Alma Española
Madrid, 10 de enero de 1904
Año II, número 10
páginas 11-12

Ramiro de Maeztu
Nozaleda y Rizal

El retrato que acompaña estas líneas es el del fraile Nozaleda, exarzobispo de Manila, hombre de cuerpo recio y frente estrecha, líneas redondas y labios sensuales, que se sienta en un sillón como en un trono, satisfecho de su pectoral y de su anillo de amatista, orgulloso de su salud y probablemente de su mesa, alegre con su pasado, con su presente y con la perspectiva de su porvenir, firme sin arrebatos, jovial sin carcajadas, vigoroso sin los alardes musculares del atleta de oficio. ¡Cuanta serenidad la que respira el original de este retrato! Ni delirios de místico, ni angustias de pecador, ni tormentos de arrepentido, ni preocupaciones de orden social, ni humillaciones de patriota, ni el mismo curso de los años han logrado arrugarle el entrecejo. Ha pasado por el clima de los trópicos, por la insurrección tagala, por el sitio y rendición de Manila y por el cambio de bandera, sin que se enturbiara la sana alegría de su aspecto. Su cuerpo exhala esa impasibilidad de la naturaleza ante el dolor humano que tanto desconcierta a los poetas.

Nozaleda
Nozaleda

Hoy el nombre de este dominico anda en lenguas de los periódicos. De seguro que el mas sorprendido será el padre Nozaleda, quien no muestra en su imagen señal alguna de haberse discutido a sí mismo y ha de extrañarse al ver que los demás le ponen en la picota del debate. ¿De qué se le acusa en último término? De ser arzobispo con España y de haber sido luego arzobispo bajo el pabellón norteamericano. ¿Pero es que esas pequeñas ideas de patria pueden pesar sobre un prelado católico? ¡Católico quiere decir universal! ¿Nació Jesús en Valladolid? Sin embargo le adoramos. ¿Es hijo de la Mancha el Sumo Pontífice? Sin embargo le veneramos? ¿Fue escrita la Biblia originariamente en el idioma de Cervantes? Sin embargo es nuestro libro sagrado. -Este asunto de las patrias se halla entregado a las vanas disputas de los hombres. Nozaleda significa algo mas alto; significa el reinado de Dios sobre la tierra, tal como funcionaba en Filipinas, antes de que llegaran al Archipiélago los modernismos liberales.

Lo ha dicho un defensor de las Comunidades religiosas en las islas magallánicas, el Sr. Caro y Mena: «Antes de que llegaran a Filipinas las ideas de libertad y de progreso, el país vivía en perfecta paz, en tranquilidad paradisíaca. Tenía el Archipiélago todo cuanto deseaba... El indígena era prácticamente el hombre mas libre y menos sujeto a gabelas que había en el mundo... No turbaban su existencia ni aspiraciones ni resquemores de índole social ni política. Si tenía algún pleito menudo, arreglábanlo sus gobernadorcillos, dictando sentencia ex aequo et bono sin mirar leyes ni Códigos; si se creía víctima de alguna vejación, acudía al cura, que le libraba de ella, o, por lo menos, le consolaba y dejaba tranquilo; si cometía alguna falta, por fragilidad o desidia, sufría resignado el castigo tradicional, que le imponía el cabeza, el capitán o el alcalde, sin sujeción al Código penal; si estaba enfermo llamaba a sus mediquillos o iba por medicinas al convento.»

Pero llegó momento en que algunos filipinos comenzaron a viajar por Europa; como eran hijos de comerciantes extranjeros o de funcionarios españoles, las Comunidades religiosas no pudieron impedir esos viajes. Esos filipinos, esos indios, estudiaron en Universidades Europeas, donde se les trataba como si fueran hombres, insuflándoles las ideas, las aspiraciones y las necesidades íntimas de los hombres de Europa que han dado en la manía de ser libres. Esos estudiantes filipinos que conquistaban en los exámenes las notas más brillantes, tuvieron la locura de no considerarse inferiores a los europeos. El ejemplo del imperio japonés que en sólo una generación ha recuperado el atraso de veinticinco siglos, les decía que su condición étnica de asiáticos acaso no fuera obstáculo insuperable para el progreso de su país. Y cuando esos estudiantes regresaban a Filipinas, no se resignaron a vivir sin aspiraciones ni resquemores sociales y políticos, a tener su hacienda a merced de un gobernadorcillo que dictaba sentencia en materias civiles sin mirar leyes ni códigos, a sufrir los castigos tradicionales que les imponían sin sujeción al Código penal, ni a curarse sus enfermedades con las drogas que les daba en el convento o casa parroquial un ignorante de la ciencia médica.

