Revue Philosophique de la France et de l'Etranger
París, mayo de 1890
tomo 29
páginas 471-490

José Miguel Guardia

La Historia de la Filosofía en España

Traducido por José Andrés Fernández Leost
para el Proyecto Filosofía en español, diciembre 2006

La mayoría de los errores que se dan en el mundo provienen del abuso o mal empleo de palabras usuales. A fuerza de repetirlas maquinalmente, se utilizan con confianza, como moneda corriente, sin considerar si las piezas en circulación tienen peso y título. Así es cómo, de buena fe, los hombres se equivocan sin quererlo. Lo que agrava el mal, es que de una nación a otra –puesto que hemos de tener en cuenta las fronteras, a la espera de ese lenguaje universal del que hablan ciertos filántropos– lo que agrava el mal es que, de una nación a otra, y pese a los gramáticos, las palabras cambian de significado hasta tal punto que la confusión internacional del lenguaje hablado y escrito no es menor a esa otra que, según la leyenda, dispersó a los obreros en la famosa torre de Babel. La palabra filosofía, por ejemplo, con sus congéneres, filósofo, filosofar, filosófico, es una de aquellas que más se prestan al equívoco. Cada pueblo la interpreta a su manera, por muchas razones determinadas por la tradición, el clima, la raza, las instituciones y los hábitos, y al parecer sobre todo, por la aptitud o inaptitud para filosofar.

De todo esto dependen las ideas que en general los hombres se hacen de las palabras corrientes que designan cosas no muy comunes o, al menos, no demasiado familiares a la masa. Sin llegar al escepticismo de Pascal, «verdad aquí, error más allá», no convendría tomar al pie de letra el apóstrofe bien conocido de Voltaire: «No hay más que una moral, señor Lebeau, como no hay más que una geometría». Sin duda desearíamos que fuese así, pero los principios del orden universal o de la ley natural no se imponen ante todos con la misma evidencia que el sistema métrico de pesos y medidas, pues aun derivado de la misma fuente, todavía no ha conquistado todo el mundo civilizado.

El buen emperador Juliano, en calidad de filósofo, se figuraba que la regla del espíritu debía extenderse a todo el género humano, como parece probarlo este deseo menos filosófico que imperial: «Puesto que la verdad es una, una también debe ser la filosofía». He aquí una gran ingenuidad, difícil de entender en tal hombre si no fuese porque, pese a su ferviente culto al politeísmo, el ejercicio del poder supremo le llevó por naturaleza a la concentración, o, como se dice hoy, a la centralización. Es probable que confundiese dos cosas muy distintas, la verdad y la filosofía, la cual es búsqueda de aquella, según una célebre definición que parece bastante acertada. Ahora bien, si se consideran los siglos de experiencia, el descubrimiento de la verdad no debe ser mucho más fácil de lograr que la posesión de la sabiduría, puesto que los grandes sabios no son más numerosos que los verdaderos doctos: los pocos sabios que en este mundo han sido, dijo un buen juez. De modo que, conformándose con la etimología de la palabra filosofía, los filósofos deberían limitarse a amar la sabiduría y la verdad, como dos hermanas gemelas, sin más pretensiones. Pero ni los filósofos más sabios supieron entenderse para dotar a la humanidad de una filosofía internacional, como así lo atestiguan las escuelas, sectas y diversas doctrinas que componen el trasfondo de la historia de las variedades del espíritu filosófico; variaciones tan numerosas y divergentes que no hay fórmula que pueda resumirlas. Se podría decir, a lo sumo, que la filosofía ha vivido entre la religión y la ciencia, o más bien, de la religión y de la ciencia, alejándose insensiblemente de la primera para acercarse a la segunda, tendiendo a la emancipación sin lograrlo completamente; unas veces teológica, otras científica, pero nunca autónoma ni del todo independiente, salvo cuando desemboca en negación y escepticismo.

La confusión de los términos incrementó por las múltiples influencias de los modernos, quienes en su mayoría han filosofado en condiciones distintas a los antiguos, pese a algunas veleidades de persecución intolerante que pueden constatarse en la antigüedad greco-latina. Pero, cuando la unidad imperial sucedió a la unidad teocrática, las pequeñas epidemias de fanatismo pasaron a un estado endémico. La Iglesia fue infinitamente más intolerante que el Imperio. Esta intolerancia se debilitó forzosamente tras el gran cisma de la Reforma. Los protestantes, después de la libertad de conciencia, acabaron conquistando la libertad de pensamiento; mientras que los católicos se encontraron anclados aún más estrechamente al principio de autoridad. Los filósofos ingleses, alemanes y holandeses especularon libremente, honrando y glorificando el pensamiento libre. El primer gran esfuerzo de la filosofía en Francia –país intermediario entre las zonas del norte y del sur–, desembocó en una especie de compromiso entre la fe y la ciencia. La doctrina, astuta únicamente por el método, podía conducir a la religión natural. Consagrada por la adopción del episcopado y de Port-Royal, fue rechazada por los jesuitas, quienes previeron las consecuencias posibles del sistema y la enorme reacción que debía provocar. En Italia, dónde a pesar de la honorable sanción infligida a Galileo la ciencia supo mantener sus derechos, los filósofos languidecían en calabozos o ardían en hogueras. En España hubo una libertad relativa, mientras duró la larga cruzada nacional contra los musulmanes. Estos últimos y los judíos produjeron algunos filósofos escolásticos que no rompieron ni con la mezquita ni con la sinagoga, viviendo unos al lado de los otros. El elemento oriental tuvo influencia sobre la dirección de los espíritus, incluso después de la proscripción de las razas semíticas. La Iglesia misma, menos intolerante antes de su expulsión, se resintió de esta vecindad. Pero en España la filosofía, que se encontraba aislada y en cierto modo encerrada salvo por los Pirineos, no tuvo más representación que la de escasos adeptos, mitad eruditos, mitad teólogos, del reino de Aragón, tales como Raimundo Lulio, Arnaldo de Villanova, Ramón Sibiuda, catalanes, y más tarde Miguel Servet, aragonés.

