Filosofía en español 
Filosofía en español


La vida contemporánea

Sobre ascuas

¡Cuánto siento que sea tan escabrosa la inaudita novela que estos días se ha divulgado en la prensa y que tiene por escenario de sus más sorprendentes capítulos mi pueblo natal! Si no mediase la dificultad que crea la índole del asunto –dificultad casi insuperable cuando se escribe para una publicación que ha de penetrar en las familias, aunque también penetran los periódicos diarios y a fe que no se andan con melindres ni se muerden la lengua–, pocos relatos serían más interesantes que el relato circunstanciado de este caso peregrino, ¿qué digo peregrino?, nunca visto ni oído, que yo sepa, pues no recuerdo nada parecido en los anales de la historia.

Sólo un episodio de la vida de Domicio Enobardo Nerón, en el paroxismo de su época delirante, puede asimilarse al suceso de la Coruña. Ni me atrevo a recordar este episodio, ni a establecer las comparaciones que se atropellan bajo la pluma. Hay, sin embargo, en el caso especialísimo a que aludo tantos aspectos diferentes, que por alguno de ellos se le puede considerar sin faltar a ningún respeto, sin temor de que se escandalice nadie. Una publicación también muy acreditada en el hogar y muy mirada en lo que inserta, La Ilustración Española y Americana, dio cabida, o por mejor decir, encargó al sabio escritor D. Antonio Sánchez Moguel un estudio biográfico de la famosa Catalina de Erauso, conocida por el clásico sobrenombre de La monja alférez. A la biografía acompañaba el retrato, que representa a la monja armada con coraza, y muestra la forma de su cuerpo, raso y ancho como el pecho de un hombre. La fisonomía de la mujer, aunque imberbe, también es viril; sus facciones, duras y acentuadas, cual corresponde a la aventurera y belicosa hembra que se escapó de su convento por el gusto de andar en batallas, pendencias, quimeras y desafíos, y que en tantos años de vida soldadesca, de frecuentar garitos y dar y recibir cuchilladas, siempre logró engañar acerca de su sexo, y que se la tuviese, no sólo por varón, sino por varón de los más matones y desalmados, de los que por quítame allá esas pajas esgrimían la daga y el estoque y enviaban a un cristiano al otro mundo.

Ahora bien: la ya semi-célebre Elisa Sánchez Loriga, maestra de la escuela de Calo, es, como la monja alférez, una equivocación de la naturaleza, que al darle figura masculina le dio en grado igual el ansia de parecer hombre y de realizar, para conseguirlo, los mayores extremos. La destreza y resolución con que urdió la maraña para soltar, por decirlo así, la personalidad femenina, y adquirir legalmente la condición varonil, revelan inteligencia nada común y son materia de asombro para el novelista, que apenas acertaría a idear enredo semejante. Nadie ignora que las trabas legales nos sujetan y envuelven en su tupida red al individuo, ahogándole. Para el acto más insignificante e inocente que se pretenda llevar a cabo, para cualquier relación civil o familiar, para cobrar la pensión modesta de un retiro, para vender, enajenar, comprar, ¡para recoger un certificado del correo!, hace falta llenar requisitos que embarazan la acción y obligan a ir, como suele decirse, de Herodes para Pilatos, zarandeando documentos y exhibiendo comprobantes. Max Nordau consagra largas páginas, en sus Mentiras convencionales de nuestra civilización, a explicar y deplorar el trabajo que le cuesta a un individuo en la sociedad moderna probar una cosa evidente: que ha nacido. Esto de «sacar los papeles» no lo consigue a dos por tres aun el que los tiene claros como el agua y no se propone ser más de lo que es, ni aspira a cambiar de estado civil y convertirse en otro. ¿Qué maña, qué arte no habrá tenido que poner en juego Elisa, decidida a dejar de ser tal Elisa, e inventar, dentro de la ley y con todas las circunstancias exigidas, un personaje imaginario, un Mario Sánchez Loriga, que contrae matrimonio canónica, civil y jurídicamente?

