Filosofía en español 
Filosofía en español


La conferencia de Doña Emilia Pardo Bazán

Es curioso lo que está ocurriendo en España. En cuanto dos o más personas se reúnen y la conversación recae sobre la situación actual y su porvenir, todas las opiniones son unánimes: «estamos dejados de la mano de Dios; aquí ya no hay ni valor en los que hicieron profesión de tenerlo, ni rectitud en la magistratura, ni honradez en la administración, ni virtud en el clero, ni talento en los artistas, ni laboriosidad en las clases populares; ya no se dice ¡viva España!, sino ¡viva la Pepa!... Seguimos siendo el pueblo de pan y toros, y de día y vito y parte en paraíso.» Así sobre poco más o menos se habla, exagerando ahora tanto nuestros defectos como hace un año ensalzábamos nuestras virtudes. Nunca como ahora parece tan exacta la observación de Horacio: «Dum vitant stutti vitia in contraria currunt.» Ni tanto ni tan calvo; ni tan heroicos, abnegados y patriotas como asegurábase ayer a voz en cuello, ni tan rebajados y despreciables como hoy se propala en conversaciones y periódicos.

Pero es el caso, que cuando una voz elocuente señala con sereno juicio las causas de nuestros quebrantos y desentraña con serena crítica lo que hay de bueno y de malo en nuestro carácter, de erróneo y de verdadero en la interpretación de nuestra propia historia, de sano y enfermizo en nuestras costumbres, acúsase al espíritu valiente que tal hace de falta de patriotismo, y se supone que el decir la verdad ante extraños puede arrancarnos el prestigio que hemos conquistado ante el mundo entero después de nuestras últimas gloriosas campañas.

Llega a rayar en pueril este afán de hacer entender que en el extranjero no se conoce la verdadera situación de España y que estos son secretos parecidos a los que se acusó a Dreyfus de vender al enemigo. Llamar ropa sucia a lo que alumbra la luz del sol y pregonan las agencias telegráficas a los dos minutos de sucedido, divulgándolo por el orbe entero, es niñería. Más privado y doméstico es el affaire Dreyfus, y pecaría de inocente quien dijese que los franceses lo pueden lavar en casa. Lo que sucede es que en el extranjero se sabe todo, pero mal entendido, exagerado, recargado de sombra; y en esta ocasión es prestar servicio a España poner las cosas en su punto y vindicarla de cargos espantosos, cuyo aparato conoce cualquiera que haya leído la prensa y las publicaciones a que alude la Sra. Pardo Bazán en su expresiva y desdeñosa refutación de la leyenda negra. Casos como el de la guerra entre dos naciones no pertenecen a la crónica indiscreta, sino a la historia, y ojalá que la historia los trate siempre con el alto sentido que los trata la Sra. Pardo Bazán.

Se busca sinceramente –escribe el Sr. Campión en un artículo notable que acompaña la conferencia dada en París por D.ª Emilia Pardo Bazán, conferencia recientemente publicada en castellano por su insigne autora– la regeneración del país. Pues el primer paso es agrupar los síntomas e inducir la naturaleza de la dolencia. Sin diagnóstico cierto no cabe terapéutica racional. Óiganse las opiniones y sométaselas a crítica grave e ilustrada. En el sumario abierto para averiguar las causas de la decadencia española, han de ser oídas cuantas personas puedan aportar alguna luz. ¿Habrá quien niegue que es capaz de derramarla a raudales la Sra. Pardo Bazán, cuya imparcialidad y serenidad de juicio es imposible poner en duda, cuyas obras son pintura de la realidad, sagacísima y maravillosamente observada? La Sra. Pardo Bazán no es un testigo ordinario; sus palabras poseen el valor de un dictamen pericial; ¿por qué, pues, ha de acogerlas alguno con rumores en vez de meditarlas?