A mitad del siglo XV, mucho antes de los memorables acontecimientos que marcaron el fin, las universidades españolas abrieron sus puertas a la ciencia y la filosofía bajo la beneficiosa influencia del Renacimiento italiano, y la escolástica recibió duros ataques. Pero bajo la égida del poder, la Inquisición vigilante se convirtió en un instrumento de terror. Digan lo que digan los defensores de esta institución, España estuvo encerrada en un círculo de fuego, y el temor religioso gravitó sobre cada cabeza pensante. Al igual que bajo Carlos V la llamada guerra de las Comunidades preparó la ruina de las libertades públicas, la represión sangrienta del protestantismo bajo Felipe II fue la señal de una puesta a dieta de la ciencia y de la filosofía; dieta severa, rigurosa y cruel, y causa primera y evidente de la anemia cerebral que sufre España todavía en la actualidad y de la que no siempre es consciente, tan profundo es el mal. Al delirio febril sucedió un delirio sin fiebre, y ya se sabe que no hay nada más difícil de curar que una manía crónica con estupor. Más valdría una locura circular, dónde la razón se alterna con estados delirantes. La salud mental de las naciones se aprecia a través de los eruditos y filósofos que producen. Es cierto que no faltan en España corporaciones de eruditos, ni cursos de filosofía. Pero ¿dónde están los sabios, dónde los filósofos españoles? Conocidos en el mundo oficial del que forman parte, no tienen ninguna notoriedad fuera de la zona administrativa. He aquí la verdad bruta, toda la verdad, sin atenuación ni excusa.

Si la filosofía consiste en ver las cosas como son, en realidad de verdad, según la fórmula de Cervantes, los escasos escritores españoles que se esfuerzan en demostrar que existe una España filosófica y una filosofía española, no demuestran pese a todo su patriotismo sino una cosa de la que ni siquiera sospechan: su manera de interpretar, a la española, las palabras filosofía, filosófico, filósofo y filosofar. Si al menos fuesen conscientes de esto, es probable que el panegírico pomposo y agresivo del cual abusan como retóricos dejaría paso a la crítica imparcial y documentada. A la espera de tal evolución, no resulta falto de interés conocer la manera en que algunos literatos españoles contemporáneos ven a los filósofos de su país, y las razones que aducen a favor de una tesis más fácil de plantear que de sostener.

I. Los optimistas

La idea de una filosofía española germinó en España hace ya algún tiempo. Sin tener que remontarnos a Pablo Forner, cuyo discurso apologético (Madrid 1786, in-8º) es una verdadera apoteosis del genio español, vemos asomar tal idea en la útil recopilación sobre la historia de la medicina española del difunto Dr. Hernández Morejón, e incrementarse en el fárrago del compilador Chinchilla, que trató del mismo tema amplificándolo con un fervor patriótico que apenas puede disculpar su continuo plagio, pues este bullanguero no es sino el simio del valioso y honrado H. Morejón.

Como Forner, este laborioso bibliógrafo no podía creer bajo ningún concepto en la inferioridad de su patria. Según él, España no solamente lo ha tenido siempre todo claro, sino que además tenía luces capaces de ilustrar al mundo. Coloca a tal o cual médico, o reputado filósofo, muy por encima de Locke, Leibniz y Newton. No estaba lejos de creer que España tuvo su filosofía, como tuvo su medicina; y como era filósofo, o creía serlo, no desperdició nada para sostener una tesis que fue bien recibida en las universidades españolas. No obstante, como resulta difícil hacer algo de la nada, los más ardientes tan sólo se limitaron a hacer discursos, disertaciones y proclamaciones sobre la materia, volcándose en consideraciones especiosas pero poco sustanciales para el gusto académico. Finalmente, agotadas las generalidades, la cuestión dio un gran paso el día en que un curioso bibliófilo, demasiado ingenioso como para ser un bibliógrafo diligente, el Sr. Adolfo de Castro, ya que hay que nombrarle, publicó en la confusa Biblioteca de autores españoles del editor Rivadeneyra un espeso volumen consagrado a los filósofos nacionales, cuya selección demuestra cómo el compilador de esta extraña colección atribuye un sentido muy elástico a la palabra filósofo. En cuanto al discurso preliminar, no solamente no encontramos sombra alguna de espíritu filosófico, sino que se constata una incapacidad absoluta para filosofar. Con todas sus mistificaciones y paradojas literarias, este autor demasiado fecundo no es más que una especie de abate Trublet: sus palinodias no anuncian un gran talento. Tras jugar a ser un espíritu sólido, vuelve a zambullirse en la pila bendita, con un ímpetu que desde luego no corresponde a la filosofía. Su detestable selección de filósofos españoles, un verdadero fárrago, sirvió al menos para poner en circulación la idea de una filosofía española fuera de las escuelas. No hay mal que por bien no venga, dice sabiamente el proverbio. Puesto que España ha producido filósofos, tiene por lo tanto filosofía. ¿Existe algo más claro, más incuestionable que este entimema, como se decía en la escuela? La filosofía en España; hubiese sido algo demasiado razonable, demasiado modesto. La filosofía española: enhorabuena. He aquí un motivo para luchar contra otras naciones que tienen o creen tener una filosofía, escuelas filosóficas y no solamente filósofos. Como si la cosa fuese indispensable, incluso para una potencia de primer orden. Rusia, pese a su nihilismo, no hace alarde de tales pretensiones. Es cierto que los pueblos jóvenes no filosofan mucho.

