Rafael Montoro
El movimiento intelectual en Alemania
Apuntes críticos sobre el libro del señor Perojo
Agrádame sobre manera evocar en la memoria, por medio de los documentos, de las narraciones y de los testimonios de todo género que tenemos a nuestra disposición, los inolvidables días en que la ciencia alemana pasaba el Rhin y dábase a conocer en Francia, y desde esta nacionalidad ilustre, merced a su genio y misión eminentemente propagadoras, a todos los pueblos que convierten seriamente su atención a los adelantos del humano espíritu.
La filosofía sensualista, el materialismo hueco y declamatorio que tanto abusó de la solemnidad y el aparato de la oratoria académica; las negaciones audacísimas que se servían con tanta facilidad de implacables sarcasmos como de elocuentes apóstrofos, y que así acudían a las repugnancias más vulgares y oscuras de la opinión como a las pruebas sacadas de la historia y al progreso de las ciencias; el espiritualismo vago, sentimental, un tanto enfermizo, como que reflejaba la exaltación y el apasionamiento del ilustre y desgraciado Rousseau; todas esas cosas grandes y pequeñas, gloriosas y de triste recordación, que, conmoviendo, agitando, instruyendo y apasionando al siglo XVIII, acabaron por juntarse con causas de distinto orden y por traer con ellas el hecho culminante de los tiempos modernos, la inmortal revolución de 1789, habían quedado eclipsadas por el brillo de los sucesos y sepultadas no pocas por montones de escombros que se levantaban al uno y al otro lado del camino, cuando llegaba a la áspera jornada de la vida una generación inteligente y sensible, rudamente preparada para las nuevas luchas por los crueles desengaños y las memorables catástrofes de la historia novísima. La nueva generación había visto también esas catástrofes, había experimentado una extraña emoción al ver tantos hombres desengañados que se volvían por donde habían venido, había sentido el ardiente soplo de las pasiones cuyo choque produjo tantas peripecias trágicas, y al encontrarse con una ansiedad y una tristeza que no debían abandonarla, buscó en el fondo del alma, como refugio y salvación postreros, su fe, sus creencias, sus doctrinas, y advirtió que no las tenía o que carecían de profundidad y de fuerza.
Entonces volvieron muchos, con los libros de Chateaubriand, de Bonald y de Maistre en las manos, al antiguo templo, y lloraron estas desgracias y angustias al pie de los altares que habían recibido las piadosas ofrendas de sus madres, al paso que otros meditaban ardientemente para crearse un ideal, y que espíritus enfermos caían extenuados, en no escaso número, bajo el peso de la duda y el escepticismo. Esta generación de filósofos, de oradores y de poetas vio llegar con emoción profundísima los sistemas que había construido pacientemente el genio especulativo de Alemania.
Una mujer ilustre, un filósofo ecléctico y un célebre jurisconsulto, madame de Staël, Cousin y Lerminier, figuran en primera línea entre los que pusieron al espíritu latino en fecunda comunicación con el espíritu germánico. Numerosos traductores y expositores siguiéronles en el trabajo de arrancar a los alemanes el secreto de su literatura y de su ciencia. En todas partes se estudió y se comentó el movimiento intelectual de esa raza meditativa y valerosa que proseguía su marcha sin curarse de obstáculos, y se adelantaba incesantemente al cumplimiento de sus altos destinos. La forma no era siempre muy clara, y parecían inextricables las formulas en muchas ocasiones. Hubo quien retrocedió ante tales dificultades, los más si bien se mira. Otros entendieron muy mal lo que leían, desfiguraron los sistemas y extraviaron la opinión. Pero en todos los pueblos cultos se encontraron también hombres reflexivos y estudiosos que vieron en esos magníficos sistemas poderosísimos auxiliares para las dos causas estrechamente unidas que han de salvarse si nuestra civilización se salva, que han de perderse para ella si se pierde nuestra civilización: la idea de Dios y la libertad.
Era, pues, un suceso fausto la introducción de esa filosofía en todos los pueblos que intervienen en el comercio intelectual del mundo. ¿Y no era provechoso, por ventura, para la misma Alemania? Recuerdo que Schelling declaraba noblemente las excelencias y utilidades de esta comunicación para su patria. La claridad, la precisión, el espíritu de propaganda y las cualidades literarias que son indispensables para producir un movimiento de importancia en las inteligencias, cobraban, sin duda, nueva fuerza en Alemania cuando este pueblo salió de su reserva y empezó a hablar con la humanidad de las grandes ideas que brillaban con refulgente luz en su propia conciencia.
Kant, Fichte, Schelling, Krause y Hegel: he aquí los nombres que dan a la ciencia alemana el sello con que en el mundo se la conoce. Se estudia también a los románticos, entre los cuales, el melancólico Novalis cautiva como pocos escritores los corazones, y los dos Schlegel influyen tanto sobre los literatos; a los románticos que tan estrechos vínculos tienen frecuentemente con Schelling; a Humboldt cuyo individualismo responde admirablemente a modernísimas tendencias; a Jacobi, el filósofo del sentimiento; a Herder, el del místico naturalismo; a Schleiermacher, el gran teólogo cuya conmovedora elocuencia habla de Dios y de Cristo y de la [631] religión como necesitan tanto nuestros atribulados espíritus que nos hablen. Herbart, Fríes, Reinhold, Baader, no tienen, si se exceptúa tal vez al primero, tanta nombradía. Y sin embargo, Herbart ha fundado una numerosa escuela, casi tan distinguida por el relevante mérito de sus individuos como la más ilustre de todas las escuelas germánicas; como la de Hegel y Fries, supo conquistarse merecido aprecio, y los Reinhold figuran con envidiables títulos en la escuela crítica, y Baader ejerció con su misticismo una poderosa influencia y fue un metafísico notable, un estimabilísimo moralista y un eminente teólogo. ¡Hay, por otra parte, en las escuelas que los grandes maestros han fundado tantas lumbreras! Ved, por ejemplo, en la escuela hegeliana al ilustre Rosenkranz, estético, historiador, metafísico, con un gran nombre en casi todos los ramos de la filosofía; a Michelet, siempre profundo y entusiasta; a Göschel, que profundizó con mirada tan escrutadora los grandes problemas que se levantan entre la filosofía y la religión; a Marheineke y Forster; al malogrado Eduardo Gaus, que tuvo el genio, el saber y la elocuencia; al no menos malogrado Fernando Lassalle; a Hotho; a los historiadores de la filosofía Schuewgler, Erdmann, Zeller, Fischer; a Prantl, el gran historiador de la lógica; a los esclarecidos tratadistas de estética, Vischer, Weisse, Carriere; a Schasler, que ha escrito con tanta erudición y con tanto talento la historia de esa hermosa ciencia, y a tantos otros hegelianos puros o independientes que honran a su maestro y a su patria.
