Filosofía en español 
Filosofía en español


Armando Palacio Valdés

< Los oradores del Ateneo >

Don Manuel Pedregal

Habló, y pidió la palabra el P. Sánchez. Todos dijimos: «Séale Sánchez ligero.» Temblábamos por él, y no sin razón, porque es un poco cándido. Contra lo que esperábamos, el tonsurado campeón del ultramontanismo desdeñó la presa y satisfizo su voraz personalismo con algunos leves mordiscos a la ciencia liberal. Así, que no pude menos de exclamar entre dientes: «Bienaventurados los cándidos, porque ellos no sufrirán los rigores del P. Sánchez.» Y no porque el P. Sánchez sea, bajo este punto de vista, más temible que cualquier otro ultramontano; las tomo yo con su paternidad. Mas para el buen concierto y feliz demostración de mis ideas, conveníame personificar en alguno ese espíritu clerical que levanta las montañas y las partidas, y tuve la mala ocurrencia de fijarme en el P. Sánchez. El P. Sánchez, pues, ha sido sacrificado a una cuestión de método. Dios me perdone, ya que él no me ha de perdonar. De todas maneras, le doy el más sincero parabién por no haber tenido el mal gusto de atacar personalmente al Sr. Pedregal. La personalidad del Sr. Pedregal es de acero bruñido, y cuantos dardos se la dirijan se harán pedazos o volverán a herir la mano que los haya lanzado.

El Sr. Pedregal no tiene historia, y por eso le considero feliz. Los individuos como los pueblos más felices son aquellos que no tienen historia. No abundan todos, sin embargo, en mi opinión. Hay muchos todavía para quienes la historia lo es todo –siquiera sea la del doctor Garrido– y que se hacen cruces cuando contemplan ministro a una persona cuyo nombre no ha conseguido el incomparable honor de llegar a sus orejas. Esta gente, que ama la publicidad antes que el mérito, jamás perdonará al Sr. Pedregal el haber sido ministro sin haberse anunciado previamente unas docenas de veces en La Correspondencia. Pero si el vulgo necio no le perdona, los doctos le han acogido en su seno, y figura ya con justicia entre lo más ilustre y selecto de nuestra sociedad. Sus brillantes discursos de esto año han dejado grato recuerdo en el Ateneo de Madrid, despertando por su persona la simpatía y el respeto que sin disputa merece.

Es el Sr. Pedregal, hombre de profundos conocimientos y de un honrado pensar. Ama a los tiempos actuales como ama el marino al bajel que lo conduce por el húmedo desierto a playas aún no vistas, pero ya soñadas. ¡Odiar a su siglo! ¿No es esta una infame deslealtad? Y cuando este siglo sostiene lucha bárbara, pero heroica, con la desgracia que pesa sobre su frente; cuando le vemos [793] por tierra yacente, sintiendo revolverse en sus entrañas el hierro de la duda, y después alzar su noble cabeza con mortal angustia y extender sus temblorosos brazos hacia el porvenir, ¿no es casi un sacrilegio?

¡Oh, qué miserable es el que odia al siglo que le lleva en su seno! ¡En vez de enjugar sus amargas lágrimas, en vez de derramar sobre sus miembros destrozados por la fatiga el bálsamo de la fe, en vez de prestarle el hombro para que sostenga sus vacilantes pasos, le vilipendia y le escarnece! Yo pondría sobre sus espaldas un letrero que dijese: «¡Traidor!»

El Sr. Pedregal no es de los traidores; es un amigo leal de su siglo y le sirve con una inteligencia poderosa y con la reconocida integridad de su carácter. Espíritu abierto a toda verdad, y voluntad apercibida a toda noble empresa, es capaz de sacrificarlo todo por sus ideas y por sus amigos; todo, menos su razón.

Nada semeja a aquellos que con la mayor facilidad hacen a Dios el sacrificio de su razón –sin duda porque la tienen en poco– y son incapaces de sacrificarle ninguna de sus viles pasiones.

No pertenece el Sr. Pedregal al número de aquellos otros a quienes un impulso fatal e irresistible arrastra hacia las borrascas de la vida pública porque sienten en su pecho el acicate de la ambición. Por el contrario, estoy seguro de que le viene prieta esa vida, y apetece de todas veras aquella otra más serena y retirada en que pueda dar entera libertad a la disposición de su espíritu, consagrándose al estudio, ni envidiado ni envidioso. La inteligencia del político brilla como un relámpago, ilumina el horizonte, deslumbra a la multitud y vuelve a quedar sumida en las sombras hasta que fulgura nuevamente. La del Sr. Pedregal esparce en torno suyo, como gusano de luz, una claridad no tan viva, pero más constante.