Indispensable o no, se encontró un padrino para esta recién nacida de la imaginación española, un andaluz de la ciudad de Córdoba, conciudadano por consiguiente de Séneca el retórico y de Séneca el filósofo, hombre de ingenio e incluso de gusto, aunque compatriota de Góngora; poeta aceptable, buen escritor, bastante buen diplomático, instruido en muchas cosas poco conocidas en España, de una cultura superior, que dominaba lo suficiente el griego como para atreverse a traducir una novela pastoral de Longus, que amaba quizá la filosofía, pero que estaba sobre todo prendado por la paradoja. Se llama Juan Valera, de humor alegre, que se ríe de todo, incluso del mundo oficial y de la camarilla académica de la cual forma parte; mitad gascón, mitad normando, flexible y habilidoso en sus escritos, defendiendo en su caso pros y contras con igual destreza, como por ejemplo en ese interesante estudio De la filosofía española, que aparece destacadamente en un volumen de mezclas (Disertaciones y juicios literarios, Madrid, 1878, in-8º, p. 209-236). El autor de este brillante fragmento está dividido entre el deseo de ser útil a la verdad según sus medios, y el temor a desagradar a media docena de buenas gentes que han sostenido la tesis a favor de la filosofía española, y que se sentirían desolados de que a España se la privase del honor que han creído deber hacerle. Si por lo general los filósofos profesionales no suelen ser muy divertidos, en contrapartida el Sr. Juan Valera resulta muy agradable en este estudio crítico de filosofía, en el que el diplomático se muestra superior al filósofo, en tanto el filósofo se muestra conciliante. No, en realidad no se puede decir nada de la filosofía española; no obstante, tomándonos la molestia de extraer la sustancia de los numerosos in-folios, sería posible encontrar algún rasgo característico capaz de unificar un poco la historia de la filosofía española: no se hallase algo de característico en todos, que diese cierta unidad a la historia de la filosofía española (p. 213). Un ecléctico de los buenos tiempos no lo hubiese dicho mejor. En realidad la filosofía española no existe para nada, pero exprimiendo el jugo de los filósofos españoles no será imposible dotar de un aspecto unitario a la historia de esta filosofía, que no es más que un mito. Los alquimistas acariciaban las mismas ilusiones y promesas cuando buscaban la piedra filosofal y el elixir de la vida. Y es uno de los mejores críticos de la España contemporánea quien escribe estas bellas cosas sin reírse ni pestañear. Se advierte perfectamente su retórica, pero ¿qué hay de su filosofía? Ya que cree necesario separar a esta de la política y de la moral, debería haberla separado también de la lógica, que sin duda conoce, pero de la cual se burla abiertamente. Así es como, después de mantener que no hay más filosofía nacional que la escrita en el propio lenguaje de la nación (p. 213), sostiene que la filosofía de los árabes y judíos de España, escrita en árabe y hebreo, es mucho más española que la de Séneca, la cual fue escrita en latín. Es cierto que algo más arriba había declarado que los mejores filósofos españoles han escrito en latín y que habría que traducirlos al castellano, al parecer para extraer el jugo según la formula, secundum artem. Es cierto también que este crítico acomodado no pretende dirigirse a los doctos, sino a los ignorantes, poniéndose, como dice, al alcance del vulgo: que yo no presumo de escribir para los sabios, sino para los ignorantes, y a fín de poner algunas cosas al alcance del vulgo (p. 218). ¡Método singular! Los eruditos no tienen nada que temer, su saber sirve de antídoto ante los tóxicos, pero ¿dónde encontraran un preventivo contra sus paralogismos esos ignorantes de los dos mundos por los que tan fraternalmente se preocupa el caritativo académico? Más valdría algo más de lógica y continuidad en las ideas que esa erudición tomada de los filósofos judíos y árabes, e incluso de los filósofos españoles que han escrito en latín. El saber más sólido, que es el de primera mano, no impide poseer todo el espíritu del mundo, y se enseña bastante más callándose discretamente de lo que no se sabe. La Fontaine dijo:

Que esconda su saber, y muestre su espíritu.

Se podría recomendar lo contrario a esa gente de espíritu que no duda de nada.

El Sr. Juan Valera percibió muy bien que ni el discernimiento ni el gusto habían presidido la selección del Sr. Adolfo de Castro (Obras escogidas de filósofos), pero tampoco habló de aquellos autores que mantienen dignamente su lugar en este compendio. Si se hubiese tomado la molestia de leerlos, quizá no hubiese repetido por tercera vez que hay y no hay una filosofía española (p. 225). Singular dilema que pretende concordar dos elementos incompatibles, sic et non. Para salir del apuro, el ingenioso cordobés cita una página del Sr. Gumersindo Laverde Ruiz, profesor en la universidad de Santiago de Compostela, y uno de los partidarios de la tesis que el crítico indeciso ataca y defiende a la vez. El autor alegado está tan convencido de que la filosofía española es una realidad que no vacila al establecer la genealogía de las doctrinas filosóficas, ordenadas del siguiente modo: averroísmo, maimonismo, lulismo, suarismo, vivismo, gómez-pereirismo y huartismo. Podría haber dicho simplemente que Averroes, Maimónides, Raimundo Lulio, Suárez, Vives, Gómez-Pereira y Huarte son los jefes de fila de una compañía de filósofos, agrupados en colonias y que forman tantas tribus como patriarcas hay.

Desde entonces se han encontrado a mejores, pero el honor de la invención corresponde a quien primero se atrevió a atar el cascabel, esbozando en grandes líneas el programa de una historia de la filosofía española. Más de treinta filósofos se agrupan en torno a estos maestros del pensamiento. Es mucho para una sola nación, pero la abundancia de bienes no perjudica a nadie. ¿Dónde se halla la tierra prometida que pudiera proporcionar tantos? Loa apóstoles eran doce, y los sabios griegos se contentaban con ser siete.

Esa clasificación genealógica no llega ser tan ingeniosa como la del calendario de Augusto Comte. Pero al principio nada es perfecto. Otros vinieron después a extender la lista, descubriendo que en España se había filosofado antes del impío Averroes y que no se cesó de filosofar después de Huarte, lo que no vale menos. Hoy, el programa que se impone al futuro historiador de la filosofía española abarca todo el espacio incluido entre Séneca y Balmes o, dicho de otro modo, desde el reino de Calígula, bajo el cual Séneca comenzó a escribir, hasta el de la hija de Fernando VII, bajo la cual Balmes estuvo a punto de comprometer como buen polemista la causa que defendía junto su colaborador Donoso Cortés.