La verdad es que el espíritu se aplicaba casi exclusivamente fuera de Alemania al estudio de los grandes maestros. Puede decirse que Kant y Hegel eran los predilectos. Y se comprende muy bien esta predilección. Kant inicia el movimiento, y Hegel lo cierra. Fichte y Schelling, a despecho de su elocuencia, preocupaban menos a las inteligencias. Krause las preocupó mucho en España, bastante en Bélgica, algo en Italia.
En medio de estas ocupaciones nobilísimas de los pensadores, perturbadas a menudo en algún país por las incomprensibles ingerencias de la política dominante, no llegaban a todas partes las últimas noticias del movimiento intelectual de Alemania. ¿Se ha escuchado con atención el grito de dolor que llegaba con el pesimismo de Schopenhauer, como si partiera de pechos destrozados por la desesperación? El desarrollo de esta escuela, llevada como de la mano por Hartmann a una visible aproximación al hegelianismo, que ha sido ultimada por Volket sin que desaparezca su característico pesimismo, ¿ha sido, por ventura, bien estudiado? El concurso que ha recibido de tantos hombres respetables el naturalismo contemporáneo, ¿es bien conocido? En Francia y en Inglaterra libros y artículos de revista, muy dignos unos y otros de especial mención, han recogido estos importantes documentos de la historia de la ciencia contemporánea y han seguido al pensamiento alemán en su movimiento por todas las esferas de la actividad intelectual. No ha sucedido así, con muy contadas salvedades sea dicho, en nuestro noble y desgraciado país. Nuestra febril y miserable política, nuestras fratricidas discordias, nuestra perenne angustia, se acompañan muy mal con esos apacibles y serenos estudios.
Y, sin embargo, vislumbrábamos ya y ejercían alguna influencia sobre nosotros esos nuevos rumbos del pensamiento alemán. Hablábase en academias y revistas de Schopenhauer, de su pesimismo que hiela la sangre en las venas de nuestra apasionadísima raza, de su incurable desesperación, de su desprecio a todos los sueños de ventura y a todas las obras del hombre, de su escepticismo y su ironía, y su tendencia budhista al aniquilamiento de toda vida, a la extinción de toda actividad, a sepultarse con absoluto olvido de las inclinaciones y deseos que nos atormentan y estimulan, en el oscuro nirvana. Se hablaba también de Haeckel, de Moleschott, de Büchner. Algunos hombres ilustres como el Sr. Moreno Nieto, por ejemplo, nos ofrecían datos importantísimos contenidos en admirables discursos y envueltos en las dolorosas lamentaciones del espíritu acongojado por el olvido de las direcciones eternamente verdaderas de la ciencia, o teñidos con más alegres colores por las esperanzas que cifraba en algunas señales de verdadero progreso, advertidos en particulares ramos del humano saber.
Se necesitaba, sin embargo, una pluma que trazara el cuadro de ese nuevo desarrollo científico.
Ya el Sr. Fastenrath, elocuente o ilustrado hijo de Alemania, perdidamente enamorado del suelo español, de nuestras glorias y de nuestra literatura, que, merced a este profundo cariño, ha llegado a enriquecerla con estimabilísimos escritos, descorrió bastante el velo con su libro La Walhalla{1}. Pero estos datos, esparcidos en las entusiastas páginas de una obra dedicada a familiarizar a una raza querida con el genio y las glorias de la propia raza, no respondía por su índole a la necesidad de que en estos apuntes hablamos. Le estaba reservada la envidiable misión de satisfacerla a uno de los representantes más inteligentes y laboriosos de la nueva generación, de esta generación educada en medio de los dramas y las tristezas, y los increíbles desastres de una revolución malograda; generación cuya presencia ha señalado recientemente en un bello artículo uno de los jóvenes que más se distinguen en ella, el Sr. Galvete.
El Sr. Perojo ha entregado ya a nuestro estudio [632] la primera serie de sus Ensayos. Yo lo he leído con un interés vivo y profundo, que se acrecentaba naturalmente al recibir las fidedignas noticias que me revelaban el éxito que ha obtenido en Alemania, de hombres como Bluntschl K. Fischer, Haeckel, Bratuscheck, Fastenrath y otros igualmente distinguidos. Creyendo que algunas consideraciones que asaltaban mi mente en esta lectura no le parecerán completamente inoportunas al lector, las someto a su juicio y las recomiendo a su benevolencia.
I
El libro del Sr. Perojo está dedicado a Kuno Fischer. Hay en esta elocuente dedicatoria un sello tal de sinceridad, que revela toda la gratitud del discípulo y toda la simpatía del amigo. El Sr. Perojo ha asistido a la cátedra del ilustre profesor de la universidad de Heidelberg; ha admirado la profundidad, la erudición y la elocuencia del primer orador académico de Alemania; ha visto descender de sus labios verdaderas cataratas de ideas en que se inundan de luz y de colores todas las grandes doctrinas que han venido a encontrarse como manifestaciones del eterno espíritu en el imperecedero tesoro de la ciencia; ha aprendido de tan ilustre maestro a reconocer en cada sistema contenido en la historia de la filosofía un momento de la historia de la idea, merecedor de la consideración y la gratitud de los hombres; se ha desprendido de toda preocupación de escuela, y ha comprendido que la historia de la ciencia no debe ser el vano alarde del retórico, ni la superficial indagación del curioso, ni la invectiva apasionada e injusta del sectario, sino la buena obra de hacer justicia al genio en todos los tiempos, y el fecundo trabajo de poner al propio espíritu en salvadora comunicación con el espíritu de la humanidad, tal como se ha manifestado por virtud de sus propias leyes en el tiempo y en el espacio.
