Toledo. Publicación quincenal ilustrada
Toledo, 4 de octubre de 1889
 
Año I, número XII
página 10

[ Eduardo Ovejero Maury ]

Perspectiva

Toledo… de… de 1889.

Querida madre: hoy puedo, por fin, después de haber reunido varias impresiones, hoy puedo describirte, aunque con menos colorido del que quisiera, uno de los más pintorescos paisajes, cuyo conjunto y contemplación forman y formarán en todo tiempo un placer para mí que sólo quisiera ver aumentado por tu presencia, pues sabes que para tu hijo no es completa la dicha, sino cuando tú la disfrutas con él.

Experimento una sensación tan vaga, tan indefinible de bienestar, de dilatación de mi espíritu al salir de esa corte tan estrecha y opresora para los que, como yo, están tan en pugna con sus caprichos, modas y costumbres, que cuando mi alma se esparce en estos campos sin límites, es otra mi vida; parece que sacudiendo los hierros de mi cárcel, logro hacerlos pedazos y experimento la agradable sensación del triunfo y la libertad.

Pero, ¡ay! que esta alegría dura poco, que este triunfo es ilusorio, y vuelvo a quedar preso otra vez en nueva cárcel más ancha pero no menos formidable y sombría; la cárcel de la vida sin ilusión, la cárcel de las dudas en que vacila mi espíritu angustiado y miserable.

En uno de los paseos solitarios de que te hablo, buscando campo, aire, luz, colores y alegría, que no encuentro en ninguna parte, fui a parar a uno de los sitios más pintorescos de las afueras de esta ciudad.

Saliendo por el gallardo y legendario puente de San Martín, desde donde se domina una de las más graciosas curvas del Tajo, junto al Baño de la Cava, se continúa por la carretera que costea por un momento el río y luego forma un recodo hacia la derecha, quedando, por lo tanto, perpendicular a éste. A cosa de medio kilómetro, y a la izquierda de la carretera, se encuentra un ventorrillo llamado la Venta de la Buena Moza, desde la cual y paralelo al mismo itinerario que he trazado, hay un desfiladero, si así puede llamarse, que va a morir al río, en el mismo paraje precisamente en que éste forma un recodo que le conduce al puente antes mencionado.

Así, pues, el río y el desfiladero forman una línea recta. Un peñón oculta la nueva dirección del río que parece morir allí por un efecto óptico.

A este sitio fue donde me dirigí para gozar del ameno espectáculo que este golpe de vista ofrece; en el extremo del desfiladero, es decir, junto a la Venta de la Buena Moza, estaba yo sentado sobre la punta de una roca a unos veinte metros de altura y desde donde se dominaba el conjunto del paisaje.

Serían como las cinco de la tarde, el sol caía lentamente ya, para alumbrar otros horizontes, y sus oblicuos rayos coloreaban el paisaje de un purpurino color, que daba un aspecto más encantador al cuadro que contemplaban mis ojos: a la izquierda tenía a Toledo, del que sobresalía la torre de su incomparable Catedral, cuya esbelta arquitectura me recordaba otros pueblos y otras costumbres, grabados indeleblemente en aquella enorme aguja de piedra; a la derecha aislado y solitario sobre un peñón, se veía el pintoresco santuario de la Virgen del Valle que parecía asomarse al cristalino y apacible Tajo.

Embebido en esta contemplación iba transcurriendo el tiempo sin yo advertirlo, cuando la voz fresca y armoniosa de un muchacho que cabalgaba por la carretera me sacó de este letargo.

Era el último momento de la tarde y empezaba el crepúsculo; el muchacho arreaba de cuando en cuando el mulo en que iba montado y a intervalos con voz triste y melancólica, al menos así me lo parecía a mí, entonaba tal o cual copla:

«Ya Toledo no es Toledo,
que se ha vuelto relicario,
porque tiene de patrona
a la Virgen del Sagrario.»

Así cantó y yo quedé pensativo tarareando por lo bajo su canción, que me había impresionado, pues el tono con que la cantaba, el crepúsculo que adelantaba visiblemente y la soledad del lugar me infundían un no sé qué de tristeza.

De nuevo la voz del muchacho más lejana y menos inteligible, rasgó los aires.

«¡Ay madre! no sé qué tienen
las flores del Campo santo,
que cuando las mueve el aire
parece que están llorando.»

Aquel muchacho, alegre como debía estar, y como de seguro estaba, ¿había adivinado la situación de mi espíritu y se gozaba en atormentarme? Copla más triste ni más bonita, es imposible que brote de los labios de un campesino. Anochecía, y cada vez más distante y casi ininteligible, se volvió a oír la voz que decía:

«Adiós puerta del Cambrón,
con tus chapiteles cuatro
adiós Cristo de la Vega
que te quedas más abajo.»

Y ya más lejos como si fuese el eco volvió a repetir confusamente:

«adiós Cristo de la Vega
que te quedas más abajo.»

Apoyada la cabeza en una mano y el codo sobre una rodilla, contemplaba el paisaje ya casi velado por las sombras que progresivamente iban embargándolo todo y no dejaban aparecer más que siluetas más o menos negruzcas y definibles, y al mismo tiempo saboreaba los últimos ecos de la canción, que aún expiraba a mis espaldas, confundida con los mil ruidos que van propagándose a medida que la noche avanza; así embargada mi mente, corría, corría a sus anchas sin ninguna traba, procurando encontrar algún vínculo que hermanase tanta variedad, tanta multiplicidad de elementos como encierra la naturaleza; no sé qué espíritu triste que preside los destinos del hombre en la tierra y va luego a las soledades del campo, en vuelto en la oscuridad a lamentar, celebrar y comentar sus hazañas.

Algunos nubarrones que giraban negruzcos sobre mi cabeza contribuían a mantener el aspecto extraño y siniestro del sitio, en conformidad con mi espíritu y mis pensamientos.

Después éstos tomaron otro giro, de tristes que eran se convirtieron en amargos; pensé, ¡sí madre mía! pensé, en el que veneramos como a un santo; en el que ya no existe; en el que para tí y para mí se ha ocultado para siempre, creí sentir su espíritu aletear en mi derredor; surcar los aires y detenerse sobre mí para dirigirme una mirada de cariño, como las que me dirigía cuando en las horas más queridas de mi niñez, le entretenía yo con mis pueriles alegrías; al recuerdo de estas escenas ya pasadas de mi edad más dichosa, de la felicidad más pura, que no volveré a encontrar aunque logre cien años de vida, derramé una lágrima que alivió mi corazón de la angustia en que yacía.

Un ruido al principio sordo y confuso que luego tomaba mayores proporciones y aturdía por el momento, esparciéndose como los tristes acordes de un canto funerario, vino a distraerme de mis cavilaciones; aquel ruido se repitió tres veces; era la campana grande, la célebre campana de Toledo, que anunciaba la caída de la tarde.

A su sonido volví en mí, me puse en pie y me dirigí lentamente hacia la imperial ciudad, pensando en ti, y tal vez se cruzaron nuestros pensamientos en el sombrío azul del cielo.

Eduardo Ovejero.

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