Filósofos españoles de Cuba
Félix Varela, José de la Luz
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(continúa)
La revolución de Mayo de 1820, dirigida por el General D. Rafael del Riego, restableció la Constitución de 1812, primer código de las libertades españolas. La Sociedad de Amigos del País, profundamente liberal, resolvió fundar una cátedra de derecho público (Cátedra de Constitución). Con el consentimiento del Obispo Espada, se agregó esta cátedra a las del seminario. La Sociedad Patriótica sufragaba su sostenimiento: y estaba dotada con cinco mil francos (mil pesos). Sacada a concurso la cátedra, se le adjudicó, tras de brillantes exámenes, a Varela; sus competidores eran José Antonio Saco, Nicolás Manuel Escobedo y Prudencio Hechavarría, discípulos dignos de tal maestro. Al inaugurarse el curso, 18 de Enero de 1821, llegaban a 193 los alumnos inscritos, sin contar los oyentes aficionados. Una multitud ansiosa concurría a esas lecciones de moral cívica, en el aula magna del colegio. El espíritu del curso se ve en resumen en el discurso inaugural, y en un opúsculo titulado: Observaciones sobre la constitución de la monarquía española, escritas por el presbítero [413] D. Félix Varela, catedrático de Filosofía y de Constitución, en el seminario de San Carlos de la Habana. Por vez primera, después de muchos siglos, fraternizaban la filosofía y la política, y era uno mismo el maestro que enseñaba al escolar a dirigir su espíritu y a cumplir su deber de ciudadano.
La nueva enseñanza tuvo maravilloso éxito, y la popularidad de Varela se acrecentó. Electo diputado a Cortes, se embarca para España el 28 de Abril de 1821, llega á Cádiz el 7 de Junio, se dirige a Madrid el 12 de Julio, después de una breve estancia en Sevilla, y presta juramento como diputado el 3 de Octubre de 1822. Su nombre figura honrosamente en las deliberaciones parlamentarias. A pesar del papel del ejército en la revolución de 1820, Varela aborrecía el militarismo. Siempre atento al bienestar y prosperidad de su país natal, pedía, de acuerdo con sus compañeros de diputación por Cuba, la mayor libertad posible, garantías suficientes, el mantenimiento del derecho civil contra la arbitrariedad de los gobernadores militares, la extensión de los derechos políticos, en una palabra, lo contrario al vergonzoso régimen de capricho que debía prevalecer en lo sucesivo junto al estado de sitio permanente. La Sociedad Patriótica de Amigos del País, solo tenía que elogiar en la conducta política de uno de sus miembros más eminentes. Coadyuvando a las miras de esa útil asociación, preocupase Varela sobre todo de la reforma de la instrucción pública. Su incontestable autoridad debíala en parte a la edición que había hecho en Madrid, antes de la apertura de las Cortes, del volumen de Miscelánea filosófica, en el cual su rara competencia, como filósofo y como político, se mostraba bajo una forma clara, fácil y agradable. España no había producido nada tan notable, después del renacimiento de las letras, que precedió y siguió a la revolución francesa. Es verdad que los espíritus, gracias a la doble influencia de Francia y de Inglaterra, hallábanse entonces más abiertos a las grandes ideas que las generaciones que iban a desarrollarse bajo la monarquía constitucional. Los constituyentes de 1812 renacían en sus sucesores de la revolución de 1820.
Varela poseía clara inteligencia y recto carácter. En Sevilla, a la cual habíase trasladado el Parlamento, así como en Madrid, supo [414] cumplir su deber. Fue uno de los que votaron la caída provisional del rey, que se negaba a dejar a Sevilla y seguir a las Cortes a Cádiz. Con sus colegas de Cuba votó por la regencia provisional, conforme a la moción de Alcalá Galiano. Él mismo ha hecho una breve relación de estos sucesos memorables, desde el 12 de Junio hasta el 3 de Octubre en que terminaron las Cortes. A la heroica decisión del Parlamento la regencia de Madrid había respondido con un decreto condenando a muerte, con confiscación de bienes, a los diputados que votaron la medida, a los ministros y a los miembros del consejo de regencia. La toma del Trocadero, el 30 de Agosto, precipitó el desenlace del drama. Por fin, el 30 de Septiembre, el miserable monarca, salvado por «los cien hijos de San Luis,» lanzó su manifiesto, monumento de falsía, seguido al otro día por otro decreto que anulaba todos los actos del gobierno, legítimo y constitucional, a partir del 7 de Mayo de 1820. Esto era volver pura y simplemente al despotismo. Beranger, cuya canción es conocida, se mostró mejor diplomático que Chateaubriand.
