Filosofía en español 
Filosofía en español


Antonio María Fabié

Examen del materialismo moderno

Filosofía de la historia. Draper, Bagheot

< VII >

Siguiendo el orden lógico de las doctrinas positivistas, relativas a la humanidad y a su historia, no debiera tratar ahora de las que ha expuesto el doctor Draper, catedrático de Fisiología y de Química en la Universidad de Nueva-York, en su obra titulada Historia del desenvolvimiento intelectual de la Europa, porque en ella no se llevan hasta el extremo las conclusiones de la escuela, sino que, por el contrario, más bien parece que el libro está informado por una especie de eclecticismo, que, admitiendo todos los resultados y aun las hipótesis del trasformismo, creyendo con razón que su conjunto es insuficiente para comprender y explicar la historia, se completa con un principio especial y distinto de la evolución y modificación de la materia única, que ya explícita, ya implícitamente, admiten los positivistas; véase sobre este punto, importantísimo, las mismas palabras de Draper.

«El hombre tiene muchos puntos comunes con los animales, que se le asemejan por su estructura anatómica y, como ellos, es una sucesión continua de materia, y un gasto también continuo de fuerzas; las impresiones causadas por los objetos exteriores se reúnen en sus ganglios sensitivos, para examinarlas después, y para convertirse en motivos de acción. Pero el hombre difiere de los animales; en que lo que en éstos es preparatorio y rudimentario, es en aquél completo y perfecto. El aparato instintivo ha producido por su desarrollo un aparato intelectual. Los cuadrúpedos más perfectos necesitan un estímulo exterior para determinar el ejercicio del pensamiento; pero luego el pensamiento sigue una marcha determinada, y las acciones del animal indican que raciocina conforme a los mismos principios que el hombre, y que de los hechos, que puede observar, saca, como el hombre, consecuencias más o menos exactas; una vez formado este instrumento intelectual, entra en seguida en ejercicio, y se producen resultados de un orden enteramente superior. La sucesión de las ideas deja de ser arbitraria, y pueden producir otras nuevas, no sólo bajo la acción de causas externas, sino en virtud de una influencia interna y espontánea. Lo pasivo deja su lugar a lo activo. El animal se acuerda, la recolección (la asociación?) es peculiar del hombre. Todo concurre a demostrar que al desarrollo y perfección del instrumento intelectual, ha seguido la adición de un agente o principio capaz de servirse de él. Existe, por tanto, una diferencia esencial entre el bruto y el hombre, no sólo en lo que concierne a su constitución, sino en lo que se refiere a su destino

Como acontece con todos los sistemas eclécticos, el del doctor Draper adolece de los defectos de los dos que trata de unir de una manera fortuita y arbitraria; y esta unión, por lo mismo que no es deducida de la esencia misma del sistema, constituye un defecto más grave y característico: No he de repetir aquí lo que ya he dicho acerca de las teorías de Darwin, limitándome a probar que las admite Draper sin reserva alguna, y que, poco antes de las palabras que he traducido, dice: «Nunca un tipo animal nuevo. ha venido a ingerirse entre los tipos primitivos, sino que ha salido de ellos, siguiendo una serie definida de trasmutaciones.» Por otra parte, la causa o el principio que viene en el hombre a agregarse al organismo, o sea el alma, no se sabe qué origen tiene, ni cuál es su naturaleza y objeto, por lo que, con las imposibilidades y absurdos que envuelve el sistema materialista de las trasformaciones, se suman aquí los errores del psicologismo meramente experimental, que parte del llamado hecho de conciencia, el cual se supone que es primitivo o irreductible, desconociendo que un hecho, de cualquier genero que sea, puede ser origen de algún conocimiento individual; pero no puede servir de punto de partida, y mucho menos de fundamento científico; sobre este particular, para no incurrir en repeticiones, me refiero a lo que dejo dicho en el capitulo en que examino las doctrinas psicológicas de Bain y de Spencer.

Además, Draper es ilógico, y el alma es, en su sistema, una superfetación enteramente innecesaria; porque si las evoluciones de la materia llegan en el reino orgánico a formar por sí, en virtud de la ley a que obedecen, el aparato intelectual o intelectivo, como él dice, al propio tiempo que el aparato, deben engendrar la función, porque ambas cosas son una misma, consideradas de un modo diferente; de suerte, que es una suposición gratuita la de un motor que ponga en juego el tal aparato. Aun admitiendo esta necesidad, ese motor [458] sería la acción exterior que en los animales supone que sirve para darle impulso; así lo afirman los trasformistas consecuentes, diciendo que los fenómenos de la voluntad humana, los más difíciles de explicar para esta escuela, son resultado de la acción refleja del mundo exterior, como los intelectuales, de la acción directa de la misma causa; resumiendo estas doctrinas en una fórmula concreta, puede decirse, que, según los positivistas, la sensación engendra la inteligencia, y la emoción que la misma sensación ocasiona, produce la voluntad.