Para muchos la gravedad se tomó muy en serio. No es el caso del Sr. Juan de Valera. Nada hay más agradable que sus reflexiones acerca del árbol genealógico de la filosofía española, levantado por el Sr. Gumersindo Laverde Ruiz. Insiste en demostrar que desconoce del todo a la mayoría de esos filósofos patriarcas, pero no puede dejar de recomendar el estudio de los maestros de la filosofía española del siglo XVI que se dieron a conocer en el Concilio de Trento, que enseñaron en París, Roma, en las universidades de Bélgica y de Holanda –provincias que pertenecían entonces a España, bajo el nombre colectivo de Países Bajos–, poniendo a su cabeza a dos teólogos, el jesuita Suárez y el dominico Melchor Cano. Teología, filosofía, galimatías y desbarajuste. Al contar España con un número infinito de teólogos, escolásticos, místicos, casuistas y renombrados filósofos, el historiador de la filosofía española difícilmente podría hacer justicia a todo el mundo; podría decir como Tito Livio: facit fastidium copia, obligado a restringirse a la selección que habría de hacer. Sin duda para facilitarle su tarea, el generoso crítico propone algunas indicaciones para la historia de la filosofía española, que sería la historia de la teología filosófica, o de la filosofía teológica, poco importa; mientras se acoplen por fuerza estas antinomias –teología, filosofía–, el orden de las palabras resulta perfectamente indiferente. Lo esencial es multiplicar las cuentas de esta especie de rosario filosófico o teológico, o más bien teológico-filosófico, de manera que se logre lo que en España se llama un rosario de cuentas gordas, donde las cuentas gordas representarían a los maestros y las pequeñas a sus discípulos. Se llegaría así a realizar esa fórmula tan querida a los publicistas españoles: «la variedad en la unidad». En espera de que el orden nazca de la confusión, el Sr. Juan Valera abre su panteón filosófico a todas las escuelas: aristotélicos, platónicos, conciliadores de Platón y Aristóteles, partidarios y adversarios de Ramus, y muchos otros se introducen de pleno derecho allí, tan sólo por los títulos de sus obras, a juzgar por el título de sus obras, dice ingenuamente este juez bonachón (p. 227). A todos estos elegidos quería añadir al escéptico Francisco Sánchez, que enseñó medicina y filosofía en Toulouse, obligado por la intolerancia española a salir al extranjero para filosofar. Pero la intolerancia española no es más que una metáfora, un lugar común, o, como se dice hoy día, un viejo cliché. Los proclamadores pretendidamente elocuentes han calumniado ridículamente al Santo Oficio, al igual que otros continúan calumniando la censura. Como no le gustaría ser confundido con los calumniadores, el excesivamente ingenioso crítico, que es también poeta y novelista, esboza una apología que honra a su espíritu creativo. Digamos algo sobre ello.

El argumento principal de este abogado de oficio no carece en absoluto de originalidad. Sin ser demasiado duro, puede parece especioso. Hele aquí reducido a su más simple expresión: la Inquisición de España, según este casuista, se componía de los espíritus más distinguidos y más ilustrados: todos los hombres que entonces sabían ó casi todos al menos, eran de la inquisición ó familiares de la inquisición (p. 228). A falta de ambición académica –no había academias constituidas en aquel tiempo– cada hombre de mérito aspiraba a formar parte de una corporación cuya autoridad era enorme, que no temía a nadie y que todo el mundo temía. Si este hecho pudiese demostrarse, la institución del Santo Oficio de la Inquisición de España sería todavía más abominable, pues habiendo contado como cómplices con la mayoría de los espíritus de élite, estos se habrían rebajado hasta la más ínfima bajeza, por un miedo inspirado en el egoísmo más abyecto.

He aquí por lo tanto a la élite de la nación envilecida, a fin de justificar a la policía religiosa más detestable nunca habida.¡Ah!, cuánta razón tenía el honrado y valiente Sanz del Río, cuando escribía a quien nunca le olvidó: «Ya no tenemos inquisición, es cierto; pero todavía tenemos el espíritu de la inquisición que nos penetra y envilece». Esto apareció a la muerte de este hombre valiente, que enseñó virilmente según su ilustración y conciencia, tal y como es propio en un filósofo que vivió y murió como un sabio. No se hacía ninguna ilusión sobre el estado moral y mental de la nación a la que trató de iniciar en la inofensiva filosofía de Krause, aunque introdujo la semilla que ha de prosperar, salvo que el cerebro de España no esté ya irremediablemente ablandado o anquilosado. Un buen síntoma es el odio implacable vinculado a la memoria de este gran hombre de bien así como a sus más fieles discípulos, que aprendieron de él a pensar libremente, a filosofar. Que perseveren.

Con el Sr. Juan Valera, de la Academia española y ministro plenipotenciario ante el gobierno de Bélgica, vamos de sorpresa en sorpresa. Después de esta bella apología, el defensor de una causa perdida concluye con su lógica habitual que, en suma, la Inquisición hizo mucho daño a España, aislándola del mundo civilizado. Á la inquisición, esto es, á nuestro fanatismo, soberbia y engreimiento, que la inquisición personifica, es imputable tanto mal. ¡Qué confesión! Añadamos a esta confesión tardía que –a salvo de una Inquisición que confiamos haya desaparecido probablemente para siempre, no sin dejar huellas profundas de su funesta influencia– los mismos defectos persisten con sus inevitables consecuencias. Parece como que el sentido común y el sentido moral estén profundamente perjudicados: los hombres más distinguidos, los más ilustrados de este desgraciado país, se resienten todavía del régimen horrible que durante tres siglos torturó a los espíritus y conciencias.

¿Qué pensar de un autor que razona o divaga de este modo, y que pasa por ser uno de los más notables escritores y mejores críticos de España? Lo que importa constatar a propósito de este caso de contradicciones y paradojas en un hombre de élite, es la bajeza, perversión y degradación del cerebro y corazón de esta raza heroica, aventurera y devota, a la que el mundo le debe la Inquisición, el descubrimiento del nuevo continente y la Sociedad de Jesús, y que hoy se arrastra a remolque de otras naciones. Qué causa hubo para tal abatimiento del que no hemos salido del todo? La perversión vino primero y la degradación después. Son palabras del propio autor, en un estudio dónde aborda la influencia de la inquisición y del fanatismo religioso sobre la decadencia de la literatura española (p. 107-129 del mismo volumen). Es un discurso pronunciado en la Academia española el 21 de mayo de 1875, en el que sostiene sin demostrarlo que el poder absoluto y el Santo Oficio no influyeron casi nada en la decadencia abyecta del pueblo español. Fue su enorme y satánico orgullo lo que al parecer le embruteció, envileció y degradó. Hay un poco de todo en esta arenga académica, pero lo más llamativo es el elogio a los alemanes, en tanto admiradores de la literatura española; la extraña declaración de que España, al descubrir América, abrió al mundo civilizado las vías de la ciencia y de la filosofía; la ejecución de Francis Bacon, según Draper; los plagios de Descartes; la glorificación de Ignacio de Loyola a costa de Lutero; la conmemoración del auto de fe de Madrid de 1680, dónde figuraban ciento veinte condenados a muerte, de los cuales veintiuno fueron quemados vivos en presencia de la corte, ochenta y cinco grandes de España, las autoridades eclesiásticas y civiles, y una muchedumbre curiosa, devota y entusiasta (p. 129).

