[ Leopoldo Alas ]
Al Sr. Balart
(Extravagante.)
Ilustre y respetable maestro: Califico esta carta de extravagante, porque lo es con relación a la serie de las que escribo a mi querido amigo Tomás Tuero, el cual no tomará a descortesía que interrumpa mi correspondencia con él, para acudir cuanto antes a contestar a quien él y yo consideramos muy superior por edad, dignidad y gobierno.
Extravagante es esta, pues voy a tratar del asunto anunciado en mi última a Tuero, como inmediato: la sustantividad del arte bello, o mejor, del arte de producir belleza (que no es lo mismo); pero voy a hacerlo interrumpiendo el orden del discurso comenzado, por exigirlo así el honroso incidente de tener que contestar a las objeciones de usted; por todo lo cual, bien puedo usar de esa palabra, que viene a ser técnica, por ejemplo, en las colecciones canónicas.
I
Ante todo, me pesa que, por culpa del correo, sea la primer ocasión que tengo de dirigirme a usted inmediatamente, esta en que, al fin y al cabo, aunque yo le he de llevar a usted bajo palio, como se merece, se trata de polémica, de «si dije o si dijiste», de materia de opiniones; todo lo cual trae consigo algo de frialdad, y hace que, a lo menos oportunamente, no pueda yo mostrarle a usted lo mucho que su actual posición literaria me embaraza y aun me entusiasma. De estas cosas de sentimiento, de intimidad, hasta de inefable misterio, le hablaba hace meses en un artículo dirigido a El Globo con este título «Balart» y que estaba inspirado en un soneto de usted que, en mi opinión, es una de las mejores poesías escritas en castellano. Más ¡ay! que mi artículo se perdió en el camino, se perdió de veras, con harto sentimiento mío y del director discretísimo de El Globo, que me manifestó su pesar en una carta llena de recuerdos para el antiguo colaborador ilustre del periódico nombrado.
De tales cosas trataba yo en aquel artículo… prerafadista (no por moda, bien lo sabe Dios), que ahora, pensando en ello, se me ocurre que tal vez valió más que se perdiera. Y he de advertirle que si, como me permito suplicarle, usted publica una colección de sus poesías, antes de decidirme a hablar de ellas he de vacilar mucho, por miedo de profanar, aun con el exquisito cuidado de un profundo respeto, ideas, sentimientos que son, en el dentido del derecho romano, verdaderamente santos.
Porque es el caso, Sr. Balart, que usted y yo como críticos (subrayo por la parte que me toca), podremos no llegar a entendernos, o llegar a no entendernos (que es más probable); pero como poeta, usted, y yo lector, créame que le entiendo del todo. Y nada más de esto.
II
Y ahora empiezan las agrias. Al principio, y, aun más, al final de su carta publicada el 22 de diciembre, lunes, en El Imparcial, hace usted sincero y noble alarde de su modestia, contra el que nada tendría que decir si no me tomase usted a mí por unidad de medida para la pequeñez, y polvo y nada en que usted quiere sumirse. Con lo que, sin querer, por supuesto, de camino que se humilla cristianamente, me pone a mí en ridículo. No busca usted la ironía de la antífrasis (sería eso indigno de un Balart, en este caso), pero resulta, sin que usted quiera, por la exageración de su medida. Y si no, juzguen los lectores de La Correspondencia. El Sr. Balart se llama profano en materias de estética y dice que «aunque todavía le venga ancha la calificación, se mete en docena con esos ignorantes hombres de mundo a quien usted (yo), hombre de claustro, tan magistralmente zarandea.» Aquí parece que el Sr. Balart no solo juega con el vocablo (claustro, como opuesto a mundo, y como claustro… universitario), sino que juega conmigo.
Ya sé que no es su propósito, lo repito, pero repito también que lo parece.
Ha dicho un autorcillo, Sr. Balart, que bien pude haber sido yo mismo, que la excesiva modestia de los grandes puede perjudicar a los pequeños con quien aquellos quieren igualarse. Suponiendo que el sol, por modestia, se empeñara en salir de noche, el mal sería para las estrellas.