La teoría histórica de Draper es, por otra parte, tan arbitraria como su teoría antropológica, y recuerda en muchos puntos la doctrina de Vico; lo mismo que el escritor napolitano, asimila a la humanidad con el individuo, y considera su existencia dividida en épocas o edades; siguiendo también a Vico, supone que esta división de edades se repite en cada civilización o nacionalidad distintas. Respecto a Europa, señala, como tipo de su entero desenvolvimiento, el de la Grecia; y partiendo, según llevo dicho, de que éste es idéntico al del individuo, lo divide arbitrariamente en cinco períodos, que llama: 1.° Edad de credulidad; 2.° edad de examen; 3.° edad de fe; 4.° edad de razón, y 5.° edad de decrepitud. Los errores que nacen de esta analogía son evidentes, porque la humanidad se diferencia de los individuos que la componen, precisamente en su perpetuidad, y en virtud de ella, no pueden existir ni existen sucesivamente en su desenvolvimiento esos períodos. Aun considerado el hombre como especie meramente animal, vemos que no se puede decir que fuera ayer joven, hoy adulto y mañana decrépito, sino que es todo eso al mismo tiempo, como es al mismo tiempo vida y muerte; siendo el vivir consecuencia del morir, y el morir consecuencia de la vida, porque lo que en la percepción inmediata aparece dividido, es uno en la idea absoluta, que se determina como sistema en la naturaleza y en el espíritu.

De resultas de esta división arbitraria, son también indeterminados los caracteres que a cada edad se asignan; y aun el orden en que se supone su sucesión es contrario a los hechos mejor averiguados de la historia: poner la edad de examen antes de la edad de fe, es contrario a lo que siempre se ha creído y a lo que ha tenido lugar en el mundo; además, no se comprende la diferencia que pueda existir entre la edad de examen y la de razón, colocada en cuarto lugar; pues si la razón es el instrumento, el examen es la función que éste desempeña, y, por lo tanto, ambas cosas deben coexistir en el mismo momento histórico, y predominar, además, al mismo tiempo, si en realidad lo caracteriza; la razón y el examen, lo mismo que la fe y la credulidad, coexisten y coexistirán en todos los períodos de la historia, porque todas estas cosas corresponden al espíritu, cuya manifestación en la naturaleza, simultánea y sucesiva, es la esencia de esta esfera de la realidad y del conocimiento.

Es imposible examinar en sus pormenores el cuadro histórico que traza Draper, en el que se revela una erudición vastísima, aunque dirigida, como puede deducirse de lo que llevo dicho, por ideas erróneas y además contradictorias; así es que, por una parte, pudiera creerse que fiel en esto al sistema de Vico, Draper admite en cada nación la existencia sucesiva de las cinco edades o períodos que ha establecido para la Grecia, dechado, según él, de la historia de Europa; mas por otro lado, parece que los cinco períodos dichos, se deben aplicar al desenvolvimiento total de la humanidad en nuestro continente, en cuyo caso, siendo la Grecia su primer momento histórico, no se comprende cómo en él se consumó la evolución completa del ciclo, que había de recorrer luego el conjunto de todas las naciones de Occidente.

Mas prescindiendo de éste y de otros muchos reparos que pueden y deben ponerse a la concepción histórica de Draper, para dar muestra de su contenido, me haré cargo, no de las diferentes edades que comprende, lo que, con más propiedad, hubiera podido y debido llamar Draper civilización cristiana, ni de los caracteres que las distinguen, sino sólo de uno de estos períodos, y claro está que habré de fijarme en la edad que llama de razón, porque es la que debiera ofrecer para nosotros mayor interés y cualidades más determinadas.

Pues bien; el autor prescinde del gran movimiento que se notó en el Occidente cristiano en el siglo XIII, y que dio resultados maravillosos en todas las esferas del conocimiento y de la realidad, y sólo señala, como indicios del próximo advenimiento de la edad de la razón, los descubrimientos geográficos de fines del siglo XV, y la restauración de los estudios de la ciencia y literatura griegas, que se adelantaron a este suceso y a la conquista de Constantinopla por los turcos, pues, algunos años antes de esta catástrofe, trajeron los venecianos al famoso Jorge de Trebisonda para que enseñase la lengua y la literatura de la Grecia a los hijos de los aristócratas que habían extendido, hasta las regiones del Oriente, los dominios de la reina del Adriático.

Estos y otros hechos, trascendentalísimos en el orden moral y religioso, la reforma misma, a que suelen dar tan grande importancia los escritores de la Europa protestante, no la tienen para Draper, que, influido por las doctrinas positivistas, asigna, como causa determinante de la edad de la razón en Europa, el descubrimiento que ha inmortalizado a Copérnico, y creado el sistema astronómico que llama Draper heliocéntrico, por contraposición al antiguo, que suponía que el centro del universo era la tierra, por lo cual le denomina geocéntrico. [459]

Sin duda que la Astronomía y las ciencias físicomatemáticas han hecho grandes progresos desde el siglo XVI, en que se estableció como evidente, al menos para el mundo científico, la doctrina heliocéntrica; pero no hay que exagerar las consecuencias de este hecho, ni mucho menos deben sacarse de él deducciones, que esas mismas ciencias combaten. De que la tierra sea uno de los planetas que giran alrededor del sol, no ha de inferirse su inferioridad, y que su posición sea subalterna con respecto al sistema total, y especialmente respecto al sol, que ocupa su centro, y mucho menos podrá afirmarse que el hombre es insignificante y de ningún valor, un mero accidente, comparado con el conjunto general del universo.