Los diputados dispersos, se refugiaron en Marruecos y en Gibraltar. Varela, con riesgo de su vida, llegó a esta población, habiendo prácticamente aprendido a conocer a España y al pueblo español, un pueblo fanático que creía que no podía ser religioso si no era esclavo. No caben expresiones más exactas. Los adversarios de los liberales se jactan de su servilismo como de un honor, y se proclaman serviles. Varela figuraba en la lista de los proscritos, considerados traidores por haber querido salvar a la patria. Se embarcó con sus dos colegas en un buque que partía para los Estados Unidos, la tierra clásica de la libertad, como él los denomina, y desembarcó en New-York el 17 de Diciembre de 1823. Tenía treinta y cinco años.
Este liberal de raza era un hombre libre que llevaba con orgullo el traje eclesiástico. Él no creía que la religión debía ser la aliada del despotismo, y la fe eliminar a la razón. Los exhumadores de heterodoxos o herejes en el fondo, no le perdonan el haber sido colega o cómplice de aquellos sacerdotes ilustrados de la iglesia española que buscaron un asilo en Inglaterra, en Francia o en otras partes, como sus predecesores del siglo XVI que escaparon a los autos de fe de [415] Sevilla y Valladolid. En esos vencidos del derecho y de la libertad se encarnizan los Académicos de la lengua y los profesores de la Universidad Central, cuyos juicios se discuten en Cuba. A la verdad, es hacerles demasiado, pero demasiado, honor.
Varela era un hombre de principios, de convicciones y de ilustración: aceptó el infortunio sin flaqueza y lo soportó con serenidad. Él había visto en España fanáticos reaccionarios y demagogos virulentos, y entre ambas clases una tercera escogida, poco numerosa. Amigo sincero del progreso por la libertad, inspirándole paciencia su propia fuerza, repugnábanle los medios violentos y los procedimientos revolucionarios. Patriota y liberal, conservó su nacionalidad y no retornó a Cuba, aunque hubiera podido aprovecharse de la amnistía de 1833, con la conformidad de un gobernador. Su pasado irreprochable le era adverso y le señalaba al receloso poder de los sátrapas. Él prefirió vivir libre, desterrado, en aquel país rudo donde había de realizar tanto bien y dejar un recuerdo imperecedero.
La dureza de aquellos primeros tiempos y el rigor del clima, no fueron trabas a su actividad. Estudiando todavía las costumbres y el idioma del país, fundó en 1824 en Filadelfia, donde pasó algunos meses, un periódico cuya forma o impresión permitían enviarlo bajo sobre como una carta cualquiera: El Habanero, papel político, científico y literario, redactado por Félix Varela{1}.
Fue leído con avidez en la Habana, no obstante la vigilancia de la administración y su inclusión en el índice por Fernando VII. [416] Como que ninguna medida del poder podía detener la propaganda, se envió a un sicario a New-York para asesinar al proscrito (Marzo de 1825). A raíz de este intento el presidente de la República Mexicana le brindó hospitalidad y puso a su disposición un buque de guerra apresado a los españoles. Varela no aceptó, y volvió a dedicarse al trabajo. En 1824 había aparecido una nueva edición de sus Lecciones de filosofía, muy mejorada en la parte concerniente a la historia natural. Poco después produjo la traducción del manual de Jefferson sobre práctica parlamentaria, con notas críticas, para uso de las nuevas repúblicas americanas, aprovechando su corta experiencia de la vida política para comentar últimamente ese curso de derecho parlamentario. El mismo año (1826) tradujo los Elementos de química aplicada a la agricultura, por H. Davy, con el propósito de mejorar la industria agrícola en Cuba. En 1827, tercera edición de la Miscelánea filosófica, su obra predilecta. Dio también algunos artículos a un periódico hebdomadario que dirigía su amigo D. José Antonio Saco{2}, el que le había sucedido en la cátedra de filosofía, y cuyo nombre es de los más ilustres de Cuba. De esta suerte los proscriptos preparaban, en la tierra de proscripción, el despertar de los espíritus de sus compatriotas.
