A la manera que los histéricos llegan a perder el recuerdo de sus estados anteriores de conciencia, con lo cual se rompe la continuidad de su vida consciente y se desorganiza su actividad cerebral, así también el pueblo español, agotado por las guerras y los infortunios de toda clase, al comenzar el siglo XIX, si no llegó a perder en absoluto la memoria de sus grandes héroes y conquistadores, es lo cierto que las ideas y doctrinas de sus antepasados quedaron completamente en el olvido, interrumpiéndose de esta suerte la tradición del pensamiento filosófico español.
Cuando más adelante algunos espíritus de temple extraordinario, sobreponiéndose al pesimismo y general desconfianza, penetraron en la historia adentro de su pueblo, llenáronse de admiración y de entusiasmo al contemplar de cerca la labor científica de sus ascendientes injustamente olvidada. Este patriótico ardimiento en ponderar la importancia y los alcances de las doctrinas y de los escritos de nuestros antepasados, no surgió con la misma intensidad en el ánimo de nuestros investigadores de hace treinta años, y discutieron entre sí sobre la exactitud y trascendencia de la frase filosofía española, llegando algunos a decir que la vida de nuestro pasado filosófico no había sido más que un eco o resonancia del pensamiento extranjero.
Pero esta discusión, lejos de entibiar la naciente investigación, le sirvió de poderoso estímulo para rebuscar en códices y pergaminos las huellas de la filosofía española. Los primeros ensayos fueron tan insignificantes y fragmentarios, que no dan ni siquiera un esbozo de lo que había sido nuestra filosofía, hasta que el esfuerzo colosal de D. Marcelino Menéndez y Pelayo logró reconstruir con su Historia de los heterodoxos, de las Ideas estéticas, La ciencia española, y con multitud de monografías, lo más saliente de la especulación filosófica en el pueblo español, descubriendo al propio tiempo horizontes a la investigación histórica y nuevos métodos a todo [548] linaje de estudios de erudición y de crítica. La fecundísima labor dio nueva vida a pensadores y libros totalmente ignorados; reveló multitud de conexiones y enlaces de nuestros filósofos con las doctrinas que mayor boga tuvieron en la filosofía europea; nos indicó que un gran número de sistemas y teorías filosóficas tenían sus precursores en la filosofía española, y, finalmente, desembrolló muchísimos puntos de nuestra historia, enmarañados a veces, no tanto por la ausencia de noticias como por las discusiones de críticos inexpertos o indolentes.
A su ejemplo han aparecido en estos últimos años un gran número de trabajos de historia de la filosofía española, algunos muy interesantes y macizamente construidos; pero nadie había intentado una labor sintética y de conjunto como la que se ha propuesto el Sr. Bonilla y San Martín{1}.
La simpatía y el aplauso que tal labor nos merece, y el esfuerzo grandísimo de erudición que representa, nos han impulsado a analizarla detenidamente; con lo cual, a la vez que procuramos rendir nuestro homenaje al primer volumen de Historia de la filosofía española, damos a nuestros lectores una información amplia de su contenido.
* * *
Como la historia de la filosofía es «la exposición de las investigaciones hechas por el hombre acerca de las primeras causas de los fenómenos, en determinados lugar y tiempo», con agregar a esta noción la circunstancia de realizarse las investigaciones en territorio español, tendremos explicado, dice el Sr. Bonilla, el concepto de historia de la filosofía española, sin que esta frase signifique que ha habido en nuestro pueblo «un modo especial de investigar las primeras causas peculiar y exclusivo de España»{2}.
Comprende la historia de la filosofía española las siguientes [587] épocas: Tiempos primitivos. – Época romana. – Época goda. – Siglos VIII al XII. – Siglos XIII-XV. – El Renacimiento. – Siglos XVII y XVIII. – Siglo XIX. – Las tres primeras y el período cristiano de la cuarta, son objeto del presente volumen.