Empezando por el examen de la noción de centro, bien claro se ve que el centro ideal no envuelve un sentido absoluto; el centro lo es, con relación a una figura geométrica, y por tanto, el centro material, en el sistema planetario, no puede tener, ni tiene, más valor que el que en la geometría abstracta se da a la noción de centro; es decir, el centro envuelve el concepto de posición, pero no el de actividad o fuerza, sea ésta de la especie que fuere; por esta causa, es meramente hipotética la teoría que pone en el sol una de las fuerzas que determinan el movimiento de los astros, la cual, en esa misma hipótesis, no basta a explicarlo, pues, además de la centrípeta, hay que admitir la fuerza centrífuga, que en realidad es la que determina el movimiento de traslación de los planetas, fuerza que no se dice de dónde procede, porque el impulso inicial, de que hablan los astrónomos, es una hipótesis que no dudo en calificar de irracional, pues no se dice de dónde proviene; y contra lo que la observación y la experiencia enseñan, se supone que, una vez dado, cesa su acción, que continúa en sus efectos por la ley de la inercia. Resulta, pues, que el movimiento de los astros, así el de traslación como el de rotación, pueden no reconocer por causa determinante la posición central del sol, y que no hay ningún motivo para señalar, como el elemento superior y más perfecto del sistema, a este planeta.

Por el contrario, todo indica que estas circunstancias corresponden, entre todos los cuerpos planetarios, a la tierra, dotada de los dos movimientos de rotación y de traslación, acompañada de un solo satélite, rodeada de atmósfera, y en fin, con aquellas condiciones que son menester para que en ella haya aparecido el reino orgánico y además la humanidad, que es la más alta manifestación de la idea, en contemplación de la cual, todo ha sido creado, como sabemos por la religión, de acuerdo en esto, como en todo, con la verdadera ciencia.

Creo excusado demostrar con pruebas directas las aseveraciones que acabo de asentar, pues son obra de la fantasía, no dirigida por la razón; verdaderos sueños, en fin, aquellos en que se nos pintan los planetas habitados por seres de nuestra especie, y quizá más perfectos que nosotros. Para convencerse de esto, no hay sino considerar que, aun dentro de nuestro planeta, la vida es imposible cuando faltan ciertas condiciones, que no pueden tener los otros cuerpos de nuestro sistema, por su distancia al sol y por otras razones; y tomar en cuenta los demás astros que pueblan el espacio, como teatros de la vida humana, es echarse a nado en el piélago de la inmensidad y atribuir arbitrariamente perfección a lo que sin duda es más abstracto, más indeterminado que el sistema a que pertenece la tierra.

Draper, dando por objeto a la civilización lo que él llama la organización intelectual, al concluir su obra nos ofrece, como tipo de la organización futura de los pueblos que forman la civilización de Europa, y que se extiende a otros continentes, la que tiene el imperio chino, en el que la jerarquía social se funda en la capacidad y saber de los individuos, atribuyendo la decadencia del antiguo imperio asiático al predominio de las doctrinas de Buda, que informan toda aquella civilización, confiando en que la organización de Europa que consistiera en el predominio científico y en las jerarquías determinadas por el grado de cultura intelectual, será sumamente fecunda y benéfica, porque le sirve de fundamento el cristianismo. Esto, en otra forma,es lo mismo que decía Platón cuando suponía la felicidad de los Estados en que fueran los filósofos reyes, lo cual es un error evidente, pues en la esfera de la vida el mando pertenecerá siempre, como ha pertenecido hasta aquí", no a los que emplean las facultades de su espíritu en la especulación, sino a los que principalmente las dirigen a la acción y al movimiento.

Entre los escritores contemporáneos que se han dedicado a la filosofía de la historia, no conozco ninguno que admita, en términos más claros y absolutos que Bagheot, las doctrinas trasformistas, llegando en esta materia hasta el punto de usar el tecnicismo de Darwin y de sus discípulos, y de aplicar a las sociedades humanas las leyes que, según los partidarios del trasformismo, presiden al desenvolvimiento del mundo orgánico; la obra que ha publicado con el título de Leyes científicas del desarrollo de las naciones, en sus relaciones con los principios de la selección natural y de la herencia, no tiene verdadera unidad ni es un sistema completo de filosofía de la historia, pues en realidad son cinco tratados, que los ingleses llaman ensayos, relativos a lo que denominan los positivistas Sociología; que no siguen un orden determinado por su propio contenido, ni constituyen un todo sistemático, aunque, refiriéndose a un objeto único, tienen entre sí diversas relaciones y puntos de contacto; pero no son más que estudios aislados de varios hechos sociales, en los que campean la erudición [460]y el ingenio del autor, que posee, sin duda, en alto grado ambas cualidades.

Los cinco ensayos tienen por objeto: el primero, el origen de las naciones; el segundo, la lucha y el progreso; el tercero, la formación de los pueblos; el cuarto, la edad de discusión, y el quinto y último, el progreso realizable en política: de cada uno de ellos procuraré dar sucinta idea, indicando al paso los errores que, en mi sentir, envuelve.