Aquellos estudiantes filipinos soñaron un sueño: el de libertar a su país del poder de los frailes para que viviera la vida de Europa. No pensaron de momento en separarse de España. En miles de manifiestos proclamaron su amor a la metrópoli; sólo querían libertad y cultura, difusión del idioma castellano, representación en las Cortes españolas, supremacía de los poderes militar y civil sobre el poder religioso que, dueño de la tierra y jefe de los gobernadorcillos, alcaldes, cabezas de «barangay» y capitanes, era arbitro absoluto de vidas, de haciendas, de honras y hasta de pensamientos. Las Comunidades religiosas se negaron sistemáticamente a toda clase de reformas, y llegó momento en que España hubo de escoger entre quedarse con los frailes y contra los filipinos, o con los filipinos y contra los frailes. Se cuenta que hubo ocasión solemne en que España pudo conservar el Archipiélago sacrificando a las Comunidades, y que la persona a quien se planteó el dilema contestó resueltamente.

—Prefiero perder las Filipinas a que se pierda mi alma.

Y eso mismo debimos decirnos la mayoría de los españoles. Porque en vano los filipinos residentes en España multiplicaban sus demandas clamorosas; no les escuchamos. Los pocos hombres que, como Morayta y el general Blanco, comprendieron que los frailes nos iban a costar el Archipiélago, eran escarnecidos por todos o casi todos los periódicos. De traidores a locos no quedó en el diccionario de la injuria ningún vocablo que se les perdonara. Las Comunidades religiosas eran más fuertes que los doctores y escolares filipinos. Las súplicas de éstos se perdían en el silencio de los enterados y en la ignorancia general del país. Las Comunidades disponían a su capricho, no sólo del Archipiélago, sino del mundo político y periodístico de España.

Y, entre tanto, cuando aquellos doctores y estudiantes filipinos volvían a su tierra, felices con sus títulos, orgullosos con sus palmas académicas, satisfechos de sus victorias en los combates del saber, envanecidos con la esperanza de que sus conocimientos contribuyeran al adelanto de su país, eran tratados como indios, y como indios debían doblar la cabeza al cruzarse en el camino con un fraile, ofreciéndole el cuello para que el cura se apoye en él; si el cura y el indio fueren a caballo, el indio debía parar su cabalgadura y quitarse el sombrero reverentemente; si el indio fuere a caballo y a pie el cura, el indio debía apearse del caballo y no volver a montarse hasta que el cura se perdiese de vista. A la menor contravención a estas leyes, el indio–médico, abogado, catedrático, ingeniero– era azotado a la puerta de la iglesia.

Así estalló la insurrección. Sus consecuencias ya son irremediables. No quisimos que nuestra bandera protegiese aquellas ansias de libertad y de cultura; preferimos colocarla al servicio de las Comunidades... Pero cuando pienso que el Archipiélago filipino sería aún español... Hay en el Museo de Ultramar, en el Retiro, véanlo mis lectores, un gran lienzo pintado por un artista de las islas magallánicas. Su asunto es simbólico, pero el símbolo es tan claro que lo comprende un niño. Por entre las flores de la cuesta del progreso, cuya cumbre se envuelve en infinitas perspectivas, ascienden dos mujeres, van enlazadas de los brazos, se miran cariñosas, pero la mayor empuja a la pequeña, la ayuda, la da alientos; la mayor es de tez blanca; la pequeña, de tez amarilla; la mayor es España; la pequeña Filipinas...; vi el cuadro de Luna una mañana de este invierno, y estuve a punto de llorar... Cuando pienso que ese símbolo podía ser realidad en estos días; cuando pienso que hemos podido redimirnos en Filipinas de los pecados cometidos en Flandes y en América; cuando pienso que ha sido necesario que los yanquis...