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La España de ayer y la de hoy (La muerte de una leyenda) son el título y subtítulo de la conferencia dada el [1]8 de Abril en la Sociedad de Conferencias de París por la ilustre autora de La cuestión palpitante. De lo que es y representa esta Sociedad puede formarse clara idea leyendo las siguientes líneas, en las cuales la Sra. Pardo Bazán explica los motivos y antecedentes de su conferencia:

«Lejos estaba ya de mi memoria aquel grato episodio de mi vida literaria, cuando recibí, hacia Octubre del pasado año, la inesperada cuanto lisonjera invitación de la Sociedad de Conferencias de París. Por nombre y fama conocía tan sólo a los insignes literatos que me llamaban a compartir sus tareas. No es la Societé de Conférences de añeja fundación; lleva de existencia un trienio; pero, sin género de duda, dentro de su especialidad figura en primera línea en París. De ella salen los grandes conférenciers, que anualmente recogen en América lauros y lícita ganancia; y cuando por excepción invita a un extranjero, como señalada honra tiene que considerarlo el favorecido. Repártense las doce conferencias anuales, tipo invariable que la Sociedad se ha fijado, los escritores que en esta última década van reemplazando a la generación que ya declina o desaparece, eslabonándose con los Zola, Maupassant, Flaubert, Daudet, Goncourt, Taine, Renán, maestros de la novela, de la crítica, del ensayo. Los de ahora se llaman Brunetiére, Lemaïtre, Anatolio France, Doumic, Deschamps, Bazin, Rod, Spronck, Wizewa, y representan con varios matices la tradición culta y elegante de esa literatura francesa tan amena como rica, siempre capitana de las literaturas latinas o mediterráneas, si lo de latinas halla reparos.»

Ante tan escogido público dio nuestra compatriota su conferencia.

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Comienza la Sra. Pardo Bazán afirmando que España tiene hambre y sed de verdad, para lo cual es menester destruir lo mismo la leyenda negra «espantajo para uso de los que especialmente cultivan nuestra entera decadencia,» que la leyenda dorada, apoteosis de un pasado mal conocido e interpretado torcidamente.

¿Qué hay de verdad en una y otra leyenda? Para formar, entre dos términos tan opuestos, exacto juicio, la Sra. Pardo Bazán traza a grandes y elocuentes rasgos la fisonomía de nuestro pueblo al través de la Historia.

«Esta nación –dice– que lograron amarrar a su pasado, cuerpo vivo atado a un cadáver, parece cabalmente predestinada por sus condiciones geográficas y topográficas a tomar parte activísima en la marcha y adelantos de la civilización del mundo. Península que se destaca gallarda y atrevida, adelántase entre el Atlántico y el Mediterráneo, entre el mundo antiguo y las naciones nuevas. Diríase que ha nacido para el comercio, para la navegación y la industria; rico es su suelo, vario su clima: coronase al Norte de bravíos pinos y rudas encinas, y al Mediodía prende en su pecho grupos de palmeras, africanos oasis. La raza española, o más bien las razas humanas que forman el conjunto de la población, son superiores, aunque no arianas todas; la sangre céltica y goda se mezcla con la fenicia, bereber y árabe. Avezada a las luchas por la independencia, pronta a todo gloriosa intento, tan rica en dotes y tan personal que apenas romanizada imponía a Roma sus cualidades literarias y conseguía españolizar el arte latino, convengamos en que la raza española ha debido ser víctima de algún maleficio extraño para que al finalizar nuestro siglo se discutan seriamente sus derechos a figurar entre los pueblos cultos.»

Con los Reyes Católicos quedó confirmada y reconocida la unidad nacional; pero perdimos en espontaneidad lo que ganamos en brillo.