La profesión pastoral de Varela pertenece a la historia eclesiástica. Él compartía el tiempo entre la predicación, la instrucción de la infancia y las obras de caridad, y descansaba estudiando y componiendo. Este hombre dulce y enérgico no perdió nunca su dulzura, y supo usar su energía para hacer respetar su ministerio y su persona, en un centro donde la tolerancia, consagrada por la ley, no era siempre lo habitual. Sobresalía Varela en la controversia: sus adversarios, los pastores protestantes, aprendieron a conocer la fuerza de su dialéctica y los recursos de su talento esclarecido por su vasto saber. [417] Él se complacía en poner de relieve la inconsecuencia de los partidarios del libre examen que van a parar, como todos los sectarios, a la fórmula: «Fuera de la Iglesia, no hay salvación.» En nombre de la libertad supo defender sus derechos y los de sus correligionarios, y su reputación llegó a ser popularidad{3}. Aquel apóstol de la tolerancia no quiso ser más que un laborioso obrero en la viña del Señor: con tanta modestia como firmeza declinó los honores del episcopado. En New-York, lo mismo que en Cuba, era conocido con el nombre afectuoso de Padre Varela, y por su bondad le amaban todos.
En medio de sus múltiples ocupaciones, Varela no olvidaba a Cuba. Era corresponsal y mentor de sus amigos y de sus discípulos. Colaborador necesariamente de Revista bimestre cubana, fundada en 1831, contribuyó en mucha parte al extraordinario éxito de esa publicación, proclamada la mejor de las que hasta entonces habían visto la luz en castellano, por jueces tan competentes como Quintana y Martínez de la Rosa{4}. La carta que acompañaba al admirable artículo sobre la gramática de Salvá, honra sobremanera al juicio y a la perspicacia del excelente patriota: a aquella juventud ardiente y generosa, a la cual entusiasma la verdad y subleva la injusticia, él le recomienda sabiamente moderación y prudencia (28 de Febrero de 1832). Su lenguaje es el de un padre y un maestro. Para sostener su correspondencia y satisfacer su amor a la filosofía y a la historia natural, robaba horas a sus noches. [418]
En 1835 Varela imprime el primer volumen de sus Cartas a Elpidio sobre la impiedad, la superstición y el fanatismo, en sus relaciones con la sociedad. El título indica la división de la obra en tres partes. El primer volumen, sobre la impiedad, fue reimpreso en Madrid en 1886. El segundo, sobre la superstición, apareció en Nueva York en 1838. En cuanto al tercero, sobre el fanatismo, probablemente no llegó a ser escrito. Esta obra obtuvo gran éxito, y causó profunda sensación en La Habana. El autor, que era maestro en el arte de enseñar, y hábil director de conciencias, lo había dedicado a la juventud, que lo acogió con fruición. En la juventud fundaba él sus más caras esperanzas: el nombre transparente de Elpidio es significativo. No es el de un individuo, sino el de la legión que había de librar el gran combate, en ese admirable y desdichado país, donde nada es el clericalismo en comparación con el despotismo militar, fautor de la esclavitud, corruptor sistemático de una sociedad poco familiarizada con el sentido moral.
El talento claro y práctico de Varela se manifiesta notablemente en la larga carta que dirigió a uno de sus discípulos el 22 de Octubre de 1840, con motivo del eclecticismo, doctrina mal cimentada que tenía partidarios y adversarios en la isla de Cuba. Es un documento precioso para la historia de la enseñanza filosófica en La Habana, tanto por lo que atañe a la metodología cuanto a la moral. Respecto al eclecticismo, Varela se asombra del ruido que ha hecho en el mundo el padre, o padrino, de ese aborto; lo considera un espiritualista retrasado, un talento sin originalidad, que vive de copias y reminiscencias, sustentándose de carne sin jugo. No puedo menos de admirarme de que Cousin haya hecho tanto ruido, cuando no ha hecho más que repetir lo que otros han dicho; pero al fin debo ceder a la experiencia y confesar que hay NADAS SONORAS. Este fue su último escrito en castellano sobre filosofía. Pero en las revistas, en donde escribía en inglés sobre temas de controversia, solía volver a sus primeras aficiones, como lo atestiguan dos notables estudios sobre el origen de nuestras ideas y sobre la filosofía de Kant, insertos en The Catholic Expositor and Literary Magazine, periódico que vivió dos años y medio (de Abril de 1841 a Septiembre de 1843). [419]
El clima rudo de Nueva York alteró profundamente la salud de aquel atleta, y viose obligado a descansar varias temporadas en San Agustín de la Florida, donde pasara su primera infancia. Allí feneció, después de dos años de sufrimientos estoicamente soportados, en la plenitud de sus facultades, a la vista de un sacerdote francés, el Padre Edmundo Aubril, que le había dado albergue en su desgracia. La negligencia de sus compatriotas fue reparada de una manera brillante. Él había expirado el 18 de Febrero de 1853 a las 8 y media de la noche: el 13 de Abril del mismo año, se inauguró en el cementerio de San Agustín de la Florida, la capilla en cuyo interior se levantó el monumento consagrado a su memoria, ornado por esta inscripción:
Al Padre Varela Los Cubanos
Con justa razón los cubanos lo cuentan entre los más ilustres de sus compatriotas.