Estos testimonios sin doblez, sancionados y ratificados por una asamblea literaria que pasa por contar entre sus miembros con la élite de los autores españoles, estas confesiones sinceras, pueden servir para conocer mejor el estado mental y moral de la España contemporánea. Pero no está todo dicho. Detrás de la apología tímida y casi vergonzosa de las instituciones civiles, políticas y religiosas que precipitaron a España al fondo del abismo, mientras que España cayó en profunda sima (p. 114), hay que escuchar el panegírico sin sordina de estas mismas instituciones y observar cómo sus admiradores conciben la historia de la filosofía en España o, como dicen, la historia de la filosofía española. Lo que será por lo menos tan instructivo y edificante como el análisis de otro estudio del mismo publicista, De la perversión moral en la España de nuestros días (p. 181-205), totalmente digno de la atención de los moralistas.

II. Los sectarios

Un ilustre medico portugués, que fue profesor en la universidad de Pisa, Roderico de Castro, muerto en 1637, escribió un librito curioso, titulado Quae ex quibus, opuscolum, sirve de mutatione aliorum morborum in alios (Florencia, 1627, in-12), varias veces reimpreso. Este original título se adaptaría maravillosamente a la historia del espíritu y de las costumbres de España. Constataríamos por cuántas enfermedades graves ha pasado esta desgraciada nación, desde que la diátesis católica la condujo insensiblemente a la caquexia, a la tisis y al marasmo, en una creciente perversión del organismo. Desde hace más de tres siglos se encuentra en un estado patológico que se agrava o mejora cíclicamente, como sucede con las afecciones crónicas. Es un admirable caso clínico, un hecho raro y preciado, particularmente desde el punto de vista moral y mental. Cuando los médicos de los locos consientan ampliar el círculo de sus estudios empíricos, abordando las alineaciones generales, las degeneraciones endémicas, les bastará con tomar nota de los estados delirantes que, bajo diversas formas, han llevado a España a dos pasos de la demencia.

Se hizo una ópera de las locuras de España. Habría que escribir un libro sobre el mismo tema que le sería igualmente útil al moralista tanto como al médico. Las causas de la grandeza y decadencia de España son bastante conocidas, pero lo son mucho más por parte de los extranjeros que de los Españoles, aunque algunos de ellos tengan la valentía de reconocerlo y la franqueza de señalarlo; sobre todo en uno de los artículos publicados en la Revista contemporánea, aparecido con el significativo título de: Los males de la Patria; feliz síntoma, puesto que muy comprometido se halla el enfermo que no siente ni es consciente de su enfermedad. Las revelaciones despiadadas del Sr. Lucas Mallada son mucho más interesantes y saludables que las consideraciones optimistas del escéptico Sr. Valera. En este momento hay en España cuatrocientas catorce mil propiedades embargadas, es decir, improductivas, por no poder pagar el impuesto territorial que arruina la tierra y a quienes la riegan con su sudor.

Esta miseria del suelo no significa nada comparada con la de los espíritus. Esta aparece en el profundo desorden y desconcierto de las ideas, en la anarquía intelectual y moral que castiga más que nunca, como una plaga terrible, particularmente al mundo de las letras. Salvo algunas excepciones, los literatos en España se parecen mucho a esos desgraciados que el poeta representó como habiendo perdido el don de la inteligencia. Si fuese posible creer en la razón impersonal, admitiríamos gustosamente la sinrazón general de esos escritores que pretenden ilustrar al público. Evidentemente, el medio influye de una manera desastrosa sobre la producción cerebral, sin que la gran mayoría de los productores lo sospechen en absoluto. A falta de otra originalidad, he aquí una muy real, que imprime un sello particular a la producción más que banal de la España pensante. ¡Rara y triste distinción!

No hay filosofía en España, ni tampoco estudios filosóficos. Pero lo que aquí se permiten los supuestos filósofos, dando vueltas sobre antiguallas, sobrepasa todo aquello que podamos imaginar de más vacío, hueco, pretencioso y falso, envuelto todo ello en una jerga y un galimatías que coloca la forma a la digna altura del fondo. Pero este es otro tema, aun no sin relación con la filosofía española, la cual es un mito para unos y una realidad para otros, dicho esto sin juego de palabras.

Sabemos que los realistas tenían por real todo estado del espíritu. Este realismo de escuela es el padre de casi todas las alucinaciones de la metafísica y florece en España como en plena Edad Media. No resulta inútil recordarlo. A propósito: la cuestión se debate entre nominalistas y realistas. Los primeros no admiten la existencia de una filosofía española, por razones que sus adversarios no consideran perentorias. Por muy poco volterianos que sean, estos últimos nos recuerdan el verso de Voltaire:

Si Dios no existiese, habría que inventarlo.

