El Combate Semanario político republicano
Salamanca, domingo 9 de jujio de 1899
 
año I
número 3, página 2

El Dinero

Dinero es la moneda corriente acuñada en establecimiento de la Nación, que tiene curso forzoso y valor determinado por leyes especiales. Es signo representativo gráfico del valor de las cosas para hacer efectivos los contratos y cambios. Se acuña con metales de oro, plata y cobre por el gobierno, que tiene reservado el derecho de acuñación.

La necesidad de dinero es la primera que siente el hombre, porque sin dinero es imposible la vida.

Un individuo que no tiene dinero «o cosa que lo valga» es un ser inútil, un ente que carece de valor y cuyo valor y cuya existencia pasa desapercibida, ya que no nos sea repulsiva. Así se le juzga con cruel injusticia por la sociedad, que, lejos de compadecerle por tal desgracia, lo arroja de su seno con desprecio.

El valor intelectual del hombre, como el valor de cuanto es capaz de producir, se mide y cotiza por el dinero que representa. No es extraño que su primera preocupación, el primer empeño de sus potencias y facultades, que se funde en la adquisición del dinero que necesita para realizar la vida.

Y es un empeño nobilísimo y meritorio cuando se ponen en acción medios lícitos y honrados para adquirir la moneda que representa la satisfacción de las necesidades de la vida, ya que sin aquélla, ésta no es posible.

Entre todos los medios de adquisición del dinero, el que más dignifica y ennoblece al hombre, es el trabajo en sus múltiples y variadas manifestaciones, entendiendo por tal el ejercicio u ocupación en alguna obra humana, útil a la sociedad.

El trabajo es universal y equivale al jornal del hombre.

Hay otros medios de adquisición del dinero, con los cuales no queremos relacionar nuestro artículo, porque odiamos todo lo que no provenga del trabajo del hombre, en cuanto no representa el jornal ganado con su esfuerzo y ejercicio.

Esos seres que al nacer se lo encuentran todo hecho, que crecen y se desarrollan a beneficio del dinero que les legaran sus antepasados, que no sufren las consecuencias de la escasez ni sienten los estímulos de la satisfacción que proporciona el trabajo, no los consideramos perfectos, no los juzgamos bien formados. Es preciso que el hombre sepa utilizar las facultades de que se halla dotado, que las ejercite, que se familiarice con su uso para que sea capaz de apreciarlas en sí propio y respetarlas en sus semejantes. El ciudadano que no se emplea en estos ejercicios, carece de virtudes cívicas por lo común.

Pero existe otra variedad del ser humano, aún más repulsiva y despreciable que la señalada en el párrafo anterior, y es el hombre que emplea su trabajo en ejercicios perjudiciales a los demás, o a la sociedad en que vive; el ser depravado, de instintos perversos, de los que se sirve en provecho propio y daño ajeno; esta variedad constituye el individuo más perjudicial y dañino para la sociedad, y la forman el usurero, el logrero, el amigo de lo ajeno.

La sociedad debe de exterminar tan repulsivos seres como se extermina el animal dañino, desinfectando después el espacio que ocuparon, para evitar la reproducción y el contagio.

El hombre honrado, de costumbres sanas y de vida ordenada, debe emplear sus energías y los medios todos de que pueda disponer para dictar leyes que consoliden aquellos saludables principios de moral social, porque no puede tolerarse que nadie viva a expensas del trabajo ajeno, apropiándose por malas artes el beneficio que otro obtuvo con su trabajo; como tampoco es tolerable que el vicioso, el holgazán, el que no trabaja, pase la vida alegremente a costa del que labora y produce.

Pero nos hemos desviado un tanto del tema que nos proponemos desarrollar en este escrito.

¡El dinero!

El dinero es elemento de primera necesidad –ya lo hemos dicho– sin el cual la vida es imposible.

Monopolizada su fabricación por el poder central, ya sea monárquica, ya democrática la forma de gobierno, tienen igual derecho todos los ciudadanos a disfrutar sus beneficios; y siendo de curso forzoso, cuando se acapara y almacena, retirándolo de la circulación, se comete un delito de grande profundidad social, que debiera estar penado por las leyes.

Sí, se comete un delito de graves consecuencias, porque se priva a la sociedad de los beneficios y mejoras que pueden y deben obtenerse con el empleo del dinero en obras provechosas y de utilidad, sin que por ello sufra perjuicio el poseedor del dinero: antes por el contrario, se ve privado de los beneficios inmediatos que obtendría si diese ocupación ordenada y bien calculada a su dinero.

Hay otra fase de la cuestión.

El dinero, como moneda nacional, es de la Nación, porque el Tesoro público adquirió el metal en pasta para la acuñación, y ésta tuvo lugar en establecimiento sostenido con fondos del común; luego tiene en sí algo que es de todos, que no hay derecho para retirar al dominio privado. Pero esta es cuestión de otra índole, de la que no debemos ocuparnos ahora.