El principio fundamental del tratado del origen de las naciones, y en último término de los otros cuatro, consiste en afirmar que las sociedades, lo mismo que el hombre, son un resultado del desarrollo anterior del organismo; el hombre llega a serlo a consecuencia de la larga serie de modificaciones, que, arrancando de la célula primitiva o del protoplasma, que constituye las moneras, produce la infinita variedad de los seres orgánicos, que desde la época primordial hasta la terciaria han poblado la tierra; y las sociedades son el resultado de las cualidades adquiridas por los hombres, por virtud del ejercicio de sus órganos, especialmente del sistema nervioso, que se desarrolla en cada individuo por la educación, adquiriendo propiedades que trasmite a sus descendientes por medio de la herencia anatómica y fisiológica. En este punto, Bagheot es tan explícito como puede verse en las siguientes palabras: «Si no se llega a adquirir la noción de un elemento nervioso trasmitido por herencia, (y no se adquiere esta noción sin un penoso esfuerzo), dudo que se pueda llegar a comprender el tejido conectivo de la civilización.»

Desde luego se nota aquí el error fundamental de todas las escuelas positivas, que, negando la finalidad, tienen que explicar el carácter sistemático que ofrecen a nuestra contemplación la naturaleza y el espíritu, por medio de suposiciones arbitrarias, y, en muchos casos, absurdas; mas, aparte de esto, el elemento nervioso, que se desarrolla, se perfecciona y se trasmite por herencia, no ofrece espontáneamente estas cualidades, sino en virtud de las funciones que ejerce, las cuales son determinadas por un principio, por algo que es superior y distinto del sistema nervioso; por lo tanto, ese algo, ese principio, es lo que debe explicar lo que, no sin impropiedad, llama Bagheot el tejido conectivo de la civilización, aplicando arbitrariamente este término de la anatomía, que significa la materia, que une y ata exteriormente los órganos, porque, en la historia, un estado social sucede a otro, no accidentalmente, no de un modo externo, sino por virtud de la ley inmanente que preside el desenvolvimiento humano, ley que determina la sucesión sistemática de las fases distintas de la civilización o, lo que es lo mismo, los diversos períodos de la historia.

Y no basta para contestar a este reparo decir, como Bagheot, colocándose en una situación completamente escéptica, muy propia de los partidarios del positivismo, que el principio de la herencia es independiente de la doctrina espiritualista y de la materialista, y de la creencia en la fatalidad o en el libre albedrío, siendo compatible con todas ellas; pues lo que se necesita saber es, si lo que determina el desenvolvimiento humano es el principio nervioso, perfectible y transmisible por herencia, o algo superior y distinto, que determina el ejercicio, la perfección y la herencia de este mismo principio.

Después de asentar estas bases, Bagheot las aplica al estudio del origen de las sociedades, de un modo arbitrario; y, siguiendo la autoridad del eminente jurisconsulto Enrique Meine, dice que hay que admitir la existencia de un estado patriarcal, como lo describe la Biblia y como se indica en los cantos homéricos, para que sirva de punto de partida y primer momento a las sociedades humanas. En esto procede Bagheot con prudencia, omitiendo hablar de la trasformación de la familia de primates, que llama Haeckel Pitecántropos, en tribu humana, aunque este hecho se debe dar por supuesto en su sistema, porque, si no, aparecería roto el tejido conectivo, que debe unir las diferentes partes del mundo orgánico, del cual sólo es una fracción más o menos importante la especie humana, según las doctrinas trasformistas.

El estado patriarcal consiste, como su mismo nombre indica, en la agrupación de los individuos bajo la autoridad de su progenitor, mientras existe; de este modo, aun admitiendo la longevidad de los hombres primitivos, los grupos humanos serían muy pequeños en la época patriarcal, pues sólo constarían del número de personas que se pudieran producir en tres o cuatro generaciones, que no pasaría de algunos centenares; contando, por supuesto, con la poligamia, institución que, sin embargo, no parece propia del primer momento de las sociedades, sino de aquel en que, entrando en lucha diferentes grupos humanos, el vencedor usa de los vencidos como de una propiedad suya, convirtiendo a los hombres en siervos y a las mujeres en concubinas; situación que es la primera de que se hace cargo la historia que ha llegado hasta nosotros, y la primera de que ha debido quedar memoria, pues ya en ella aparece, aunque en forma rudimentaria, el Estado, y mientras éste no existe, la humanidad no toma conciencia de sí, como ser colectivo y sistemático, no siendo antes posible más que la poesía lírica, por su carácter subjetivo, viniendo después la épica, forma primitiva de la historia.

Resulta, pues, de esto, no obstante la respetable opinión de Maine, que el estado que llama patriarcal no es primitivo, sino que supone otros momentos anteriores de la existencia humana; y por eso, así él como Bagheot, se estrellan contra una quimera cuando hablan de las dificultades que hay para pasar del periodo patriarcal al segundo estado, o momento de la [461] sociedad humana; la verdadera dificultad, mejor dicho, la imposibilidad absoluta de explicar el hecho de la asociación, consiste en prescindir de la idea de humanidad, y en querer buscar su fundamento en la observación empírica, y en la inducción, que no puede menos de ser arbitraria, tratándose de este orden de hechos. Los positivistas modernos de todos matices, discípulos en esto de los nominalistas de la Edad Media, no consiguen llegar a ningún resultado satisfactorio en el orden científico, negando la realidad de las ideas generales, y admitiendo sólo la existencia de los individuos.