Conviene señalar desde luego estas relaciones del pensamiento del Sr. Perojo con el de K. Fischer. No es su discípulo, en el estricto sentido de esta palabra; pero no puede negarse que es muy grande la influencia del célebre hegeliano, llevado por su disidencia a visible alianza con el kantismo, sobre nuestro joven neo-kantiano. Esta influencia, francamente declarada en la dedicatoria, es, a no dudarlo, un interesante dato, y ¿por qué no he de decirlo? una buena recomendación para la crítica.
El libro del Sr. Perojo comprende siete ensayos, en que trata por el orden siguiente de la influencia de Kant entre los filósofos contemporáneos, de Enrique Heine y sus cartas inéditas recientemente publicadas por el profesor Hüfter, de Schopenhauer, del naturalismo en Alemania, o sea de Gerland, e incidentalmente de Fechner, Haeckel, Schmidt, así como de la relación de estos sabios con Darwin y Huxley, del objeto de la filosofía en nuestros tiempos con motivo de un discurso de Wundt, de los historiadores alemanes, y de las teorías políticas de Bluntschli, Stahl y Rohmer.
El lector que antes de recorrer las interesantes páginas de este libro lea el índice, recela por fuerza que carece de unidad, por ser tan varios los asuntos de que trata. Este recelo desaparece a medida que se avanza en la lectura. El libro del Sr. Perojo tiene un poderoso principio de unidad en la doctrina neokantiana que su autor profesa. En el primer ensayo intenta, en efecto, demostrar que toda la filosofía contemporánea, así el trascendental idealismo de Schelling, como el escéptico pesimismo de Schopenhauer; así el idealismo subjetivo del gran Fichte como el idealismo absoluto de Hegel, del insigne pensador que fue llamado en hora solemne por Forster y Marheineke el Cristo del pensamiento; así el racionalismo armónico de Krause como el individualismo atomista de Herbart, y el naturalismo de Lotze y de Cornelius y todas las direcciones del pensamiento alemán, están unidas, atadas con cadenas de oro al sistema de Kant, que aparece de esta suerte como la base de todo movimiento intelectual, como la substratura y el tuétano de toda filosofía. No se detiene aquí el Sr. Perojo: entiende que todas las doctrinas posteriores a Kant están heridas de muerte. Todas han sido arrojadas lejos de sí por el progreso alcanzado en la ciencia. En medio de esta universal derrota sólo se presenta lleno de vida y de fuerza el kantismo, torcidamente interpretado y pobremente entendido hasta hoy.
El Sr. Perojo dice al mismo tiempo que ya no hay sectarismo en Alemania, porque se ha comprendido que todos los sistemas aceptados y defendidos por una escuela, como el hegelianismo, el krausismo, &c., son andadores propios de caracteres infantiles. ¿Y el kantismo? Para que la censura equitativa es preciso que sea general.
Yo no trato de ocultar las conexiones de mi pensamiento con una de estas escuelas, con la hegeliana, y sin embargo, cuando yo leía esa censura del Sr. Perojo y la encontraba injusta, dejaba a una parte esas conexiones. ¡Qué! ¿necesitará, por ventura, considerarse aludido para rechazarla aquel que vea en la filosofía, no la creación arbitraria de un pensador, sino la más elevada manifestación de lo absoluto en el pensamiento humano pura de todo personalismo y destinada a congregar en el culto de la verdad a todos los hombres que se consagren a las nobles tareas de la meditación?
Mi querido y respetable amigo el Sr. Perojo cree que hacen una buena y fecunda obra intelectual los que pensando a Kant renueven el kantismo. Yo no lo discuto ahora; pero reclamo la misma consideración para los que pensando a otros filósofos aspiren [633] también a renovar y a perfeccionar sus sistemas para mayor prosperidad y gloria de la filosofía. ¿Se trata solamente de condenar a los que se contentan con repetir lo que otros han dicho? Bien condenados están. Adviértase, sin embargo, que se les honra demasiado, porque esos que así proceden no pertenecen a la filosofía: son sus azotes, son retóricos, son copistas, son todo lo que queráis; no son filósofos en la más elevada acepción de esta palabra, en la de amantes de la sabiduría.
He dicho que el neo-kantismo penetra en todos los Ensayos y constituye la unidad del libro. La apreciación contenida en el primero de aquéllos, y que en ciertos límites, tocante a la relación de Kant y todos los filósofos contemporáneos, considero exacta, es una preparación conveniente. Para convencerse de que tengo razón, le bastará al lector fijarse en que cuando el Sr. Perojo habla de Heine, se le ve buscar ingeniosamente la subjetividad del poeta para mostrar luego cómo estalla en la profundidad la magia y la melancolía de sus inmortales versos: cuando estudia a Schopenhauer, se le advierte indagando y revelando con empeño la filiación kantiana del filósofo, y cómo arranca su sistema de un punto de vista perteneciente a la Crítica de la razón práctica: cuando trata de los naturalistas, se le nota grandemente complacido con las osadías del método experimental, aunque decidido a encerrarla en los límites prescritos por la crítica a la ciencia y a referirla a las formas por la crítica atribuidas a la inteligencia: cuando discurre sobre la historiografía, revela francamente una gran predilección por los historiadores que dan mayor preferencia al concepto teleológico de la historia, que ilustraron poderosamente Kant y Schiller; y cuando traza con admirable tacto la teoría de los partidos políticos, el liberalismo progresivo que, partiendo de afirmar la libertad como un postulado de la ley puesta en la razón práctica, aspira al desarrollo cabal de las condiciones que, sin más limitación que el ajeno, me aseguran el ejercicio del derecho, dándole por origen la humana naturaleza y por alma la libertad; liberalismo profundo y progresivo que se manifiesta, en efecto, como inspiración y criterio dominantes en todo aquello que no tiene un carácter meramente incidental o descriptivo.
¿Pero qué debemos entender por neo-kantismo? ¿Qué debemos pensar de la dirección a que pertenece el Sr. Perojo? Estas preguntas no pueden ser contestadas convenientemente sin fijarse en lo que dice el autor cuando con más claridad deja traslucir su pensamiento; y como esto sucede en los Ensayos que se titulan Kant y los filósofos contemporáneos y el Objeto de la filosofía en nuestros tiempos{2}, en ellos nos fijaremos principalmente para formar exacto juicio de las nuevas corrientes que invaden el terreno de la filosofía española, a cuyo cultivo dedícanse ya tantas inteligencias y en cuyos productos cifra la patria una de sus más halagüeñas esperanzas.