II El maestro
Varela fue el iniciador y el precursor. Cuando salió de Cuba para entrar en la vida política, no dejaba solamente discípulos capaces da continuar su obra, sino un maestro en el arte de filosofar y de enseñar, un pensador y un sabio, el más ilustre de los cubanos, José de la Luz y Caballero, de apellidos predestinados. El que los llevaba amó sobre todas las cosas las luces de la ciencia, y su conducta caballeresca no se desmintió nunca, ni aun con respecto a sus enemigos; porque tuvo enemigos como todos los benefactores, y su memoria todavía no ha entrado en la serenidad del apaciguamiento, aunque su muerte data de treinta años aproximadamente. Nacido en la Habana el 11 de Julio del año de 1800, falleció en su ciudad natal el 22 de Junio de 1862. Su vida ha sido escrita por D. José Ignacio Rodríguez, el biógrafo de [420] Varela, con sentimientos de afecto y de respeto que recuerdan, salvo los milagros, los Actos de los Apóstoles o los Mártires y las Vidas de los Santos. (Véase la 2ª edición de New-York, 1879; la 1ª había aparecido en 1874.)
Rodríguez ha estado muy inspirado. Sus dos biografías, desprovistas de artificio, son notables por la sinceridad, por la fe viva, por la confianza que animó a sus dos héroes. Se leen con el interés que pudiera brindar un poema sin ficción, a tal punto se recomienda la materia por sí misma. Gracias a las virtudes de ambos cubanos ilustres, sus biografías tienen ese valor moral que, a juicio de Aristóteles, da ventajas a la poesía sobre la historia. La leyenda se ha hecho cargo de esos dos hombres de mérito para glorificarlos como a santos; y la crítica más severa no lograría empañar la aureola de gloria que encuadra sus imágenes casi divinas.
El biógrafo ha dado el retrato de Varela, y un facsímile de su escritura. Cabeza delgada y nerviosa, frente elevada y cuadrada, ojos vivos bajo los cristales, (era extraordinariamente miope) nariz recta y pronunciada, rostro enérgico: se adivina un talento claro y penetrante, un carácter recto, mucha bondad, una voluntad de hierro, y un no sé qué de indulgente y de escéptico. Muy distinto es el tipo de José de la Luz. Frente grande, alta y ancha, coronada por espesa cabellera negra, con ese pliegue de la meditación que aproxima a las cejas atormentadas; ojos persuasivos, semblante expresivo. El sufrimiento ha surcado con hondos pliegues aquel rostro abierto, donde brillan la inteligencia y la energía templadas por la bondad profunda y la melancolía. El vigor del carácter respondía al del temperamento, que era naturalmente sano y robusto. La escritura limpia y clara, como se ve en algunas líneas trazadas en las hojas de la anteportada de un ejemplar de Huarte (edición de Ley de 1652) que había pertenecido al sabio médico Camilo Falconet, y que Luz regaló al suyo, doctor Casimiro Pinel, el 22 de Junio de 1844, con una dedicatoria en castellano, en la cual rinde homenaje a pensadores tan profundos como Platón, Alberto el Grande, Huarte y Gall.
Ese documento nos reveló la existencia del filósofo cubano y nos inspiró el deseo de conocerlo. Lo poco que de él dice el Sr. Varona [421] avivó este deseo, y la biografía de Rodríguez lo satisfizo plenamente. Hoy día su hermosa figura se revela al mundo filosófico por la edición de sus obras completas, en vías de publicación en la Habana, bajo la dirección de D. Alfredo Zayas y Alfonso, y por una notable monografía que su autor, D. Manuel Sanguily, titula con razón estudio crítico: su libro, en efecto, no es ni un panegírico, ni una apología, sino un análisis anatómico, al menos más anatómico que fisiológico, una disección minuciosa que mucho se asemeja al informe de un médico experto después de una autopsia.