A fin de lograr sus propósitos, Elisa representó a la perfección, según se desprende de las noticias de la prensa, el papel de neófito, cristiano y católico, de súbdito inglés que no ha sido bautizado. Con el bautizo obtuvo la partida de bautismo; con la partida de bautismo, el certificado de soltería; por la nacionalidad inglesa, resultó libre de quintas; ya tenemos la base de la unión conyugal. Y contraído el matrimonio, ante el párroco y el juez; corridas las amonestaciones a su tiempo; hecho todo como lo pide la ley, sin faltar una tilde, ¡cualquiera duda de que ese muchacho alto, esbelto, huesudo, que fuma, que escupe por el colmillo, que anda con desembarazo, no es un varón indiscutible, probado, auténtico, investido de todos los derechos políticos y civiles de que disfruta el varón dentro de nuestra organización social!

Declaro que, para conseguir esta transmigración de hembra a hombre –lo único, según fama, que no cabe en las atribuciones del Parlamento inglés–, se necesita una habilidad extraordinaria, y que quien la ha realizado, cualesquiera que sean sus fines, no es un ser vulgar.

Muchas fueron, y respetables y expertas y constituidas en autoridades diferentes, las personas a quienes engañó diestramente esta notable mujer, capaz de competir, si hubiese nacido en otro siglo, con el famoso caballero o caballera de Eon, que apenas ha cesado de ser un enigma histórico. Este personaje hizo lo contrario que Elisa Sánchez Loriga: siendo hombre, se envolvió en la piel de una mujer, y pasó por mujer siempre que convino a sus negociaciones políticas y diplomáticas. Era capitán de dragones, que parece lo más opuesto a llevar faldas; pero necesitó entrar en la corte de Rusia, aproximarse a la zarina Isabel, para apoyar las pretensiones del duque de Conti a la corona de Polonia, y cátate a mi caballero Carlos de Eon de Beaumont disfrazado de mujer y convertido en lectora de la emperatriz. Poco después recobró su sexo, figuró como hermano de sí mismo (otro tanto hizo Elisa Sánchez Loriga) y fue secretario de la Embajada, para perder a Bestucheff y servir diplomáticamente a Francia, aprovechando las ventajas del tratado de Versalles. Después de esta etapa, el caballero de Eon se batió firme y duro en Ostervich, en Utrecht, en varios lances y empeños, donde probó su corazón animoso. Cuando dejó la espada fue para volver a la diplomacia, en la cual pocos han mostrado tan maravillosas aptitudes: representó a Francia en Londres, y de puro leal y útil que se hacía al rey, empeñáronse los cortesanos en derrocarle, y lo consiguieron. El arma que con más fortuna y empeño manejaron contra él, era un arma singular: sostenían, a puño cerrado, que el caballero de Eon, cuando fue en Rusia lectora de la emperatriz, no estaba disfrazado; que aquél era su verdadero sexo; que era mujer, en una palabra.

Y este punto se discutió y se ventiló con interés tal, se debatió con tanto calor, que en Londres, tierra prometida de las apuestas, se apostaron fuertes sumas; se crearon (¡increíble parece!) compañías que emitieron acciones en pro y en contra, y varias veces fue objeto el caballero de tentativas de rapto, de las cuales hubiese sido víctima, a no valerle sus puños y su espada de militar aguerrido. La consecuencia de estos sucesos, extraordinaria, rarísima, es uno de esos hechos históricos que tienen difícil explicación. Muerto Luis XV, protector decidido del caballero, y habiendo éste pasado a Francia para arreglar asuntos propios, como se presentase en Versalles con su uniforme de capitán de dragones, la reina María Antonieta ordenó que se retirase a su casa y no volviese a ponérsele delante sino con traje de mujer. Podría esto ser un capricho, una genialidad de la entonces joven y alegre reina, que en todo buscaba distracciones; pero cabe dudarlo, cabe pensar en alguna otra razón, al ver que el gobierno, al mismo tiempo, ordenó al caballero de Eon que usase siempre las vestiduras femeniles. Esta orden era cosa resuelta y decidida de antemano; ya varias veces el caballero había desistido de volver a Francia, sabedor de que, al llegar allí, le esperaba el castigo de vestir de mujer constantemente. Por cierto que considero uno de los muchos abusos del poder del Estado la prescripción del traje. En no ofendiendo al pudor, ¿por qué no se ha de vestir cada cual como mejor le plazca?