III
Y vamos ya al grano. Voy a procurar yo también ser modesto, a mí manera; y por no plagiarle a usted el procedimiento, en vez de encomendar a la retórica, por sutil y disimulada que sea, la demostración de mi modestia, voy a encomendársela a los hechos.
A todo polemista una de las cosas que más trabajo le cuesta confesar es que el adversario tiene razón. Pues bueno. Haremos un esfuerzo. Aquí una pausa. Ya está. D. Federico, tiene usted razón. Pero, entendámonos. No quiero ser hipócrita. Tiene usted razón en algo, no en todo. Y ahora, es claro que el instinto de conservación del amor propio me hará ir procurando que usted tenga razón en lo menos posible, y que lo demás quede para mí.
No se ha explicado usted mal. Tampoco lo he entendido yo mal. Ni tampoco ha habido por mi parte mala fe cambiando sus conceptos al referirme a ellos. (Esto último lo creerá usted sin que se lo jure.) Ha habido lo siguiente: yo al escribir mi carta segunda al Sr. Tuero, y poner por ejemplo las ideas y afirmaciones de usted, no tenía presentes los artículos de referencia, ni manera de recobrarlos; de suerte que tuve que fiarme de la memoria; y en ésta, más que las palabras de usted, quedó lo que yo juzgué el espíritu de su pensamiento. Y en este punto he de insistir, con permiso de usted, después de darle la razón en lo de la letra, por lo que se refiere a uno de los párrafos que usted invoca como texto.
Si no fuera por aquel de suyo tan clara, que yo no recordaba, porque al leerlo no me llamó la atención (por lo que diré más adelante), si no fuera por esas palabras que usted copia ahora con fruición y con letras gordas; tenía yo razón completamente. Es que usted ataca la sustantividad del arte, insisto, y digo que la ataca de nuevo en la carta que me dirige; pero no es esto lo que me importa por ahora.
Yo creía, y sigo creyendo, que no da usted un valor científico, ni aun a lo que usted mismo piensa, respecto del fin del arte; lo cual no impide que llegada la ocasión mantenga con ahínco sus ideas, sin darlas por científicas, pero dándolas por ciertas. Y si usted repasa mi carta segunda a Tuero, verá que eso era, en suma, lo que yo le atribuía.
Debo hacerle notar que la impresión que yo había sacado de sus escritos recientes acerca de sus ideas sobre nuestro asunto, no tenía por única fuente ese tercer artículo de su excelente estudio sobre La poética de Campoamor, sino que algo por el estilo había escrito, y ya había aludido a ello en otra ocasión, en su generosa y bella apología del simpático poeta que escribió De los quince a los treinta.
Pero todo esto importa poco, toda vez que yo no lucho por la letra, y que me basta para mis probanzas, no ya con lo que usted escribió antaño, sino con lo que acaba de decir al rectificar sus palabras.
Reincide Vd.: en lo que tengo por defecto –muy generalizado por cierto,– de sentar categóricamente sus afirmaciones, sus opiniones mientras las sostiene, pasando de la demostración de que así piensa usted hoy por hoy con necesidad (esto sería lo legítimo) a pretender demostrar que las cosas son como usted opina (lo cual es muy diferente); y después de esta verdadera precipitación, cuando pasa la hora de defender sus ideas, cae usted, como tantos otros, en ese casi escepticismo o casi agnosticismo que yo censuraba. Y allá van textos que lo prueban. Es claro que esos textos contradicen los otros, por ejemplo aquello de ser tan claro de suyo; pero en eso precisamente está la verdad de mi objeción, en que se contradiga usted como tantos otros, diciendo que es de suyo muy clara la cuestión y su solución (la defensa del arte) y después sentando nada menos que como una consecuencia de su argumentación, lo siguiente:
«De lo dicho resulta: Que en arte, como en todo, menos en matemáticas, hay diversidad de opiniones.»