Nada hay menos literario que esas exhumaciones jurídicas siguiendo los procedimientos del laboratorio de clínica, o por mejor decir, de la clínica de laboratorio; y nada menos positivo, a pesar de las pretensiones del método. En realidad, no se trata de estática, sino de dinámica. La ciencia de la vida no es, en suma, sino la ciencia de las funciones vitales; y no está toda la vitalidad en los órganos. La vida se compendia en estas dos palabras, acción y reacción, y la función obra sobre el órgano y lo modifica. Es indispensable admitirlo so pena de no comprender nada de la nutrición y de la herencia. No, la vitalidad no se reduce a un mero problema de mecánica. ¿La facultad soberana existe? Grave pregunta. Si existe, ¿es posible distinguirla, aislarla? Tal vez esta ficción, esta entidad de escuela no es otra cosa que la idiosincrasia transfigurada de la antigua teoría de los temperamentos, a menos que sea un resultado de la metafísica transformada; porque la metafísica sufre una metamorfosis en lugar de desaparecer, y afecta solo aparecer menos abstrusa. La misma idiosincrasia es muy compleja. Huarte, que había profundizado el particular, se ha resistido a reconocer el predominio soberano, absoluto, de una facultad cualquiera. Si su doctrina hubiese prevalecido la nosología mental no sería tan rica en especies patológicas que son puros devaneos, la monomanía entre otros.
El género orgánico se distingue del género inorgánico. El primero es variable y móvil, y no puede, como el segundo, amoldarse a la exactitud de las leyes y los cálculos matemáticos, aunque otra cosa pretendan los lógicos geómetras. Ahí se encierra una cuestión primordial de método, que acaso estaría hoy resuelta si nuestras escuelas de [422] medicina tuviesen esa cátedra de metodología que pedía Cabanis, hace poco menos de un siglo: la historia del arte médico le proporcionaría preciosos elementos.
El buen sentido del Sr. Sanguily ha triunfado de sus prejuicios científicos, muy felizmente para su libro, y el amor a lo verdadero ha dominado al espíritu de sistema. Lo que claramente resalta en su estudio crítico, y aun hipercrítico, es que D. José de la Luz y Caballero, a quien ha sometido a una información que mucho se parece a una tortura, era un filósofo de elevada razón, de ardiente corazón, de carácter a la antigua, que amaba, sobre todas las cosas, la verdad y la patria. Cristiano, es probable; místico, es posible; pero de un cristianismo y de un misticismo fuera del dogma y de la tradición. El espíritu estrecho y la vulgaridad de las creencias repugnaban a su natural generoso; Varela podría, en rigor, ser reclamado por la Iglesia, si la Iglesia pudiese perdonar a un sacerdote su amor constante a la libertad y a la tolerancia; mientras que su sucesor sospechoso para el poder secular, lo es aún más para la autoridad eclesiástica. Los fervorosos lo consideran heterodoxo y hasta herético. Aunque tuvo las heroicas virtudes de un santo, su nombre no figurará en otro calendario que en el de los sabios laicos. Por este punto es por donde se diferencia esencialmente de Félix Varela, ligado por el sacerdocio, teólogo militante, como lo confirman sus escritos apologéticos y de controversia.
Varela, consumido por la enfermedad, pero en plena posesión de su razón, muere como buen católico, protestando de su credo y haciendo acto de fe sincera, recibiendo los últimos sacramentos; en tanto que Luz, en el momento de expirar, elude con gracia la confesión, declarando que siempre ha estado en buenos términos con Dios, y parte para el gran viaje sin viático. Pero, se dirá que era cristiano, y además místico. Éralo en efecto, más no como se entiende ordinariamente. ¿Creía él en la divinidad de Jesús? Nada lo prueba. No era un devoto, sino un alma religiosa. Su testamento es una obra de edificación y no de escándalo, un consuelo póstumo para los suyos a quienes desea dejar en paz. Nunca se ocupa en sus escritos de la Virgen o de los Santos, ni del libro nihilista de la Imitación, ni de ninguna de esas [423] piadosas nimiedades litúrgicas que preocupan a las almas devotas. Su símbolo no está recargado de artículos; su cristianismo es todo social, como el de Lammenais en los Evangelios.
