Alma Española
Madrid, 30 de abril de 1904
 
año II, número 23
páginas 2-4

Miguel de Unamuno

Guerra Civil

Cada día se acrecienta más mi fe en lo que se ha dado en llamar la regeneración de España, y que es más bien su vitalidad, o mejor todavía, su vida. La fructuosa lucha por la libertad de conciencia, sin la cual no caben ni riqueza, ni bienestar, ni seguridad sociales, prosigue tenaz, aunque no ruidosa. Sin embargo, empieza a dejarse oír el fragor de sus armas.

Acá y allá se oye gritería de pelea; los adversarios se denuestan y escarnecen para rejuntar rabia y entrar en calor, como los chicuelos que se insultan mientras se arremangan los brazos y se espurrian de saliva las manos para trabarse enseguida a bofetada limpia. Y este es buen síntoma.

Nada hay peor que el odio cobarde que se nos agazapa en las entrañas y nos las carcome. Nos redime el darle salida, y no hay abrazo más cordial que el abrazo que se dan los combatientes de una noble causa, una vez depuestas las armas. La guerra civil de los siete años bien valió el abrazo de Vergara. Sin él, no gozaríamos de libertades de que hoy gozamos y que respetan los herederos mismos del ideal que allí apareció vencido.

Vencido sólo en parte, porque luego recobró por la astucia lo que a la fuerza había perdido. Y provocó otra guerra civil en que volvió a ser vencido por la fuerza, y ha vuelto a recobrar por la astucia parte, no más que parte, de lo que perdió. Y de aquí la necesidad de una nueva guerra civil, que no sé cómo se hará, y hasta dudo que se haga a tiros en las montañas del Norte, pero que ha de hacerse, que necesita España, para su regeneración, el que tal guerra se haga.

Se ha dicho muchas veces que es mejor la guerra que la paz armada, como es mejor un ataque de apoplejía que no una parálisis que le impida a uno ganarse el pan de sus hijos. Y aquí, en España, vivimos en paz civil armada. Bien venida sea, pues, la guerra civil, en una o en otra forma, si con ella nos libertamos, aunque sólo sea por algún tiempo, de esa paz civil armada. Otro golpe más en que de nuevo arranquen por la fuerza las conquistas de la astucia reaccionaria.

Y vivimos, no cabe dudarlo, en paz civil armada. La paz exterior, la de la calle, la de la vida pública, la pagan muchos españoles muy cara, carísima. Les cuesta guerra interior, del hogar, de la vida doméstica, o algo aún peor que esta guerra, y es la más vergonzosa y degradante esclavitud. Son muchos, muchísimos, los españoles que están presos de sus mujeres, sometidos a ellas, encenagados en la más sucia hipocresía por miedo a disgustar a sus esposas. Muchos pueden decir lo que cuentan que dijo Campoamor cuando, yendo a oír misa, se encontró con uno a quien le sorprendió que la oyese el poeta: «Me cuesta menos que oír a mi mujer» –cuentan que dijo.

El temor a lagrimitas, a suspiros, a quejas, a fruncimientos de hocico, a tibiezas de caricia, a hurtos de cuerpo acaso, a la guerra doméstica en una o en otra forma, lleva a muchos hombres en España a la más ignominiosa servidumbre. Se cuenta de un famoso general de la revolución setembrina que estaba acongojadísimo porque su mujer le amenazó con negarle el débito si votaba la libertad de cultos. Y así hay muchos. Y luego van al Parlamento, y no falta quien diga allí que la enseñanza de la religión debe quedar encomendada a las madres, cuando lo que entiende por religión la inmensa mayoría, la casi totalidad de las madres españolas, es un monstruoso mejido de algunas sublimes enseñanzas con una muchedumbre de supersticiones fetichistas y de mezquindades morales.

Una guerra civil pública lava estas miserias. Entonces esas mismas mujeres, que en tiempo de la enervadora paz civil armada, se chupan la energía de sus maridos Y los tienen en degradante servidumbre, ellas mismas se ponen al lado de sus hombres, y la gloria de éstos es su gloria. Así sucedía en Bilbao, mi pueblo, durante la última guerra civil, y muy en especial durante el bombardeo de la villa. Las bilbaínas sentíanse, aun sin comprenderlo, henchidas de liberalismo, de verdadero liberalismo; de ese liberalismo que dicen que es pecado, mientras hoy van en rebaño a donde las lleven con astucia y arrastran tras de sí a sus maridos. Algunas de aquellas señoras han olvidado los comentarlos que hicieron cuando los carlistas aplicaron a gastos de la guerra dineros de la bula.

Cuando el hombre, desatando el nudo que en torno de su cuello pusieron los brazos de la mujer, se lanza a la calle a pelear con la palabra o con el hecho contra la tiranía a que su mujer misma quería sojuzgarle, ésta ve claro y se redime y acompaña en espíritu a su hombre, que lucha.

Y la lucha parece que va a encresparse y que se acerca un nuevo acto de la dolorosa conquista de la libertad. Servirá, á la vez, para encauzar energías que hoy se disipan y pierden hasta en el crimen.

