la ciencia y el poder de los sabios y poderosos de la tierra.
Pero el poder maravilloso de la teología cristiana, que se dio a conocer en Jerusalén y en las comarcas vecinas, fijó bien pronto su asiento y empezó a dirigir el mundo por los nuevos caminos del Evangelio en la misma insigne ciudad que había sido hasta entonces el centro y el emporio de la antigua civilización. Así es que al mismo tiempo de desaparecer la antigua Roma, la Roma del paganismo, la Roma de los Césares, apareció con más noble y más majestuoso imperio la Roma moderna, la Roma de la cristiandad, la Roma de los Papas.
Del mismo modo, y por la fuerza de la misma razón, la raza latina, convertida y regenerada por la luz del Evangelio y adherida a la nueva Roma, donde brillaba con triple corona el Vicario de Jesucristo y Cabeza visible de toda la cristiandad, fue el baluarte y el amparo de la nueva civilización con que se ha enriquecido el mundo, de todos los adelantamientos, esto es, de los únicos y verdaderos adelantamientos a que puede llegar el hombre en el orden moral y social.
La raza latina ha sido siempre romana: lo fue en la civilización antigua y lo ha sido en la civilización moderna; lo fue cuando Roma era la ciudad del paganismo, y lo ha sido cuando Roma se convirtió en la gran ciudad del Cristianismo.
Asociada a la Iglesia, cobijándola, digámoslo así, y amparándola en su seno, la raza latina, dando también a la Iglesia el nombre de latina, ha hecho en cierto modo suyos todos los beneficios que debe el mundo a la enseñanza cristiana y todo el progreso que, merced a esta enseñanza, se ha conseguido así en las costumbres de los individuos como en el gobierno de los pueblos, así en el cultivo de las ciencias como el perfeccionamiento de todas las artes.
Todo lo que se comprende de más esencial e importante en la civilización moderna, todos los adelantamientos y mejoras en el orden moral y material de los pueblos, todo ha sido debido a la benéfica influencia de la Iglesia en los destinos del mundo, y la raza latina puede decirse que ha sido el porta-estandarte en esta gran Cruzada de regeneración social.
Hecha cristiana y unida a la Iglesia, de quien recibía toda su fuerza y vigor, la raza latina supo contener y suavizar el ímpetu asolador de los bárbaros del Norte, confundir y asimilar a su propia raza las diferentes que componían todas estas agrestes y guerreras tribus, y presidir y dirigir la formación de las nuevas naciones que se iban constituyendo como consecuencia del hundimiento del antiguo Imperio romano. La reconstitución y restauración social que hubieron de verificarse a causa de las irrupciones de los bárbaros, fue una obra tan difícil como gloriosa en que la raza latina, convertida al Cristianismo y recibiendo la savia vivificante de la Iglesia, pudo presentarse y se presentó en la escena del mundo como la maestra y directora de la humanidad en las extensas y más fecundas vías que iba a recorrer la nueva civilización.
Desde esta época, angustiosa y feliz a un mismo tiempo, porque era por un lado la destrucción de la sociedad pagana y el establecimiento de la sociedad cristiana, la condenación de los antiguos errores idolátricos y la proclamación de las verdades evangélicas; desde esta época de los bárbaros hasta la del descubrimiento y conquista del gran continente americano, la historia de la raza latina es la historia de la verdadera civilización moderna, la del desenvolvimiento del espíritu humano bajo la egida de las verdades reveladas, la del adelantamiento y mejora de las leyes en orden al gobierno de los pueblos, la de la solidez y progreso de las ciencias y las artes, la del establecimiento y mejora de toda clase de instituciones benéficas, y, en fin, la del progreso social en todo lo que se relaciona con la felicidad del hombre, moral y físicamente considerado, progreso lento, sí, y afanoso, pero fijo, estable, sólido y verdadero.
Lento y afanoso decimos que ha sido este progreso, porque al hombre le ha sido impuesto por Dios el trabajo como una condición de su vida terrena; porque los abrojos y las espinas nos salen al paso como un estorbo que hay que estar siempre venciendo; porque la rebelión de las pasiones y la altanería de la ambición humana retardan y entorpecen siempre las conquistas de la verdad contra el error.