* * *

Pero en este momento una pálida sombra se apodera de mi alma, y su halito congela todo el torrente de mis imprecaciones... Es la sombra de un hombre sabio y bueno; la sombra de un poeta. No hace muchos días que se cumplió en silencio el aniversario de su triste muerte. Fue fusilado cuando era Nozaleda arzobispo de Manila, y por arzobispo, rey absoluto de las Filipinas. Murió valientemente, sin lanzar una queja, sin maldecir a los que le mataban, sin proferir una sola palabra contra España. Empleó sus horas últimas en componer una poesía, y en vez de escribirla en su idioma nativo, la escribió en castellano para enriquecer a los que eran entonces sus enemigos, con el tesoro de su corazón. Sus versos póstumos tienen la dulzura de una tarde de otoño y de un sueño de primavera: son a la vez tarde de otoño y sueño de primavera. El poeta brinda su vida al país filipino con tristeza otoñal y alegría de Mayo.

Sí grana necesitas para teñir tu aurora,
vierte la sangre mía, derrámala en buen hora
y dórela un reflejo de tu naciente luz.

¿Por qué ocurrió esto? ¿Por qué se emplearon los fusiles de España en poner término a la vida de un poeta generoso? Nosotros, españoles, queremos a España, quisiéramos en nuestro patriotismo que la bandera nuestra sea para el mundo una promesa de libertad y amor. ¿Qué fatalidad ha hecho que nuestros soldados fusilaran ayer a Rizal, como antes a Martí y a Placido y a Zenea?

Rizal
Rizal

Pero la sombra de Rizal detiene el curso de mis invectivas. Si hubiera lugar de maldecir a todo un pueblo, él lo habría maldicho. ¿Quién con mayor motivo? No es la muerte lo que Rizal se merecía, sino el premio y la ayuda, porque el autor de Noli me tangere, la novela del sufrimiento filipino, fue uno de los que trabajaron con mayor ahínco por hacer compatibles la bandera de España con el despertar de su país... ¡Y sin embargo le matamos!... ¡Y sin embargo no nos maldijo en la hora de la muerte!... ¿Por qué no nos maldijo?... Porque comprendió que España, aunque lo hubiera deseado, no habría podido dar a Filipinas la libertad y la cultura; porque no podíamos dar los bienes de que nosotros mismos carecíamos.

Hay en Doña Perfecta una pagina que me ha hecho sagrado el nombre de Galdós. Orbajosa, símbolo de España, yace aterido bajo el peso de su catedral, de sus terrores de ultramundo, de su culto a la muerte. De pronto suenan las trompetas anunciadoras de la proximidad de los soldados; «¡el ejército viene!», se dicen los vecinos de Orbajosa, y el ejército es el centro, es Madrid, es la ciudad donde se habla y se piensa libremente, donde se cree que se habla y se piensa libremente, el ejército es la liberación!..., y un soplo de alegría bate las calles de Orbajosa; durante un momento se respira y se vive...

Pero esa pagina es una bella promesa de poeta, no es aún sino promesa para la mayor parte de los pueblos españoles. Antes de que nuestras apariencias liberales sean libertad íntima y profunda, libertad con cultura, será preciso que muchos hombres del temple de Rizal viertan su sangre para teñir la aurora de las ideas nuevas y que se escriban muchos libros como Noli me tangere, libro que mata a un hombre, pero que da la vida a un pueblo.

La protesta que en toda España ha suscitado el nombramiento del padre Nozaleda para la Sede de Valencia, entraña al mismo tiempo una condenación del régimen frailuno y una apología de Rizal. ¿Serra escuchada esta protesta? ¿Se perderá en la indiferencia como las quejas de los filipinos?... De todos modos, yo quisiera que una mano amiga llevara los artículos que en España se publican estos días en condenación de Nozaleda a los que fueron compañeros y amigos de don José Rizal, porque esta agitación de los periódicos es el primer paso que da España en expiación de sus pecados colectivos y es preciso que demos muchos otros para que la Historia nos perdone.

Porque esta escrito –y vuelvo a repetirlo–, porque hay frases que debieran aprenderse de memoria: «Debemos redimirnos en nuestros hijos, de ser hijos de nuestros padres».

Ramiro de Maeztu

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