«Dos siglos después de los Reyes Católicos –añade,– quién ignora como quedó España, solitaria, exhausta, famélica; cuatro siglos y medio después nada nos resta de las grandezas de antaño, y tristemente repetimos: «de todo apenas quedan las señales.» Entre adelfas, esbeltos álamos, arrayanes y surtidores moriscos, álzase aún hoy, fino encaje tejido por los genios, la incomparable Alhambra. Al lado de la joya oriental, ocúrresele a Carlos V erigir un palacio del Renacimiento, de arcadas y medallones. Más ruinoso en el día que la Alhambra, jamás llegó el palacio a concluirse. Son un símbolo estos dos edificios. El poder cesáreo, el imperialismo de la dinastía austríaca, tampoco coronaron su obra, apenas iniciada cuando deshecha.»

Sigue la ilustre conferenciante explicando, con el examen de la historia, cómo va tomando cuerpo el fantasma legendario, hasta llegar a la guerra de la independencia, donde nuestra leyenda cristaliza, y, al través del prisma de la gloria, se consolida la idea de que el valor aisladamente lo puede todo, y se aclimata el concepto, ya impugnado por el Sr. Cánovas del Castillo, de que la organización, la disciplina y la preparación indispensable pueden reemplazarse con el arranque súbito del heroísmo.

«El romanticismo legendista –declara la Sra. Pardo Bazán– es quien sostiene aún la mesiánica esperanza de ese partido carlista cuyas intentonas han desgarrado a España durante todo el siglo que en otros países ha visto apaciguarse las luchas originadas por intereses de dinastía. «Un ejército tienen los liberales, pensaron los carlistas; bueno, ya improvisaremos otro.»
¡Y que vengan a inculcarles a los españoles la estricta necesidad de vivir prevenidos para la guerra! No, basta con ser valiente, basta un tronera resuelto para salvar a la patria. Y un general carlista, no menos impávido que el ministro de la Guerra que antes cité, pedirá, al romperse las hostilidades entre España y los Estados Unidos, que le den un hacha de abordaje para esgrimirla contra el acorazado Iowa...»

«No cabe duda; individualmente somos valientes: nuestros pobres soldaditos han marchado a la muerte con heroica bizarría, y en una lucha sin esperanza y a miles de leguas de la patria, invadidos por la anemia y la fiebre, han sabido pelear; mas no basta este género de valor en las lides modernas; requiérese, sobre todo, organización, previsión, armamento...»

Contra la idea generalmente admitida de que aquí vivimos supeditados al clero o a las Ordenes religiosas, dice D.ª Emilia:

«Un hecho bien reciente demostrará la escasa influencia moral del clero. Al saberse nuestros últimos desastres, algunos obispos dieron pastorales condenando los regocijos públicos y excitando a los fieles a respetar el luto de la patria. Nadie hizo caso: la voz cristiana y patriótica de los obispos fue ahogada por el cascabeleo de los coches que llevaban inmensa muchedumbre a la Plaza de Toros.»

Niega la Sra. Pardo Bazán, consecuente en las ideas religiosas de que siempre ha dado testimonio, que el catolicismo nos echase a perder; cree que, al contrario, el catolicismo podría habernos salvado si nosotros hubiésemos sabido practicar y entender sus enseñanzas; es éste uno de los puntos de vista más nuevos y originales de la conferencia, y uno de los que demuestran hasta qué punto es española y sanamente tradicionalista el alma de la autora de San Francisco de Asís.

La decantada galantería española –al decir de la insigne escritora,– es también una de las suposiciones de la leyenda; a veces, en las costumbres, la misma cortesía falta. Parecerá severa la apreciación de la Sra. Pardo Bazán a los que todavía creen, y hasta lo ponen en letras de molde, como recordamos que lo puso la señora de Rute en cierto artículo de las Matineés, que aquí nos pasamos la vida tendiendo la capa para que la pisen las señoras; pero hemos de reconocer que en esto la Sra. Pardo Bazán puede hablar por propia experiencia, dado que, a pesar de lucir en todos sus escritos exquisita urbanidad social y literaria, rara vez dejan de ser blanco sus trabajos de destemplados ataques, donde no aparece la crítica y sí sólo personalidades descorteses. La costumbre de padecer este espectáculo debe de haber influido en las apreciaciones de la señora Pardo Bazán, por natural efecto.