Y el caballero de Eon –que tenía cincuenta años y debía de ser un filósofo a su manera, de seguro un sujeto de inteligencia vivísima– se avino, de repente, al capricho de la suerte que se obstinaba en hacerle pasar por mujer, se calzó los chapines, adoptó los paniers rameados, los altos peinados y las graciosas cofias de la moda María Antonieta, dejó colgar los tirabuzones hasta el fichú, y firmó siempre, con humorístico orgullo, «La caballera de Eon de Beaumont.» Mujer me quieren –debió decirse–, pues mujer me soy. Los acontecimientos le vengaron de la afrenta, si afrenta existía: la Revolución sobrevino; la cabeza de la austríaca, la altiva cabeza, rodó al cesto del verdugo; y el antiguo capitán de dragones, seguro en la emigración bajo sus atavíos femeniles, sólo introdujo una modificación: en vez de «la caballera» se llamó «la ciudadana».

Hubo, sin embargo, momentos en que los hábitos del otro sexo se le hicieron pesados de llevar, y hay que decirlo en honra del caballero de Eon: fue cuando Francia tuvo que combatir al extranjero. Alegando sus proezas, sus heridas, su limpia historia militar, pidió volver al ejército al estallar la guerra entre Inglaterra y Francia. La contestación fue encerrarle en un castillo. Aunque menos severamente, con igual desdén le trataron la Convención y el primer cónsul, ante quienes renovó quince o veinte años después la misma demanda. Resignado, se conformó a vivir oscuramente en Londres, y el que todos se empeñaban en recluir en la más estrecha y dura prisión, que es la prisión de unas faldas, se ganó la vida con el viril oficio de dar lecciones de esgrima, porque el caballero era un espadachín consumado.

Pues bien, insisto en ello: ni el caballero de Eon, ni aquella doña Feliciana Enríquez de Guzmán, que se disfrazó de hombre para seguir al campamento al galán de quien estaba enamorada, le ponen la ceniza en la frente a la maestra de la escuela de Calo, con su completo de paño oscuro, su corbata torera, su sombrero flexible y su tipo de muchacho. Y es cuanto puedo decir sobre esta novela digna del folletín, sobre este suceso digno de la atención de Lombroso, Garofalo y Tardieu, de los juristas, de los psicópatas, de los que estudian y ahondan, con la severidad y dignidad propias de la ciencia, los misterios del corazón humano, selva oscura, que dijo la Sabiduría.

En toda la península se corea el Rosario de la Aurora: las procesiones acaban a farolazos, a a garrotazos, para hablar con exactitud. Pensar que cuando tanto nos convenía ocuparnos de instrucción pública, de hidráulica, de administración, de sociología, de las doscientas cosas que andan aquí raso por corriente, porque no existen, nos entregamos exclusivamente a discutir con la acción lo que no es discutible, porque es del fuero de la conciencia y cada cual lo resuelve sin coacción posible; pensar que andamos todavía como en el siglo XVII, enzarzados en esa lucha religiosa que nos fue tan funesta; pensar que esto ya casi no sucede sino aquí, que tenemos el triste privilegio de ser los únicos en Europa que representan el tercer acto de Hugonotes y se preparan a representar el cuarto con el aparato que su argumento requiere…, es para darse a Barrabás…, lo cual también, dirán algunos, es, en cierto modo, tomar partido en esta antipatriótica querella.

A golpes de enseñanza, de universidades, de cultura, me gustaría que luchasen aquí los pro-cleri y anti-cleri que andan a trastazo limpio. Pero, como decía el gitano del cuento, ¡ya verá usted cómo no viene! Y puede que venga lo de antes, lo de siempre, las tan acreditadas partiditas… Desangrado y desmedrado cuerpo de España, ¡cuándo dejarás de servir de mesa de anfiteatro y redondel de toros!

Emilia Pardo Bazán