Aquí el arte significa, es claro, su filosofía, que es de lo que se trata. Luego se ve que usted no admite que en ciencias, que no sean las matemáticas, haya verdades adquiridas y no sujetas a opiniones. Usted ve en las verdades matemáticas un carácter de necesidad lógica que no se ve en lo demás, en la estética, por ejemplo. ¿No hay ciencia estética, verdadera ciencia, cierta, evidente, sistemática? Según usted no, porque su materia está sujeta, hoy por hoy al menos, a opiniones. Y es claro que usted no alude a las opiniones que puede haber, por culpa del sujeto, contrarias a la verdad misma científica. En matemáticas hay quien se equivoca, quien ve mal, y este error del sujeto es una opinión, lo cual nada dice contra la verdad evidente matemática (que usted reconoce, más eso es otra cuestión). Me concederá usted que no es en este sentido, en el de opinión errónea contraria a la verdad (verdad que el sujeto puede siempre encontrar, rectificando su concepto, ejercicio o raciocinio) en el que usted emplea la palabra al decir que el arte está sujeto como todo a opiniones, sin más excepciones que las matemáticas. De otro modo, que para usted la idea de cantidad no es opinable, ni sus deducciones tampoco; pero es opinable la idea del arte, la de lo bello, todo lo demás. Entonces ¿qué quería usted decir al asegurar que era tan clara la cuestión del objeto (fin supongo yo que usted ha querido decir, pues así se desprende de todo lo demás) del arte?
No cabe duda que usted usa aquí la claridad en un sentido traslaticio, para significar la verdad sabida como tal, cierta; porque si no podía ser la cuestión clara, es decir, saberse bien cuáles son sus términos, y sin embargo, no conocerse su solución cierta. Cuando el sofista se refiere al problema de la certidumbre es la cuestión clara para él; sabe y sabemos todos con perfecta claridad a qué se refiere; pero lo que él dice es que no sabe resolver la cuestión, porque… v. gr. el hombre (cada hombre) es la medida de todo. No es pues en este sentido en el que usted usa ahí la palabra clara; quiere decir, no que se entienda de qué se trata, sino que hay una solución cierta para ese problema. Porque si no la creyera cierta (pongamos clara como usted) ¿por qué había de entretenerse usted en sostener una opinión cualquiera, de error poblada como tantas otras? No, usted defiende la solución que juzga clara, es decir verdadera… y luego resulta que todo es opinable menos las matemáticas.
Vea usted, cómo y por qué yo, fijándome sobre todo en el sentido general de su crítica, había olvidado ese inciso de la claridad, único que contradice mi aserto (y todos los demás de usted acerca de este punto) respecto de la cualidad de no-científico que da usted al conocimiento estético… a pesar de defenderlo como cierto llegada la ocasión de sostener sus opiniones.
Tomé, sin duda, lo de ser tan claro como frase expletiva. No lo es en el párrafo que usted me cita, pero sí viene a resultar obra muerta, comparada con la tendencia general de su crítica de usted que tiene indudablemente las contras de agnosticista en lo esencial en la cuestión de la certidumbre de su doctrina.
Pero hay más, Sr. Balart. En otros pasajes de su misma carta se confirma lo que mantengo. Al final dice usted (después de haber sostenido la sustantividad del arte): «En caso contrario, si sometida la cuestión a más señores se acuerda la incompatibilidad de mi doctrina con la sustantividad del arte, lo sentiré por la sustantividad, y procuraré ir viviendo sin ella como Dios me dé a entender.»
Sin duda tiene gracia esta salida, es ática, pero… en hombre tan serio y leal como usted, no se concebiría tal burla, tal indiferencia respecto de una verdad científica, si por tal tuviera la que por tan clara de suyo considera en el texto que me echa en cara.
¿Es que el Sr. Balart decide vivir contra los resultados científicos y negar la verdad como Dios le dé a entender? No. Demasiado sabe él que la verdad es una, o tal pensamos, y que todas las verdades son igualmente respetables, sean del color que sean. Como verdad no es más sagrada la que se refiera a un objeto divino que la que se refiere a un objeto finito.