La inmensa mayoría de los cristianos repiten con el Cristo descorazonado: «Mi reino no es de este mundo», aguardando las compensaciones de la vida futura. Y él que admira el sistema de las compensaciones, repite con la fe ardiente de la caridad que sustentó su esperanza, el voto sublime de la plegaria «que tu reino venga», deseando a las generaciones del porvenir una vida mejor. Su doctrina religiosa es puramente humana. El porvenir de las sociedades le preocupa, el progreso de la civilización por la cultura de las costumbres, por la difusión de las luces, por la transformación de los espíritus y de los corazones, por el mejoramiento de la vida social. Él admira mucho, fuera de los maestros del pensamiento de la antigüedad profana, a San Pablo y a San Agustín. Su admiración por el primero quizás se fundaba en los mismos motivos que la de Augusto Comte, ese Latino ateo, trabajado por el catolicismo. Evidentemente era una gran cabeza la de aquel judío viajador que, sin dejar de trabajar con sus propias manos, fundó el dogma cristiano y la Iglesia. De él es esta frase admirable: «No hay exceso en la caridad». No se le debe juzgar siguiendo a Calvino, tirano odioso, ni a Bossuet, panegirista de la autoridad. No, no era por cierto un hombre vulgar el que ha dado una lección, mal comprendida, al poder infalible e intolerante, al decir que las herejías son necesarias. Valía más, en suma, a pesar de su sequedad de corazón, que su dogma estrecho de la predestinación, agravado, antes que suavizado, por el de la gracia. Judío y todo como era, se mostró a la altura de su misión; ofreciéndose por entero a todos, con un espíritu cosmopolita completamente ajeno a su raza, mereció ser llamado el Apóstol de las Naciones. El Cristo tiene su leyenda; Pablo es un hombre histórico, y hace contrapeso al Cristo. Luz pensaba que él no había querido hacer del cristianismo una iglesia cerrada, puesto que la abría a los gentiles. En cuanto a su predilección por San Agustín, responde a su propia naturaleza, inflamable, amante, soñadora y sentimental. La imaginación de Agustín ilumina sus menos importantes escritos y su corazón les da calor. Ningún teólogo conoció como [424] él el sentimiento del arte. Es poeta, filósofo, escritor, apóstol, hombre apasionado, que ha vivido como los otros hombres, indulgente para con las flaquezas humanas; en una palabra, él humaniza a Dios, en tanto que Santo Tomás de Aquino, el angélico doctor, el Ángel de la Escuela, no es más que un frío compilador, con el espíritu estrecho y la forma árida de un legista, la encarnación de la escolástica, de la cual es su Summa la obra maestra.
Lejos de dejarse aprisionar por los lazos del dogma, el filósofo cubano abría su corazón a todas las sectas cristianas llamadas protestantes. Admirador de Lutero y de su traducción de la Biblia, mediante la cual se creó la lengua nacional de Alemania, rinde brillante homenaje a la Reforma, a la obra de emancipación que le siguió, y particularmente a la fundación de los Estados Unidos Americanos, que él no podía dejar de comparar a las epilépticas repúblicas de la América española. La teocracia no le desagradaba menos que la ontología o metafísica pura, de la que Varela fue también adversario implacable. Pero Varela vestía sotana, y en sus polémicas con los pastores protestantes del Norte, llegó hasta esta fórmula: El Español es católico o no es nada. Quizás quería decir que España resistiría siempre a la propaganda de los vendedores de Biblias de Gibraltar, y no se ha equivocado: los españoles más ilustrados, de espíritu más libre, no han querido la mercancía inglesa regalada, ni aun para contrariar a los prelados fanáticos. «La Biblia en España», no ha producido hasta ahora más que un libro, original y divertido, que ha publicado bajo ese título uno de esos jocosos misioneros que en vano han intentado hacer la conquista de España para la Iglesia Anglicana. Por devotos que sean los españoles, no están todavía maduros para la hipocresía puritana. Su culto, pagano en sus tres cuartas partes, les interesa apasionadamente por la pompa del aparato escénico, y ellos se atienen a buscar la salvación entretenidamente. Aunque José de la Luz estaba convencido de que la religión es un lazo poderoso, como la comunidad de raza y de lengua, jamás pensó, como Ramón Lull, en llevar a todos los hombres de todos los países a la unidad de creencia. Él conocía demasiado la humana naturaleza para conformarse con una fórmula tan estrecha como la que imponía a todos una [425] fe única, un solo bautismo. Su cristianismo era pues muy elástico, y su ideal no tenía nada de absoluto.