Pero en medio de esta natural lentitud, y como muestra imperecedera de los adelantamientos de esta civilización emprendida por la raza latina bajo el escudo de la Iglesia, ahí están, en el orden civil y político, el Fuero Juzgo y Las Partidas, Códigos inmortales que exigirán en todos tiempos el respeto de la humanidad; ahí están, en el orden científico, las Universidades y los Colegios, y sobre todo la Summa de Santo Tomás de Aquino, que es el monumento más insigne de la inteligencia humana; ahí están las grandes instituciones y los grandes establecimientos benéficos para el amparo de todas las desgracias; y ahí están, por último, todos los templos cristianos, que son el más portentoso museo de las más portentosas obras de todas las artes.
La raza latina se encontró sorprendida y la civilización se encontró también gravemente contrariada en su marcha con la funesta aparición del Protestantismo y la inauguración de esa época llamada del Renacimiento. El racionalismo en religión trajo en pos de sí el racionalismo insensato, que, al pretender enaltecer la razón del hombre, no hace más que humillarla y empobrecerla; no ha engendrado más que la negación, la duda y la indiferencia en religión, la confusión, la duda y la ignorancia en filosofía, la corrupción de costumbres en el orden moral y la irreligión y la anarquía en el gobierno de los pueblos. El llamado Renacimiento no ha sido más que un verdadero entorpecimiento en el curso civilizador del Cristianismo, y este entorpecimiento hubiera llegado a ser un verdadero embrutecimiento en punto a Religión, y en cuanto cae bajo el dominio de las ciencias morales y políticas, sin la vida y el poder sobrenatural de la Iglesia católica, que es la roca contra la que vienen a estrellarse todos los errores y la única luz que brilla inextinguible en medio de las tempestades del mundo. Porque la discusión y la duda constantes no conducen más que a la debilidad y a la destrucción: solo con las creencias es como el hombre encuentra el medio de asegurar y edificar. Si fuera dado suponer el triunfo completo de ese malhadado Renacimiento en sus ataques contra la verdadera y única Iglesia; si fuera dado suponer la desaparición de esa Roma católica, contra la que se revuelve siempre el orgullo satánico del soberbio Racionalismo, no hubiera caminado el mundo hacia adelante, sino que hubiera caminado hacia atrás, yendo de retroceso en retroceso hasta los tiempos anteriores a la Redención. No viviríamos en ninguna época de la civilización cristiana, sino que nos hallaríamos en los tiempos de la inmunda idolatría y sumergidos en el caos político, civil y social de las edades del paganismo.
Esta lucha del Racionalismo contra la Iglesia católica, que ha revelado diferentes sistemas en cerca de tres siglos de combates, siendo unas veces puramente religiosa, política otras, y otras filosóficas, se presenta hoy con un carácter que puede llamarse enciclopédico y social, y que es como un general y gigantesco esfuerzo que en todos los terrenos está haciendo el genio del mal para trastornar la civilización del mundo. Y el Racionalismo se presenta tanto más osado y arrogante en esta gran batalla contra el Catolicismo, cuanto que lo hace al amparo de la fuerza, y alentado y favorecido por la política indiferentista o impía que predomina en la mayoría de los Gobiernos, en oposición con el espíritu religioso de los pueblos.
A la vista de los graves sucesos que produce esta lucha, y ante las consecuencias del predominio de la raza slava después de la última guerra entre alemanes y franceses, háse ocurrido naturalmente la idea de fijarse en la suerte de la raza latina, como temeroso el ánimo de que esta raza pueda descender del alto puesto que ha ocupado hasta aquí en los destinos del mundo, y deseoso a la vez de que pueda dominar todas las contrariedades y seguir marchando la primera al frente de la civilización.
No se pueden negar, ni la magnitud de los sucesos, ni la gravedad del peligro; pero ni los sucesos serán bien apreciados, ni tampoco podrá conjurarse el peligro de la raza latina si nos fijamos en la vanidad de las ilusiones más bien que en la verdad de las realidades. Es necesario fijarse bien en la raíz, en la causa generadora de la tormenta social que hoy se extiende por el horizonte de Europa, y fijarse también en la raíz, en la causa generadora de esa debilidad en que, al parecer, se encuentra la raza latina. No se pueden corregir los efectos si no se conocen las causas, y nunca puede alcanzarse la virilidad y la vida subsistiendo y dominando causas de destrucción y de muerte.