El Sr. Balart no pretende despreciar la verdad relativa a la sustantividad del arte, porque el asunto de esta verdad sea de menos importancia que el de las verdades religiosas, por ejemplo… el Sr. Balart desprecia eso de la sustantividad, en definitiva, porque no cree que sea la verdad, ni se puede averiguar que lo sea lo que otros hombres puedan decir sobre el caso. Es que el Sr. Balart ve a lo largo con verdadero agnóstico estético… menos cuando se enfrasca en la defensa de tal o cual opinión parcial precientífica, según la conducta corriente de los agnósticos, según en la carta segunda a Tuero tengo dicho.
Pero todavía hay más. En rigor, con el mismo texto que el Sr. Balart invoca yo podría defender lo que había dicho de él y de sus opiniones.
«Cuestión interminable, si las hay (decía usted) es la relativa al objeto (¿fin?) del arte.»– Si es cuestión interminable, es que en concepto de usted no se ha encontrado solución racional para ella, ni se puede encontrar. ¿Quién se atreverá a llamar cuestión interminable la relativa a una verdad que se tiene por adquirida? Un buen hablista solo puede llamar cuestiones interminables aquellas para las que no ve solución que la razón de todos tenga que acatar. Verdad es que después viene lo de clara de suyo, que yo había olvidado, y no es extraño, porque pugna con lo anterior, y con todo lo demás que antes hemos visto.
Pero, más aún, en rigor también, lo de las oscuridades, y el mucho papel escrito y la claridad que usted ve, ¿no podía entenderse que aludía a la cuestión en sí como tal cuestión, no a la solución misma?
Y último argumento en favor de mi tesis, a saber, que usted no mantiene principios que tenga por fijos, ciertos, sistemáticos en esta materia. ¿Cómo un hombre de tanto talento, en asunto que considerase científico en conciencia, sabido por él con certeza, había de contradecirse como usted se contradice al hablar de la sustantividad del arte, que unas veces afirma y otras niega?
«Pruébeme usted que me contradigo en ese punto,» me dirá usted.
Nada más fácil, respondo. Y vamos a verlo.
IV
Sostiene usted, Sr. Balart, que no he negado la sustantividad del arte, y añade que la doctrina que combatía era la del arte útil.
En efecto, usted sienta la teoría de… ¿de qué? si el arte no es útil será inútil. Admite usted eso, ¿la inutilidad del arte? No, usted cree que eso es un anzuelo sin carnada, usted quiere carnada en el anzuelo del arte… ¿No ha dicho, como alegrándose de ello, como asintiendo a esa tendencia, que iba de capa caída la teoría del arte por el arte? Sí, lo ha dicho, al dar la razón en este punto a Campoamor entre los que le combaten, por ejemplo, Valera.
Pues es el caso, Sr. Balart, que yo también creo que el arte es necesariamente útil… pero no dando a la utilidad el sentido que se le da generalmente al distinguir lo bello de lo útil. Para mí la relación de medio a fin es la relación de utilidad, en cuanto se trata del medio como el adecuado, el único. Así como de un punto a una recta no hay más que una perpendicular (y hay infinidad de oblicuas que se acercan a la perpendicular hasta confundirse con ella para nuestros limitados sentidos, no para la razón), así para un fin no hay más que un fin, no hay más que un verdadero medio ideal, geométrico; ese es el medio útil, perpendicular; en todos los demás sobrará o faltará algo, aunque nuestra finita previsión no advierta la diferencia.
Esta es la idea de utilidad antes de todas las acepciones especiales en que se usa vulgarmente. En tal sentido, el genérico, la belleza tiene utilidad, los medios bellos son los únicos útiles para tal fin; no sólo pueden ser bellos y útiles, sino que son útiles, los únicos, porque son bellos. Pues el arte de lo bello lo mismo. Todo medio artístico es útil… para el fin artístico, que es producir belleza.