Sigamos nuestro raciocinio.

Decíamos que se comete un delito cuando se acapara el dinero y se le retira de la circulación, delito que merece sanción penal.

Se objetará que quien adquirió el dinero, el que es su dueño y legítimo poseedor, puede, en uso de su perfecto derecho, hacer de él lo que le acomode.

Cierto, muy cierto; pero en tanto no cause perjuicio a tercero, y en el caso que consideramos, partimos del supuesto del perjuicio que se infiere a la sociedad en general.

Citaremos como ejemplo, para que se patentice nuestro aserto, lo sucedido en España con la construcción de ferrocarriles.

Sabido es que la mayor parte de las grandes vías (y aun de las pequeñas) han sido construidas con capitales extranjeros, si bien la Hacienda nacional cometió la primada de subvencionar con fuertes sumas la construcción de gran parte de aquellas líneas. Se alegaba como argumento en defensa de las empresas extranjeras la carencia de capitales nacionales, precisamente cuando los Bancos y sociedades de crédito tenían repletas sus arcas con caudales almacenados por la codicia y escondidos en ellas por el temor de sus poseedores, cuando la usura hacía numerosas víctimas en cada localidad, cuando las arcas particulares podían formar sumas fabulosas, capaces de costear la construcción de miles de kilómetros, que, bien distribuidos, hubieran llevado este poderoso elemento de civilización y progreso hasta las más retiradas y accidentadas comarcas.

Consecuencia: que aquellos capitales extranjeros dueños de nuestras vías férreas realizan un gran negocio, nos explotan y ejercen odiosa tiranía sobre nuestras fuerzas vivas, y hasta sobre nuestros gobiernos.

¿Y quién es culpable de tan grandes males?

El avaro, el acaparador de caudales, el miserable egoísta que todo lo quiere para sí y no arriesga nada en provecho de los demás. Este, este tipo repulsivo y odioso es el enemigo más grande de la paz y prosperidad de los pueblos, el que esteriliza y agosta la savia de la vida –que es el dinero– el que hace mal uso de la fortuna que le legaron, sabe Dios a qué títulos adquirida, o que la adquirió por malas artes; porque no puede ser trabajador honrado y noble quién se siente dominado por la avaricia, quien obra a impulsos de los más repulsivos estímulos de la codicia.

¿Cuántas mejoras, cuántas empresas útiles y provechosas, y de necesidad por todos reconocida, no fracasaron por negarse el dinero a prestarles su concurso?

¿Y no constituye un atentado contra el bienestar y prosperidad de la sociedad semejante egoísta proceder? ¿No debe estimarse como abusivo, como perjudicial a esta sociedad el acaparamiento y retención del dinero?

Quien de tal manera esteriliza y anula el poder creador del capital ¿no hace de él mal uso? ¿no defrauda las naturales esperanzas y las justas aspiraciones de sus semejantes? Pues si tan mal uso hace de aquello que creó el hombre para realizar la vida, de aquel elemento sin el cual no hay relación ni trato posible, ni sociedad próspera y bien equilibrada no merece poseer el dinero acaparado, y debe expropiársele por causa de utilidad pública, u obligársele a la movilización del capital retenido con daño evidente de los demás seres, que tienen derecho a disfrutar como él de sus beneficios, a la manera como se priva por mandamiento de una ley de la nación, de la propiedad rústica o urbana, a quien legítimamente la posee, para establecer sobre ella una vía de comunicación, reconocida y declarada de pública utilidad.

Parece innecesario añadir que a la explicación de este justísimo principio de protección y amparo de los derechos del hombre, habría de preceder la consolidación y reconocimiento de los de indemnización del valor de lo expropiado, ya acreditando una participación en los beneficios obtenidos por el capital movilizado, ya reintegrándose al propietario de aquel capital mediante una amortización periódica y bien estudiada.

Y que no se tache de socialista esta doctrina, que descansa sobre los más sanos y robustos cimientos que la verdadera ley humana, la que nace de los derechos que tiene el hombre como ser dotado de facultades excepcionales, ha puesto por cima de todos los convencionalismos y falsas teorías sustentadas por esta sociedad en que vivimos. Mas si de socialista fuese calificada, diríamos que socialista es también la ley de expropiación forzosa de 1879, decretada por unas Cortes monárquicas y sancionada por don Alfonso XII, rey constitucional de España; y socialista es la propia Constitución de 1876 que consagra en su artículo 10, el principio de la expropiación forzosa por causa de utilidad pública.

Tan propiedad es la que representa el capital empleado en fincas rústicas o urbanas, como el que se conserva en dinero.

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