La tribuna del Sr. Pedregal no es la del Parlamento. Se siente más cómodo en la cátedra; pero donde se mueve con mayor holgura y desembarazo es en la del foro. En el debate académico nuestro orador hace brillar su erudición y la incomparable fortaleza de su razonamiento; mas cualquiera que le escuche atentamente, no tardará en percibir que aquella palabra serena, persuasiva, majestuosa, padece de nostalgia. Está reclamando a gritos el debate jurídico. Llamo la atención de los críticos hacia el lamentable abandono en que yace la oratoria forense en nuestro país. En las naciones latinas, precisamente en aquellas que debieran rendir un tributo constante de admiración a la elocuencia de la toga, se encuentra sofocada y rendida a la gran pesadumbre de la tribuna política. Esta, más joven y vigorosa, la aventaja en expresión y colorido; pero ¡cuánto la supera aquella en energía y concisión! Entiendo que no existe motivo alguno para que pongamos en olvido este género de oratoria, en el cual Hortensio y Cicerón alcanzaron sus más preciados lauros. Y hoy que las circunstancias me deparan un orador llamado por sus condiciones a ilustrar con su nombre los anales del foro, bien puedo regocijarme, y conmigo los que amen el arte en todas sus esferas.

En efecto, el Sr. Pedregal no puede ser orador político, según el sentido que hoy se aplica a este dictado, porque no tiene un alma laberíntica, porque bajo su frente se oculta un espíritu trasparente, un espíritu que está en paz con el mundo y consigo mismo. Para brillar en la oratoria parlamentaria es necesario poseer cierta dosis de osadía, y un si es o no es de malicia. No pidáis nada de esto a nuestro orador: aseguro, sin temor de equivocarme, que no existe persona alguna que con razón pueda quejarse de haber sido herida, o aún mortificada en lo más mínimo, por el Sr. Pedregal en el debate. Tampoco es un orador que corra desatentado en pos del éxito. Lucha con denuedo por sus ideas, sin parar mientes en el resultado de la lucha, porque es uno de esos corazones de león que no tienen necesidad del éxito para combatir hasta el último instante.

El Sr. Pedregal profesa con firmeza sus creencias religiosas y políticas. Si no es por esto el ave fénix entre nuestros políticos, poco le ha de faltar seguramente. ¡Desdichado! ¡Qué pecado habrá cometido para ser hombre político en España! Merecía serlo en un país civilizado. El Sr. Pedregal tiene horror al vacío, y nuestros gobernantes lo erigen en norma de su conducta. El Sr. Pedregal nutre en su espíritu ideas, y nuestros gobernantes las arrojan con desprecio, si es que alguna tiene la desgraciada ocurrencia de dar un paseo por su cerebro. Casi estoy tentado a darles la razón. Toda idea en España es un faccioso. No hay idea a quien no se le caiga la cara de vergüenza viendo lo que aquí sucede. Y no es eso lo peor, sino que maltratan con su constante clamoreo los delicados tímpanos de nuestros conservadores. Están fuera de la ley y de la constitución interna. ¡A Fernando Póo con ellas!

Como orador académico ha mostrado el Sr. Pedregal en su corta carrera excelentes cualidades. Para hablar bien no hay nada mejor que conocer el asunto del debate, hasta en sus más recónditas profundidades. El ilustre orador demócrata conoce cuantos asuntos trata, con la notable erudición que ya le caracteriza. Ama con pasión los detalles históricos, y bajo este punto de vista más que por ningún otro, ha conseguido hacerse apreciar en la cátedra del Ateneo. Su cabeza es un precioso arsenal que infunde terror a cualquier ultramontano. No es preciso exigirle la cita con el capítulo, página, [794] edición, &c., &c. –antigua zancadilla que el P. Sánchez suele armar a los oradores inexpertos,– porque a todo ello y aún a más se anticipa el simpático campeón de la democracia. Su palabra no es brillante ni flexible, sino severa y enérgica. Procede con cierta lentitud, que hace a su oratoria un tanto lánguida y monótona; mas cuanto pierde en viveza, lo gana en claridad y ternura. Cuando el Sr. Pedregal toma la palabra, me llego a imaginar que es un hecho el que alza su voz en la discusión, para hablar con aquella lucidez, rectitud y frialdad con que un hecho hablaría si se hiciera carne. Sin embargo, hay cierta palidez en sus discursos, que el Sr. Pedregal debiera cuidar de combatir. No se me oculta que la verdad es fría, y que la artística combinación de efectos con que se la ofrece, no suele siempre dejarla incólume; mas no debe perderse jamás de vista que la verdad entra tanto por el sentimiento como por la razón, y que en nuestro país, sobre todo, aunque place mucho lo desnudo, a la verdad se la exige que se presente siempre bien vestida.

En suma, la elocuencia del Sr. Pedregal necesita más calor y más claro-oscuro; pero es admirable por su claridad y solidez. Me complazco en consignarlo de esta suerte; primero, porque es verdad, y después, porque sé que al hacerlo le doy un mal rato. ¡Cuánto se goza ruborizando a la modestia!

Armando Palacio Valdés