Para satisfacción de mi conciencia y de mis escrúpulos tecnológicos, conste eso; que en adelante cuando yo diga que el arte no es útil, no es en el sentido que dejo indicado, sino en el usual.
¿Será que el arte no es útil… para las demás cosas? Distingo. Es una abstracción desprovista de toda realidad, considerar algo del mundo aisladamente ante todo; todo en la realidad se da primero con lo demás, y al verlo primero separado, es cosa nuestra, no de la realidad misma, que pudiera decirnos: «Con quien vengo, vengo.» Por esto no hay nada en el mundo que no esté condicionado por algo distinto de ello y que a su vez no condicione otras cosas. De otro modo, con relación a nuestro objeto: nada es en sí mero fin; es fin según el modo de la consideración; es medio, de seguro, en otras relaciones.
En este concepto, dice usted, y dice bien, y podemos decir todos, que el arte, sin dejar de atender, ante todo, a sí mismo, a su fin propio, producir belleza, es medio para otras cosas (v. gr., edificación del espíritu, educación, consuelo, &c., &c.)
De esta manera no hay inconveniente en considerar el arte como medio, como útil todavía, y, por tanto, como útil en sentido trascendental, que de él pasa a otra cosa. En este sentido, el poema que despierta la piedad del creyente no es menos arte bello-útil, que la catedral que le alberga y le sirve también de sugestión para la idealidad religiosa. Y, sin embargo, el poema, y con razón, es obra de las llamadas puramente bellas, y la catedral, arquitectura, de un arte llamado, con razón, bello-útil.
¿En qué se funda esta distinción, legítima, a pesar de lo dicho? En lo mismo en que se funda la negación de que sea el arte útil para las demás cosas en otro sentido que nos queda por examinar, y en el cual creo yo que pueden verse las confusiones de usted, que dan ocasión a sus contradicciones.
En el moral, decíamos, no hay nada que solo sea fin; pero tampoco, hay que añadir, hay nada real, sustantivo, que sea puro medio. Estamos en el núcleo de la cuestión de la sustantividad –por lo que toca a su relación con la cuestión de la finalidad.– El arte (por razón de su objeto, la belleza) no es sustantivo así, como por una gracia especial (para que los parnasistas puedan ser unos bohemios sin escrúpulo de conciencia, por ejemplo). Es sustantivo… porque tiene la dignidad de su sustancia. Lo mismo le pasa a la verdad que a la belleza, v. gr.
Luego, ¿qué es lo que no cabe? Considerar el arte como medio; como si su razón de ser comenzara en servir para otros fines.
Es que yo no digo eso, dirá el señor Balart. Ciertamente, no lo dice usted unas veces, y hasta lo niega naturalmente. Pero, cuando se trata de juzgar las obras de arte, usted declara… que las juzga por sus frutos no artísticos. Es como si midiéramos un camino con una medida para líquidos o áridos.
¿Qué diría el Sr. Balart, si, tratándose de un jurado para premiar la virtud, se adjudicara el premio a la chica más guapa, por serlo, o al mejor mozo? Pues lo mismo que si, tratándose de belleza corporal, se adjudicara el premio a un jorobado que hacía muchas limosnas.
Y eso es, ni más ni menos, lo que el Sr. Balart declara que hace y piensa seguir haciendo en materia de arte.
Los textos del Sr. Balart, en la misma carta que me dirige, abundan, y pueden cogerse a granel, para confirmar las contradicciones suyas.
Él niega que el arte sea útil (en el sentido de ser arte todo medio, y como un medio apreciado ante todo), y, sin embargo, dice:
«Expresando mis gustos (sus gustos nada más; ¡y la cosa era tan clara de suyo!) sin imponerlos a nadie, ahora como entonces mando enhoramala al arte si no ha de ser un alivio de nuestros pesares…» si no ha de ser un puntal de nuestra fe, «un estímulo de nuestras esperanzas.»
¿Y no es esto exigir del arte que sea útil? ¡Pues si se le pide nada menos que ayuda para la salvación del alma, y para no desesperarse en las luchas de la vida!
