Revista Cubana La Habana, junio de 1892 |
Director: Enrique José Varona tomo XV, páginas 493-502 |
José Miguel GuardiaFilósofos españoles de CubaFélix Varela, José de la Luz(finaliza) Considerándolo en su medio ambiente es como resulta José de la Luz verdaderamente acreedor a ser admirado como un gran hombre. Seguramente que los cubanos son superiores a la reputación que les dan los españoles, que sistemáticamente los han corrompido; pero ellos no tienen inconveniente en reconocer que su corrupción es profunda: lo comprenden, lo dicen sin fanfarronería ni cinismo, y los panegiristas de Varela y de Luz declaran que estos dos hombres admirables pueden compararse a flores de maravillosa beldad y de suave perfume, nacidas en el estercolero. Quien sabe si el filósofo habanero pensaba al educar sus jóvenes compatriotas en el aviso que pudo haber leído en la entrada de algunas casas de educación en New York: «No se reciben Cubanos.» Había visitado dos veces esta capital, con motivo de sus dos viajes. Llevó a cabo el primero, para conocer las instituciones y costumbres de Occidente, al cumplir sus treinta años; al realizar el segundo, no llevaba otro objetivo que su salud comprometida. En ambos, fue la Francia su residencia favorita. Hallábase en [494] pleno tratamiento bajo la dirección de un medico amigo, y en vías de mejoramiento, cuando antiguos odios mal apagados lo obligaron volver a la patria bruscamente. En vano sus amigos y deudos le instaron para que dejase pasar sin contestarlas las calumniosas e ineptas acusaciones. Aquel melancólico que sentía accesos de humor negro, aquel hipocondríaco que titubeaba antes de atravesar la plaza Vendôme, aquel enfermo que conocía su mal y no ignoraba que de él moriría, conocía también su deber. Reembarcóse, pues, y volvió a aparecer en la Habana con asombro de todos. Puede verse a qué procedimientos fue sometido el filósofo, en las biografías de los Sres. Rodríguez y Sanguily. Este último no deja que desear, y la discusión del asunto no es menos interesante que los documentos producidos. Acusábase al más pacifico de los hombres de haber fomentado un complot, una sedición, cuyo objeto era la abolición de la servidumbre: de él habían recibido la consigna los esclavos y mulatos, y él había partido después de preparar el incendio. Su presencia confundió a los calumniadores, y después de un largo proceso, fue puesto en libertad. La calumnia debía tener por origen algún rencor político: nadie ha osado creer que los adversarios del filósofo, en su campaña contra el eclecticismo, hayan tenido participio en esa persecución odiosa y grotesca, aún cuando hubiesen declarado que su doctrina podía comprometer la seguridad del Estado. Lo que parece más probable, es que el gobierno no perdonaba a Luz el ejemplo de noble firmeza que había dado, cuando siendo presidente de la Sociedad Patriótica, hizo anular por vicio de forma el acuerdo, arrancado por sorpresa, en su ausencia, y que excluía por indigno a uno de sus miembros más respetables, a Mr. Turnbull, antiguo cónsul de Inglaterra en la Habana, y aborrecido por el gobierno como abolicionista y enemigo de la trata. La autoridad que había solicitado la exclusión de M. Turnbull, no había olvidado la actitud del presidente que impidió a la Sociedad deshonrarse manteniendo un voto de complacencia. La conducta del nuevo gobernador, el general O'Donell, demostró cuánto había desagradado esa actitud. Este militar grosero y brutal borró de oficio al socio reintegrado, y aprovechó un motín de [495] esclavos en dos o tres fincas rurales, para imaginar un complot en el cual fueron implicados todos los blancos sospechosos al gobierno. En cuanto a los esclavos y gente de color, se les trató con inhumano rigor, bajo las apariencias de la legalidad. Consejos de guerra permanentes, sabuesos polizontes, delatores y espías asalariados, el tormento del foete aplicado a los detenidos para arrancarles confesiones. Centenares de infelices perecieron desgarrados por las correas. Un pobre negro de ciento diez años de edad no pudo escapar del verdugo. Infames jueces se hicieron célebres en esos famosos días del Terror. Asegúrase que algunos sucumbieron a los remordimientos. Uno de los más celosos, al cual sus fechorías condujeron a presidio, pudo salir de éste por la intervención de José de la Luz que logró se le deportase a Sevilla. Como pincelada final, el Capitán General que así incurría en sevicia en nombre de la ley, dejaba introducir en Cuba, en solo un año, 23.000 negros africanos, y percibía una onza de oro por cabeza de esclavo. ¡Qué vergüenza para una nación, degradarse en la persona de los representantes del poder! En la cuestión de los negros, lo menos negro es el negro, ha dicho con razón el filósofo, que consideraba la servidumbre como la fuente de la inferioridad moral de su país. Trabajando por reformar, por regenerar a sus compatriotas mediante la educación, habíase hecho popular. Todas las clases de la sociedad cubana sentíanse orgullosas de ese cambio admirable, a quien un hombre del pueblo llamaba el maestro de todas las ciencias, y cuyas vigilias estaban consagradas a la obra santa de la emancipación. Cuando sus sufrimientos le permitían satisfacer su gusto por el estudio, velaba durante la noche en la soledad y el