De Inglaterra
La Iglesia y el Trabajo
(Traducido de The Catholic Times para Gaceta de Mallorca.)
¿No corremos el peligro de lanzar nuestra nave contra un escollo, muy peligroso, a saber, el de la oposición al avance inevitable de las masas trabajadoras hacia el mejoramiento de su suerte? Y sí de tal suerte orientamos nuestro curso ¿no resultará fatal el choque contra el escollo para la nave que sobrelleva nuestras esperanzas? Nos hace falta convertir a Inglaterra, y no lo conseguiremos sin la conversión de los ingleses. Mas, ¿quiénes son los ingleses? Son un pueblo cuyo noventa por ciento gana su vida con el trabajo. Debemos por consiguiente huir, ante todo, de levantar ofensa alguna contra el trabajo.
El pensamiento de hoy día considera el trabajo como la principal fuente de riqueza y al trabajador como al primer origen del poder. Los músculos del trabajador crean la riqueza y sus votos confieren el poder. Y hoy también, según la evolución que ha venido realizándose desde algunos años reclama el obrero mayor parte de la riqueza que crea y mayor porción del poder que otorga. Por bien o por mal (y yo pienso que por bien) las clases trabajadoras han conquistado una posición en política de la que no es fácil desalojarlas. Poseen nuevas ideas y nuevos ideales, y van desenvolviéndolos en formas que alarman a los hombres cuyo conocimiento de la enseñanza de la historia no es suficiente para distinguir los motivos de esperar de las razones de temer.
Por esto el pánico levanta un grito contra el Socialismo, el Comunismo, el Fabianismo, &c., &c. Nadie sabe explicar, con satisfactoria claridad lo que significan esos rótulos. Una de las curiosidades intelectuales de nuestros días es que hay gentes que cogen una palabra, titulan con ella un partido, le dan un significado, y se escandalizan cuando el partido titulado con aquella palabra protesta contra la falsedad del significado atribuido. Así, yo tengo un amigo que repite, con deliciosa fruición, las palabras: Ultramontanismo, Papismo, Jesuitismo; ellas tienen un sabor peculiar en sus labios; le pregunto, por acaso, que me explique y defina todos los vocablos en... ismo. Me contesta que él es pobre en definiciones, pero que sabe con exactitud de que habla. ¿Qué hay que hacer con semejantes personas? Ponen el mote, y el mote determina la naturaleza, mas no una simple fisonomía de las cosas.
Mi amigo tiene algunos imitadores, que también motejan, y en la misma forma. Por esto presenciamos ataques contra el Socialismo, y ataques a veces que, en mi humilde opinión, pueden producir el daño de hacer creer que la Iglesia toma partido contra la causa de las clases trabajadoras. Atáquese, por todos los medios, lo que tiene de inmoral y de irreligioso el Socialismo; pero cuidemos muy bien de atacar y aún de parecer que atacamos los justos clamores del trabajador, no sea que se nos acuse de ser peones al arbitrio de los políticos y enemigos de las enseñanzas de León XIII ¡que definió la causa del obrero con tanta firmeza que los interesados le llamaron el Papa Socialista!
¿Qué es el Socialismo? Nadie sabe decirlo. El Socialismo, en el terreno de los hechos, no es una causa sino un efecto. Y es considerándolo como un efecto que se hace sobre él la mejor defensa.
Treinta años ha, los más sabios Católicos de la presente edad escribieron las palabras que siguen, palabras dignas de ser profundamente reflexionadas por quienes se ocupan en cualquier forma de propaganda social; un extracto algo largo, pero todas sus líneas son de oro: «Las antiguas nociones de libertad civil y orden social no beneficiaron las grandes masas del pueblo. La riqueza creció sin aliviar sus necesidades. El progreso de la ciencia las abandonó en abyecta ignorancia. La religión floreció, más no consiguió llegar a ellos. La sociedad, cuyas leyes las hicieron solas las clases más elevadas, declaró que lo mejor para el pobre era no haber nacido, y si no, morir en la infancia, y lo dejó vivir en la miseria, en el crimen y en el dolor. Y tan ciertamente como el largo reinado del rico se ha empleado en acumular riquezas, el advenimiento del pobre al poder será seguido de planes para esparcirlas. Viendo cuan poco hizo la prudencia de los tiempos pasados en vez de la educación, el bienestar público, la seguridad, la asociación, la protección del trabajo contra la ley del interés individual, y cuánto ha realizado la generación presente, hay razón para sostenerse en la creencia de que se necesitaba un cambio y de que la democracia no ha luchado en vano. La libertad no significa para el pueblo la felicidad y las instituciones no son un fin sino un medio. Lo que el pueblo busca es una fuerza bastante a barrer escrúpulos y obstáculos de intereses rivales, y mejorar, en cierto grado, su propia condición. Quiere que la mano poderosa que hasta aquí ha fundado Estados, protegido la religión y defendido la independencia de las naciones, se ocupe de él siendo la providencia de su vida, dotándola con alguna de las cosas, al menos, de que viven los hombres. Este es el evidente peligro que entraña la moderna democracia. Este es también su propósito y su fuerza.»
¡Qué mucho vio ese escritor! ¡Qué mucho previó! No obstante, no era un socialista; despreciaba la política conservadora; temía el socialismo; era, por fin, un filósofo liberal. Mas, él sabía que la reforma social era el alma del liberalismo, y creía que «al terminar la batalla entre economistas y socialistas quedaría gastada la peligrosa fuerza que el Socialismo suministra a la democracia». Entretanto, nosotros presenciamos el progreso de la lucha, que hoy día embravece con creciente furia.
¿Qué parte debe tomar la Iglesia en la lucha? ¿Ha de aliarse con los Borbones de la propiedad y de la renta? ¿Ha de abandonar la suerte de los pobres? ¿Ha de cruzarse de brazos y contentarse con asistir, sin hacer nada, a las alternativas de una lucha indecisa? No lo sé, pero Él que la edificó, dijo: «Todos los días están con vosotros los pobres.» Particularmente, no deseo a la Iglesia otra mejor compañía.
Cuando reflexiono sobre la enseñanza del Antiguo Testamento acerca del inmueble, del Nuevo Testamento acerca de la riqueza, de San Pablo acerca del trabajo, de San Jerónimo acerca de los ricos, de Santo Tomás acerca de la propiedad, de San Francisco acerca de la pobreza, de San Vicente de Paul acerca de la caridad, del Papa León acerca de la justicia, me siento embargado por la admiración ante un tan gran tesoro de verdad eficacísima para solucionar el problema social que existe en la Casa de Dios, donde el pobre se arrodilla junto al rico para rezar la humilde plegaria el día del honorable recuerdo de la resurrección del Señor y Maestre y Juez, así del rico como del pobre. Y me gozo en esperar que, en medio de esta terrible lucha, para equilibrar la balanza de la posesión de los bienes terrenos, no se dirá una sola palabra que pueda llevar un solo trabajador a creer que una causa, tan calurosamente defendida por León XIII, no alcanza simpatías y amores en el corazón de su Madre espiritual.
Hay algo torcido en las relaciones mutuas entre los hombres.
¿Cómo se enderezará? Sea como fuere, no olvidemos jamás, ni en las palabras ni en los hechos, que el pobre ha sido demasiado tiempo olvidado por el mundo, y que del mundo nada bueno dijo Jesucristo. Sea el empeño de los seguidores del Maestro no decir nada malo de aquellos que el mundo no conoce.– Sacerdos.