No, y que el Sr. Balart lo hace como lo dice. Reserva su preferencia, el premio, para las obras de arte que le den fe y esperanza. Por este criterio se guía al juzgarlas. En igualdad de circunstancias (pues es claro que de esto se trata; ya sé yo que no va a llamar poeta al Sr. Carulla el Sr. Balat, nada menos que por la buena intención del ilustre zuavo), en igualdad de circunstancias tendrá por obra mejor, mejor artísticamente, se entiende, la que le inspire amor al prójimo, v. gr., que la que no se lo sugiera, y por mucho mejor que la que le inspira misantropía…
Pues bien, Sr. Balart, eso podrá ser legítimo (ya veremos que no lo es), pero es negar por redondo la sustantividad del arte, es declarar lo útil, mera utilidad en lo fundamental, un medio ante todo. Si el gran arte, el que más se acerca a su ideal, a la perfección, trae consigo esas utilidades, y el que no las trae, es inferior, se aleja del ideal, eso significa que el arte perfecto, en su plenitud, es el arte útil ante todo; no útil, es claro, para meterse algo en el bolsillo; útil para ver a Dios… lo que usted quiera; pero útil.
Casi estoy seguro de que al llegar aquí se pregunta usted: ¿Cómo un hombre que se tiene por religioso, cual este Clarín, deja de ver que es algo contrario a la piedad lo que dice? ¿Cómo no caber la suprema belleza del arte en el resultado de hacernos amar a Dios? –Mi piedad, respondo, nada padece con eso; yo también, Fulano de Tal, por condiciones subjetivas, gozo más, pero no en pura estética, sino como idealista, como creyente, cuando de la lectura de un gran poeta salgo con más fortaleza de ánimo para amar y creer. Pero no por eso digo que vale más Manzoni que Leopardi, Milton que Byron.
Un hermoso símil del Sr. Balart nos hace ver gráficamente su palmaria contradicción. Dice él:
«Cuando encendí poco há la lámpara que tengo sobre la mesa, no buscaba calor, sino luz para escribir esta carta. Pero por su influjo ha subido un grado el termómetro de mi aposento.»
Muy bien; el calor, que no era el fin, es consecuencia de la luz.
Pero si usted tiene que dar un informe sobre la clase de luz que mejor alumbra, no dirá usted que es la que más calienta. Una buena chimenea calienta más que una lámpara eléctrica y alumbra mucho menos.
Y sin embargo, usted juzga las obras de arte –la luz– por los resultados subjetivos{1} (esta es otra) que causan en usted; por el frío o calor que le producen. Las luces que no le dan frío ni calor no las aprecia, en cuanto luces, tanto como las que le calientan la cabeza.
Puede haber motivos particulares para calentarse a la luz de un quinqué, pero esto no debe influir en el juicio que formamos acerca de la intensidad de la luz.
Me parece que no violento la argumentación de usted, pues que me valgo de sus mismas comparaciones.
Y, siguiendo en la de la luz y el fuego, que es muy fecundo, advierto que lo que usted tendría que probar, por no contradecirse, era que las mejores luces eran las que más calentaban.
Claro es que respecto de la luz y el calor no podría usted demostrar eso, ni hace falta.
Pero, ¿podría demostrar que eran mejores obras artísticas aquellas que edificaban más?
Lo que podrá usted decir legítimamente es que, por el estado actual de su ánimo, prefiere para sus fines particulares, no artísticos, las obras bellas que le inclinan, a pensar y creer y esperar en las cosas altas, en el orden del mundo, en el misterio que se esconde detrás de lo fenomenal.
No querrá usted ser un Protágoras de la estética, no sostendrá usted respecto de la belleza artística lo que el sofista griego respecto del criterio de la verdad; no dirá usted que cada cual es la medida del valor artístico, sino que reconocerá un canon, una ley objetiva a que todos racionalmente hemos de atenernos al juzgar de un modo desinteresado.