Ramón Lull, el primero, por orden cronológico, de los místicos españoles, reducía toda la filosofía a la disciplina del espíritu y del corazón, como lo prueba el famoso estribillo de la obra titulada Art amativa. «Formar la inteligencia para bien entender, y la voluntad para bien amar.» ¿Entender y amar qué?, a Dios o lo absoluto. De ahí ese eterno y fastidioso diálogo, expresión de ese egoísmo formidable que asimila al cristianismo de la edad media al estoicismo, matando al hombre para hacer al santo.
Tal no es el misticismo de José de la Luz. Jamás Dios lo aparta de la humanidad; él es hombre y amigo de los hombres, al extremo que observando que el verso fastoso del Heautontimorumenos tiene por autor a un esclavo, introduce una variante en la ley de caridad y declara que es preciso amar a su prójimo más que a sí mismo. En el fondo, esta es la teoría del altruismo de Augusto Comte, ese católico que por la filosofía positiva fue a parar a la religión de la humanidad, después de haber arrojado a Dios del templo. Júzguese como se quiera esta connivencia, es dable suponer que el filósofo cubano pensaba en el advenimiento del reinado de la edad de oro y de un paraíso terrestre, modificando así el verso terrible de Lucrecio: Tantum religio potuit suadere bonorum. Solamente hubiera convenido, para ser más exacto, sustituir el futuro al pretérito (poterit a potuit) puesto que el cristianismo, tal como él lo concebía, no podía sustraerse a la ley de la evolución, como la inmutable ciudad de Dios de San Agustín y de su discípulo Paulo Orosio, seguidos por el autoritario Bossuet, miope amplificador. Conforme a las miras del filósofo cubano, la religión debe servir para algo más positivo que la obra de la salvación.
La marcada predilección hacia ciertos autores, sirve para mejor conocer a los pensadores. Esos amigos escogidos, consultados a todas horas, dan la medida del gusto, del talento y del corazón, y revelan las inclinaciones más ocultas. José de la Luz amaba y admiraba en primer lugar a Cervantes, a quien llamaba el Rey de España, considerándolo el primero de los inventores, raro inventor, ha dicho de sí propio el manco inmortal. Tenía un gusto decidido por los tres [426] escritores místicos, Santa Teresa, Fray Luis de Granada y Fray Luis de León, grandes maestros en el arte de pensar y de escribir. El último, sobre todo, le encantaba por esa ternura profunda y esa gracia natural que lo hacen superior a Fenelon. Por encima de todos los italianos colocaba a Manzoni, al que admiraba como a un artista de raza cuya alma inocente habíase desarrollado en un medio impuro. Agradábale también la oración fúnebre de O'Connell por el Padre Ventura, menos a causa del talento del orador que de la personalidad del héroe, cuya misión fue trabajar toda su vida por libertar a un pueblo oprimido, por medios pacíficos, sin violencia ni efusión de sangre.
Él hacía leer ese panegírico a la juventud, anhelando para Cuba, a fuer de buen patriota, un libertador semejante.
En sus lecturas, él simpatizaba menos con el autor que con el hombre. Lo que principalmente le complacía, era el sentimiento, la voz del corazón y las entrañas. El sentimiento profundo e intenso, es lo que lo ha hecho el filósofo de la sensibilidad por excelencia. No obstante su inagotable fondo de ternura, jamás esa natural inclinación degeneró en sensiblería ni en debilidad; pero puede decirse que sí determinó su vocación mucho más que el ambiente moral y las circunstancias externas. Como era natural, la idiosincrasia marcó profundas huellas en su doctrina. Entre la filosofía burguesa de la escuela escocesa, y la epidemia de pasión simultáneamente propagada por Diderot y Rousseau, él supo conservar un temperamento justo, tan solo con seguir su naturaleza recta y amante. Sus grandes luces, su juicio exquisito, su elevada razón, moderaron lo que pudiera haber de excesivo en su extremada sensibilidad. Ese poder de inhibición (o que sería más exacto de cohibición), que consiste en vencerse a sí propio resistiendo a las solicitudes imperiosas del instinto, es el supremo esfuerzo de la sabiduría, es la virtud misma.
