Alfredo Vicenti
El primer hereje español
Corría la segunda mitad del siglo IV. España estaba aún sometida al Imperio, por mas que los lazos que con él la unían se hallasen ya no poco relajados.
El cristianismo, religión oficial del Estado, alcanzaba su más vivo esplendor, y el clero comenzaba a atesorar riquezas, con toda el ansia natural en los que han sido mucho tiempo pobres.
Los obispos, de elección popular, salían de entre las filas de los guerreros o del seno del foro, cambiando de buen grado y a costa de livianas intrigas, la espada o la pluma por el báculo adornado de piedras preciosas. Seguíase de aquí el inconveniente de ser casados todos ellos, y aun algunos bígamos; pero en el mismo caso se hallaba la mayoría de los clérigos.
Había en cambio numerosos jóvenes, hijos de familias ecuestres o plebeyas bien acomodadas que, aspirando al sacerdocio, concurrían antes a las escuelas de Oriente, y pasaban en ellas largos años.
Volvían luego ricos de ciencia, y en su mayor parte iniciados en las teorías gnósticas, que bien puede decirse eran las precursoras del racionalismo.
Uno de estos fué Prisciliano.
Había nacido en la comarca Bracarense, es decir, en Galicia, generosamente dotado por la naturaleza y la fortuna.
De hermosa presencia y apostura gallarda, pálido, con la palidez de las vigilias, vivos los ojos, fácil la palabra y espléndido y compasivo el ánimo, siempre dispuesto a compartir dolores ajenos, no tardó en rodearse de admiradores, que apenas oyeron las primeras palabras de la religión nueva, convirtiéronse en fogosos discípulos.
Auxiliáronle en la empresa una noble matrona llamada Ágape y la inmensa mayoría de las mujeres, halagadas sin duda por unas teorías que las hacían partícipes de los derechos y trabajos de los hombres.
Prisciliano, severo y duro no mas que consigo mismo (virtud que han calificado de defecto sus detractores achacándola a orgullo), ayunaba constantemente, pasaba largos días en la soledad y se mortificaba para mantener en vela el espíritu, pero sus palabras y obras eran dulces como miel para los tristes, los niños y los débiles.
Merced a estas prendas del innovador, propagáronse rápidamente por Galicia y España las doctrinas gnósticas y maniqueas, que ya en otro tiempo habían estado a punto de seducir a Tertuliano las primeras y al grande obispo de Hipona las segundas.
Prisciliano admitía la existencia de un Dios eterno, aunque no ilimitado, del cual procedían esencialmente todas las sustancias; no simple, sino padre o compuesto de tantos seres cuantos eran los espíritus de él emanados, en una palabra, un Dios impersonal.
En cuanto al hombre creíale formado de dos naturalezas, corporal y espiritual, que no se confundían sino que se alojaban la una en la otra. Sostenía además el dogma de la purificación necesaria, hecha en este mundo, y negaba en absoluto el infierno. Procuraba por tanto inculcar a sus adeptos el desprecio de las pompas, dirigiéndoles por medio de la abstinencia al perfeccionamiento gradual requerido.
No hacía propaganda en las ciudades sino en las aldeas y bien pronto tuvo millares y millares de fieles, sin duda porque a todos ellos los había consolado antes de iniciarlos en su doctrina. Respetaba las formas exteriores del culto pero prescindía de ellas, y atacaba enérgicamente a los prelados acusándolos, con especialidad, de ser casados e ignorantes, cosa que a su juicio no se avenía bien con la misión que les fuera encomendada con harta ligereza.
Sus secuaces acabaron al fin por rechazar abiertamente la eucaristía y los demás sacramentos, y en la persuasión de que el altar más acepto a Dios era el corazón humano, no volvieron a los templos católicos.
Solo durante 24 días del año, desde el 17 de Diciembre hasta el 7 de enero, se retiraban para meditar a los despoblados o a los montes.
Tan general se hizo la herejía, que espantados los obispos españoles reuniéronse, y condenaron el priscilianismo en el primer concilio zaragozano, año de 380.
Indignose al saberlo el vulgo. ¿Cómo se habían atrevido a acusar a Prisciliano de disoluto y lascivo, siendo modelo de severidad y recato?
Los prelados afectos a la nueva doctrina, reuniéronse a su vez en Ávila, sede vacante, y consagraron a Prisciliano, obispo de ella, amparados por el procónsul y el vicario general del imperio de Occidente.
En vano Maximiano, obispo de Braga, pidió auxilio al emperador: la autoridad civil no había intervenido jamás en los disturbios de la Iglesia, y por el momento se negó a fundar una nueva jurisprudencia.
No cejaron por esto los obispos, y aprovechándose de la guerra civil que dio a Máximo el trono de las Galias, España y Gran Bretaña, recabaron de él que llamase a juicio a Prisciliano y a sus principales adeptos.
A Tréveris fueron, pues, conducidos.
En vano San Martín, obispo de Tours, intercedió por los reos. El nuevo emperador deseaba congraciar al episcopado español, y le otorgó la presa que reclamaba.
San Martín se retiró de Tréveris protestando que era aquel un proceso eclesiástico, y que de ninguna manera podían algunos jueces seglares formular sentencia legítima.
¡Protesta generosa, pero inútil!
Condenados a la pena capital Prisciliano, Latroniano, Eucrocia, Felicísimo y Armenio, tuvo lugar la ejecución, según San Próspero en el año 385, y según Idacio en el 387.
Fue aquella la primera vez en que el brazo secular se puso al servicio de la autoridad eclesiástica, y la primera ejecución por causa de herejía que registra la historia.
No fue la última.
Dado el primer paso, sucediéronse durante largas centurias los asesinatos, sancionados ya por la autoridad civil, y hace muy pocos años todavía que esta retiró a aquella su servil e incondicional apoyo.