De otro modo, cuando usted dice que son obras más bellas las que inspiran religiosidad, por ejemplo, entiendo que esto deben pensarlo todos, y así debe ser para todos ante la razón. Si usted entendiera que solo se trataba de usted mismo, de algo que le era peculiar, no expondría tales ideas en un artículo de crítica, sino al escribir su autobiografía.
Pues si usted entiende que para todos debe ser el arte mejor, más bello, el que nos da fe y esperanza y encamina al reconocimiento de un orden, condición de todo humano progreso, deja usted fuera de la humanidad estética, capaz de gustar y reconocer el arte en su expresión perfecta a todos los que… no tienen ideas, y hasta creencias, metafísicas como usted. ¡Ahí es nada! Con los resultados que usted pide al gran arte hay para hacer todo un programa de escuela religiosa, metafísica y hasta política.
Supone la teoría de usted nada menos que la creencia en la unidad del mundo bajo una conciencia divina; supone el progreso, la finalidad histórica, y como causa, la relación de lo humano a lo divino en las formas clásicas, tradicionales, de la religión, etcétera, &c., &c. Todo eso es muy santo, y muy bueno, pero es una imposición arbitraria para los muchos, y algunos muy dignos de atención, que niegan todo eso o parte de ello, y sin embargo, son tan capaces como el primero de gustar y comprender la belleza y la belleza artística especialmente.
A más, algunos de esos señores le dirán a usted que ellos también se sienten trasportados a un mundo mejor por medio del arte, y sienten la belleza, lo aparente de la religiosidad, de la idealidad, &c., &c… solo que además creen saber que todo ello no es más que una dulcísima ilusión, consoladora, pero ilusión. El fondo extrartístico no importa para el resultado artístico; ellos disfrutan tanto como usted de su belleza, porque la diferencia entre usted y ellos no tiene nada que ver con el arte. Usted dice que aquello que aparece, además es. Ellos dicen que no: y la diferencia de que aparezca y además sea, no añade nada al valor de la representación artística. En este sentido, el arte no tiene nada que ver con la verdad; le basta con la verdad propia, que es la realidad de la belleza de la representación, como nada tiene que ver con lo bueno de que usted habla (y supongo que será lo bueno moral, ético); pues también le basta con su propio bien, que consiste en ser, al realizarse, conforme a su naturaleza, a lo que debe ser.
¡Y que no niega usted la sustantividad del arte! Sí, por completo, insigne maestro.– Con su teoría de usted no se comprende la profundidad de aquel pensamiento de un gran filósofo pesimista: «La música nos habla de un mundo que no existe… pero que debiera existir; del mundo… como debiera ser.»
De la sustantividad del arte, no profanada ni aun con la más piadoso intención, nace, Sr. Balart, una hermosísima especie de caridad para el espíritu, que nunca como en los tiempos modernos puede ser eficaz y oportuna.
La moralidad, esa otra independencia que hoy guía a los hombres por encima de todas las luchas de ideas, está en pura filosofía más amenazada que el arte. Hay quien como Fouillée –(maestro de ese Guyau a quien usted ha leído, y me alegro por lo que verá usted otro día)– niega valor filosófico a todo criterio de moralidad históricamente descubierto hasta ahora; se lo niega el mismo imperativo categórico de Kant, y aunque él aspire a fundar ese criterio para en adelante (merced a las ideas fuerzas) lo que es para lo vivido piensa que haya habido hasta ahora fundamento racionalmente señalado para la moralidad.
A semejante audacia nadie ha llegado en el arte, porque la verdad de la belleza (natural o producida, reflexiva y hábilmente) no cabe negarla, se impone, como se imponen los juicios apriorísticos; se impone por lo mismo que no es más que un aparecer, que es indiferente al fondo. De otro modo, lo bello y su efecto es eternamente un hecho. Si el mundo fuera sueño, si el mundo fuera creación de la voluntad, la belleza, como tal, habría sido absolutamente lo mismo que puede ser añadiéndose a ella que la realidad que representa existe.
Solo se comprende lo que es la belleza y lo que es al arte cuando se llega a verlos a esta luz, y sin miedo de que esto sea impiedad, ni escepticismo, ni siquiera criticismo kantiano.