II
No cree el Sr. Perojo que aciertan los que suponen en gran decadencia al pensamiento alemán, los que hoy buscan en vano inteligencias tan poderosas como aquellos que reprodujeron el magnífico espectáculo de la filosofía griega. No es nuestro autor de aquellos que creen en la anarquía intelectual, en la degradación del pensamiento, como decía A. Vera flagelando con su enérgica frase a los sabios y pensadores de ogaño. Hay en el primero de los dos ensayos a que nos referimos ahora un pensamiento verdadero. ¿Cómo puede pretenderse que se encierre el pensamiento científico en una de las direcciones conocidas? ¿No es la ciencia, como todo, una evolución permanente, un desenvolvimiento progresivo? Y si es así, ¿qué sería del genio moderno, si no progresara, si no se desenvolviera, si no realizara la evolución? Esto es verdad. No se puede pretender razonablemente que Alemania permaneciera inactiva repitiendo o comentando tímidamente las fórmulas de sus grandes filósofos. Cada día que pasa y cada hora que trascurre, son para los pueblos históricos día y hora de novedad y adelantamiento. Se nos ocurre, sin embargo, una consideración: para adelantar, para renovar, ¿es preciso arrojarse indisciplinadamente en todos los caprichos de la razón individual? Esos portentosos sistemas que han labrado la gloria de Alemania en la esfera de la ciencia, ¿están destinados a perecer y a perderse en los abismos para que no se desmienta el progreso de la ciencia? ¿Qué debe entenderse por progreso científico? ¡Oh! Si este progreso fuera una generación arbitraria de sistemas inconexos y extraños los unos a los otros, sin vínculos, sin relación, sin parentesco, no sería una obra divina, sino un satánico delirio. Y dice el Sr. Perojo: «–Ahora se filosofa, se piensa, se trabaja realmente en Alemania; todos, o casi todos, han arrojado los andadores intelectuales propios de infantiles caracteres, etcétera, &c.» Supongo que estas frases no deben de entenderse al pie de la letra. ¡Qué! Cuando Fichte, Schelling y Hegel filosofaban, pensaban y trabajaban, ¿no se filosofaba, no se pensaba ni se trabajaba realmente? Estoy seguro de que este no es el pensamiento del Sr. Perojo. Toda la responsabilidad es de la frase que a tan torcida interpretación se presta. Sin negar la consideración a que son acreedores esos hombres, que venera tanto el Sr. Perojo, me será permitido hacer de pasada algunas preguntas. [634] ¿Quién nos ofrece ahora un sistema completo? ¡Si tienen que volver a Kant, para dar una base a su enseñanza filosófica! Por otra parte, ¿hay entre los pensadores de ahora aquella relación en virtud de la cual Fichte continúa a Kant, Schelling continúa a Fichte, Hegel continúa a Schelling y a los suyos en una progresión maravillosa y sublime? Muéstrenla sus partidarios.
En frente de tan insignes pensadores todo el movimiento actual puede y debe ser considerado como corrección crítica y aplicación inteligentes de las creaciones que nos legaron.
Hay otra apreciación del Sr. Perojo con la cual no puedo estar conforme. Dice que fracasará forzosamente en su empresa aquel que aspire a juzgar el contemporáneo movimiento intelectual de Alemania bajo el punto de vista de uno de los antiguos sistemas. ¿Qué se quiere decir con esto? La historia de la filosofía tiene un principio determinante como toda historia, o no lo tiene. En el primer caso, será preciso encontrar ese principio, la idea de la historia de la filosofía para entenderla; y como quiera que sólo una metafísica puede revelárnosla, no entenderá la historia de la filosofía aquel que no posea una metafísica. Siendo así, la aseveración del Sr. Perojo no puede ser cierta sino en cuanto se considere demostrado que todos los antiguos sistemas son falsos. En el segundo caso, el estudio de la historia de la filosofía no es científico, porque sólo posee la ciencia quien posee los principios.
No se le puede ocultar al Sr. Perojo que si todas las doctrinas que influyen en la ciencia contemporánea se dieran aisladamente y carecieran de superior unidad, la ciencia contemporánea sería eminentemente anárquica. La Crítica Kantiana es para nuestro publicista el punto central hacia el que gravitan todas las diferentes direcciones, la savia común que los vivifica y relaciona: sirve de punto inicial a todo movimiento moderno. El Sr. Perojo señala la relación de todas las escuelas con Kant, y formula resueltamente su pensamiento por medio de la siguiente afirmación de K. Fischer: toda la filosofía posterior a Kant es, en el más amplio sentido de la palabra, la escuela de Kant.
Tratemos de saber a ciencia cierta lo que significa este entusiasmo que reverdece los laureles del kantismo.
III
El Sr. Perojo cree que una ciencia no existe si su objeto no tiene indiscutible realidad, y ella no se mueve en un campo que indisputablemente le pertenece{3}. Este pensamiento, cuya trascendencia veremos luego, se desarrolla fácil y separadamente en algunos párrafos escritos con el sobrio y enérgico estilo del autor. El Sr. Perojo quiere saber después si la filosofía es una ciencia y cuál es su objeto. Rechaza por el momento toda indagación referente a la naturaleza de la filosofía; entiende que consiste la verdad de la ciencia en la realidad de su objeto y en la naturaleza del conocimiento; estima como lastimosas las digresiones que se empleen en fundar puntos de partida y criterios de verdad; cree que todo conocimiento tiene algo de científico y puede servirnos de punto de partida por esa circunstancia, y no admite más criterio que la realidad del objeto llamado a ser regulador y piedra de toque de todo lo que resulte afirmado.
Detengámonos un instante. El Sr. Perojo cree que la verdad de la ciencia consiste en la realidad de su objeto y en la naturaleza del conocimiento. Si consiste también en esto último, debe entenderse que corresponde a la ciencia un modo especial del conocer, mediante el cual conocemos científicamente; y siendo así, está implícitamente afirmada la distinción del conocimiento común y el científico. Cuando el Sr. Perojo dice más tarde que todo conocimiento tiene algo de científico, hay todo lo que se quiera menos el desconocimiento de esa distinción. Si así no fuera, resultarían dos proposiciones contradictorias.