A tal extremo lleva su preocupación de ser completo, que su investigación empieza con los tiempos prehistóricos, recogiendo las escasísimas noticias que sobre las creencias de los primeros pobladores de España se encuentran en algunos geógrafos e historiadores de la antigüedad, y completándolas con las hipótesis de los antropólogos sobre el hombre primitivo{3}. De todo esto y de algunos vestigios arqueológicos, deduce el autor la influencia, pero sin llegar a determinarla, de egipcios, griegos y fenicios en los primitivos moradores de la península, y sospecha que su religión debió ser politeísta. Hace mención especial de las tradiciones referentes a Gargoris y Gerión, esforzándose en buscar el sentido alegórico de esos dos personajes legendarios que reinaron en territorio español, y supone que se trata de una nueva forma del mito solar. Pero dejemos los tiempos de la leyenda y de la conjetura para entrar en el período verdaderamente histórico.
En él encontramos, en primer término la brillante figura de Séneca, el filósofo de mayor relieve entre todos los españoles que aparecen en este libro. Así lo ha considerado, y con razón, el Sr. Bonilla; por eso su labor sobre el eminente filósofo cordobés, más bien que un capítulo de una historia general, es una monografía de Séneca y el senequismo. No se ha limitado a presentar minuciosa y objetivamente las doctrinas de Séneca, siendo de notar con aplauso el examen que ha hecho de los siete libros Naturalium quaestionum, documento muy interesante para conocer la física del estoicismo, sino que a la exposición de las doctrinas precede una biografía muy documentada, procurando atenuar la contradicción señalada con excesiva complacencia por la generalidad de sus biógrafos entre la moral que practicó y la que recomendó en sus escritos el restaurador del estoicismo en el Imperio romano, y la sigue un estudio bibliográfico de las ediciones, traducciones y manuscritos antiguos de las obras de Séneca, con el objeto de apreciar su influencia en la historia general de la filosofía. [588]
Echase de menos, sin embargo, la indicación de aquellos caracteres privativos del pensamiento de Séneca y que precisamente dieron origen a la nueva forma que adquirió el estoicismo entre los romanos. Tal es, por ejemplo, la aplicación de la finalidad práctica como criterio para juzgar de la importancia de las cuestiones filosóficas. Por ello fustiga nuestro filósofo, con dureza y repetidas veces, en sus cartas, el afán inmoderado de saber y de especular{4}. Consecuente con ese criterio, prescinde de las discusiones de lógica que tanto habían interesado a los mismos estoicos que él reconoce como maestros suyos. Y adelantándose a la objeción que pudieran hacerle por tratar de las cosas de la naturaleza y de Dios, dice que si bien estas especulaciones a formatione morum recedunt, sed levant animum et ad ipsarum quas tractant rerum magnitudinem adtollunt (Ep. 117, 19); de suerte, que tales discursos sólo nos interesan en cuanto pueden contribuir de algún modo a la práctica de la virtud, levantando el espíritu de las cosas corpóreas, y adquiriendo por ese medio la independencia y ecuanimidad del justo.
Otro tanto puede decirse de la teoría del daimón y de la necesidad de la ayuda de Dios para practicar el bien, que el Sr. Bonilla no menciona, y es cabalmente otra de las modificaciones que Séneca aporta al estoicismo romano{5}.
Con esta doctrina se enlaza aquella otra, también senequista, sobre la debilidad moral e imperfección del hombre, llevada hasta el extremo de que para el filósofo cordobés nadie está libre de faltas y de vicios, porque al lado del elemento racional o divino, y [589] en oposición con él, tenemos el cuerpo o la carne, como él la llama despectivamente.
Marco Fabio Quintiliano y el pitagórico Moderato de Gades, del cual sólo nos quedan unos fragmentos que el autor reproduce en los apéndices, completan este primer período de la época romana.
A pesar del prestigio y nombradía que alguno de estos filósofos de la época romana adquirió posteriormente, es indudable que no influyeron entre los compatriotas de su tiempo. A Roma debían su educación científica, y también fue Roma la que disfrutó exclusivamente de sus talentos y doctrinas, así que necesitamos pasar por alto dos siglos más para encontrar algún pensador de origen español con quien enlazar (si a tan larga distancia se pueden verificar tales conexiones) ese período de nuestra historia con el período cristiano que el Sr. Bonilla incluye dentro de la época romana.