Estos términos ya fuera de uso, convienen a ese héroe del deber: por naturaleza inclinado a la indulgencia y a la resignación, se rebeló contra el charlatanismo filosófico, el peor de todos, y luchó valerosamente por preparar la conquista de la tierra prometida, con tanto ardor como paciencia, sin apurarse, sin desesperar, pensando en el porvenir tanto como descontento estaba del presente. Lo que él [427] admiraba, de todo corazón, en su predecesor Varela, era aquella tenacidad de luchador que nunca se da por vencido, y que persiste en el combate no obstante la dureza de las circunstancias: la persecución, el destierro, la pobreza, el abandono de los suyos. Por lo demás, todos aquellos selectos patriotas ilustrados que forman el cortejo de ambos filósofos cubanos mostráronse de raro valor, y fueron dignos de ellos. La Isla de Cuba, famosa por la suavidad de su clima, por la belleza de sus paisajes, por los ricos productos de su fértil suelo, y además por las fáciles costumbres de sus habitantes, esa isla encantada y encantadora, muy semejante a aquellas en que reinaba Venus Afrodita, ha visto nacer hombres superiores por la inteligencia, por el carácter, y por el ejemplo de una vida heroica e inmaculada.
Otro caso memorable que corrige las exageraciones de la doctrina de los medios y de los modificativos externos. Demócrito nació en Abdere y Epaminondas en Tebas: uno y otro debieron su superioridad a la filosofía; porque la filosofía puede servir para producir algo más que sofistas retóricos y académicos que piensen bien. Así lo entendían, por lo menos, los filósofos de Cuba, a semejanza de Pitágoras, Sócrates, Epicuro y otros jefes de escuelas, que predicaban con el ejemplo, y no se limitaban a disertar. Ellos no filosofaban en el aire, por amor al arte, como metafísicos ingeniosos o maniáticos, sino como prácticos positivos, cuya estética es infinitamente más racional que la de los que soñando en las musarañas se atiborran de éter y de humo. Esos maestros de la juventud cubana pensaban, meditaban, determinaban, no soñaban: no se lanzaban a esas regiones serenas donde los espíritus sublimes van a abismarse en el vacío. La razón pura los dominaba menos que la razón practica.
J. M. Guardia
(concluirá)
Notas
{1} Poseo el núm. 2º de este periódico, que forma, con sus márgenes, un cuaderno de 20 centímetros de lado por 12 de ancho. Contiene este número las siguientes materias: «Tranquilidad de la isla de Cuba. – Estado eclesiástico en la isla de Cuba. – Bombas habaneras. – Amor de los americanos a la independencia. – Carta a un amigo respondiendo a algunas dudas ideológicas.» Le precede un epígrafe del Pastor Fido, que expresa como del propio modo que el imán señala siempre idéntico rumbo, ora el piloto sagaz se dirija al oriente ora al ocaso, así el que está alejado de su patria, aunque encuentre asilo en tierra extraña, conserva el amor natural que le recuerda siempre la región natal. Se publicaron 7 números de El Habanero, y el índice completo de los mismos puede verse en la «Vida del Pbro. D. Félix Varela» por José Ignacio Rodríguez, pág. 230. (N. del T.)
{2} El mensajero Semanal se titulaba el periódico. D. José Ignacio Rodríguez manifiesta no haber visto de esa publicación más que el volumen 2º; yo por el contrario no he visto el 2º y poseo el 1º en buen estado. En este volumen lo único que me consta sea obra de Varela es un suelto sobre las poesías de Heredia, en el que ya se enuncia la polémica que sobre las mismas sostuvo Saco con D. Ramón de Sagra. (N. del T.)
{3} En esta época publicó el Padre Varela un periódico en inglés para refutar al semanario El Protestante, titulado «The Protestant's abridger and annotator, by the Rev. Félix Varela». (El abreviador y anotador de El Protestante). Su propósito fue publicar seis números, pero parece que sólo tres vieron la luz, de los cuales tengo un ejemplar del primero, impreso en 1830 por G. F. Bunce, New-York, con 72 páginas y las dimensiones de «El Habanero». (N. del T.)
{4} De la Revista Bimestre Cubana se publicaron nueve números. En sus páginas no se firmaban los trabajos por sus autores, pero consta que D. Félix Varela publicó los siguientes: Gramáticas latinas &c.: en el núm. 1º – Gramática castellana de Salvá: en el núm. 6º. – Potencias intelectuales: en el núm. 9º. – Entre mis manuscritos existe uno que trata de cierta obra de «Teología natural», que por la forma y la fecha (1832) parece haberse destinado a la Revista, y el cual tal vez sea obra de Varela, si bien no hay dato cierto para asegurarlo. (N. del T.)
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