Ya he dicho a otro propósito, que, tratándose del hombre, no puede ni aun comprenderse siquiera la existencia del mero individuo, pues, desde el punto en que fue creado, le dio Dios una compañera, lo cual quiere decir, que apareció en la naturaleza con su diferencia sexual y con las consecuencias que de ella necesariamente se deducen. Es imposible, por tanto, hablar del hombre, sin considerarlo en la sociedad; para sacarle de ella y estudiarlo aisladamente, hay que hacerle violencia, convirtiéndole en lo que no es; de aquí nacen todos los errores de las escuelas individualistas, tan graves, tan numerosos, y al par tan funestos, como nos lo demuestran las perturbaciones sociales a que asistimos en los tiempos modernos, hijas todas del racionalismo unilateral, que informa las doctrinas materialistas, y las psicológicas, que usurpan el nombre de espiritualistas, incapaces de alcanzar la noción sintética, la idea en su complejidad y en su realidad fecunda, deteniéndose en lo individual, que es, por su esencia, insustancial y pasajero.

Resulta, pues, que desde el primer momento de su existencia, el hombre aparece en estado social, y desde que se nos muestra en el gran teatro de la historia, ese estado social reviste una organización política, más o menos perfecta; lo demás que se diga sobre su origen, son hipótesis arbitrarias é irracionales. El estado patriarcal bíblico, lo mismo que el estado heroico de Homero, son, no sólo estados sociales, sino también políticos; ya Abraham estaba casado con una mujer, de familia distinta de la suya, y tenia por esclava a otra, de raza inferior a la de ambos; por lo que se refiere a los guerreros que van al sitio de Troya, ofrecen también los mismos caracteres, y además la existencia independiente, en los grupos humanos que comandaban, de una organización religiosa, que aún no existía en tiempo de Abraham. En ambos tipos de la humanidad histórica, así en el aryano como en el semítico, vemos, desde los primeros tiempos de su existencia, la organización política; y el poder público, ejercido por el Patriarca o por el Rey, se trasmite por el derecho de primogenitura, sin que pueda ni aun suponerse que antes de que tal derecho existiese, cada familia natural, esto es, cada matrimonio, con su descendencia, formase grupo separado o independiente; ni las condiciones territoriales, ni las afectivas de nuestra especie, autorizan esta suposición, no menos arbitraria que la de un primitivo estado de salvajismo individual, que admitieron Vico y Rousseau, pues lo mismo es, en resumen, y tan inexplicable, la existencia aislada de los individuos, que la de las familias, Por otra parte, los éxodos de los pueblos primitivos, han sido siempre colectivos y han tenido lugar, porque el crecimiento de la primitiva tribu hace imposible su existencia, en el terreno en que se ha desarrollado; y entonces sale a buscar otra tierra en que poder vivir, no una familia aislada, sino un grupo de familias, que forma un verdadero estado emigrante, con su jefe y con la organización militar, que es indispensable para vencer los obstáculos de diferente género, que necesariamente ha de encontrar en su camino aquel enjambre humano, que va en busca de una nueva habitación, a la manera de los que cada año salen de la colmena, con su reina o maestra, sus trabajadoras y sus zánganos; es decir, con su organización colectiva, tan perfecta y tan necesaria, como la disposición anatómica y fisiológica de un solo individuo.

Para que una horda o tribu se convierta en pueblo, supone Bagheot, que, además de la condición hipotética que señala Maine, y que consiste en que el poder supremo se comunique, siguiendo la regla de la primogenitura, sin que las familias se dividan y se hagan independientes, es menester que el Patriarca, Rey o caudillo primitivo, someta a sus súbditos a una ley, sea cualquiera, pues, para el escritor inglés, el contenido o sustancia de la ley importa poco, siendo el objeto de ella, según su dictamen, domesticar, o más propiamente, domar al hombre, haciéndole contraer hábitos de obediencia, que pongan coto al desbordamiento de sus pasiones, causa permanente de anarquía y de perturbación en toda sociedad humana.

Como se ve, aquí hay que notar el fondo de ateísmo moral, si vale la frase, del escritor inglés, ateísmo que es al par un error evidente y de hecho, pues toda ley está inspirada, y no puede menos de estarlo, por un ideal, por un principio supremo, que es el bien, o sea la categoría ética, que sirve siempre de criterio a las acciones humanas: podrá suceder, y sucede en efecto, que la idea del bien se determine en las costumbres y en las leyes de cada pueblo, de un modo diverso, aunque no arbitrario, porque la manifestación de ésta, como de las demás fases de la idea, obedece a una ley superior, tiene, en una palabra, su finalidad, mal que les pese a los empíricos de todas las épocas y de todos los países, cualquiera que sea el nombre que adopten. Además, y éste es defecto común a todas las escuelas, explicar las sociedades por la ley, es explicar el hecho por el hecho, lo cual puede deslumbrar, cuando la teoría que en esto consiste, se presenta con ingenio; pero, bien examinada, no satisface la inteligencia dotada [462] del más leve espíritu crítico; sociedad y ley son dos hechos correlativos como el alma y el cuerpo, y del mismo modo que no se concibe la sociedad sin la ley, no so comprendería una ley abstracta, que no estuviese encarnada en un pueblo; por más que éste sea un error de Bentham y de su escuela, en el cual no han caído, por fortuna, los ingleses en su vida práctica, aunque sí las naciones latinas del continente, que tantas leyes políticas han fraguado a priori, sin lograr amoldar a ellas las naciones, cuya felicidad pretendían labrar por ese medio; lo cual prueba, por otra parte y de un modo experimental, que no es cierto que, para crear un pueblo, lo primero que haya que hacer sea someter a los que lo forman a una ley cualquiera, sino que es menester que esa ley salga, por decirlo así, de sus mismas entrañas, que sea la expresión concreta de su espíritu.