silencio, por hacerlo todo en el alto silencio de la noche, cuando todo duerme; y esas horas de recogimiento lo reanimaban para la lucha. Murió con la serenidad del sabio en su biblioteca, de la que no salía en la época postrera de su vida: una cláusula de su testamento trasfiere sus libros (6.000 volúmenes) a la Sociedad Patriótica. Esto era sustraerlos a la confiscación, y asegurar su disfrute al público. Al siguiente día de su fallecimiento, el Gobernador General, Don Francisco Serrano, publicó un decreto disponiendo funerales oficiales [496] para aquel hombre que jamás pensara, como lo ha dicho Proudhon de Beranger, en prepararse un hermoso entierro. Más de seis mil personas siguieron el convoy. El cuerpo fue trasportado al cementerio por los amigos y discípulos del difunto; ningún discurso se pronunció sobre su tumba. El mismo Gobernador suspendió los periódicos que hicieron el elogio del difunto o impidió la publicación de artículos necrológicos. El 19 de Mayo de 1865, la Real Academia de Ciencias médicas, físicas y naturales de La Habana pudo al fin rendir tributo al más ilustrado de sus miembros, por el órgano del Dr. Zambrana, en pública sesión. La censura vigilaba y la sombra de Luz inquietaba al poder de los procónsules. De pocos meses data el que los Cubanos hayan comenzado a pagar su deuda al filósofo original y al incomparable educador, recogiendo sus obras diseminadas en periódicos diarios, revistas programas de enseñanza{1}. He ahí el monumento más digno del gran patriota, el único que puede hacer justicia a su memoria. Él pensaba, hablaba y escribía con rara originalidad. Su forma favorita era el aforismo, que condensa el pensamiento sin frases. Gustábale valerse de ellos para expresar sus convicciones y sus dudas. Esas proposiciones breves y concisas recuerdan con frecuencia los pensamientos de Marco-Aurelio, a veces los de Pascal, y también los problemas de Aristóteles. La expresión tiene la propiedad, la precisión, el giro original y lo imprevisto que procede de la profundidad. Nunca está en falta la lógica. La probidad y la conciencia han dictado todas esas sentencias marcadas con el sello de una elevada razón, y en ocasiones de un espíritu cáustico. Ved cómo se burla de las contradicciones, de las rodomontadas, de la erudición y de la retórica de Cousin y de las tonterías más solemnes de Jouffroy, la insulsa doctrina de M. Jouffroy sobre el Yo observando al Yo por medio del Yo. Nadie fue menos juguete de ese charlatanismo del arte que afecta dar las apariencias de la elocuencia y del saber a la miseria mental: no, mil veces no; erudición no es filosofía, el estilo no es filosofía. [497] La elocuencia del filósofo resplandecía en los discursos de apertura y término de sus cursos, en las solemnidades escolares, donde improvisaba con la confianza que da una larga preparación, y particularmente en las conferencias familiares (pláticas) que acostumbraba hacer a sus discípulos los días de salida. Nada de argucias, nada demasiado ingenioso; una facilidad maravillosa, con una extremada sobriedad y una sencillez ática. Aunque tenía el título de abogado, detestaba la curia. En lugar de defenderse, cuando fue acusado, se limitó a formular conclusiones, confiando en la equidad de los jueces. Su costumbre era entregarse a la inspiración del corazón después de prolongada meditación, como lo demuestra la oración fúnebre de Don Manuel Escobedo, reproducida por Rodríguez. La naturaleza es la que habla, el dolor desbórdase, las lágrimas corren, la emoción es intensa, sin preocupación del arte. Aquel hombre amaba mucho la verdad para recurrir al artificio. No existe el académico, el retórico, el amplificador: él no conoce la estéril abundancia de los literatos españoles que juegan con las frases y se detienen a examinar nimiedades. Aunque lo que ha dejado baste para su gloria, es sensible que su proyecto de escribir un libro para texto de enseñanza no se realizara. Quizás habría combatido la propaganda de los jesuitas, convertidos en auxiliares complacientes de un poder corruptor. Otra filosofía, que no es la de los hijos de Loyola, necesitan los pueblos convalecientes, sobre todo los pueblos enfermos. La sociedad debe amoldarse a la filosofía y no la filosofía a la sociedad, dice con razón el reformador, cuyo programa, se resume todo entero en estas dos proposiciones: Nos proponemos fundar una escuela filosófica en nuestro país, un plantel de ideas y sentimientos, y de método. Escuela de virtudes, de sentimientos y acciones; no de expectantes ni eruditos, sino de activos y pensadores. Tal fue el gran proyecto que absorbió su vida y a cuya realización consagró todas las fuerzas de una naturaleza, excepcional y de un carácter en el cual concurrían dos elementos al parecer poco compatibles: la dulzura y la energía. No comprenden, decía con amargura, de los que no lo conocían, ni mi energía ni mi dulzura. Y él se resignaba a vivir en una sociedad que le causaba horror y lástima. [498] No puede existir un hombre más en desarmonía con esta sociedad, desde la cumbre al cimiento. Pero no desesperaba de su refundación, y por ella trabajó cuanto le fue posible, como filósofo, como educador y como patriota. Él ha sembrado; otros cosecharán. III
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