En cuanto a lo del punto de partida, confieso que no me satisface la decisión del Sr. Perojo. Que todo conocimiento tenga algo de científico, no me demuestra que haya tantos puntos de partida como conocimientos. No puede bastarle a la ciencia que un conocimiento tenga algún carácter científico, y esto habría de ser visto, y cómo lo tiene. Ella implica un modo del conocer que es el conocer real, concreto, verdadero, y es el conocer sistemáticamente, y en esto consiste su distinción y excelencia. Ahora bien: en el sistema nada es arbitrario ni exterior y contingente, y en virtud de su ley el punto de partida es determinado por él y en él mismo.
Dice el Sr. Perojo que no hay más criterio de verdad que la realidad del objeto. Si con esto se quiere decir que todo conocimiento descansa en la conformidad de un objetivo con un subjetivo, o, en otros términos, que no hay conocimiento mientras no estén de acuerdo las representaciones (en su más lata acepción) y sus objetos, que conocer es tener la idea adecuada de una cosa, yo creo que el Sr. Perojo tiene razón, y no es fácil encontrar quién se la niegue. Pero ¿si no es esto lo que se quiere decir? ¿Si querrá indicar, por ventura, que no hay más conocimiento que el experimental? Después de todo podría pretender, y pretende tal vez, que no nos es conocida la realidad sino en cuanto la sentimos, sin perjuicio de que toda sensación se adapte [635] luego a las formas primitivas de la inteligencia. Si así fuera, me levantaría contra la aseveración del Sr. Perojo, y le haría notar que la realidad más alta, que la verdadera realidad, lo absoluto y todo principio universal y necesario, son puramente inteligibles. Y después de hacerle notar esta sabidísima verdad, le diría: si es así, los principios no son cognoscibles; están fuera del conocimiento, o el criterio de verdad reside efectivamente en la realidad del objeto, pero esta realidad es inmaterial e inteligible.
Veamos ahora las dos condiciones que el Sr. Perojo juzga sine qua non para toda ciencia. Como ha visto ya el lector, estas dos condiciones son la realidad del objeto y la independencia de la indagación.
Diré tan sólo de la primera que, si no se restringe la significación del término, que si se reconoce por más alta y verdadera realidad la inteligible, no tengo ningún reparo que oponerle.
De la segunda condición he de hablar un momento.
Si la ciencia es una; si hay en otros términos una ciencia de la cual todos los conocimientos científicos son ramificaciones, grados, momentos; si esta ciencia dotada de unidad tan rica y profunda abraza todas sus partes merced a un orden y concatenación perfectos, a un vasto y universal sistema; si en éste el principio de unidad, alma y vida suyas, se extiende como los rayos del sol por todo el universo, y como el principio absoluto en todas las existencias, aunque oculto para la miopía intelectual del incrédulo bajo la fugaz apariencia, penetra a su vez con su fuerza y su energía en todas las partes del sistema, retrotrayéndolas sin cesar a sí; y por último, si vienen a encontrarse y a resolverse en él todas las diferencias y oposiciones merced a esa energía y a esa fuerza, ¿no habrá, por ventura, entre ciencia y ciencia puntos de contacto, no confinarán todas? Y la ciencia de las ciencias, la filosofía, ella, en quien reside la unidad, que recoge los tesoros del humano saber, los depura y los eleva a lo inteligible, a lo universal, a lo divino con sus maravillosas fórmulas, ¿no confinará con todas las ciencias cuando todas la buscan y la desean?
Por ahora me contentaré con estas breves consideraciones. El lector verá muy pronto que no son ociosas.
El Sr. Perojo cree que, cuando los filósofos querían absorberlo y discutirlo todo, no era una ciencia la filosofía. Cree más: cree que entonces no había ciencia. Entendámonos. ¿Se pretende que cuando el filósofo introducía en sus escritos tratados de todas las ciencias o de las que entonces existían, y reinaba cierta amalgama en las indagaciones y no se habían deslindado los campos respectivos de la filosofía, y las ciencias particulares corrían años de infancia para el humano espíritu, sonaban horas de confusión para el humano saber? Hay en esta apreciación un fondo de verdad que se recomienda poderosamente a nuestras meditaciones. Pero decir que no hubo ciencia hasta que Bacon, con dar posición independiente a las ciencias particulares, arrebató a la filosofía la base y el fundamento de su existencia, no me parece justo.
Divino Platón, tú, que elevaste el pensamiento a la pura región de las ideas, y las seguiste y mostraste su grandeza y sus relaciones; Estagirita insigne, que corregiste tantas veces a tu maestro, que penetraste con profunda mirada en la naturaleza de lo absoluto y en las cosas, y diste a esa misma experiencia aumentos tan sólidos, y en meditación tan admirable la describiste; y vosotros todos, sabios ilustres de la antigüedad y de los tiempos medios, estoicos, ilustre escuela de Alejandría, padres de la Iglesia, que hablasteis con alma inspirada y elocuentísimo acento de las cosas divinas, ¿no fuisteis hombres de ciencia, no fuisteis tesoros de sabiduría, no fuisteis luz de las almas, límpido manantial que se brindó generosamente a la inextinguible sed del espíritu humano?
Desisto de entrar en la crítica de todas las proposiciones que van desprendiéndose lógicamente de la opinión del Sr. Perojo. Recogeré tan sólo su afirmación de que la filosofía carecía de objeto para luchar con las ciencias particulares.
El objeto de la filosofía no es meramente la explicación de las cosas. El objeto de la filosofía es la Verdad en su acepción más elevada, en el sentido de que Dios es la Verdad. Lo absoluto: he aquí el objeto de la filosofía; y este objeto es real, es lo real por excelencia. Vea, pues, el Sr. Perojo cómo no hay manera de que la filosofía se quede sin objeto realísimo ni de que logren arrebatárselo las ciencias experimentales. ¡Si no lo cree así, debió decirlo e indicar la demostración de que esta doctrina es errónea.
El autor de los Ensayos cree que a Kant es deudora la filosofía de su objeto. Le dio por objeto la efectividad de las otras ciencias, la explicación del conocimiento de las cosas.