Hosio, Prudencio, Prisciliano y Baquiario, son los personajes más salientes de este período, y todos ellos acuden a las doctrinas del Evangelio como fuente principal de su inspiración filosófica, bien para adornarlas con el hermoso ropaje de la poesía, bien amalgamándolas con elementos extraños, el gnosticismo principalmente, bien exponiéndolas en forma sencilla y con ligeros comentarios{6}.
Con más vigor y más netamente español aparece el pensamiento filosófico en la época goda, pues no necesitamos recurrir para tejer la historia de nuestra filosofía, a españoles que viven en Roma y allí se educan y allí se leen sus obras, ni tenemos que prodigar el título de filósofo para que figuren algunos nombres más en la enumeración. Ya no nos encontramos con personajes aislados sin relación con el ambiente y con la raza, sino que asistimos a la formación de pequeños núcleos de vida científica diseminados por varias regiones de la península, como son principalmente Toledo, Sevilla, Braga y Zaragoza, y aunque buscan su alimento y principal aspiración en el comento de la Sagrada Escritura y en la explicación y apología [590] del dogma cristiano, el escriturista y el teólogo aprovechan para esa labor las especulaciones de la razón.
Como representantes de nuestra filosofía en ese período estudia el Sr. Bonilla al presbítero de Braga Orosio, precursor de Bossuet por el providencialismo que se advierte en sus siete libros de historia, al moralista San Martín Dumiense, a Liciniano, obispo de Cartagena, que en su carta al diácono Epifanio{7} reproduce las ideas de San Agustín y de Claudiano Mamerto, para demostrar la inmortalidad del alma, y a San Isidoro de Sevilla, cuya inmensa labor expone detenidamente, sin omitir la biografía y la indicación de las ediciones y de los códices que se conservan en algunas bibliotecas españolas, e informándonos de la grandísima influencia que dentro y fuera de España ejerció durante la edad media nuestro ilustre polígrafo. San Braulio, San Ildefonso, Tajón y San Julián cierran este brillantísimo período de la filosofía española.
Si bien las obras de estos dos últimos interesan principalmente a la historia de la teología, quien se proponga describir el pensamiento filosófico en España, no puede limitarse a copiar el índice de las Sentencias de Tajón y apuntar ligerísimas indicaciones de los escritos de San Julián; sino que habrá de entresacar las doctrinas metafísicas que aparecen como razonamiento de tal o cual dogma cristiano mezcladas con el comentario de la Sagrada Escritura.
Por ese procedimiento hubiera encontrado el Sr. Bonilla en las obras de Tajón los orígenes de la organización científica de la moral cristiana, y en el Prognosticon futuri saeculi de S. Julián, los comienzos del tratado teológico De futura hominis vita y de ese capitulo De anima separata, tan interesante dentro de la psicología escolástica.
Pasado aquel fervor científico de la llamada Escuela Isidoriana, que termina con S. Julián (siglo VII), la especulación filosófica casi [591] desaparece por completo en nuestra patria, y hasta llegar a la Escuela de traductores de Toledo (siglo XII) sólo encontramos algunas discusiones teológicas y libros de apologética, sin importancia en su aspecto filosófico. La polémica de Beato y Heterio con el adopcionista Elipando, el libro de praedestinatione de Prudencio Galindo contra Escoto Eriúgena, algunas obras de S. Eulogio y Álvaro Cordubense, que son principalmente de carácter histórico y de apologética circunstancial, y el libro del abad Sansón contra Hostegesis, obispo de Málaga, que atribuía a Dios forma humana, señalando la parte más alta del cielo como lugar de su residencia; he aquí lo que ofrece la filosofía española del siglo VIII al XII.