De la ley, pasa Bagheot a la explicación de la organización de las oligarquías, generalizando un hecho propio y peculiar de la sociedad romana, en la cual la ley era sólo conocida de los patricios; pero esta generalización no me parece legítima, pues en Roma sucedía esto, porque la ley era obra del patriciado, y allí, donde el Rey era su autor no se explicaría de modo alguno por ese medio la existencia de una aristocracia, la cual representa un elemento necesario de toda la sociedad humana, y legítimo, con la misma legitimidad que la que tiene la democracia; mas aquella supone, no sólo un estado político y social determinado, sino la existencia de la propiedad, cuando menos familiar, y la de instituciones militares muy adelantadas.

Si fuera cierto que la existencia de un individuo, que por condiciones peculiares tiene la virtud de imponerse a los demás que procuran imitarlo como modelo, fuese también, como asegura Bagheot, condición necesaria para la formación de los pueblos primitivos, esto sería contrario a la existencia de la aristocracia, y fortalecería el principio monárquico hasta el extremo de convertirlo en absoluto o, más propiamente, en despótico; entonces habría que abandonar también la teoría patriarcal y la metamorfosis de este estado en estado monárquico, por medio de la ley de la primogenitura, pues no había de dar la casualidad de que en cada grupo humano fuera justamente el primogénito del Patriarca; el individuo que reuniera esas cualidades, que se imponen a los demás hombres y les sirven de modelo, si llegaba a ser el jefe del Estado, sería por el procedimiento que lo han sido César y Napoleón, que no venían de raza de reyes.

Pero el principio de la exaltación de ciertos individuos tiene más completo desarrollo en otros estudios del autor, que se contienen en los libros siguientes; por lo que basta con lo dicho hasta aquí sobre este punto, y sobre los demás, que desenvolveré cuando los examine.

Los cuatro ensayos o libros, que siguen al que he examinado, y que completan la obra de Bagheot, aunque tienen por objeto cuestiones distintas, son, más bien que otra cosa, amplificaciones de lo que ya se contiene en el primero, aglomerando, como prueba de sus asertos, gran número de hechos, que se presentan con mucha magia de estilo y sostienen la atención del lector por la variedad de asuntos, aunque rompen el encadenamiento de las ideas. El libro segundo tiene, como he dicho, por epígrafe La lucha y el progreso, y trata de explicar estos dos hechos humanos de grandísima importancia, pues son, en realidad, los dos grandes y únicos agentes de la historia.

Aborda, en primer lugar, Bagheot la cuestión del progreso, que aun cuando al parecer debiera ser facilísima de explicar para un evolucionista, tiene el autor la franqueza de confesar que en realidad ofrece gravísimas dificultades; pues, en efecto, si el progreso humano fuera una consecuencia, un caso particular de la evolución universal, todas las naciones, todos los grupos de hombres debieran alcanzar, en cada momento de su historia, un grado de desenvolvimiento igual o, por lo menos, equivalente, y los hechos nos demuestran, con la evidencia que les acompaña, que existen naciones que no han dado un sólo paso adelante en los millares de años que ya comprenden los anales de la historia. Bagheot declara que el progreso es atributo de una pequeña fracción de nuestra especie, pero que todas ellas han marchado en otras épocas; y que para llegar al punto en que se halla, por ejemplo, el Imperio Chino, o para alcanzar el grado que alcanzó la civilización india, debieron tardarse millares de años, y realizarse, durante ellos, notabilísimos aunque lentos adelantos.

Parecía que, con esto, se pondría el autor en camino de la verdadera solución de este problema, pero a pesar de su ingenio, ahogado, por decirlo así, en el mar de los hechos, y no elevándose a la idea que los determina, no puede ver, que lo que en realidad pasa, así en las épocas más antiguas, como en los tiempos modernos, es que en cada momento histórico existe una, o tal vez varias naciones, que realizan una faz de la idea, y que, cumplida esta misión, que es su razón de ser, se paralizan y al cabo perecen, tardando en desaparecer más o menos tiempo, según las condiciones accidentales en que se hallan; porque no hay que olvidar que la humanidad vive en la esfera de la naturaleza, de la cual es propio y peculiar el accidente.