Bella cosa es la invención, y los inventores generalmente pasan por inteligencias de élite. Descubrir es una cosa, pero inventar otra muy distinta. No se descubre sino lo que hay; se inventa el resto, que no está. Vayamos pues a la invención. No llegaremos al punto de confundir a los escépticos de los incrédulos; estos últimos mucho menos raros en España que lo que pudiera creerse. La credulidad excesiva puede producir por reacción incredulidad, impiedad, negación del bien de las cosas necesarias a las gentes de fe. Hay un proverbio español que pretende que el diablo tiene por costumbre enmascararse detrás de la cruz. No sabríamos definir mejor la hipocresía religiosa. Los verdaderos creyentes en España, aquellos que confunden la fe con el patriotismo y que privilegian por encima de todo la uniformidad religiosa de la que derivan la unidad nacional, los unitarios en suma, que no desaprueban nada del pasado, nunca admitirían que la fe ortodoxa, a la que la nación debe su unidad –o mejor dicho su existencia–, haya podido perjudicar en modo alguno el bienestar, progreso y prosperidad de la nación española. Hay que ser por lo tanto un ferviente católico para ser un buen patriota, y el verdadero patriotismo no consiste sino en hablar lo mejor posible del país, aun sobrepasando los límites y afirmando más de lo que se conoce, según el privilegio de la invención y la sentencia del apóstol: Caritatis non est exessus; no se peca por exceso de caridad. Lo positivo no puede restablecer el sentido de realidad a quienes por principio o costumbre viven en lo absoluto. Nada hay más ingenioso que el fanatismo que ya no puede servirse de la razón del más fuerte: el lobo se vuelve zorro, y la artimaña y la astucia suceden a los procedimientos violentos. He aquí un progreso del cual España misma ha recibido beneficios: la fuerza tiende a reconciliarse con el derecho. Es en cualquier caso singular que estemos obligados a razonar con el partido antaño condenado al silencio, cuando no a la cárcel, la tortura o la muerte. La razón del más fuerte no es la mejor perpetuamente. Ya que es necesario, razonemos, dicen hoy los defensores del pasado. Ninguna tesis se sostiene sin razonar, bien o mal.

De uno y otro lado la tesis es simple y está planteada muy claramente. Tenemos que escuchar a las dos partes. Unos, es cierto que poco numerosos, afirman con decisión:

«Somos un pueblo acabado, una raza caída, una nación en plena decadencia, que vive literalmente de los demás, por préstamo o imitación, que refleja el pensamiento, la ciencia y la filosofía de naciones extranjeras, y aun muy débilmente, como sombras de la cueva de Platón, pálidas imágenes de la realidad. Vosotros sois los responsables de nuestra degradación y de nuestro envilecimiento, que nos hace susceptibles de la piedad o la burla de las otras razas. Vosotros sois quienes no paráis de trabajar eficazmente en pro de nuestra irremediable decadencia, por vuestra tenacidad en glorificar lo que nos ha perdido, por vuestra obstinación en mantener la causa primera de nuestra ruina».

He aquí, en sustancia, lo que piensa y se atreve a decir una valiente minoría.

Sepamos ahora que contestan los demás, quienes constituyen una mayoría compacta y quienes, aunque menos generosamente que antaño, continúan viviendo de lo que a punto estuvo de acabar con España:

«La nación fue antaño próspera, grande y gloriosa entre todas. Que nos desvuelvan al pasado y la prosperidad, la grandeza y la gloria retornarán. Pensáis que el despotismo hizo daño; puede ser, pero la autoridad absoluta era de fe y todos se inclinaban piadosamente ante el rey, como ante Dios. Pretendéis que la Inquisición preservó la ortodoxia a costa de innumerables víctimas. ¡Qué error!, o más bien ¡qué lugar común ya rebatido! Salvo algunos infieles, algunos heréticos, algunos protestantes y gente de nada –judíos conversos y relapsos, moriscos sospechosos, fanáticos iluminados, morralla en una palabra–, la mano la Inquisición nunca se levantó sobre ningún hombre de mérito, y la sagrada consagración del Índice se mostró siempre liberal y clemente ante los autores y sus libros. Os parece que los jesuitas han corrompido las costumbres con su moral equívoca y rebajado el nivel de los estudios apropiándose a la larga de la enseñanza. ¡Qué ilusión! ¿Ignoráis que nuestros casuistas han penetrado hasta los últimos recovecos de la conciencia humana, y que el valor intelectual de España, desconocido en todas partes, fue revelado a una Europa maravillada por los jesuitas españoles refugiados en Italia? Y de nuestros místicos que han sondeado las más oscuras profundidades del corazón humano, ¿cómo podéis desconocer su influencia? ¿Quién ha desvelado los misterios del amor divino y los secretos de la sensibilidad devota? Afirmáis que España, totalmente entregada a las aventuras y absorbida por la devoción, descuidó el pensamiento hasta el punto de que no cuenta en la historia general de la ciencia y de la filosofía. La calumniáis sin saberlo, puesto que no conocéis ni a los eruditos ni a los filósofos españoles. Vuestros prejuicios os condenan a la ignorancia. No habéis leído, no sabéis leer a los grandes teólogos, casuistas, escolásticos, matemáticos, médicos y naturalistas que florecieron bajo los reinos de Carlos V y de su hijo. Nos admiraban en el Concilio de Trento. Enviábamos entonces profesores a las grandes universidades de Inglaterra, Francia, Países Bajos e Italia, sin hablar de los maestros que constituían la gloria de Salamanca y de Alcalá. Vuestra ignorancia os hace buscar fuera lo que aquí abunda. Los escritos de nuestros pensadores de todo género proporcionarían amplia materia no solamente para una historia de la filosofía española, sino a la historia de la filosofía general. De aquí salieron los primeros reformadores de la enseñanza y del método filosófico, los precursores que mostraron el camino a los italianos, franceses, alemanes, ingleses y flamencos. Nuestra filosofía empieza con Séneca, prosigue con San Isidoro, se abre con los judíos y árabes, crece con los filósofos catalanes, brilla con el resplandor más intenso en las escuelas, bajo el nombre de filosofía escolástica, o más bien de filosofía española, según la denominación de Leibniz. Finalmente, apareció Juan Luis Vives, y la filosofía se renovó. No hay ni un solo maestro moderno que no tome el relevo de este reformador universal».