Todos los errores modernos, así en filosofía como en política; todos los sistemas que con pasmosa fecundidad se anuncian en el terreno de las llamadas ciencias sociales, todos reconocen por base el odio contra la fe y la negación de la autoridad. El que no niega a Dios, quiere al menos prescindir de él; el ateísmo y el indiferentismo se pasean hermanados por el mundo, aspirando a ser la base de una reconstitución social que haga desaparecer todo lo antiguo. Se cree el hombre ya tan libre, tan soberano, tan independiente y tan instruido, que no quiere necesitar de nada ni de nadie para vivir y gobernarse. La autonomía es la soberanía de la individualidad, y toda autoridad se halla de sobra cuando no se aspira más que a lo absoluto de la libertad y la independencia individual. La antigua legislación cristiana de las sociedades, basada en la ley divina del Decálogo, es considerada como una absurda y ridícula antigualla, y en su lugar se coloca la tabla de los llamados derechos individuales, imprescriptibles e ilegislables, fuente de un nuevo derecho y una nueva vida con que se pretende alcanzar la verdadera regeneración social. He aquí la raíz del mal; he aquí el origen y fundamento de esta perturbación social que, como negra y tormentosa nube, se cierne sobre el horizonte europeo.
No hay duda que, en medio de esta tormenta, la raza latina deja bien al descubierto grandes señales que demuestran su debilidad. Toda su antigua gloria ha dependido de su fe; todo su poder ha consistido en el espíritu religioso que la vivificaba; ha difundido la civilización por el mundo, porque ha poseído con amor el faro de luz divina que alumbra las inteligencias y conmueve los corazones; ha acometido las más heroicas empresas y ha tenido valor y perseverancia en medio de todas las contrariedades y peligros, porque se ha orientado con la brújula de la verdadera Religión. En una palabra: la raza latina, como hija predilecta de la Iglesia, ha sido en su acción y su influencia en el mundo como el defensor y representante de la idea católica, y con esta gloriosa enseña ha ocupado siempre el primer rango entre los pueblos civilizados de la tierra.
¿Y mantiene hoy en vigor esta enseña la raza latina?
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No queremos hacer de este pequeño escrito un artículo de política palpitante, y por lo mismo nos limitamos a decir que la revolución existe en Francia, y no tiene este país más que un Gobierno interino; que también existe la revolución en España, y su Gobierno no lo es más que interino; que la revolución tiene también su asiento en Italia, y que si su Gobierno no es interino, es en cambio usurpador. No impera en Roma su monarca tradicional y legítimo, y la augusta persona del Vicario de Jesucristo en la tierra, la que es Cabeza de la Iglesia y fundamento del Catolicismo, ha declarado solemnemente a la faz del mundo que no goza de la libertad o independencia necesarias y convenientes en el ejercicio de su suprema autoridad espiritual.
Nosotros no desesperamos de la raza latina, es decir, de nuestra raza. Creemos que en la gran mayoría de sus hijos arde aún la lámpara de la fe católica, y que encierra por lo mismo grandes elementos de vida que pueden sacarla de su actual postración y abatimiento; pero los fueros de la verdad y de la justicia nos imponen el deber de reconocer y declarar que, si es artículo de fe la indestructibilidad, permanencia y eternidad de la Iglesia, porque no puede faltar la palabra del que dijo que las puertas del infierno no prevalecerán jamás contra ella, no se encuentra en este caso la raza latina para haber de existir y conservar siempre la supremacía social con que hasta aquí se ha distinguido en el curso de los edades. La Iglesia católica no desaparecerá, pero podrá desaparecer la raza latina.
Las pérdidas que en una raza llegue a experimentar la Iglesia, las irá reparando ventajosamente con su triunfo sobre otras, porque ella subsiste para ser la Iglesia única y universal y amparar a todas las ovejas con el cayado de un solo Pastor; pero las pérdidas de la raza latina, el abatimiento y humillación de la raza latina, serán inevitables y seguras, y su marcha por este camino de perdición será tan rápida como funesta si abandona la fe católica con que hasta aquí se ha distinguido, si rechaza la brújula santa del Catolicismo con que ha sabido guiarse y ha guiado a otras razas por los mares de la vida.
Madrid 24 de Junio de 1874.