Y esto, que desde luego se comprende, admitiendo la finalidad de la historia, está comprobado por sus anales, y lo demuestran asimismo los hechos que registran los que se dedican a las investigaciones, llamadas prehistóricas, en lo que tienen de verdadero, porque no hay poco de fantástico en este nuevo camino, abierto a la curiosidad humana. En efecto, puede y [463] debe admitirse, que cuanto ha ocurrido en el mundo, desde que en él ha aparecido el hombre, son antecedentes, necesarios para llegar a la actual civilización cristiana. Una vez producida la diferencia característica, que constituye la esencia propia de nuestra especie, distinta, no sólo del resto del universo, sino de todos los demás animales, de los que no descendemos, ni como organismo, ni mucho menos como espíritu, los adelantos industriales, los científicos y la perfección de ciertos órganos, instrumentos necesarios de la acción del espíritu, y, por lo tanto, la formación de las razas o tipos humanos, que, sin embargo, no salen ni pueden salir de los límites de lo que se llama en historia natural meras variedades, que jamás llegan a constituir verdaderas especies; todo esto, digo, tiende y ha tendido a producir la civilización actual de los pueblos aryanos, llamada a difundirse por toda la tierra, que está asimismo destinada a ser patrimonio de esta raza, resultante de todas las anteriores, ya por descendencia, o ya por fusión y cruzamiento.

Este hecho, que es notorio, pues vemos en todos los continentes establecerse y cundir el hombre europeo con una fuerza y con un éxito que destruye todos los obstáculos, sería inexplicable, si no so admitiera que la civilización moderna, es decir, la que arranca desde el advenimiento del Cristianismo, es la civilización definitiva, que no hace ni puede hacer más que desenvolver los gérmenes que encierra aquella religión, que antes de ahora he llamado la religión absoluta. La teoría del progreso, tal como la entienden ciertas escuelas, es una teoría absurda, y hasta ininteligible y contradictoria; el progreso indefinido sería la mera variación accidental, caprichosa y anárquica de las instituciones sociales; y aunque para salir de esta dificultad se admitiese en el orden general de la vida humana esa fuerza tendencial, que no han podido menos de reconocer los positivistas, que no han cerrado del todo los ojos a la evidencia, es menester que esa tendencia tenga un objeto, un fin, y ese objeto es la idea expresada como absoluto en la religión cristiana, es el Dios único y verdadero; por lo cual todos los ulteriores progresos de la civilización están en ella comprendidos y predeterminados.

Si de estas consideraciones se prescinde, la humanidad y la historia son inexplicables, no es posible llegar a la verdadera ciencia, y un hombre de tanto saber y de tanto ingenio como Bagheot, tiene que limitarse a meras exposiciones de hechos, y a hipótesis que no bastan a explicarlos. A esta categoría pertenecen las tres pretendidas leyes que formula en los siguientes términos:

1.ª «En cada estado particular del mundo, las naciones más fuertes tienden a sobreponerse a las demás, y en ciertos casos particulares, las más fuertes tienden a ser las mejores.»
2.ª «En cada nación, en particular, el tipo o tipos característicos que en aquel lugar y en aquel tiempo son más atractivos, tienden a predominar, y el carácter más atractivo, salvas ciertas excepciones, es lo que llamamos el mejor carácter.»
3ª. «La intensidad de la concurrencia entre las naciones y entre los caracteres, no se aumenta por las fuerzas externas en la mayor parte de las condiciones históricas, pero sí en las que son propias y predominantes en la actualidad en las regiones más cultas de la tierra.»

Casi no hay que hacer más que esta simple y fiel copia de lo que el autor dice, para conocer los errores en que incurre,y, más que los errores, las vacilaciones de su espíritu, que no llega a formular verdaderas leyes, sino inducciones incompletas, sin carácter alguno científico.

Las naciones más fuertes tienden a sobreponerse a las otras, dice Bagheot, y ¿por qué no afirma categóricamente que se sobreponen? ¿Por qué, sólo en ciertos casos particulares, las más fuertes tienden a ser las mejores? ¿Qué casos particulares son éstos? A ninguna de estas preguntas se da contestación en los ensayos que examino; el tercero se limita a establecer, que las naciones que han logrado someterse a una disciplina severa, sin duda porque ha existido en ellas un carácter o tipo bastante atractivo y bastante enérgico para que todos le imiten, hasta el punto de convertir el grupo humano que dirigía en la repetición monótona de una misma unidad, tienen las mayores probabilidades de vencer a las que no han alcanzado esta ventaja; sobre todo, si la ley o, mejor dicho, la costumbre o grupo de costumbres, a que se han sometido, no son por casualidad extravagantes o monstruosas, como en algunos casos sucede.

La costumbre, si bien produce la ventaja de dar unidad y consistencia a los grupos humanos, tiene el inconveniente de tender a inmovilizarlos: así es, que, admitiendo la influencia exclusiva, o sólo predominante, de la costumbre, el progreso es imposible, y Bagheot halla una confirmación de este punto de vista en multitud de naciones, que, en efecto, han permanecido estacionarias, hasta que ha llegado el momento de su destrucción; pero ¿cómo se explica, admitiendo esta hipótesis, que el estado en que se hallan las naciones cuando llegan a inmovilizarse sea tan diverso? Porque hay grupos humanos, que no han salido del período salvaje, otros, han llegado a una organización patriarcal; el Egipto logró constituirse en monarquía absoluta; los imperios asiáticos fueron estados militares y conquistadores; la China está, desde hace largo tiempo, organizada con jerarquías intelectuales y pedantescas, que no se pueden llamar con propiedad científicas. Según Bagheot, había que suponer que, en medio de un estado anárquico, cuando cada uno de esos grupos humanos no era más que una aglomeración de individuos, que ni siquiera constituían familia, surgió un [464]carácter, un tipo, que impuso a los demás todas las costumbres, necesarias para constituir estados como Egipto, como Babilonia y como el Celeste Imperio, imprimiéndolas con tal profundidad, que quedaron, desde luego, aquellos grupos humanos, petrificados, como si fueran estatuas vaciadas en el molde formado por los hábitos establecidos por el carácter tipo.