Quizá por esta falta de materiales ha podido el autor alargar ese capítulo de su historia, con cuestiones no del todo pertinentes. Una de esas cuestiones se refiere al concepto de la escolástica. Para el Sr. Bonilla, y copiamos sus palabras, «Escolasticismo, como Socialismo, Individualismo o Anarquismo, no es palabra que lleve envuelto un programa concreto y definido, sino vocablo que señala, en general, una tendencia... Ahora bien, esa tendencia que el escolasticismo representa y encarna, consiste en lo siguiente: A) Por una parte, el supremo criterio de verdad para estos filósofos, es la Sagrada Escritura (Antiguo y Nuevo Testamento). B) Por otro lado, la exposición de la doctrina suele tener carácter polémico, es decir, que se discute el pro y el contra de todas las cuestiones»{8}. No entraremos a examinar esta apreciación que se nos antoja un poco aventurada, y por otra parte, sin arraigo ni trascendencia en la marcha general del pensamiento del autor. Para convencerse de ello, basta que se fije el lector en esta sencilla reflexión. De ser esos los caracteres de la escolástica, tendríamos que el tradicionalismo era su nota fundamental, y los grandes Maestros de la escolástica han rechazado esa doctrina y la Iglesia la ha condenado. Por otra parte, el Sr. Bonilla, seis páginas más adelante, ya se ha olvidado de los caracteres que atribuye al Escolasticismo. Véase lo que escribe de Escoto Eriúgena, que para él es el fundador de la Escolástica: «Escoto es, además, un racionalista convencido. Nadie ha abogado tan brillantemente como él en la antigüedad ni en los tiempos modernos, por los fueros de la razón humana... Es también Escoto el precursor más definido que tiene Descartes.» Es decir, que si hubiera intentado comprobar la existencia de esos dos caracteres empezando [592] por el fundador de la Escolástica, habría visto por lo menos la necesidad de explicar esta anomalía, ¿cómo puede ser racionalista el que resuelve las cuestiones tomando por criterio, no su razón, sino la Sagrada Escritura? Pero dejemos a un lado esta pequeña digresión y volvamos a la historia de la filosofía española.
Si en esos cuatro siglos del VIII al XII, nuestra filosofía apenas da señales de existencia, a fines del siglo XII ábrese una nueva era, de la que con razón puede envanecerse el sentimiento patrio al ver cómo por los trabajos de la inmortal escuela de Toledo fueron divulgadas por el Occidente, ya las obras de los principales pensadores de raza hebrea y árabe, ya las de la antigüedad griega que los musulmanes conocieron por mediación de los cristianos de Siria.
La figura más saliente de aquel colegio de traductores es Gundisalvo, no sólo por sus traducciones, que fueron muchas, si que también por sus obras originales. Las múltiples investigaciones modernas han logrado esclarecer los muchísimos puntos oscuros que sombreaban la personalidad del ilustre arcediano de Segovia. Teniendo en cuenta el Sr. Bonilla todos esos trabajos de crítica, ha podido recopilar las últimas conclusiones sobre la materia, presentándonos la indicación completa de las traducciones que Gundisalvo hizo por sí mismo, y de aquellas otras en que le ayudó Juan Hispalense. Con verdadero amore nos describe las ideas de Gundisalvo en sus libros De procesione mundi, De unitate, De anima, De inmortalitate animae, De divisione philosophiae, &c., procurando señalar las fuentes en que se inspiró y su influjo en filósofos posteriores de la Edad Media.
Con la enumeración de las traducciones hechas en Toledo por Gerardo de Cremona, Roberto de Retinnes, Hermann el dálmata, Miguel Escoto y Marcos, canónigo de Toledo, termina este primer volumen de la historia de la filosofía española.
Quien acometa su lectura con la idea preconcebida de que va a encontrar en el pensamiento filosófico de nuestros ascendientes algo semejante a la evolución gradual, sucesiva y sin interrupciones que se observa en el crecimiento de los organismos individuales, sufrirá un completo desencanto. Ni las doctrinas de Hosio, Prudencio y Prisciliano tienen conexión alguna con las de Séneca, Quintiliano y Moderato de Gades, ni los grandes escritores que florecieron en la monarquía visigoda pueden considerarse como verdaderos precursores de la escuela de Córdoba o de los traductores de Toledo. Y esta falta de conexión no ha de atribuirse a descuido del historiador, [593] que no acertó a descubrirla, sino a que el alborear de nuestro pensamiento filosófico, antes de haber arraigado suficientemente en la masa social para continuar sin interrupción transmitiéndose de unas a otras generaciones, se vio ahogado repetidas veces en sus comienzos, bien por trastornos políticos, bien por otras causas. Si hubiéramos de describir gráficamente el nacimiento de la filosofía española, no podríamos compararlo con la formación de los grandes ríos por pequeños afluentes, sino con las intermitencias del arco voltaico en que una iluminación sucede a otra, sin que la primera sea el determinante de la segunda, no habiendo otra conexión entre ellas que la identidad del lugar en que se produce el reverbero de la chispa. Recuérdese en comprobación de esto la falta de continuidad y de enlace en los períodos anteriormente descritos.