No seré quien niegue los merecimientos insignes de Kant. Revolviéndose contra empíricos y escépticos, retrotrajo la filosofía al pensamiento. De su Crítica partieron los grandes pensadores que florecieron después. Fichte dio unidad a la obra de su antecesor con la afirmación del yo que se pone y pone el no yo. Schelling sacó la especulación del árido terreno del subjetivismo; se apoderó vigorosamente de la naturaleza, y con una riquísima intención y una elocuencia privilegiada, proclamó lo absoluto como unidad del mundo, mostrando cómo por su propia virtud se objetiva y pasa victoriosamente [636] de cada objetividad a mayor potencia subjetiva, hasta que, agotando toda su facultad de objetivarse, aparece como sujeto triunfante de todo, soberano con absoluta y sublime soberanía. Krause aplica su indisputable talento a esta rica concepción, recoge nuevos datos, metodiza con más rigor el sistema, y produce su racionalismo armónico, fundado en su conocida doctrina de la esencia. El filósofo más grande y esclarecido de los tiempos modernos, el gran Hegel, cierra este gigantesco periodo con su filosofía, que enseña que Dios es el supremo inteligible, que el supremo inteligible es idea; idea concreta que se desarrolla y determina en serie y filiación metafísicas por la dialéctica que es inherente a la idea, que es su forma, y recorre el Universo en la contemplación de la idea, desde la determinación más abstracta que comprende la Lógica, desde el ser puro hasta los astros que brillan con resplandores sublimes en el cielo, y el gusano que se arrastra por la tierra, y desde los momentos más indeterminados del espíritu hasta las grandes tragedias de la historia, y las maravillas más sorprendentes de la inspiración artística, y los éxtasis más puros de las almas religiosas, y las investigaciones más portentosas y profundas de la filosofía.
¡Qué! ¿Esa serie de sistemas no ha tenido razón de ser? Si no se debió pasar de Kant, ¿por qué florecieron? ¿Se pretenderá que no han aparecido en virtud de una imperiosa necesidad en la historia de la filosofía? Serán, por ventura, creaciones arbitrarias, de cerebros enfermos que no pudieron entender a Kant?
¡Oh! No se explica su aparición, al menos para mí, diciendo que era una tentativa reaccionaria. Si cien veces se encontrara el pensamiento humano en la misma posición, cien veces se repetiría el mismo espectáculo. Toda historia es un desarrollo, y todo desarrollo existe a condición de que cada momento sea una involución y una evolución al mismo tiempo. Y eso es lo que sucedió en la nueva filosofía. Fichte presupone a Kant; Schelling presupone a Fichte y a Kant, y Hegel presupone a los tres.
¡Volver a Kant! El Sr. Perojo es muy explícito en este punto, y yo aplaudo su franqueza. Nos dice que no se trata de hacer una renovación absoluta del sistema kantiano. La indicación, el método, los principales principios; esto es lo que resucita. Kant será para la filosofía lo que fue Bacon para las ciencias naturales.
Declaro que estas salvedades no me satisfacen por completo. Difícilmente encontrará el Sr. Perojo un partidario de otro sistema que no las haga. Volver a Kant es cuando menos reproducir la Crítica, y reproducir la Crítica es suprimir en lo que tienen de fundamental a todos los sistemas posteriores.
Y yo pregunto: ¿qué se habrá conseguido entonces? ¿No reaparecerán los problemas? ¿No aspirará a resolverlos la filosofía? ¿Podrá contentarse con esta declaración de insolubilidad otorgada a cuestiones que no se apartarán nunca del pensamiento humano? ¡Oh! diréis que la naturaleza de lo absoluto y todas las cuestiones fundamentales están por cima de la razón; que ésta es impotente para resolverlas; nos arrojareis en la experiencia como único campo; nos presentareis el fenómeno como única esfera de objetiva realidad para el conocimiento, y no habréis conseguido nada, porque otra vez volveremos a reivindicar los derechos de la razón; y advirtiendo que los entes trascendentales y metafísicos son el eterno objeto del pensamiento, los pensaremos otra vez y dejaremos volar nuestros espíritus a donde les guíen las voces interiores que hablan de lo eterno y lo absoluto.
Yo no puedo emprender ahora un examen de la filosofía kantiana. Me contentaré con algunas consideraciones en abono de lo dicho. Kant emprendió el análisis del conocimiento. El término crítica, aplicado a su filosofía, no significa otra cosa. Era la manifestación más solemne de la duda aquella investigación de nuestras facultades, aquella fría e implacable descomposición del mecanismo intelectual. ¿Cuáles fueron los resultados? El filósofo dijo que todo conocimiento supone estos datos: la sensación o la materia exterior obrando en nosotros, la inteligencia, y la adaptación de la materia exterior a las formas de la inteligencia. Sensación e inteligencia nada valen aisladamente. Hasta que las dos se encuentran y resulta amoldada la primera a la segunda no hay luz, no hay conocimiento. Y luego vino otra principal cuestión. ¿Qué conozco? Hay lo contingente y variable, el fenómeno; hay lo necesario o invariable, el noúmeno. Corresponde a lo primero las categorías, a lo segundo las ideas. Ahora bien, las categorías tienen realidad objetiva y las ideas no. Los primeros encuentran en la experiencia las cosas que les corresponden; los segundos no las encuentran, no dan nunca con ellas. El noúmeno, la cosa en sí, es una eterna incógnita. No podrá la luz de todas las filosofías desvanecer esta oscuridad. Los entes trascendentales y metafísicos empezaron a vagar como fantasmas por el pensamiento. Se quería huir de ellos, se decía que no se plantean una sola vez las cuestiones que suscitan sin que surjan al punto temerosas e insolubles antinomias; se proclamó la impotencia de la razón para llegar a ellos.
La inteligencia resultó gravemente mutilada en esta épica lucha con la crítica. Encerrada, a pesar de todo, en los límites de la experiencia, reducida a un absorbente subjetivismo, privada de aquella maravillosa facultad con que abordaba los problemas [637] fundamentales, convicta de impotencia por la nueva escuela, ¿qué podía intentar en lo sucesivo? En vano las magníficas rectificaciones contenidas en la Crítica de la razón práctica volvían por la idea de Dios, por la santidad del deber, por la inviolabilidad del derecho, por las consoladoras esperanzas de inmortalidad; en vano la voz imperativa de la conciencia resonaba como un fiat lux en aquel agolpamiento de tinieblas. El hombre no puede creer de veras cuando la razón, despierta y activa, retrocede con dudas invencibles ante la creencia. Lo ha dicho elocuentemente un hombre de talento y de corazón, un distinguido traductor de Fichte y de Schelling, P. Grimblot: cuando estos resultados de la doctrina de Kant se vieron con claridad, la filosofía, confesándose vencida, se redujo voluntariamente a repetir este grito de angustia y de ironía, lanzado por una razón que buscaba el olvido de sí misma en las santas oscuridades de la fe: credo quia absurdum.