Esto, como se ve, es inadmisible y absurdo, y el mismo Bagheot, que reconoce la necesidad de un gran progreso para llegar desde el hombre prehistórico al salvaje, que hoy todavía existe en algunas regiones, tiene que admitir un progreso todavía mayor, para que las tribus, que aparecen en la penumbra de la historia, llegaran a convertirse en las naciones que ya existieron en la edad antigua.

Pero este progreso es inexplicable para Bagheot, quien, habiendo establecido en su tercer libro que para la formación de verdaderas naciones es condición indispensable el predominio absoluto, durante un largo período de tiempo de las costumbres, que inmovilizan los pueblos, sólo en aquellos en que, por una feliz casualidad, pues para los positivistas todo son coincidencias fortuitas y accidentes favorables o adversos, nace la discusión, que es en su sentir el verdadero y único agente del progreso, puede éste verificarse, si además concurren otras circunstancias. Esta hipótesis forma el contenido del libro cuarto.

El advenimiento del espíritu de discusión es un misterio impenetrable para Bagheot, y yo añado que, dados sus anteriores principios, es un imposible, porque, si el hombre tiene un instinto predominante de imitación; si adquiere la forma indeleble que le ha impuesto un carácter típico, rechazará siempre cualquier novedad que se le presente, no podrá ni comprender que existan costumbres distintas de las que practica, y por lo tanto la discusión nunca llegará a establecerse. Pero lo que hay es que, como he dicho antes, ésta y las demás hipótesis de Bagheot son absurdas; el hombre tiene tendencia a la imitación; mas en su calidad de tal, es reflexivo, y desde que ha aparecido en la tierra ha discutido consigo mismo y con sus semejantes, y se ha determinado a sus actos, previo examen; por más que sus deliberaciones hayan sido y sean con frecuencia ineficaces, para ponerse en camino de la verdad y del bien. Por esto el progreso ha obrado sus efectos en los grupos humanos, mientras no han existido causas que lo han estorbado; y estas causas son instituciones religiosas, políticas o científicas, que, siendo realizaciones de un ideal, se han creído definitivas, y lo han sido para los pueblos que las han adoptado, y cuya misión ha consistido en crear de aquel modo un término de la serie histórica, una determinación de la idea, que se resolverá y quedará comprendida en otra superior, que vendrá a realizar otro pueblo.

Si fuera la discusión el agente único del progreso, y si la humanidad no lo hubiera poseído, como supone Bagheot, hasta que, formada la nación helénica, surgió en ella, no se sabe cómo ni por qué, lo natural sería que esta nación hubiera existido eternamente en vía de constante y no interrumpido progreso; y, sin embargo, vemos, que lejos de suceder así, Grecia brilla un momento en la historia con fulgor vivísimo, deja gérmenes profundos para la humanidad y desaparece. Para explicar este fenómeno, apela Bagheot a una nueva hipótesis, que consiste en decir, que Grecia 'no estaba bastante petrificada para resistir la lucha interna de la discusión, o lo que es lo mismo, Grecia estaba, cuando individual y colectivamente predominó ; en ella la reflexión, más cerca de la barbarie que los imperios asiáticos; esto es absurdo, y sin embargo lo acepta con gran imperturbabilidad el autor, que por otra parte afirma que sólo errores accidentales de los monarcas de aquella región libraron a Grecia de ser dominada y absorbida por aquellos imperios, en cuyo caso, es posible que no hubiese llegado nunca para la humanidad la época de la discusión y del progreso. Esto, como se ve, es un delirio; pero a tales extremos llevan necesariamente las doctrinas positivistas, aunque sea grande el talento y la circunspección de quien las profesa.

Para mí, y creo que para todo el que se coloque en un punto de vista elevado y por lo tanto verdadero, el triunfo del Asia sobre la Grecia era tan imposible,como lo es que la piedra lanzada al espacio deje de descender al centro de la tierra; y aunque los helenos, en vez de vencedores, hubieran sido vencidos en Maratón, en Salamina y en Platea, hubieran salido al cabo triunfantes en la lucha, porque tenían de su parte una fuerza superior a todos los ejércitos, la posesión de un término superior en la serie del progreso, un momento más amplio y más verdadero de la idea absoluta.

El quinto libro es un resumen de lo expuesto por el autor en los cuatro anteriores, tratándose en él además, la tesis de la realidad del progreso, y aunque Bagheot no admite la doctrina de Buckle, según la cual sólo existe el perfeccionamiento humano en la esfera de las ciencias empíricas, dice, que en éstas es donde son indispensables los adelantos, porque son evidentes los resultados de su progreso; pero, según él, la ciencia no es más que un elemento o faz del progreso, que también se realiza en el orden moral, donde la libertad política es su instrumento más eficaz, por no decir único.

Antonio María Fabié