Estimamos que el autor, lejos de perder de vista la influencia de los filósofos, la ha exagerado evidentemente en muchas ocasiones. Así, por ejemplo, se le figura ver el espíritu senequista en las Coplas de Jorge Manrique y en la Epístola moral a Fabio, cuyas sentencias y máximas morales recuerdan el libro de Job y los sapienciales, y su ambiente de ternura y resignación cristiana no se compadecen con la frialdad y el pesimismo desesperante del filósofo de Córdoba. Todavía nos parece más aventurada la afirmación de que «la doctrina senequista acerca del Bien, ha influido, sin duda, juntamente con el cristianismo, en la Crítica de la razón práctica, de Kant» (pág. 124). Y tras este salto mortal resulta Sanz del Río informado también por el espíritu de Séneca (pág. 163), y los personajes de la novela picaresca encarnación del senequismo (pág. 159). Estas relaciones podrán ser más o menos ingeniosas, pero como apreciación histórica no tienen valor, son evidentemente exageradas{9}.
No nos ha sorprendido menos la afirmación de que Bossuet se inspiró en Orosio «como primer representante de una Filosofía providencialista de la historia, iniciada ya por San Agustín» (pág. 214). [594] Ni hay tal providencialismo en las historias de Orosio, ni es verosímil que el Obispo de Meaux conociera la obra del presbítero de Braga. Este, por indicaciones de San Agustín, se propone sencillamente resolver este argumento del paganismo: «praesentia tantum tempora veluti malis extra solitum infestissima ob hoc solum quod creditur Christus et colitur Deus», y para hacer ver que esas calamidades no son nuevas, va entresacando de las historias «quaecumque aut bellis gravia, aut corrupta morbis, aut fame tristia, aut terrarum motibus terribilia, aut inundationibus aquarum insolita, aut eruptionibus ignium metuenda, aut ictibus fulminum plagisque grandinum saeva, vel etiam parricidiis flagitiisque misera, per transacta retro secula reperissem, ordinato breviter voluminis textu explicarem». Así lo dice en el prólogo, y así lo cumple. Si alguna reflexión se le ocurre en vista de todas esas calamidades porque ha atravesado la humanidad, no es para señalar los decretos de Dios que las permite como castigo, ni tampoco las reprueba por motivos de orden moral, sino por las privaciones y penalidades que producen en el hombre. Y al ponderar en el libro V, c. I, las ventajas de su tiempo, no se apoya en consideraciones de carácter sobrenatural, sino que llama la atención acerca de la mayor tranquilidad con que se podía viajar por todos los países del imperio, sin temor a ser atropellado en sus derechos o tratado como enemigo. Tan sólo dos o tres veces menciona en su libro la providencia, pero esto nada significa, tratándose de un autor cristiano{10}.
Más importancia tiene para el filósofo el Apologeticus contra Pelagium, que sus libros de historias; pues en él, expone Orosio el concepto de la libertad, y aun reconociendo la necesidad de la gracia para obrar el bien, no por eso suprime el concurso del libre albedrío. El Sr. Bonilla hubiera podido utilizarlo para conocer mejor [595] la doctrina de San Agustín{11}, puesto que se trata de un discípulo que vivió en íntima comunicación espiritual con el obispo de Hipona. En ese libro dice Orosio, que Dios no ha criado nada malo, que el hombre tiene verdadera libertad para desear el bien y aborrecer el mal, y que la consecuencia del pecado original no ha sido suprimir la libertad, sino debilitarla. Y se apoya en esta consideración tan sencilla, a saber: si el hombre hubiese perdido la libertad, Dios no podía imponerle precepto alguno, puesto que carecía de medios para cumplirlos.
