Filosofía en español 
Filosofía en español


Miguel de Unamuno

El pueblo que habla español


Es un fenómeno interesante el de la lucha por el idioma, combate obstinado y persistente. Los pueblos que se creen oprimidos por otros, cultivan, para preservar su individualidad, sus privativos idiomas. Todo regionalismo empieza por manifestarse en la esfera lingüística. La primera victoria de los checos sobre los alemanes fue la de que se reconociese su lengua como oficial en el imperio austro-húngaro. Y por otra parte, el paneslavismo, el pangermanismo y el anglo-sajonismo no son más que movimientos basados en la lengua. Trátase de reunir en grandes razas históricas, bajo una lengua común, a castas y pueblos cuya consanguinidad es más que discutible de ordinario.

Y aquí estamos el pueblo que habla español. Recluidos de nuevo a nuestra Península, después del gloriosísimo ensueño de nuestra expansión colonial, volvemos a vernos como Segismundo, vuelto a su cueva, según decía Ganivet. Y ahora es cuando nos acordamos de nuestra raza.

Mas esta nuestra raza no puede pretender consanguinidad; no la hay en España misma. Nuestra unidad es, o más bien será, la lengua, el viejo romance castellano convertido en la gran lengua española, sangre que puede más que el agua, verbo que domina el Océano. ¡Tierra! Así, en robusta entonación castellana, ¡tierra! debió ser la primera palabra que oyó silenciosa América al abrirse a nuestro mundo, y en el seno del verbo de que brotó esa palabra ha de fraguarse la hermandad española.

Tan hondamente lo han entendido así en América, que es allí donde más cuidado, acaso, se ha puesto en purgar al idioma castellano de toda corruptela. De allí salió Bello, nuestro más sesudo gramático; de allí Caro y Cuervo y otros. Y allí, donde con tanto ahínco se ha estudiado al menudeo la tradición de nuestra lengua, allí apunta la labor de progreso sobre ella. Allí es donde la reforma ortográfica, medio de los más eficaces para promover el avance del idioma, halla más decididos cultivadores, y allí es donde más se empeñan en movilizar nuestro tan petrificado romance. Ahí está Rubén Darío, a quien creen, y él también se cree, dudo que con razón, escritor poco o nada americano; es en gran parte un revolucionario del idioma por ver la realidad de manera poco castellana. El espíritu, procedente del verbo, al difundirlo e impulsarlo, lo transforma.

No hemos de ser nosotros quienes les demos todo sin tomar de ellos nada, ni pretendamos ser más descendientes que ellos de los intrépidos conquistadores. No hemos de pretender que el viejo romance castellano se difunda a tan dilatados países para ser sangre espiritual del pueblo que habla español sin que haya que tocar para ello a sus venerables tradiciones. Hay que ensancharlo para que llene tanta tierra. Su tradición de hoy fue progreso en un tiempo; tendamos a asentar en tradición viva nuestro progreso. Hay, en gran parte, que hacer el lenguaje de los pueblos de lengua española para que se pueda decir en él cosas que nunca todavía ha dicho. Basta coger un diario argentino, de aquel país maravilloso en que empieza a abrirse la raza española a nueva vida, para ver al punto multitud de neologismos y observar un corte y tono especial en el idioma que emplean. Y eso que lo más de aquella incipiente grandeza es inefable todavía; no ha encarnado aún en verbo vivo. Que el progreso sea progreso de tradición es lo indispensable, y por serlo, para revolucionar la lengua hay que zahondarle los redaños. Hay que cavarla hasta el subsuelo para labrarla mejor.

Una tierra no agota la potencialidad de una casta, como no culmina ni se eleva al sumo de sí mismo un hombre sin salir del hogar paterno ni transponer los lindes de su heredado pegujar, del solar en que yacen las cenizas de sus abuelos. Si nos pusieran a cada uno en nuevo ambiente, descubriríamos en nuestro fondo tesoros ignorados a nosotros mismos; nos descubriríamos. Morimos los más de los hombres sin habernos conocido ni haber desplegado nuestra energía potencial toda, por falta de variación, de ámbito. De mí sé decir que cada nuevo amigo que conquisto, o cada nuevo pueblo que visito, provoca y despierta algún nuevo elemento que en mi espíritu dormía, alguna afinidad espiritual, hasta entonces libre, y por lo tanto, para mí bien perdida.

Y así la raza. En América desarrollará la española, la raza histórica, la que tiene por sangre la lengua, potencialidades que aquí se ajan y languidecen atrofiadas a falta de uso. Y allí, a la vez, se enriquecerá y se complejizará nuestra habla, flexibilizando sus rígidos contornos. En tan vastos y variados dominios se cumplirá una diferenciación mayor de nuestra raza histórica, y la lengua integrará las diferencias así logradas. Italianos, alemanes, franceses, cuantos concurren a formar las repúblicas hispano-americanas, serán absorbidos por nuestra sangre espiritual, por nuestro idioma, y dirán mi tierra, así, en robusta entonación castellana, al continente que oyó ¡tierra! como saludo del otro mundo. Y en ellos, en los españoles de América, aprenderemos a conocernos y a vivir acaso los que quedemos en el viejo solar de los abuelos, en “la pequeña España”, a cultivar el pago de Alonso Quijano el Bueno.

Aquí no hemos luchado más que con los hombres, casi siempre, desde la épica Reconquista; de allí nos enseñarán a luchar con la tierra. “Lucharemos con la naturaleza y la venceremos”, dijo el gran Bolívar, aquel retoño de la fuerte rama vasca trasplantada a América. Y si el pueblo que luchó con los hombres, el de D. Quijote, hizo el viejo romance castellano, el verbo de la pequeña España en que cantara proezas del Cid y hazañas de conquistadores de hombres, el pueblo que lucha con la naturaleza, el de Bolívar, nos impulsará a hacer la lengua española, el verbo del pueblo que hable español, el que elevará algún día himno robusto a la fraternidad humana, asentada sobre la naturaleza, a nuestra ciencia y nuestro poderío domeñado.

Hay que fraguar la gran lengua española o hispano-americana, amigo Maeztu, para poder cantar en ella cuando usted desea se cante; la flor de la cultura industrial y el goce de vivir libre de la gleba; hay que fraguarla para forjar con ella, luego, la letra a que acompañe como canto el fragor de las máquinas.

Miguel de Unamuno.