Hasta en el crimen, sí. Porque siempre he creído que mucho de la criminalidad española se debe a cierta ociosidad espiritual, en que las energías íntimas, los resortes pasionales más entrañables no encuentran natural salida. En vez de darle al pueblo una luz y dejarle que se busque por si mismo su camino, se le ha metido en un carro y se le lleva a obscuras por senderos que no conoce, diciéndole: «Confíate a nosotros, los que te conducimos a tu felicidad eterna; por ti mismo te extraviarías, porque no conoces los caminos; nosotros, que liemos recibido en sagrado legado el mapa de la vida y de la muerte, nosotros te llevaremos a su fin; todos los demás te engañan.» Y como el espíritu del pueblo está ocioso en ese carro y ni siquiera tiene que luchar con las hondas inquietudes que provoca el misterio de la vida y del destino, se desahoga en barbaridades, en estallidos de pasión ciega, en crímenes de éste y del otro.

Viene una guerra civil, y la criminalidad decrece, y el que en paz civil armada sería criminal, se convierte en héroe. Y no se diga que la guerra misma es el mayor de los crímenes y que en ella se cometen muchos. En ella salen los malos humores o se depuran. Y además, eso que se llama crimen colectivo es el camino para convertir en bien el mal de la criminalidad.

En cierta ocasión se celebraba una capea en un pueblo de una provincia contigua a esta de Salamanca. Entre los espectadores se hallaba un buen labrador, hombre sosegado y tranquilo, por las trazas, que, teniendo un largo palo entre las piernas, no hacía sino gozar del espectáculo sosegadamente y sin meterse con nadie, mientras se engullía rodajas de lomo en tripa y daba repetidos tientos a una bota de tinto. Pero ocurrió que de pronto se trabaron dos, allí, en el tendido, de palabras, primero, y de manos, después; hubo gritos, alboroto y removimiento de gente. Al percatarse nuestro hombre de ello, irguió la cabeza como quien despierta de un sueño, se puso en pie como por resorte, empuñó el palo, hizo con él un molinete sobre la cabeza, haciéndolo zumbar, y exclamó, mirando al espacio: «¿A quién le pego?» El hombre este era profundamente representativo.

Hay en buena parte de nuestro pueblo una tensión espiritual de ¿a quién le pego?, que sólo necesita ser dirigida. Y hay que decirle: «Descarga, descarga esa pesadumbre; da suelta a esa apretura; pega, pueblo mío, pega, y puesto que tienes que pegar para aliviarte de eso que te está estragando él corazón, pega aquí» Y señalarle dónde tiene que pegar.

Sentiría que hubiese lectores de estas líneas que las tomaran por ingeniosidades, genialidades o paradojas. No, no hay tal. Me tienen hastiado los hipócritas sermoneos de los que están a todas horas predicando paz, y llaman paz a la muerte; de los que hablan de tolerancia, sin entenderla, y sobre todo, desconfío mucho de eso que se llama libertad, desde que han dado en ensalzarla los que arteramente la combaten.

Mientras haya quienes traten de imponer, de un modo o de otro, lo de que es preciso creer estas o aquellas doctrinas para ser buenos; mientras haya esto, no habrá libertad. Ni habrá libertad mientras no penetre en lo más intimó de la conciencia pública la verdad de que no hay nada, absolutamente nada, que no deba decirse y que debe oírse con respeto y sin estúpidas protestas –aunque sobraba el epíteto, pues siempre es estúpida toda protesta– todo, absolutamente todo, lo que pueda decirse, salvo refutarlo luego o combatirlo.

¿De quién es desconocido el antiquísimo aforismo que dice: «Si quieres paz, prepara la guerra.» Si vis pacen, para bellum? Pero no suelen bastar los preparativos de guerra para gozar de la paz, sino que se hace preciso, para llegar a ésta, pasar por aquélla. La paz se conquista con guerra. Y la paz verdadera, la paz interior, en el hogar y en la conciencia, ésta sólo la conquistaremos con guerra exterior, guerra en la calle y en la sociedad. Vale más pelear con la conciencia apaciguada, que vivir en paz, paz aparente, con la conciencia atormentada o subyugada.

«Todos desean la paz, pero no todos se cuidan de lo que pertenece a la verdadera paz», escribió el autor de la Imitación de Cristo (lib. III, cap. XXV, 1.), y su maestro, aquel cuya imitación pregonaba, dijo que no había venido al mundo a traer paz, sino guerra. Y esto hay que entenderlo y sentirlo.

No podemos tener paz mientras no se conquiste, no sólo en ley, sino en costumbre, y no de derecho tan sólo, sino también de hecho, la perfecta libertad de conciencia, y la igualdad perfecta y la fraternidad, de tal modo, que ni se le deprime, ni se aísle, ni se le aparte como a un leproso de éstas o de aquéllas casas, ni se te niegue el saludo, como hoy sucede, al que piensa de esta o de la otra manera en cuestiones de doctrina, y sólo por pensar así.

Cuando, con la guerra, conquistemos la libertad de conciencia y el reconocimiento de que la moral cristiana de los actuales pueblos cultos está por encima de los credos y de los dogmas todos, y lejos de depender de ellos, son éstos los que dependen de ella para su nacer, su vivir, su morir y su transformarse, entonces, y sólo entonces, podremos gozar y aprovecharnos con fruto del rico tesoro de consuelos vivificadores y de alientos fortificantes que hay en el hondón de la fe de nuestros mayores.

Miguel de Unamuno

Imprima esta pagina Informa de esta pagina por correo

www.filosofia.org
Proyecto Filosofía en español
© 2001 filosofia.org
Alma Española
1900-1909
Hemeroteca