El Sr. Bonilla no se preocupa lo bastante en poner de relieve la individualidad científica de los personajes que aparecen en su libro señalando la característica de su pensamiento y de su método; así que el lector no se entera bien de si los extractos de ideas que se le ofrecen bajo tal o cual nombre, le corresponden como fruto original de su pensamiento, o se le atribuyen tan sólo como repetidor o comentarista del pensamiento ajeno.
Ni siquiera se ha cuidado de señalar los caracteres que distinguen a cada uno de los períodos, y suponemos que esa división que él hace de la historia de la filosofía española, responderá a la diversidad de tendencias, de métodos, de cuestiones que él habrá observado en cada una de esas épocas. Pero no ha querido darnos la clave de esa división, y si alguna vez la apunta lo hace en términos de extremada vaguedad. Véase, por ejemplo, cómo describe el estado de la filosofía en España al aparecer el cristianismo: «Desde el punto de vista filosófico, existían por entonces en España las más variadas tendencias; el romanismo imperaba superficialmente en Gallaecia y Lusitania; de un modo más profundo en la Tarraconense y en la Bética. Pero, además, el elemento oriental, aportado especialmente por las colonias fenicias y griegas, perduraba de un modo visible en la Carthaginense, donde la doctrina pitagórica contaba con partidarios. Y la tradición celtibérica, no ahogada por [596] completo por el romanismo, latía en el fondo de tan diversas manifestaciones» (pág. 179). Para el autor quizá tengan un significado preciso esas palabras de romanismo, elemento oriental y tradición celtibérica, mas la generalidad de los lectores, y yo no me exceptúo, no llegamos a vislumbrar qué doctrinas o tendencias filosóficas ha querido designar con esas palabras.
Mas si el historiador de la filosofía puede poner algún reparo a la obra del doctísimo profesor de la Universidad Central, el erudito y el bibliógrafo admirarán siempre la riqueza de información y la minuciosidad con que ha recogido las noticias de ediciones, códices y libros pertinentes a nuestros filósofos. Por eso, aun cuando la obra no tuviese otros méritos, que los tiene, bastaría ese sólo para estimarla como imprescindible a todo aquel que sienta algún interés por la historia de nuestra filosofía.
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{1} Historia de la filosofía española (desde los tiempos primitivos hasta el siglo XII), por Adolfo Bonilla y San Martín, Catedrático en la Universidad Central, &c., &c. Madrid, Librería general de Victoriano Suárez, 1908.
{2} «Hay filosofía en un país, cuando existen en él filósofos, como hay ciencia cuando existen hombres de ciencia; y existen filósofos, cuando se producen pensadores independientes (sin independencia de criterio no hay verdadero filósofo) que reflexionan acerca de las primeras causas de los fenómenos. En tal concepto, España tiene tanto derecho a hablar de su filosofía, como Francia, Italia, o cualquier otro pueblo del mundo», pág. 41.
{3} Y no lleva su investigación más adelante, porque a ejemplo de Darwin, supone que las primeras formas ancestrales del hombre, no debieron tener filosofía ni religión.
{4} Paucis est ad mentem bonam uti litteris; sed nos ut coetera in supervacaneum diffundimus, ita philosophiam ipsam, quemadmodum omnium rerum, sic litterarum quoque intemperantia laboramus; non vitae sed scholae discimus. Ep. 106. Plus scire velle quam sit satis, intemperantiae genus est. Ep. 47. Y podrían aducirse otros muchos pasajes en los que consigna su desprecio a la especulación.
{5} En la Ep. 41 dice: Non sunt ad coelum elevandae manus nec exorandus aedituus ut nos ad aures simulacri, quasi magis exaudiri possimus admittat; prope est a te Deus, tecum est, intus est. Sacer intra nos spiritus sedet, malorum bonorumque nostrorum observator et custos; hic prout a nobis tractatus est, ita nos ipse tractat... Bonus vero vir sino Deo nemo est; an potest aliquis supra fortunam nisi ab illo adjutus exurgere? Y en la Ep. 73, Deus ad homines venit, immo, quod est proprius, in homines venit; nulla sine Deo mens bona est. Semina in corporibus humanis divina dispersa sunt, quae si bonus cultor excipit, similia origini prodeunt et paria his, ex quibus orta sunt surgunt, &c.