Se dice que este gran humanista sobresalía sobre todo por el discernimiento. ¿Qué pensaría entonces de quienes carecen de él hasta el punto de atribuirle un papel que nunca fue el suyo? Nunca fue conciliador ni jefe de escuela; y para saberlo no necesitamos del aborto miserable de esa doctrina bastarda que aparece bajo el desacreditado nombre del eclecticismo. El juicioso Vives se extrañaría sin duda al verse glorificado y exaltado hasta la apoteosis por el partido ortodoxo, que no puede ignorar cómo el erudito Mayáns y Siscar, en la bella edición que le debemos de las obras de Vives, no se atrevió a incorporar su comentario de La Ciudad de Dios de San Agustín, en una época en la cual España disfrutaba de una relativa tolerancia.

Decididamente, los restauradores ortodoxos de la filosofía española no tiene buena mano. No supieron convenir que, para filosofar, hay que empezar librándose de todo prejuicio de escuela o de Iglesia, y que la duda metódica impone otras obligaciones que aquellas con las que se contentó Descartes. El buen Leibniz, pese a su vasta inteligencia, no pudo escapar al ridículo pretendiendo concordar dos elementos incompatibles, la verdad de arriba y la verdad de abajo, la revelación y la ciencia. No hay filósofo, por muy conciliante que sea, que quiera exponerse a merecer el calificativo de cínico y justo, del cual se sirvió Proudhon para pulverizar las maniobras del diserto sofista, chalán de la filosofía, que quiso con todas sus fuerzas asociar a Descartes con su triste oficio de intermediario. Que España se consuele, en su decadencia, de no haber producido un hombre como este.

Lo extraño de este proyecto de restauración de la filosofía española por la historia, es que Gómez Pereira, Huarte y Oliva Sabuco, los únicos que quizá merecen el título de filósofos, sean tratados como personajes secundarios, sin duda a causa de sus tendencias claramente sensualistas y empíricas. Parece asimismo difícil ligarles a Vives, erudito humanista, excelente pedagogo, audaz comentarista, pero ajeno a las ciencias naturales, y que no sabía nada de la naturaleza humana tal y como la conocían los médicos; de modo que en metafísica y psicología bien pudo dar con el método, pero sin discutir los principios. Es cierto que en España esos reaccionarios que se llaman neocatólicos aceptan todavía la absurda tesis de Jouffroy de la legitimidad de la separación entre la psicología y la fisiología, que resultan tan inseparables como la física y la moral, o empleando una comparación corriente, como las dos caras de una moneda. Los médicos del cuerpo también lo son, o deberían serlo, del alma. Hace ya mucho tiempo que los alienados no se entregan a las conjuraciones y aspersiones de los exorcistas, y no es nuevo el que los filósofos se crean obligados a conocer la patología mental y las afecciones del sistema nervioso. Las enfermedades del espíritu pertenecen a la ciencia del espíritu. Para filosofar con provecho es indispensable conocer la ciencia del hombre, la cual no fue cultivada por los escoláticos ni mucho menos por sus sucesores.

Por lo demás, hay que hacer justicia al fárrago en dos volúmenes que lleva el tentador e inexacto título de La Ciencia española (Madrid, 1887), del cual resumimos aquí la sustancia. Los autores no saben nada de la naturaleza viva ni de la vida. No conocen más que los libros. Ni siquiera han aprendido a leer entre líneas, lo que es indispensable para ciertos autores, como aquellos que han escrito bajo el ojo vigilante de la policía clerical con el privilegio del rey y la aprobación ordinaria. Estos hombres pensantes se figuran que basta con ser bibliófilo o bibliógrafo para ser un erudito, que el saber libresco pasa por erudición, como si la buena erudición pudiese bastarse sin el espíritu de discernimiento que es el genio mismo de la crítica. Ahora bien, la erudición tan sólo es un instrumento al servicio de la crítica. Si no se sabe utilizarla como Bayle o Fréret, más esconderse el saber y mostrar el espíritu. Lo que mejor nos presentan los tres autores de esta extraña compilación es el fondo de su corazón. Lo que sirve de compensación.

Hay dos autores de cuya buena fe no cabe sospecha. El primero es el honrado y laborioso profesor, Sr. Gumersindo Laverde Ruiz, ya citado, a quien corresponde el honor de haber imaginado desde el año 1859 que era posible escribir una historia de la filosofía española. Hombre ingenuo y cándido cuyo pensamiento es tan transparente como el agua clara.

El segundo se llama Alejandro Pidal y Mon. Es un resucitado de la Edad Media, un admirador apasionado del siglo decimotercero, un devoto de Santo Tomas de Aquino, por encima del cual no soporta a nadie. Este creyente de fe robusta no ve salvación fuera del tomismo, la único filosofía que quiere admitir. No se imaginan lo divertido que resulta, sin pensarlo, este hombre profundo que profesa el horror más profundo y el desprecio más soberano hacia aquello que llama espiritualmente las tres R, a saber, el Renacimiento, la Reforma y la Revolución. Ha visto bien que esta trilogía es una obra diabólica, contraria en consecuencia a la obra de Dios. Reniega de ella y la maldice con santa cólera, como si presintiese que el diablo, que ha sido en suma el gran obrero de la civilización, acabará adueñándose de la ciudad de Dios plantando allí su oriflama. Con una elocuencia digna de mejor causa, escribió también una singular carta de título significativo: Instaurare omnia in Cristo. ¡Pobre Cristo! Qué poco sospechaba el dulce profeta de Belén que algún día tendría por adeptos a los violentos y fanáticos que enarbolarían la cruz verde de la Inquisición, invocando con escarnio el lema de la divina misericordia: «No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva». La dulzura evangélica no parece muy compatible con el temperamento español. El ascetismo y la caridad toman caminos distintos y no apuntan a la misma meta. Entre San Juan de la Cruz y Torquemada había un abismo infranqueable. Y fue este último quien prevaleció. El inquisidor trataba al herético como el matador trata al toro recalcitrante. Es verdad que a la Inquisición, respaldada por el brazo secular, le horrorizaba la sangre: estrangulaba o quemaba a sus víctimas.