¡Oh! Se necesitaba recuperar a toda costa la unidad en el sistema del conocimiento. Para restablecerla vinieron los grandes pensadores que continuaron y corrigieron la obra de Kant. Muchas veces se ha dicho y se ha demostrado que el examen de la validez de nuestros juicios implicaba lo mismo que se ponía bajo la amenaza de una negación tan audaz, que la investigación preliminar de la realidad objetiva de nuestros conocimientos la implicaba también. Se ha repetido con Hegel, que la pretensión de la escuela crítica equivale a la de aquel estudiante que deseaba aprender a nadar sin echarse al agua: observación contra la cual se ha levantado con ingeniosa refutación K. Fischer, sin destruir su importancia, que consiste en lo que acabo de recordar al lector. Se ha demostrado que no se deben oponer así las categorías y las ideas, porque la diferencia de su aplicación no da ni puede dar lugar a una distinción de naturaleza, que las unas y las otras son formas absolutas del pensamiento e idénticas como tales. Por su especial significación diferéncianse también las ideas, y no decimos, sin embargo, que dos ideas, la de lo verdadero y lo bueno, v. gr., difieran por naturaleza, porque expresan diversas determinaciones. La correspondencia de las categorías y los objetos, ¿podrá justificar esa división? No lo creo. Según Kant, las categorías tienen un sentido propio, independiente de toda experiencia y anterior a toda aplicación. Una categoría, la de causa, por ejemplo, tiene valor, no porque corresponda a tal o cuál causa fenomenal, sino por su energía y virtud propias. Pues las ideas están en el mismo caso. Ellas sacan su valor de su propia esencia.
Por otra parte, ¿quién no ve que al negar la realidad objetiva de las ideas, no eran ellas las que únicamente resultaban heridas, sino también el conocimiento relativo que debemos a las categorías? Suprimiendo la realidad de una fuerza y de una finalidad absolutas, se suprime también, como se ha hecho observar muy oportunamente, la realidad de toda fuerza y de toda finalidad relativas.
Siento que la falta de tiempo y de espacio me obligue a ser sumamente breve en este importantísimo punto. Podría hacer notar que la afirmación kantiana, de que es falso el conocimiento que encierra la contradicción, sólo puede explicarse teniendo en cuenta el característico error de la antigua lógica, pues ya no es cosa fácil desconocer que la contradicción no es un elemento irracional, sino por el contrario intrínseco, necesario y vivificador del pensamiento y del ser, y podría recordar que todo el movimiento filosófico posterior a Kant estaba firmemente asentado en la demostración de la impotencia de la crítica considerada como norma y método primarios y absolutos del conocimiento.
Hay en la filosofía kantiana dos direcciones que conviene distinguir: una crítica y negativa, y otra dogmática y positiva, que ha sido revelada por la filosofía posterior y que siguió tal vez el ilustre filósofo de Könisberg sin apercibirse de toda su trascendencia, principalmente preocupado, como efectivamente estuvo, por la crítica. El neokantismo se aferra sobre todo a esa dirección negativa. Yo le veo llegar, y recordando los gigantescos esfuerzos con que logró separarse de ella el pensamiento, no puedo menos, de preguntarle con profunda tristeza: ¿qué quieres de nosotros? ¿vienes a consumar la desgracia de la filosofía y a tejer coronas para sus enemigos?
Pero miremos con imparcialidad estas cosas y no incurramos en lamentables exageraciones. De lo que dice el Sr. Perojo y de lo que resulta también del discurso de Wundt, que está por cierto admirablemente extractado, es fácil colegir que el neokantismo no es pura y simplemente una reacción, que quiere ser mucho más y representar una nueva evolución. Yo aplaudo que no se haya querido intentar esa restauración. Pero importa grandemente que sepamos a qué atenernos respecto de los elementos nuevos que, combinándose con los primitivos del kantismo, caracterizan el nuevo momento histórico de la filosofía. De lo que dicen el Sr. Perojo y Wundt, discordes por lo demás en algunos puntos que no carecen de importancia, no es posible sacarse un completo cuerpo de doctrina que satisfacer pudiera nuestra curiosidad. Se ve, sin embargo, que el neokantismo conserva y se apropia, con ciertas modificaciones derivadas de su sentido propio, algunos de los más apreciables resultados del movimiento anterior, y que, dando por objeto a la filosofía la [638] efectividad de las otras ciencias, renuncia a buscar la solución del problema de lo absoluto y prefiere celebrar solemnes nupcias con la dirección experimental y naturalista.
Mirando la cuestión bajo el punto de vista más amplio, no se puede mirar sin alguna simpatía y sin respeto a estos pensadores que luchan valerosamente por encauzar las corrientes del momento y por devolver a la filosofía un movimiento intelectual de tanta riqueza y de tanta multiplicidad. Si realizan su esfuerzo, si traen a tantos sabios fascinados por el naturalismo al campo de la filosofía, yo espero que cuando este renacimiento kantiano se haya verificado, así como no hubo quien pudiera impedir la magnífica sucesión de sistemas, que los nuevos pensadores se complacen en llamar movimiento teosófico, nadie podrá evitar tampoco que renazca también el amor a la ciencia especulativa cuando la dolorosa conclusión de la crítica corra por todas partes que, prescindiendo de los problemas más importantes, no se destierran por eso del pensamiento, y que en el fondo del alma siguen pidiendo a voces que no puede desoír mucho tiempo el hombre que busca la verdad en una solución que devuelva su perdida paz a los intranquilos corazones.