{6} Lejos de ser el cristianismo, como escribe el Sr. Bonilla, «una doctrina religiosa sin cosmogonía ni metafísica», a él se debe principalmente el nacimiento de nuestra filosofía. Desde su aparición en el territorio español, comienzan a interesar los problemas del origen del mundo, existencia de la libertad, origen del mal, naturaleza del Ser supremo, destino del hombre, aspecto moral de la vida, cuestiones eminentemente metafísicas y cosmogónicas que surgieron por la necesidad de la explicación racional de otros tantos dogmas cristianos. La razón filosófica se despertaba precisamente a impulso de las doctrinas ultrametafísicas que la revelación le proponía.
{7} En el pasaje de esta carta traducido por el autor (pág. 221), hay una pequeña errata. Dice así: «Acerca de lo cual se distinguen con mucha verdad tres movimientos de las naturalezas: uno de Dios, que no está en el tiempo ni en el lugar; otro del espíritu racional, que solamente está en el tiempo. Pero quizá responderá, &c.» Como se ve, falta una tercera clase de movimiento. El Sr. Menéndez y Pelayo ha traducido ese mismo pasaje (Heterodoxos, pág. 185) en estos términos: «Y por eso distinguimos bien tres naturalezas: la de Dios que ni está en tiempo ni en lugar; la del espíritu racional, que está en tiempo, más no en lugar; la de la materia, que está en lugar y en tiempo» etcétera. En el apéndice V, ha reproducido el Sr. Bonilla esta interesante epístola.
{8} Cfr., página 279.
{9} Tampoco comprendemos que amenazando con el ridículo al que le responda negativamente, pregunte en estos términos: ¿Quién dejará de llamar filósofos a escultores como Fidias y pintores como Velázquez y el Greco? Sin embargo, nos atrevemos a replicarle: ¿por qué no los ha incluido en su lista de filósofos españoles? –Haciéndose eco de Schopenhauer, a quien admira como «el filósofo moderno que mejor ha comprendido y conocido la Historia de la Filosofía» (pág. 284), llama a Sócrates despectivamente pedagogo sin doctrina y sin fecundidad. Indudablemente el Maestro de Aristóteles, Platón, &c., bien merece el desprecio porque cualquier pedagogo saca mejores discípulos. –Tratando de descubrir el alma española, nos dice: que a semejanza del pueblo inglés, nos hemos preocupado más de vivir que de abstraer, y lo mismo nos importa escuchar a Ortí y Lara que a Sanz del Río (pág. 23). ¿Si las luchas y guerras civiles en que fue tan pródigo el siglo XIX, habrán sido inspiradas y provocadas por motivos económicos, y no por ideales de religión y de libertad como nos han dicho hasta el presente?
{10} Mejor que en Orosio hubiese encontrado la aplicación del dogma de la providencia a los destinos de la humanidad en el poema De Deo de Draconcio, al cual no dedica ni una línea. Omisión injustificada, no sólo porque el poema es eminentemente filosófico, sino también porque lo utilizaron para sus escritos San Isidoro, San Ildefonso y San Eugenio.
{11} Ni San Agustín ha dicho jamás, como le atribuye el Sr. Bonilla, que el hombre «en virtud del pecado original, perdió el libre albedrío para amar a Dios», ni que «Dios ha predestinado a unos a suplicios eternos, &c.» (pág. 282). Y es que no ha tenido en cuenta las precauciones que recomendaba Leibniz para conocer el pensamiento de San Agustín. «Ex Agustino plane contraria videntur exsculpi posse, verbis ejus e sua sede dimotis... Sed nexus meditationum tollere hanc dubitationem potest, et valde versatum esse oportet in lectione Agustini et librorum ejus diversorum nosse tempora, scopos, synopsim, qui locis ex eo excerptis decipi non vult». L. Dutens, vol. II, pág. 297. Guil. Leibnitii opera omnia. Genevae, 1768.