El tercer y principal cooperador de esta confusa obra común era el Sr. Marcelino Menéndez Pelayo, de la Academia española y de la Academia de la historia, profesor de literatura española en la Facultad de Letras de Madrid, dónde sustituyó al difunto Amador de los Ríos, laborioso y pesado escritor. A este joven se le considera en España un prodigio, a pesar del proverbio bíblico de que nadie es profeta en su tierra. Aunque provenga del norte, dónde la seriedad es tradición, posee la desenvoltura y aplomo de los andaluces, que son los gascones de España. Superaría sin esfuerzo al diplomático cordobés, Sr. Juan Valera, cuya desfachatez está al menos atemperada por un punto de escepticismo y cierto toque de buen sentido. Destaca particularmente en esa erudición fácil del bibliófilo y del bibliógrafo. Desde hace más de quince años de calaveradas no deja de llenar de citas sus numerosos volúmenes, que certifican una extraordinaria facilidad, cuando no una rígida probidad.

A este fecundo autor de memoria sobrecargada, le complacen las compilaciones enormes. Se desahogó en su Historia de las heterodoxias españolas, recopilación de monografías –ninguna definitiva–, y en esa Historia de las ideas estéticas en España, que es un verdadero caos. Estas monstruosas obras, desde el punto de vista del método, recuerdan el verso de Horacio sobre Lucilo:

Quum flueret lutulentus, erat quod tollere velles.

Es agua fangosa que hay que pasar por un filtro. Muchos hechos que se acumulan en desorden; muchas reminiscencias, ninguna originalidad, y esa abundancia profesoral que recuerda totalmente a aquella del clásico refectorio: el agua que ahoga el vino.

¿Cuándo veremos un libro de este fecundo autor? Quizás cuando le crezcan las ideas. Hasta ahora tan solo se perciben tendencias, nada dudosas. Es un ortodoxo ultramontano que se complace profesando una fe variada, desleída y amplificada, que se resume en esta fórmula. Soy católico, apostólico, romano. Si no nueva, la declaración es clara, de ahí que no nos extrañe el aforismo en el que desemboca: Creo que la verdadera civilización está dentro del catolicismo.

Si esta convicción es sincera, es fácil presentir la doctrina de un maestro de la juventud que tan bien supo aprovechar sus lecturas y la experiencia de los siglos, resumidas en la historia. No es hacia Francia hacia donde le conducen sus simpatías: Rabelais, Montaigne, Bayle, Voltaire no logran complacer a este erudito de gusto delicado, quien nunca desdeña lo bastante a la falsa y miserable filosofía francesa: La falsa y mezquina filosofía francesa de la pasada centuria. Con tal disposición de espíritu, poca indulgencia o justicia puede mostrarse hacia aquellos valerosos hombres que creyeron hacer bien inoculando en España la filosofía de los pueblos pensantes, cuyo pensamiento nunca fue prohibido. De ahí ese rencor contra Sanz del Río y aquel ensañamiento contra el más fiel y distinguido de sus discípulos, el íntegro y valiente Salmerón, al cual la reacción ultramontana no perdona el haber mantenido que en España los derechos de la razón están amenazados y, lo es más grave, el haberse atrevido a soñar, en un primer ensayo, una República aclimatada en el país de Torquemada y de Felipe II. Inde irae. Ya son hechos consumados que tan sólo cabe proclamar. Si el Sr. Salmerón no tiene motivos para sentirse orgulloso de su antiguo alumno, cuando menos puede satisfacerle la furia que engendra una enseñanza que se resume así: Respeto absoluto a todas las libertades, a la razón y a la vida humana. Esta enseñanza es bastante reciente para España, y toda novedad desagrada a los partidarios de la vieja tradición.

Lo que particularmente indigna a esta buena gente, antaño llamados Cristianos viejos, es que los innovadores vayan a buscar fuera, en el extranjero, muchas cosas de las que, según ellos, España está abundantemente provista. De ahí ese proyecto de una historia de la filosofía española, sin temor a trazar un programa asociado a la teología.

Esta ciencia divina no se enseña en las universidades españolas. Su monopolio lo detentan a los grandes seminarios. Una reforma útil y urgente consistiría en arrancar la teología del santuario e introducirla en la Facultad de arte, dónde coronaría los estudios filosóficos. ¡Secularizar la teología! El proyecto puede parecer audaz. Pero no hay otro medio para mantener en cintura a la filosofía y volver a los buenos tiempos de la escolástica. Saliendo de una clase de Hegel, Augusto Comte o Darwin, tendríamos el gusto de escuchar la exposición de las máximas de Suárez o Escobar, la opinión de Molinos sobre el quietismo, o algún comentario chocarrero sobre el famoso libro De matrimonio del muy púdico Sánchez.

La juventud española debe desear vivamente que el buen amigo de los obispos se convierta en ministro de la enseñanza pública, a fin de poder iniciarse, sin pasar por el seminario, en las curiosidades teológicas. Sería gracioso comparar, en el mismo local, a la dueña envejecida con la sirvienta emancipada, y saludable encontrar el antídoto al lado del veneno.

No es difícil adivinar el objetivo de semejante asociación. El profesor académico estima que España ha estado felizmente protegida de la herejía por el Santo Oficio de la Inquisición, que admira y bendice como la mejor fórmula de la unidad nacional. Quisiera por lo tanto una filosofía sabia, razonable, ortodoxa, complaciente y deferente ante la teología, ancilla theologiae; una academia especial, una academia especial de filosofía española; una revista fundada expresamente para la propaganda de esta filosofía esencialmente y exclusivamente española, la fundación de una revista, que exclusivamente tuviese por objeto la propaganda en favor del estudio de la filosofía española. No es todo: una sociedad de bibliófilos debería consagrarse a la publicación de una biblioteca de filósofos españoles, y como la mayoría de esos filósofos son teólogos, sería oportuno restablecer algunas congregaciones religiosas que se encargarían de esta delicada tarea con todas garantías para la fe ortodoxa.

He aquí en suma los deseos y quejas de ese pequeño Ozanam y ese pequeño Veuillot, que no debe carecer de apoyos en el episcopado español, dónde se infiltraron hace algunos años un buen número de religiosos agustinos, dominicanos y jesuitas. Muchos de estos últimos están en las academias. Al futuro historiador de la filosofía española no podría faltarle su aprobación. No perderá nada engordando en una nueva compilación el compendio ya espeso de sus obras completas.

¡Pobre España!

J.-M. Guardia


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José Miguel Guardia Bagur 1890-1899
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