La literatura ha contribuido también a dorar la leyenda, y con los ojos vueltos al pasado no nos hemos cuidado de seguir el paso rápido de las demás naciones. Nuestra instrucción deficiente, la emigración, las mil corruptelas de nuestra administración, el caciquismo, la política sin ideales, todo ha agravado nuestro malestar...

«España –dice,– desde esta deshecha borrasca en que lo ha perdido todo, también ha perdido su leyenda; y sorprende descubrir la verdadera fisonomía de una nación a quien creímos pronta a los arranques del heroísmo desesperado, y, por el contrario, se nos presenta como anestesiada y atónita.
Y aquí del problema: ¿qué va a ser de una España tan diversa de la que fantaseábamos; una España de empobrecida sangre, de agotados nervios, de mal cultivada inteligencia? ¿A qué nos asiremos para salvarnos, nosotros que sólo vivíamos por nuestros heroicos muertos, ahora que por fuerza hemos de enterrarlos y buscarnos a nosotros mismos? Una exigua minoría, llena de celo, arrostrando la general indiferencia, aspira a despertar las energías españolas, exponiendo sin temor la extensión del daño, y a reemplazar el ideal legendista por el ideal de la renovación, del trabajo y del esfuerzo. No sé si algo conseguirá esta minoría; sé que cumple su deber, y que por medio de esta conferencia me asocio a su tarea patriótica.
He supuesto que la leyenda se desvanece y disipa hoy; temo, sin embargo, que aún subsista, y hasta se levante amenazadora –como los dragones de boca flamígera que vemos pintados en los retablos,– queriendo tragarse a los que osamos ser veraces. Requiérese cierto valor cuando hay que hablar en el extranjero de la patria española. No ha de faltarme este valor profesional, ya que otra clase de valor no es a mí a quien España podía exigirlo.»

Al final de su conferencia, la Sra. Pardo Bazán rechaza con indignación las imputaciones contra la lealtad española, las historias de voladuras, los novelones de la leyenda negra, forjados por «esa asquerosa prensa amarilla, que es una de las ignominias de los Estados Unidos.» La idea dominante de la conferencia es que no hemos sido ni más crueles ni siquiera tan ávidos como los anglo-sajones; que si hemos perjudicado a alguien, ha sido a nosotros mismos, y que, raza superior y pueblo en otro tiempo gloriosísimo, sólo necesitamos hacernos cargo y reflexionar para emprender el camino de la restauración de nuestra buena fama y de nuestras energías postradas hoy. «Yo no creo –exclama la Sra. Pardo Bazán– que haya muerto en España el sentimiento patriótico: sólo lo creo dormido; por eso intento despertarlo.» En este propósito se inspira su crítica leal y sincera, que huyendo de imputar responsabilidades a determinadas personas, evitando apasionamientos e injusticias, revela el convencimiento de la responsabilidad difusa, colectiva. Ni aun a determinadas clases achaca la Sra. Pardo Bazán nuestras desventuras; y el sentido de su conferencia nos recuerda frases que oímos de sus labios el año pasado, al conocerse el desastre de Cavite. «No creo –exclamaba la Sra. Pardo Bazán con voz ahogada por la emoción, por la pena inmensa que se leía en su rostro y que humedecía sus ojos,– no creeré nunca que en Lepanto y Trafalgar todos eran valientes y ahí no lo era nadie. El valor es un dato, que supondrá la equivalencia de cinco o de diez, y la preparación y la pericia son datos que valen cincuenta o sesenta

Hemos procurado dar idea esencial de la conferencia de la Sra. Pardo Bazán. En los hermosos párrafos del elocuente discurso podrá ver el lector desapasionado cuánto yerran los que motejan de poco patrióticas las palabras de la ilustre escritora. Lo primero que hay que hacer para curar nuestros males es tener conocimiento exacto de ellos. Quizá el dolor de nuestro decaimiento nos dé fuerza para levantarnos.

L.