Llagas sociales
Viene ocupándose estos días El Radical del juego. Hablemos hoy del grave mal que corre parejas con aquél y ensancha la fosa en que se entierra a la moral pública.
El progreso, la evolución de la sociedad, tendiendo continuamente hacia su relativo perfeccionamiento, sólo ha conseguido éste en el orden intelectual y físico mediante el portentoso desarrollo de las ciencias e industrias, que tan notables beneficios reportan; mas no bajo el aspecto moral, por cuanto las modernas costumbres llevan en sí gérmenes de vicio y corrupción sólo comparables a los de Roma Imperial, a los de aquella Roma donde toda manifestación de impudor era galardón prestigioso; donde el más refinado sensualismo se asentaba.
Siempre se ha considerado la prostitución como expresión gráfica, real y exacta de la inmoralidad, como engendro predilecto de esta.
Se ha dicho que la prostitución es un mal necesario; lamentable verdad, que ha sido negada por algunos escritores con argumentos más o menos lógicos y discutibles, pero faltos siempre de la realidad que la historia y los hechos de consuno nos muestran. Si aquello que va íntimamente unido a la Sociedad, que de tal modo arraiga en ella, que la sigue y acompaña siempre y en todo lagar y contra todo esfuerzo, se considera como inevitable, claro es que la prostitución ha de ser reconocida como llaga social incurable y necesaria. ¡Qué vergonzoso es para nuestra época, el reconocimiento de su impotencia ante el hondo mal que tan funestos resultados produce!
De lo único que puede vanagloriarse nuestro período contemporáneo, con respecto a la prostitución, es de haber abolido la infame trata llamada de blancas, como distintivo de la negrera que se hacía entre varios pueblos, en alguno de ellos con el beneplácito de sus gobernantes. La mujer, objeto de este infame tráfico, era tratada de modo cruel; muchas de ellas, arrastradas violentamente para satisfacer la lascivia de hombres que en vez de hacer de esta preciosa mitad de la humanidad una amiga, una amorosa compañera que endulce los momentos de angustia, hace como los antiguos ciudadanos romanos una mercancía, que después de disfrutada puede dejarse con solo aquella fórmula «Restuas tibi habito» que empleaba el varón romano para desechar a su cónyuge…
Si bien es cierto que el problema de la prostitución preocupa (no mucho), a las clases directoras, no es menos cierto, infortunadamente, que éstas no hacen cuanto de ellas depende, no ya para su total desaparición, por ser ésta terrible, sino para amortiguar y disminuir sus tristes efectos, tanto en el orden familiar como en el público, impidiendo la desesperante y rápida degeneración de la raza, y la desgracia de muchos seres que en la plenitud de la vida arrastran una vejez prematura, minada su existencia por el virus de la muerte que anticipadamente les abre las puertas del sepulcro.
Algunos escritores recordando la prohibición que de ejercer su oficio pasó durante varios años sobre las prostitutas de nuestro país, aconsejan como medida radical el empleo de tal disposición en los actuales momentos, sin tener en cuenta sus efectos contraproducentes, puesto que multiplicaría los males en la obscuridad; por la falta de reglamentación, en vez de aminorarlos como ellos creen.
Ahora bien, reconocida la imposible práctica de tal disposición, necesario es insistir y no cejar en la adopción de medidas que, si menos radicales, sean más eficaces para disminuir el mal y conseguir sustraer de la enfermedad y el vicio a esa juventud, que en la edad más bella se ve plagada de males que la extenúan y aniquilan física y moralmente, originando la imbecilidad y la locura, cuando no la muerte, en verdaderas víctimas expiatorias de una sociedad que despiadadamente les niega la tutela que se halla obligada a prestar, dejándoles como único guía, la inexperiencia de la edad en que las pasiones se rebelan a la razón, en la que el espíritu es vencido y subyugado por la materia.