¿No se le ha desvanecido a usted nunca, en sus horas de pena o en sus horas de meditación, que suelen ser las mismas; no se le ha desvanecido la realidad, como en un desmayo del espíritu; no ha sentido usted esas parálisis del alma que sentía el mismo Ligorio, que sienten todos los místicos? Y en tales momentos, en tales horas, una música que suena, la voz de un Gayarre, la armonía de una orquesta, ¿no despertaban en su ánimo la conciencia de lo bello, libre, independiente, hermoso quand même? Tal vez usted, por esa belleza sentida y contemplada, volvió al amor del mundo, a la fe en la realidad… pero otros no vuelven; otros que gozan y sienten y piensan tanto como usted ante la sugestión de aquella voz, de aquella orquesta, de aquel poema o lo que sea; otros que también son prójimo y también hijos de Dios, no tienen más consuelo, no tienen más iglesia, no tienen más hogar para el alma que esa apariencia, que esa revelación de lo que hay… o no hay, según ellos. ¡Dejémosles este asilo, por caridad, y porque así lo exige la naturaleza de los casos!
Sí, la sustantividad del arte, esa palabrota que parece cosa de catedráticos, tiene también su aspecto grande, de aplicación inmediata a los más sagrados intereses de la vida. No se burle usted de ella. Y usted, tan caritativo, tan generoso, tan bueno, no confunda estos dominios neutrales de creyentes y no creyentes, todos hombres, con las odas funambulescas y los juegos de cubiletes de las rimas ricas de Banville. Y si ve, por ejemplo, una noche, en una butaca del Real, un hombre triste, que usted sabe que no cree nada, que no espera nada, y sorprende en sus ojos una lágrima vergonzante que arrancó el genio de Mozart o de quien sea, respete en aquella lágrima la caridad misteriosa de la poesía, limosna perfecta, porque no se sabe de dónde viene; y respete en aquel efecto de la belleza musical la sustantividad del arte.
V
Y voy a concluir, aunque apenas he comenzado. Si usted quiere ver más detenidamente mi doctrina, siga leyendo, ya que me honró examinando las anteriores, las demás cartas que yo escribiré al Sr. Tuero. Así como esta es una digresión de mis observaciones al citado amigo, lo que a él continuaré diciéndole será, en parte, complemento de la que a usted hoy le escribo.
Y ya no me queda espacio para contestar a ciertos reparos que usted ponía a algunas ideas y palabras mías, reparos que no entraban directamente en nuestra principal materia.
Solo apuntaré la principal de mis rectificaciones correspondientes.
Piensa usted que al decir yo que «el arte de habilidad exclusivamente» habría dejado escapar el adverbio sin fijarme. No, señor, lo repito, habilidad exclusivamente. Pero es que sucede con la habilidad lo que con la utilidad; usted le da el sentido corriente, que es especial, yo el puramente técnico en la filosofía del arte (no arte estético, de todo arte). Esta es cuestión de palabras. Ya lo verá usted en mis demás cartas a Tuero.
En cuanto a que yo desapruebo la conducta de los parnasistas que se aislaban del mundo, &c., &c., contesto que esto nada dice contra el fin del arte sustantivo, porque no se trata de las obras artísticas, sino de las que hacen ciertos hombres, que son artistas, pero de lo que hacen como hombres. Yo artista, v. g., haré mal en no contribuir como ciudadano, y aun con mis poemas, dramas, &c., a la cultura de mi pueblo. Si pido que el artista sea político no niego con esto el fin directo del arte que ha de ser lo bello mismo. No creo que sea necesario insistir más en explicar este punto.
Cuando vuelva a tratar estas cuestiones (la de la habilidad, simplemente) volveré a referirme a sus reparos. Y no le pido perdón por tanta prosa… porque no lo merezco.
Su admirador, discípulo y amigo que besa su mano,
——
{1} Empleo esta palabra aquí en un sentido corriente pero no exacto.