Después de todo lo dicho, me quedaría cierto recelo si no hiciera ingenuamente una aclaración. Cuando yo hablo de conocimiento absoluto, de ciencia absoluta y de lo absoluto como objeto de la filosofía, no pretendo que lo absoluto pueda ser conocido en su infinita perfección mediante un sistema. La ciencia absoluta, en el sentido estricto de la palabra, sólo reside en Dios. Hay que distinguir esa ciencia absoluta en sí misma de sus determinaciones en el tiempo, de esas manifestaciones que conocemos con el nombre de sistemas filosóficos. Si por ciencia, y este es el modo ordinario de concebirla, dice muy bien A. Vera{4}, entendemos aquel estado de la mente subjetiva en que se aspira a conocer (si cerca cognoscere) y se consigue por medio de ciertos procedimientos, de ciertas indagaciones y cierto esfuerzo más o menos intenso, conocer un objeto cualquiera; entonces se puede decir con verdad que la ciencia se conoce y viene a ser (diviene). Pero no sucede lo mismo con la ciencia absoluta a que nuestras palabras se refieren. Esta ciencia absoluta, que está en nosotros, es la que mueve nuestro pensamiento, finito y subjetivo, y hace que se desarrolle. Por eso el movimiento y las mismas evoluciones de esa ciencia que está en la naturaleza, de esa ciencia que viene a ser, suponen una ciencia absoluta. En otros términos: la presencia de esa ciencia absoluta en nuestra mente es lo que la anima, vivifica, y hace que venga a ser, no de otra suerte que mueve y hace que vengan a ser (fa divenire) todas las ciencias particulares y finitas. Es como la luz infinita que ilumina la luz finita. Esta ciencia, en fin, es la ciencia del mismo venir a ser, porque ella es quien determina las leyes, las relaciones, el campo y la necesidad del venir a ser.
Comprendo que el magnífico párrafo del ilustre hegeliano que ha sido llamado el apostolus gentium de la escuela, que este párrafo que acabo de copiar, requiere, para ser bien comprendido por aquellos que no estén familiarizados con sus doctrinas, algunas aclaraciones. En este momento no puedo indicarlas, y espero que la ilustración de los lectores suplirá, generalmente hablando, lo que me veo forzado a suprimir por la necesidad de terminar pronto este largo artículo.
IV
De los otros Ensayos me proponía tratar, o de algunos siquiera. Habré de contentarme con breves indicaciones sobre algún punto.
Las interesantísimas páginas en que el Sr. Perojo traza un excelente retrato del célebre Heine, y las inéditas cartas de éste que nos ha dado a conocer, fueron examinadas por mí, aunque no con el detenimiento a que son acreedoras, en las columnas de un ilustrado diario de esta capital{5}, cuando por primera vez pudimos apreciarlas en amena tertulia del Ateneo. ¡Con cuánto placer hubiera yo aprovechado esta ocasión para hablar con mis lectores sobre la filosofía de Schopenhauer! Este sistema, cuya imperfectísima metafísica se altera todos los días, por ser tan inferior a la importancia que algunos le atribuyen; este pesimismo que, como dice perfectamente el Sr. Perojo, tiene incontestable razón de ser y cierta oportunidad, como que venía preparado por tristes vibraciones de ilustres liras y provocado por exageraciones y ensueños de una candidez inexplicable; esta voz, que resuena con quejas amarguísimas y elocuentes invectivas a la ciega confianza y el orgullo de generaciones enloquecidas con sus progresos y dadas a soñar imposibles, como si quisieran compensar sus infortunios de realidad harto cierta y sus crueles desengaños con ilimitadas y seductoras esperanzas: esta áspera declaración de la vanidad de nuestra vida, de la tristeza del destino humano: toda esta revolución realizada en las ideas y en los sentimientos cuando los espíritus preparados para tal enseñanza empezaban a comprender que corresponde al incremento de vida, al incremento de actividad, al incremento de genio, un incremento inevitable de dolor y de melancolía, era en verdad merecedora [639] de un detenido estudio. Yo no renuncio a intentarlo, y tal vez me será dado demostrar algún día que no contradicen estas opiniones, separadas de la exageración y de la insegura base con que los presentó Schopenhauer, los grandes principios que aseguran al mundo y a la historia, considerada bajo un punto de vista amplio y universal, sentido y régimen divinos. De cómo se pueda lograr esto, no es para tratado incidentalmente, aunque bastaría tal vez una indicación sumaria de las condiciones necesarias de la vida del individuo y de la vida de la sociedad, y una consideración atenta de lo que pueden hombres y pueblos enfrente de las leyes que se derivan del eterno pensamiento que reina en la naturaleza y en la historia. No diré una sola palabra más, porque hay cosas que no son para dichas de pasada.
Me contentaré, por ahora, con manifestar que el Ensayo del Sr. Perojo, en que trata de Schopenhauer, es uno de los más profundos y más bellos que el libro comprende. ¿Qué he de decir de los otros yendo tan rápidamente como voy a la conclusión de estos apuntes? Recomendar esos trabajos es poco. El bosquejo del movimiento naturalista, la magnífica descripción de la Historiografía alemana, descripción tan llena de datos como de animación y colorido, y la exposición de las teorías políticas, hechas con tanta fortuna y tacto, son escritos que merecen mucho más.
Cuando el hombre que cultiva el estudio de la filosofía entra desprendiéndose de toda preocupación y de toda intolerancia, con la mente dispuesta a recibir las verdaderas revelaciones del progreso y el corazón deseoso de ofrecer un testimonio de simpatía a todas las convicciones sinceras y a todos los que trabajan de buena fe por la cultura del espíritu humano; cuando acude de esta suerte a ponerse en comunicación con todas las inteligencias ilustradas, y tal vez las ve agitarse en confusa lucha y caer en la anarquía; si reconoce que hay en lo que le rodea seria y libre indagación, amor a la verdad, sinceridad de convicciones y pureza de motivos, aprende y examina para aprobar o condenar bajo el dictado de la razón, pero reservando siempre un respetuoso saludo para el adversario que defiende noblemente su creencia con fe y con armas dignas del combate.
Para los que piensan y proceden así, el libro del Sr. Perojo pertenece al número de aquellos que se reciben con una cariñosa bienvenida, aunque no se piense como el autor, ni se aspire, por lo tanto, en las nobles tareas de la meditación a conseguir los mismos resultados y a prestar un servicio a las mismas doctrinas.
Rafael Montoro
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{1} Perojo. Obra cit., pról., pág. XV.
{2} Perojo, loc. cit., l. V, págs. 1, 17; y 165, 203.
{3} Perojo, Ensayos, &c. V. págs. 165, 206.
{4} Introduzione alla filosofia della Storia; caps. VII-II y III; páginas 327-343 y 343-350. V. pág. 342-43.
{5} El Tiempo. Viernes 16 de Abril de 1875.